Conferencia cuaresmal a jóvenes en la iglesia de los jesuitas de Toledo el día 14 de Marzo de 1972
En una revista que me llegó hace unos días, he podido leer un artículo titulado “Descubriendo la oración”, del cual os ofrezco unos breves fragmentos:
“Vamos de sorpresa en sorpresa; cuando uno todavía está peleando con los profetas de un mundo horizontal y sin Dios, resulta que comienza a despertar, en la base de muchos movimientos juveniles, la necesidad de hacer oración.
Frente a los que especulan con el triunfo de una sociedad descreída, secularizada, se alzan también grupos crecientes de estudiantes universitarios, de Francia sin ir más lejos, a los que les ha dado por hacer oración mental. Y los expertos se asombran. Dicen los expertos que la oración parecía cosa pasada de moda, que nadie reza y que, además, parecía innecesario rezar. Añaden que la oración mental puede llevar a no hacer las cosas, a no comprometerse, o dicen que la oración individual es egoísmo.
Pero nunca fue tan egoísta habar con el Padre común, con Dios, que a todos nos lleva en su corazón. Es imposible rezar a Jesús con autenticidad y a la vez ser egoísta. Ni fue nunca inútil rezar, ni tuvo nunca la oración buena de un cristiano honrado el carácter sustitutivo de la caridad. Tras una conversación con Jesucristo, la acción del cristiano en favor de los demás tiene más hondura, mayor sentido. Sin oración no se puede, ni se podía, ni se podrá hacer nada en el orden cristianos.
Y los expertos se llenan de confusión porque hay grupos de jóvenes franceses que buscan expertos en enseñar a meditar, a estar un rato rezando personalmente a Dios. Siguiendo el consejo que se nos da en el Evangelio, entran en su interior y hablan a solas con el Padre que está en los cielos y en todas partes… En Francia se venden bien los libros que hablan de meditación, de cómo hacer oración personal, que antes parecían ya anticuados.”
El diálogo personal con Dios en la oración #
Es oportuno ofreceros estas líneas del artículo a que me estoy refiriendo, porque me sitúan rápidamente dentro de lo central del tema que quiero exponeros esta noche. Al fin y al cabo, lo que aquí se nos dice de que vuelve a descubrirse la necesidad de la oración en la vida religiosa cristiana es una demostración, por un camino nuevo, después de todas estas peripecias que estamos viviendo en la época posconciliar, es una señal, digo, de que no podemos dejar el Evangelio; y de que para que haya una vida religiosa auténtica, es necesario Jesucristo. Contad con Él, hablad con Él, vivificad en vosotros y aumentad cada vez más el amor a Él, para poder seguir sus enseñanzas y sus ejemplos de vida.
Vuelven las aguas a su cauce, como vuelve la alondra a su nido. Y no es que esté en mi ánimo despreciar ninguna de las formas comunitarias de la vida litúrgica actual, en las cuales hemos ganado mucho con respecto a lo que anteriormente existía en nuestras costumbres piadosas. Pero, seguramente estaréis de acuerdo conmigo en que, al menos según algunas expresiones utilizadas por muchos al hablar o al escribir, estábamos viviendo unos años en que la oración personal, privada, sufría cierto descrédito. Y, por ejemplo, aquellas formas clásicas de hacer ejercicios espirituales en retiro, que fomentaban tanto el silencio interior, el examen de conciencia y el diálogo con Dios, vienen siendo fácilmente sustituidas por otros coloquios, diálogos, convivencias de tipo religioso, cuyas ventajas yo no niego, con tal de que se ajusten a sus debidos límites. No hay nada que pueda sustituir a lo que es el diálogo personal, de cada uno, con Dios nuestro Señor por medio de Jesucristo.
Y está bien que vuelva todo esto y tiene que volver, para que se logre el debido equilibrio y para que el necesario avance en las manifestaciones de nuestra vida religiosa no suponga ruptura alguna con lo que debe ser mantenido en su integridad.
Yo ya conocía algo de esto por propia experiencia. Recuerdo muy bien cómo el año pasado, en Barcelona, me visitaron cinco o seis personas francesas, las cuales querían establecer en Barcelona grupos de oración, al estilo de los que ya venían funcionando en algunas diócesis de Francia. Ellos, concretamente, se referían a la oración del Rosario, como una forma de plegaria y devoción a la Santísima Virgen, que no puede olvidarse en el pueblo cristiano. Y en conversación con ellos pude captar cómo empezaban estas reacciones, extendidas ya a otras formas más claras y nítidas de meditación religiosa, de oración mental, lo cual constituyó para mí un motivo de alegría.
