- Evocación
- Realeza de Jesucristo.Su fundamentación teológica
- Los estadios del reino de Jesucristo
- La dualidad Iglesia-Mundo(Las dos ciudades)
- Reino de Cristo y «liberación humana».La tentación del secularismo
- La realeza de Jesucristoy la devoción al Corazón de Jesús
- Proyección del Reino de Cristosobre la realidad de nuestra patria
Conferencia pronunciada en Valladolid, el 1 de junio de 1979, en el acto de clausura del Congreso Teológico-Pastoral sobre «El Corazón de Jesús, principio y signo de unidad». Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, noviembre de 1979.
Evocación #
Quiero comenzar esta conferencia, que cierra el magnífico Congreso Teológico-pastoral dedicado al Corazón de Jesús, en esta ciudad castellana, cuna de la devoción a ese Corazón del Redentor en España1, tan vinculada a mi vida y a mis primeras actividades pastorales, con tres evocaciones de los últimos Papas:
Era el 11 de octubre de 1962, en la apertura del Concilio Vaticano II, el XXI de los Concilios Ecuménicos celebrados por la Iglesia Católica, en uno de los actos más solemnes y más católicos –permitidme la expresión– de este siglo, con la asistencia de 2.500 obispos de todo el mundo. La voz del venerado Papa Juan XXIII, que había convocado aquella asamblea universal y que presidía personalmente su reunión inaugural, pronunció las palabras más bellas y profundas que se escucharon, en el aula conciliar, a lo largo de los cuatro años de duración del Concilio: «El gran problema, planteado al mundo, queda en pie tras casi dos mil años; Cristo, radiante siempre en el centro de la historia y de la vida; los hombres o están con Él y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin Él y contra Él, y deliberadamente contra su Iglesia, con la consiguiente confusión y aspereza en las relaciones humanas y con persistentes peligros de guerras fratricidas».
Era el 29 de septiembre de 1963, en la reunión inaugural de la II Sesión del Concilio, bajo la presidencia del nuevo Papa, Pablo VI –Juan XXIII había marchado ya a la Casa del Padre a recibir el premio de siervo bueno y fiel, el 3 de junio de 1963, llorado por la Iglesia y por todos los hombres buenos–, quien había decidido continuar hasta su conclusión la obra del Concilio; en este primer discurso dirigido a los Padres Conciliares, de carácter programático, –en un determinado momento–, elevó el tono de sus palabras y mucho más la sublimidad del contenido de sus expresiones, al evocar a Nuestro Señor Jesucristo:
«Diremos con la Sagrada Liturgia: Sólo a Ti te conocemos, Cristo; –a Ti– con alma sencilla y pura –llorando y cantando rogamos–, atiende a nuestros sentimientos (Breviario Romano, Himno de Laudes, feria IV). Y, al clamar así, parece que se presenta Él mismo a nuestros ojos, extasiados y atónitos, con la insigne majestad del Pantocrátor de vuestras basílicas. Venerables Hermanos de las Iglesias orientales, y también de las occidentales. Y nos parece representar la figura de nuestro predecesor Honorio III adorando a Cristo en el artístico ábside de la Basílica de San Pablo extramuros. El Pontífice, pequeño y casi aniquilado en tierra, besa el pie de Cristo, quien, imponente en sus dimensiones, cual Maestro de majestad regia, preside y bendice a la multitud congregada en la basílica, es decir, a la Iglesia. Nos parece que la escena se repite aquí, pero no en imagen diseñada o pintada, sino realmente, en nuestra asamblea, que reconoce a Cristo como principio y fuente de donde dimanan la Redención y la Iglesia, y a la Iglesia como efluvio y continuación terrena y misteriosa del mismo Cristo, de tal manera que nos parece contemplar la visión que San Juan describe en el Apocalipsis: y me mostró el río de agua viva, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero (Ap 22, 1). Es justo que este Concilio arranque de tal visión, o mejor, de esta celebración mística. Porque esta celebración confiesa que Nuestro Señor Jesucristo es el Verbo Encarnado Hijo de Dios e Hijo del hombre, Redentor del mundo, la esperanza del género humano y su único y supremo Maestro, Pastor, Pan de vida, nuestro Pontífice y nuestra hostia, único Mediador entre Dios y los hombres, Salvador de la tierra, el que ha de venir Rey de la vida eterna».