Doctrina y vida #
Pues bien, queridos jóvenes, deseo dar un paso más hoy en relación con la exposición que ayer os hacía. En efecto, os hablaba de cómo la religión cristiana –fijaos que estábamos hablando de la religión en su conjunto de expresiones, no estrictamente de la fe– no es una ideología, un sistema meramente racional que se mueve con unas coordenadas más o menos lógicas, y que trata de influir sobre la mentalidad de los hombres, provocando una actitud cultural de respuesta de las potencias del hombre a aquellos determinantes que presenta tal o cual ideología ética, religiosa, científica, etcétera.
En el cristianismo hay algo que se escapa a lo puramente racional, hay un misterio que no llega a captarse nunca del todo. Y por eso, no es mera ideología racional, ni puede serlo. Ni es una simple ética o una moral para las situaciones de la vida. Es mucho más. Es, decíamos, el propósito de salvación del hombre por parte de Dios, que se realiza por medio de Jesucristo, que viene al mundo.
Es una iniciativa de Dios y, por lo mismo, no podemos permanecer indiferentes ante Él. Es una verdad que se nos revela, por lo cual necesitamos examinarla. Es una respuesta a las exigencias más íntimas del corazón y del pensamiento del hombre en cualquier época.
En el cristianismo se manifiestan y expresan las realidades más profundas de Dios y del hombre; y esa manifestación y expresión religiosas de lo divino y lo humano han sido dadas y fijadas por Cristo, Dios hecho hombre; y por eso las manifestaciones religiosas del cristianismo son las más altas y definitivas que pueden lograrse en este mundo. Ahí se encuentra el Camino, la Verdad y la Vida. Pero es necesario acercarnos a Cristo para poder hacer este hallazgo. De esto es de lo que yo quiero hablaros esta noche; menos tiempo que ayer, para que podáis alcanzar los medios de transporte que os llevan a vuestros hogares.
Se trata, por consiguiente, queridos jóvenes, para que este sentido de la vida cristiana nos llene y podamos responder a esta iniciativa de Dios, se trata de lograr el encuentro de cada uno con nuestro Señor Jesucristo. Situarnos en una actitud tal que no pongamos obstáculos, por nuestra parte, para el encuentro con el Hijo de Dios, Salvador del mundo. Se trata de conocer y vivir este hecho; conocerlo y vivirlo. Ya no estoy hablando únicamente de la religión cristiana en todo el conjunto de sus expresiones, sino de Jesús Salvador, de Cristo, tal como se nos presenta a través de la Iglesia.
Es necesario esforzarnos, repito, por conocer y vivir ese hecho. Fijaos que digo, en primer lugar, conocer. Ved cómo los Apóstoles, apenas empiezan a cumplir la misión que el Señor les confió, cuando Éste sube a los cielos, instruyen a sus oyentes sobre el núcleo esencial de esa evangelización. Leed el Nuevo Testamento y os encontraréis con las cartas de San Pablo a los romanos, a los fieles de Éfeso, a los gálatas. O bien tomad el libro de los Hechos de los Apóstoles, y encontraréis los discursos de San Pedro, de San Pablo, tal como nos los narra San Lucas. Comprobaréis cómo en estos documentos los Apóstoles no se limitan a decir a aquellos a quienes escriben: vivid el misterio de Jesús, no, no. Es algo mucho más concreto.Dentro de este conocimiento que pretenden darnos hierve la vida. Nos hablan de que hay un pecado en la vida del hombre, de que hay una Redención, de que hay unos dones del Espíritu Santo y una gracia santificante que llega a la conciencia del hombre, y una exigencia moral para la pureza de corazón, y unos preceptos fundamentales. Nos hablan de la providencia de Dios, del destino humano, de la forma como se ha revelado Jesucristo; de por qué a ellos el Señor les ha elegido como testigos y Apóstoles. Comparan la ley nueva con la ley antigua, hacen reflexiones sobre lo que era la religión del pueblo de Israel y la religión del Israel nuevo, la Iglesia santa instituida por Jesucristo. Es decir, instruyen, dan a conocer, analizan en cuanto es necesario para la predicación de su mensaje, analizan lo que es la persona y la enseñanza de Jesús. Pero no se trata sólo de conocer, también se necesita vivir, vivir ese mundo de ideas y de exigencias y de fuerzas del espíritu que se está respirando a través de las enseñanzas que nos exponen.
No se limitan los Apóstoles a ser expositores de unos dogmas; los exponen sí, pero dan un paso más. Tanto en el Evangelio que ellos predican, según lo expuso el Señor, como en las directas exposiciones que ellos hacen, aparece la necesidad de que el hombre admita la Palabra de Dios, de que obedezca lo que en ella se nos dice, de que ore, de que se disponga a recibir la gracia y los dones de Dios, con un esfuerzo interior incesante; de que hable en todo momento al Padre que está en los ciclos y a los hombres sus hermanos; de que tenga esperanza en la vida eterna. Todo esto es vida. Por eso, el mensaje evangélico y la reflexión apostólica posterior se nutren de estos dos aspectos; la doctrina que se nos enseña y la vida que se nos reclama. Ni lo uno ni lo otro sólo; ambas cosas a la vez. Cuando yo hablo del misterio de Cristo y del encuentro personal con Él, estoy refiriéndome a la necesidad de ambas cosas. De ahí que sea tan necesario, queridos jóvenes, encontrar momentos de reflexión, sea como sea.
Estáis en esa época de la vida en que recibís todas las influencias de lo bueno y de lo bello, Dios quiera que no sea nunca de lo malo y deformante. Buscad tiempo, como sea, para encontraros a vosotros mismos en diálogo sereno y reflexivo con Dios, sin rehuir aquello que pide la atención de vuestro pensamiento, para que reflexionéis sobre ello –las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia–, sin dejar de orar nunca para solicitar de cielo las fuerzas que necesitáis a fin de cumplir bien vuestra misión después.
El cristianismo es Cristo #
Tengo mucho interés en insistir en este aspecto, sobre la religión como dogma y como vida, porque si no es así, o la convertimos en abstracción mental, lo cual sería radicalmente contrario al intento de Jesucristo; o en una vivencia vaporosa y vaga, llena de aspiraciones románticas de tipo ético-religioso, que no llevan al hombre a los compromisos serios con Dios y consigo mismo.
Escuchad, por favor, una doctrina sencilla que expresa muy bien lo que estoy diciendo: El objeto de la revelación cristiana es el mismo Cristo, Él es el objeto central y la gran novedad de su propia revelación. Él mismo es la religión por ser el mediador que salva y da vida nueva al hombre. Por eso contiene una gran verdad, el dicho tradicional de que el cristianismo es la única religión verdadera. Porque aun reconociendo valores positivos en las demás, sólo pueden entenderse y justificarse en cuanto sus aspiraciones y búsquedas se ordenan a Cristo, Camino, Verdad y Vida.
De ahí el significado enjundioso del contenido dogmático de la fe. Frecuentemente se juega al equívoco de la contraposición entre dogma y vida; como si por dogma se expresara únicamente una teoría abstracta y por vida lo concreto, lo cordialmente palpitante, acaso en un nivel natural. Cuando, en realidad, el dogma, si el cristianismo es Cristo, no es más que la expresión de este hecho viviente. Por tanto, el dogma expresa la aportación de vida nueva, la posibilidad de aportación vital. De donde se deduce que la contraposición, muy al uso, entre vida y dogma es una contraposición que parte de la ignorancia de lo que es la respuesta cristiana.
El dogma y todos los elementos diferenciales de lo que es el cristianismo son, precisamente, la expresión de ese hecho diferencial que es el que da respuesta: el hecho de que el mismo Dios se hace visible en Cristo, y a través de su presencia en el mundo nos trazó un camino que hace posible el desarrollo de esas aspiraciones, para las cuales no había respuesta. Por tanto, el dogma es más que la vida natural, y en este sentido, si preguntamos quién debe subordinarse a quién, el dogma a la vida, o la vida al dogma, la respuesta es evidente: la vida al dogma, aunque la respuesta que se da por ahí sea siempre la contraria.