La tercera evocación se refiere al Papa Juan Pablo II –nuestro querido y venerado Pontífice que, en tan pocos meses, ha sabido ganarse el corazón y el amor de sus hijos, después de la muerte inesperada del llorado Juan Pablo I–, en la homilía de la Misa solemne de inauguración de su Pontificado, el día 22 de octubre del año pasado.
Todos recordamos con emoción el impacto de sus palabras que resuenan todavía en nuestros oídos y en nuestros corazones: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!».
Realeza de Jesucristo.
Su fundamentación teológica #
Sí, Cristo es el centro de la historia y del mundo; Cristo, Verbo encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Redentor del mundo, único y supremo Maestro, Salvador de los hombres, el Rey de cielos y tierra. ¡A Él debemos abrir de par en par las puertas de nuestra vida, de nuestros corazones, de nuestras familias, de nuestras sociedades, de nuestra cultura y de nuestra civilización! A Él solo le corresponde el honor, la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (Ap 5, 1).
La Realeza de Jesucristo, en cuanto reconocimiento de la supremacía y del poder que le corresponde sobre todo el universo y sobre todas las criaturas, aparece claramente en la Revelación y ha sido reconocida desde los orígenes de la Iglesia. En la fórmula del Credo, llamado niceno-constantinopolitano, que se recita en la celebración eucarística los domingos, días de fiesta y en ciertas solemnidades, aparece la frase cuius regni non erit finis2, introducida por el Concilio de Nicea (325 p. C.).
El conocido teólogo protestante O. Cullman recuerda que las «Actas de los mártires» están fechadas «bajo el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dada la gloria»3.
Pero ha sido uno de los grandes Papas de nuestro siglo XX, Pío XI, el que dio realce a esta verdad cristiana, al instaurar la festividad de Cristo Rey, mediante la Encíclica Quas Primas, de 11 de diciembre de 1925, como remedio a lo que él llamó «peste de nuestro tiempo»: el «laicismo», que tal vez hoy designaríamos como «secularismo».
La evolución siguiente del curso de nuestra civilización y el desarrollo de los acontecimientos sociales y políticos posteriores, así como el nacimiento de ciertas corrientes teológicas, incluso dentro de la Iglesia Católica4, hacen más actual que en 1925 la afirmación y la profundización de la Realeza de Jesucristo.
La Encíclica Quas Primas fundamenta la Realeza de Jesucristo en dos títulos:
- En la unión hipostática. – «Por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas»5
- En el derecho de conquista adquirido por la Redención. – «¿Qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista adquirido a costa de la Redención?»6
Santo Tomás de Aquino, en la Summa, al tratar del poder judicial que corresponde a Cristo, como consecuencia de su dignidad real, aduce otro título, muy querido a la teología escolástica: por la gracia capital que le corresponde como Cabeza de la Iglesia (III q.59 a.2).
Son de todos conocidos los textos de la Santa Escritura, en los que el Papa Pío XI apoya la atribución a Jesucristo del poder supremo y absoluto sobre el mundo y todas las criaturas. Recogemos, a continuación, algunos de los principales:
«Promulgaré el decreto del Señor:
Me dijo el Señor:
‘Mi Hijo eres Tú: Yo te he engendrado hoy.
Pídeme y te daré las gentes en herencia,
y en posesión tuya los límites de la tierra”» (Sal 2, 7-9).
«Tu trono, oh Dios, permanece por los siglos de los siglos;
el cetro de tu reino es cetro de rectitud» (Sal 44, 7).
«Porque un niño nos ha nacido,
un hijo se nos ha dado,
el cual lleva, sobre sus hombros el Principado
y se llamará
el Admirable, el Consejero,
Dios-Poderoso,
el Padre del siglo venidero,
el Príncipe de la Paz.
Grande es su imperio y la paz no tendrá fin.
Se sentará sobre el trono de David
y poseerá su Reino
para restaurarlo y consolidarlo
por la equidad y la justicia
desde ahora y para siempre» (Is 9, 5-6).
«He aquí que concebirás en tu seno
darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.
éste será grande, y será reconocido como Hijo del Altísimo,
le dará el Señor Dios el trono de David su padre,
reinará sobre la casa de Jacob eternamente
y su Reinado no tendrá fin» (Lc 1, 31-33).