Yo comparto esta doctrina plenamente. Bien entendida, se comprende que no pueda ser de otro modo. Porque por dogmas entiendo a Cristo, Hijo de Dios; Cristo, Hijo de María; entiendo a la Santísima Trinidad, al Espíritu Santo santificando al hombre, conduciendo a la Iglesia; la gracia santificante, la vida eterna. Por dogmas no entiendo un esquema mental. Cuando hablo de dogmas no pretendo decir: construyo una religión para uso del discutidor escolástico en su academia. Por dogmas lo único que entiendo es la vida de Cristo y de Dios expresada, concretada en unas formulaciones que me dicen algo de la verdad que esa vida contiene. Y, por lo mismo, no puede haber contraposición entre dogma y vida. De ahí la necesidad de una profunda instrucción religiosa, seria, sólida, gradual, sistemática, completa, a la medida de la misión que tiene cada uno en el mundo.
Por supuesto, reducir esa instrucción a una perfección mental, exclusivamente detenida ahí en el depósito de nuestras facultades perceptivas, sería absurdo, porque Jesús nos dice: En esto consiste la vida eterna: en que te conozcan a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste (Jn 17, 3). Resume en Sí mismo todo lo que Él quiere dar a conocer, la fe que nos trae y la religión que predica. Por eso no se las puede reducir a un concepto mental que quede en nuestra inteligencia. Las expresiones tienen su valor, como expresión de las realidades reveladas y de nuestra vivencia de las mismas. Estamos, en consecuencia, obligados a un conocimiento cada vez más perfecto de lo que Jesús nos predicó, para vivir más plenamente la vida que Él nos trajo y comunica.
Encuentro personal, por tanto, de cada uno con Jesucristo, jóvenes. Porque Jesús es el Hijo de Dios; ésta es la primera razón. Abrid el Evangelio de San Juan en el capítulo nueve, que nos narra, precisamente, el milagro de la curación del ciego de nacimiento. Jesús le había curado y le devolvió la vista; los judíos no querían reconocer el milagro y se encaran con aquel pobre ser, a quien veían cada día en el templo, y ahora ya curado, cuando está prorrumpiendo en alabanzas al que ha hecho la curación. Los judíos se enojan con él y le expulsan, le arrojan fuera. Y añade el evangelista:Oyó Jesús que le habían echado fuera, y haciéndose encontradizo con él, le dijo: ¿Crees tú en el Hijo de Dios? Le respondió el ciego y dijo: ¿Quién es, Señor, para que yo crea en Él? Y le dijo Jesús: Le has visto ya, y es el mismo que está hablando contigo. Entonces dijo él: Creo, Señor. Y postrándose a sus pies le adoró. Y añadió Jesús: Yo vine al mundo a ejercer un justo juicio, para que los que no ven, vean, y los que ven queden ciegos. Oyeron esto algunos de los fariseos que estaban con él y le dijeron: ¿Pues qué, nosotros somos también ciegos? Respondió Jesús: Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero por lo mismo que decís: nosotros vemos, por eso vuestro pecado persevera en vosotros(Jn 9, 35-41).
En este pasaje se afirma lo que intento señalar como objetivo central de nuestra reflexión de hoy: Jesús se proclama Hijo de Dios. Viene al mundo con un mensaje de redención; su misión es redimir al hombre; después poner todo lo demás: predicación del Evangelio, pureza de corazón, caridad fraterna, justicia sin límites, es decir, todo lo demás; pero lo primero de todo, la misión fundamental de Jesucristo es esa: redimir al hombre. Cuando el Bautista le presenta ante sus discípulos, ¿qué dice?: He ahí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). Y empieza la curva de la vida de Jesús, y cuando ésta termina, una de sus últimas palabras en la Cruz es: Consummatum est (Jn 19,30), todo está ya cumplido. ¿A qué se refería? Al cumplimiento de la misión que el Padre le había confiado: redimir a los hombres.
La vida de Jesús es un sacrificio redentor, y ese sacrificio se perpetúa incesantemente en la Iglesia, es el sacrificio eucarístico. Por eso, la Eucaristía es la cumbre de toda vida cristiana.
Su vida es infinitamente santa. Jesús, un día, delante de sus enemigos puede decir: ¿quién de vosotros puede acusarme de pecado? (Jn 8, 46). Y viene la coronación final de esta vida de infinita santidad con su muerte y resurrección. No hago párrafos, queridos jóvenes, no. Comprenderéis que si uno es sincero consigo mismo, cuando ya se llevan treinta y tantos años de vida sacerdotal, entregado por completo a una misión en la que creo, comprenderéis que esto tiene que constituir el eje único de mi vida. Si no tuviera este sentir radical, absorbente, definitivo dentro de mí, si no viviera este esquema tan sencillo que acabo de exponeros, yo no podría tener el decoro de estar aquí hablándoos. Cuando yo digo que es necesario el encuentro personal de cada uno con Jesucristo, es por eso, porque es el Hijo de Dios, porque es el Redentor de los hombres, porque es la santidad infinita, porque es el Señor de la vida, de la muerte y de la resurrección. Sólo en Él encontramos la suficiente claridad para aceptar el misterio, aun cuando tenga también y siga siendo suficientemente duro y exigente para nosotros mismos, a fin de que nuestras acciones sean responsables y tengan el mérito de la libertad.
Estorbos que hay que superar #
¿Entonces qué, jóvenes? Buscad a Jesucristo, buscadle. Que no os impidan esa búsqueda los estorbos que hay en el camino. No lo hagáis por nosotros.
Os hablo con toda la sinceridad de mi alma. Cuando os digo: buscad a Jesucristo, poneos en diálogo con Él, no es para que nos ayudéis a nosotros, no. Nosotros somos, dentro de la Iglesia, hombres con una misión señalada por Dios, pero igualmente necesitados de búsqueda. Buscadle, porque es la Verdad, porque es el Hijo de Dios, porque es el Redentor, porque es la santidad más pura, porque es el dueño de la vida, muerte y resurrección gloriosa, en la cual encontramos, repito, respuesta suficiente para explicarnos el misterio.
¿Qué estorbos podéis tener para esta búsqueda y para este esfuerzo incesante de encontraros con Jesús? Uno: las miserias de los hombres. ¡Cuántas miserias nos rodean y nos penetran! Extendéis vuestra mirada sobre el mundo que conocéis, el que estáis viviendo, y os encontráis con el egoísmo, el odio, el resentimiento, el ansia de venganza, la mezquindad, la hipocresía, y todo eso elevado ya a una escala más amplia, menos personal, pero manifestada en los fenómenos atormentadores que nos llenan de preocupación y de congoja. Lo encontráis en el hambre que hay en el mundo, las guerras, los imperialismos feroces, esos egoísmos nacionales o internacionales que tantas veces lo único que hacen es eso: destrozar al hombre con proclamaciones de libertad y de progreso. Y todo eso llena vuestras almas, muchas veces, de escepticismo y de amargura. He aquí un estorbo.
Otros pueden ser los defectos de la propia Iglesia; aludía yo a ello hace un instante, cuando os decía que no lo hagáis por nosotros. ¿Pero es que creéis que nosotros vamos a ser capaces de presentarnos al mundo como modelos para que nos imiten? No. ¡Pobre de aquel que queriendo ser discípulo de Cristo tuviera la jactancia de presentarse a sí mismo como perfecto discípulo! Nos acompaña, y debe acompañarnos siempre, si somos fieles y honrados, la humildad que nos hace reconocernos pecadores igual que los demás. Pero la Iglesia, la del siglo XX y la del siglo IV, con herejías o con expresiones dogmáticas, con luchas religiosas entre los hombres, con confusiones que se han dado entre la religión y la política, con contaminaciones de los hombres del orden temporal y del orden religioso, con desconocimientos y desatención respecto a las necesidades de los que sufren, o con manifestaciones espléndidas de amor y santidad que nunca han faltado tampoco. Esta Iglesia, como anoche os expresé, lleva consigo siempre la riqueza infinita de Cristo en su interior; pero los hombros de aquellos que tenemos que llevarlas, de todos, fieles y sacerdotes, son hombros cansados, son débiles, que muchas veces se hunden bajo el peso glorioso y santo de esa carga que el Señor nos dio. Que no aparezca en vuestra vida, como estorbo que os incapacite para el encuentro con Cristo, la comprobación de las debilidades y las miserias de los hombres de la Iglesia, seamos sacerdotes o seamos simplemente bautizados.
Un tercer obstáculo puede ser el radicalismo utópico, y esto sí que nace más bien de vosotros mismos, como consecuencia del ideal generoso que sentís. Lo queréis todo tan perfecto, tan logrado y tan pleno que, fácilmente, os sentís movidos a rechazar una institución o una realización histórica del hecho religioso cristiano, porque veis ahí, mezcladas, las sombras con las luces. Y eso puede conduciros a un engaño falaz que destruya vuestras vidas. Porque por muy poco que avancéis en vuestra propia vida, va a aparecer, inevitablemente, en vosotros la mezcla de la luz y de la sombra.