«Entonces dirá el Rey a los de la derecha:
“Venid, vosotros, los benditos de mi Padre,
entrad en la posesión del Reino que os tengo
preparado desde la creación del mundo”» (Mt 25, 34).
«Respondió Jesús: Mi Reino no es de este mundo.
Si de este mundo fuese mi Reino,
mis ministros lucharían para que yo no fuera entregado a los judíos.
Mas ahora mi Reino no es de aquí.
Le dijo, pues, Pilatos: ¿Luego, Tú eres Rey?
Respondió Jesús: Tú dices que yo soy Rey» (Jn 18, 36-37).
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Id, pues, y predicad a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19).
«En estos últimos tiempos (Dios)
nos ha hablado por medio del Hijo
a quien constituyó heredero de todas las cosas» (Hb 1,1)
«Porque es menester que Él reine,
hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus pies» (1Cor 15, 25).
«Y de parte de Jesucristo, el testigo fiel,
el primogénito de los muertos
y el príncipe de los Reyes de la tierra» (Ap 1, 5).
«Y sobre su manto y sobre su muslo lleva escrito un nombre:
Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 19, 16).
Se podría pensar que, después del Concilio Vaticano II, con el reconocimiento de la justa autonomía de las realidades temporales7, con su proclamación de la libertad religiosa en la esfera civil8 y con la formulación de la teoría de la secularidad por los teólogos radicales9, habrían perdido actualidad las enseñanzas de la Iglesia sobre la Realeza de Jesucristo, como señorío total y absoluto sobre todo el universo.
Es evidente que una cosa es la proclamación de la Realeza de Jesucristo, en su ejercicio plenario y escatológico, y otra muy diferente en su ejercicio durante la etapa temporal que va desde su ascensión a los cielos hasta la segunda venida –régimen terrestre de la Redención–, durante la cual hay que admitir la dualidad Iglesia-Mundo y comprobar la resistencia de las potestades del infierno y de la carne –profetizada por Jesús– a aceptar el yugo, suave para los humildes, de su dominio absoluto. El Reino de Jesucristo –como más adelante tendremos ocasión de exponer– no se identifica con ninguna forma de «teocracia», ni tampoco de «hierocracia», sino que acepta la autonomía relativa de las realidades temporales con sus propias leyes y valores, pues como afirmó el Maestro ante Pilatos: Mi Reino no es de este mundo (Jn 18, 36), y como nos enseña la Iglesia: No quita los reinos mortales el que da los reinos celestiales10.
Su Reino es espiritual y, en el estado actual de la economía de la Redención, no se impone por la fuerza, sino que atrae por el amor, respetando la libertad de los hombres y de los pueblos; pero su dominio es universal y absoluto, y no sólo sobre los fieles católicos, sino, como afirmó León XIII en su Encíclica Annum Sacrum, por la que anunció su decisión de consagrar el mundo al Corazón de Jesús: «Se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que, habiendo recibido el bautismo, pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano».
El Concilio Vaticano II ha confirmado en numerosos textos de sus documentos este señorío universal y absoluto de Jesucristo, como verdad que pertenece a la Tradición de la Iglesia y recogida en la Escritura. Vamos a seleccionar algunos de los pasajes que consideramos más expresivos al respecto.
En la Constitución Lumen Gentium(núm. 36), que es documento central del Concilio, se afirma lo siguiente: «Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello exaltado por el Padre (cf. Fil 2, 8-9), entró en la gloria de su reino. A Él están sometidas todas las cosas, hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (cf. 1Cor 15, 27-28). Este poder lo comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que, sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (Misal Romano, del Prefacio de la Fiesta de Cristo Rey). Un reino en el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21)».
En la Constitución pastoral Gaudium et Spes se recogen las enseñanzas de la Tradición sobre el señorío de Cristo con estas palabras (núm. 45, 2): «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1, 10)».
En el Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los seglares, se afirma lo siguiente: «La Iglesia ha nacido con este fin: propagar el Reino de Cristo en toda la tierra para gloria de Dios Padre y hacer así a todos los hombres partícipes de la Redención salvadora y, por medio de ellos, ordenar realmente todo el universo hacia Cristo» (número 2, 1).