Otro obstáculo que os impida acercaros a Jesucristo puede ser la posesión de los placeres inmediatos que el mundo y la vida suelen brindaros. El logro de una posesión que va a colmar vuestras aspiraciones del momento. El dinero, la diversión, los placeres sexuales, la libertad y la plena independencia respecto a cualquier limitación que pueda veniros de la sociedad, de vuestros padres, de la autoridad, tantas limitaciones como surgen. Y entonces ese anhelo del placer inmediato, sea como sea, va sofocando las aspiraciones del alma y llega un instante en que, forzosamente, los ojos se han cerrado para contemplar lo que queda de luz en medio de las sombras. Y todo resulta anacrónico, raro, molesto; Cristo, un mito; la religión, una alienación de las facultades críticas del hombre, opio del pueblo; la piedad, evasión simple para seres débiles. Y todo esto va cundiendo en el espíritu de un joven y le aparta del camino por donde podría llegar a un encuentro cada vez mayor y más profundo con el misterio de Jesucristo.
No jóvenes, no. Jamás quisiera que salga de mis labios una palabra de injustificado reproche y tampoco de halago, como os decía ayer. Es la hora de examinarnos todos en conciencia, los jóvenes y los mayores.
Sólo en Cristo hallamos el sentido último de la vida #
Cuando yo os llamo y os agradezco vuestra presencia aquí, y os lo agradezco con toda mi alma, es por Jesús; no es por nosotros. No es por la Iglesia en su constitución y en su marcha a través del tiempo, en su institución humana, no. Es por Jesús, es porque está Él ahí. Sí, el cristianismo es Cristo y Cristo es infinitamente santo, puro, bello, fuerte y capaz de satisfacer todas las exigencias del corazón humano. ¿Quién es Dios para vosotros, para cada uno? Sí, uno a uno, ¿qué exigencias y qué relación personal tenéis con Él? Reflexionad sobre las consecuencias de esta afirmación: Ni la victoria de la humanidad, ni la victoria individual, ni la biografía personal de cada uno de nosotros pueden concebirse sin Dios. La filosofía existencial, esa filosofía hija de las guerras mundiales, de la angustia, de la finitud y de la limitación humana, de la tremenda responsabilidad de nuestro propio realizarnos, nos ha puesto de relieve y nos ha sacudido con la tremenda vivencia de que el acontecer nos aparece como vago, estamos como arrojados a un mundo, lanzados, religados. ¿Qué quieren decir estas filosofías con un lenguaje, nuevo en esos años en que empezó a usarse y ya ha envejecido? ¿Qué otra cosa quiere decir en el fondo todo esto, sino lo que hemos aprendido en el catecismo desde pequeños: que el hombre, por sí mismo, es un ser inseguro, que puede ofuscarse y puede llenarse de oscuridad y aun de cieno? El corazón de un hombre sirve lo mismo para hacer un santo que para hacer un capitán de bandidos. Hay dentro del hombre una como moción o tendencia que le empuja hacia algo y le va impulsando a buscar siempre una solución más completa que la que tiene.
Y viene la política, y viene el amor humano, la familia, los hijos, la transformación social, el deseo de un bienestar económico, el progreso, la aplicación científica, la tecnología, que nos van dando la civilización del bienestar. ¿Y todo esto qué? Luego resulta que surgen fenómenos como el que estamos padeciendo ya: en el momento en que el hombre parece que está dominando plenamente la naturaleza y que puede hacer los viajes espaciales que causan asombro y admiración, empieza a sentir –¡qué paradoja más triste y humillante!– la contaminación de la naturaleza que tiene a su alrededor y empieza a sentir un nuevo peligro procedente de lo que podía y debía ser, en el lenguaje poético-religioso de un San Francisco de Asís, la hermana agua, los hermanos árboles, el hermano pájaro, etcétera.
Por todas partes aparece la limitación. No es el hombre dueño de sí mismo, ni lo es en las relaciones de la amistad y del amor. ¿Por qué empiezan esas reacciones ahora, a escala internacional y también en movimientos juveniles extraños? Reacciones de tipo pseudo-religioso, si queréis, pero que son, al fin y al cabo, como una especie de confesión de que esa gama amplísima de libertades, que se habían concedido en su anarquía, no les sirven. Y brotan ya actitudes contemplativas religiosas, falseadas, por supuesto, hasta en los mismos hippies de los que nos hablan las revistas.