Pudiera parecer, con una visión superficial, que el reconocimiento de la libertad religiosa en la sociedad civil, como un derecho de la persona humana, en el sentido reconocido por el Concilio Vaticano II en su Declaración Dignitatis Humanae, viene a suponer una limitación al señorío universal y absoluto de Jesucristo, como Rey del Universo. Y, sin embargo, si se estudian con serenidad y ponderación los términos de ese reconocimiento de la libertad religiosa por el Concilio, suponen una confirmación de la Realeza de Jesucristo.
La declaración Dignitatis Humanae delimita perfectamente el sentido de la libertad religiosa, al manifestar que «se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil» (núm. 1, 3), de tal manera que «todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana» (núm. 2,1), de forma «que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado o en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (ibíd.).
Se trata, por tanto, del reconocimiento práctico, en la vida social, del derecho de la persona humana al ejercicio de su libertad en materia religiosa, que afecta a la intimidad inviolable de su propia conciencia y a su responsabilidad moral intransferible en la búsqueda de la verdad, en una de las cuestiones más fundamentales de su existencia; así como del respeto a la naturaleza intrínseca del acto de fe, que es un obsequio racional y libre de cada hombre (núm. 10).
Pero este reconocimiento no disminuye un ápice la obligación de cada hombre de aceptar el señorío de Cristo y la verdad que viene de Él, en cuanto es o puede ser conocida por su recta conciencia. Por eso el Concilio deja a salvo –como no podía ser de otra manera– «la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (núm. 1, 3).
Más aún, después de haber reconocido el derecho no sólo de las personas individuales, sino también de las comunidades religiosas, en general, a la libertad religiosa, lo cual comprende no sólo la inmunidad de coacción en el ejercicio del culto privado, sino también del culto público –dentro de las justas exigencias del orden público– y en el ejercicio de la enseñanza y en la profesión, de palabra o por escrito, de su fe, así como la libertad de reunión y asociación11; cuando hace referencia al derecho y a la libertad de la Iglesia Católica lo fundamenta en un mandato positivo de Dios (núm. 14): Enseñad a todas las gentes (Mt 28, 19); y reconoce explícitamente las exigencias del Reino de Cristo, aunque advierte que «no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a sí mismo» (ibíd., núm. 11, 1).
En resumen, el Concilio Vaticano II, lejos de suponer una rectificación de las enseñanzas de la Tradición sobre el Reino de Cristo, supone la más solemne y universal declaración de la Iglesia Católica sobre las exigencias de su poder y de su gloria y sobre la naturaleza de su Reinado, en todos los siglos de la historia, ya que como afirmó el propio Concilio: «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye, en la tierra, el germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la gloria» (Const. Lumen Gentium, 5, 2).
Los estadios del reino de Jesucristo #
El Reino de Jesucristo en el mundo se inició con su primera venida al ser concebido, en cuanto hombre, el Verbo de Dios, en las entrañas de María (Lc 1, 26-38), aunque al día siguiente de la caída la promesa hecha por Dios de un Redentor (Gn 3,15) constituyó una anticipación de su Reino, inaugurándose lo que se ha llamado por algún teólogo como «la edad de la gracia del Cristo Redentor prometido»12.
Pero fue, efectivamente, con la entrada del Verbo de Dios en el tiempo, al hacerse hombre y plantar su tienda entre nosotros (Jn 1,14) después de los siglos de espera, cuando se inauguró visiblemente su Reino Mesiánico, según el anuncio del Ángel: He aquí que tú concebirás un hijo y le darás el nombre de Jesús. El será grande y será llamado el Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; Él reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su Reino no tendrá fin (Lc 1, 32-33).
Y fue, después de la Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión a los cielos de Jesucristo y del envío del Espíritu Santo a sus discípulos, reunidos en el cenáculo, cuando implantó definitivamente, con el precio de su sangre, su Reino que no es de este mundo, pero que está en el mundo, aunque su consumación plena y gloriosa se realizará más allá del tiempo, al final de la historia, cuando todas las cosas sean recapituladas en Cristo (Ef 1, 10), y Dios sea todo en todas las cosas (1Cor 15, 28).
El Reino de Cristo tiene, por tanto, dos estadios:
Uno, el del Reino peregrinante y crucificado, desde la Ascensión hasta la segunda venida. El «ya sí, pero todavía no». Es la era del Espíritu Santo.
Y otro, el de la Consumación más allá del tiempo y de la historia (escatología)13.
No son dos Reinos, sino dos fases de un único Reino. Es el Reino inaugurado en la noche de la fe y que se manifestará plenamente el día de la visión (1Tim 6, 14-16). El Reino de Cristo está «en el mundo»; pero «no es del mundo» (Jn 15, 18-19. 36).
Es la gran paradoja del Reino de Cristo, y que constituyó el gran escándalo para los judíos de su tiempo, que esperaban a un Mesías vencedor de los romanos y liberador político de la tierra de Israel de la dominación extranjera; e incluso para sus propios discípulos hasta que fueron iluminados por el Espíritu Santo (Mt 16, 21-23; Mc 8, 31-33; Lc 24, 21-27).
Es cierto que la soberanía de Cristo es plena y total, desde el mismo instante de su encarnación, pero su ejercicio pleno y universal es escatológico.
Jesucristo, en su vida mortal, rehuyó toda apariencia de poder de tipo temporal (Mt 4, 8; 26, 52-55; Mc 10, 42; Lc 22, 25ss; Jn 13, 12ss); se retiraba de las muchedumbres cuando querían proclamarle Rey (Jn 6, 15) y como entonó San Pablo, en su himno en la Epístola a los Filipenses, se anonadó a sí mismo, tomando forma de esclavo (semetipsum exinanivit formam servi accipiens) (Fil 2, 7) y fuera de ciertos momentos excepcionales de su vida en los que manifestó su poder divino (Jn 2, 1-11) y el esplendor de su gloria (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-9; Lc 9, 28-36) para que creyeran en Él sus discípulos, y como testimonio de su misión mesiánica (Mt 13, 53-58; Mc 6, 1-6; Lc 4, 16-30), se hizo en todo semejante a los hombres, en su porte exterior y en su forma de vida. Merece también citarse como excepción, su entrada triunfal en Jerusalén, aunque su intención era presentarse con humildad y mansedumbre.
Sí, el Hijo de Dios vino a este mundo, pero no como el Rey-Mesías, victorioso y dominador, sino como Rey peregrino y crucificado14, como el Siervo de Yahvé, según la sublime profecía de Isaías (Is 42, 53), o como el Justo «abandonado» por su Dios (Sal 21), antes de ser para siempre Rey resucitado y glorificado, sentado a la diestra del Padre, Rey de reyes y Señor de señores (Ap 17, 14) y que volverá a la tierra, en el último día, sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad (Mt 24, 30-31; Mc 13, 26-27; Lc 21, 27), para juzgar a todos los hombres y a todos los pueblos (Mt 25, 31-46). Y la Iglesia, su Esposa de sangre, no podía tener una condición distinta de su Divino Esposo, durante su peregrinación terrena.
El Concilio Vaticano II expone esta idea con frases bellísimas: «Pero como Cristo realizó la obra de la Redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino, a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, existiendo en la forma de Dios…, se anonadó a Sí mismo, tomando la forma de siervo (Fil 2, 6-7), y por nosotros se hizo pobre, siendo rico (2Cor 8, 9), así también la Iglesia, aunque necesite medios humanos para cumplir su misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo. La Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios”15, anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1Cor 11, 26). Está fortalecida con la virtud del Señor Resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» (Const. Lumen Gentium, 8, 3).
La Iglesia, por tanto, «no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1, 20; 2P 3, 10-13)»16.
La Iglesia es, por tanto, un Reino peregrinante y crucificado, antes de ser transfigurado y glorificado, con su Rey y Salvador, Cristo Jesús, al final de los tiempos.
El Reino ha comenzado ya; el Reino consumado no tendrá una diferencia de naturaleza, sino de grado. «La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1Cor 10, 11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada, y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2P 3, 13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas que gimen con dolores de parto al presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22)»17.
La dualidad Iglesia-Mundo
(Las dos ciudades) #
El genio teológico de San Agustín supo expresar, en frases lapidarias, el misterio de la historia y la oposición irreductible entre el Reino de Cristo, en su fase peregrinante en la espera de su segunda venida, y el señorío del Príncipe de este mundo: «Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda en Dios, porque aquélla busca de los hombres la gloria; y ésta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria y ésta dice a su Dios: Tú eres mi gloria y el que me hace ir con la cabeza en alto»18.