Vosotros, y todos, protestamos, porque queremos un mundo más puro y tenemos que trabajar por conseguirlo. Pero os pregunto: ¿Es que Jesucristo nos impide encontrarlo? ¿Acaso hay en Él una tapia a la libertad humana? Fijaos, tanto en el orden personal como en el social, en los aspectos que los científicos de la psicología humana establecen para precisar la madurez y plenitud de la persona: poder de reflexión y concentración, aceptación de sí mismo y de los demás, relaciones interpersonales, certidumbre ética, respeto por todo ser humano precisamente por ser humano, eficiente percepción de la realidad, independencia respecto a la cultura y al medio, real y práctico sentido de la responsabilidad, horizontes ilimitados. Y yo pregunto: ¿es que el Evangelio se opone a este conjunto de datos, que son los que los psicólogos pueden presentar como el logro y la plenitud de la persona humana? Certidumbre ética: la religión de Cristo y el Evangelio nos marcan bien nuestros deberes centrados en el amor. Ideal generoso: la persona de Cristo. Relaciones interpersonales: la amistad fraterna de unos con otros.
Ante la enfermedad, ante la ignorancia, ante la muerte, ante todo lo que son fracasos del hombre inevitables, no obstante todas las civilizaciones y todos los progresos, el hombre se pregunta sobre el sentido último de la vida. Y es Jesucristo y sólo Él quien nos ofrece un sentido a todo cuanto nos rodea, en el dolor, la enfermedad, la pobreza y la muerte que atenazan al hombre.
He de seguir hablándoos, jóvenes, de este misterio santo. Hoy sólo quería situaros así, invitaros a la reflexión en nombre de esta sinceridad, y también consciente del servicio que yo puedo prestar, como humilde predicador del Evangelio, al mundo, a la ciudad y a la diócesis en que me encuentro.
He vivido en contacto permanente con auditorios de muy diversa índole siempre, estos últimos años de obispo también, y es lo que quiero seguir haciendo. Sé que por la vía del raciocinio puedo lograr muy poco; no se trata de eso. Si se redujera a un raciocinio, el cristianismo ya no podría presentar como núcleo fundamental de sí mismo la persona de Cristo. A lo que yo os invito es a esto, jóvenes, a que busquemos juntos los medios para reunirnos de cuando en cuando, conmigo o con los sacerdotes, con quienes sean, para hablar del Señor, para pensar en Él, para exigirnos claridad y pureza interior en nuestras vidas, para despertar las raíces puras de nuestro amor, para fortalecernos en nuestras convicciones, para darnos la mano y seguir, porque esto es lo que tiene que hacer un cristiano que cree, dar la mano a los demás y seguir el camino con la luz del Señor.
¿Creéis que un obispo puede oponerse a vuestras aspiraciones juveniles? De ningún modo. Encontraréis en mí, siempre, el amigo que sabe valorar esas insatisfacciones vuestras, y quisiera ser más rico en valores de espíritu y de ideas, para poder llenar el vacío que vosotros experimentáis en un momento dado. Pero no puedo hacerlo, yo experimento ese vacío también y tengo que acudir allí donde puedo encontrar la plenitud, que es Jesucristo.
Jesús os dará alegría, fuerza y grandeza de alma. De ningún modo hará que queden limitadas vuestras aspiraciones tan generosas; sencillamente, su lenguaje y su vida, el conocimiento de su enseñanza y la asimilación de sus ejemplos servirá para que seáis profundamente justos y equilibrados, exigentes, pero no acusadores, anhelosos de un mundo mejor, empezando por reformar el vuestro; no amigos de hipocresías, pero sin convertir la sinceridad en destrucción de lo que existe; mirando hacia el futuro, pero no despreciando el pasado; recibiendo de vuestros padres lo que ellos os pueden ofrecer como fruto de su sinceridad y de su lucha por el bien, vuestros buenos ejemplos también, para que no se quede la aspiración juvenil en palabras sin sentido.
Luchad en el orden humano de la profesión, del trabajo, de las diversiones, donde quiera que estéis, para que los acentos de la alegría y del progreso suenen sin cesar en torno a vosotros. Pero mantened un círculo de silencio interior donde podáis encontraros, cada mes, cada semana, ojalá cada día, en una contemplación de Cristo que os dé paz, seguridad y pureza interior, para ser lo que tenéis que ser: jóvenes de hoy.