La noción agustiniana de las dos ciudades o de los dos reinos es completamente distinta de las nociones gnósticas y maniqueas que las consideraban como dos creaciones antagónicas de un Dios bueno y de un Dios malo, idénticos en poder y en fuerza. San Agustín se inspira, sobre todo, en el Evangelio de San Juan, en donde se opone el Verbo encarnado, Jesucristo, al Príncipe de este mundo, pero con la seguridad de la victoria final de Jesús, porque contra Mí no tiene poder alguno (Jn 14, 30), y, también, en el Apocalipsis, en la lucha del dragón contra la mujer y contra la descendencia de la mujer (12, 1-17); y el contraste entre Babilonia, la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra (Ap 17 y 18), y la nueva Jerusalén, la ciudad santa, descendida del cielo, junto a Dios (ibíd., 21, 1), la mansión de Dios con los hombres, la esposa del Cordero, iluminada por la gloria de Dios y cuya antorcha es el Cordero (ibíd., 21, 23).
Para San Agustín, «la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo» es la Iglesia19, pero no llega a identificar sin más a la «ciudad impía», a la ciudad mala, en donde el diablo reina, con la ciudad meramente terrena, con los Estados temporales, con los reinos de este tiempo, con lo que posteriormente se ha venido a llamar «realidades temporales», o también «mundo», entendido, como nos indica el Concilio Vaticano II, como «la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias»20.
Por esa razón se puede hablar de tres ciudades, como hace el Cardenal Journet, comentando a San Agustín21: la «Ciudad de Dios» y la «Ciudad del Diablo» –desde el punto de vista espiritual–, y la «Ciudad humana», desde el punto de vista de las realidades temporales, con fines intermedios y relativos.
Conviene tener en cuenta, siguiendo al Concilio Vaticano II y a una recta teología y filosofía de las realidades humanas, que esas realidades tienen una legítima autonomía, es decir, que gozan de sus propias leyes y valores, están dotadas por el Creador de consistencia, verdad y bondad propias22.
En el estadio actual del Reino de Cristo, éste no impone su Realeza sobre las criaturas mediante el ejercicio del poder, sino que respeta la libertad del hombre y la autonomía de la creación, cuyo campo deactuación es la historia. Por eso, aunque el señorío de Cristo es total y universal, en el régimen terrestre de la Redención –como ya hemos indicado– antes de su segunda venida, admite la dualidad de la Iglesia y del mundo (como conjunto de realidades temporales autónomas). La Iglesia y el mundo están sometidos de derecho a Jesucristo, pero dedistinta manera.
Las relaciones entre la Iglesia y el mundo, entre la Iglesia y la sociedad temporal, deben ser de distinción de esferas, de respeto de sus ámbitos propios de actuación, de independencia, cada una en su propio terreno; pero, al mismo tiempo, de legítima cooperación, puesto que ambas están al servicio de la vocación personal y social del hombre, en su vocación integral, aunque, por distinto título, y la persona humana, a la cual deben servir, es un sujeto único, en su esencia ontológica y en su vida existencial, abierta a la trascendencia.
Por eso la palabra «separación» –dejando a un lado el sentido peyorativo de recuerdos de luchas y controversias pasadas– no refleja el esquema ideal de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad civil y política.
La recapitulación de todas las realidades temporales, de la creación y de la historia, en todo lo que tiene de bueno y de positivo, se realizará en Cristo, que ejercerá escatológicamente su soberanía universal23.
Pero la Iglesia no ha recibido la Realeza universal y cósmica de Cristo, aunque participe de ella en cierto grado. La Iglesia sólo puede actuar en el cosmos a través del hombre, salvo en el misterio de la «transubstanciación» eucarística, en que el pan y el vino –elementos naturales, representativos de la creación, aunque elaborados por el hombre– se convierten en el cuerpo y sangre de Cristo, como un anuncio de la recapitulación de todas las cosas en Él24.
El Papa Pío XII, en dos discursos muy importantes de su magisterio, expuso con profundidad doctrinal y aguda comprensión de la historia de la Iglesia y de la sensibilidad de nuestra época, cuál era la acción de la Iglesia en la formación del hombre completo y su influencia en la construcción de la convivencia humana25.
El Concilio Vaticano II ha dedicado a este tema uno de sus documentos más importantes, la Constitución pastoral Gaudium et Spes, sobre «la Iglesia en el mundo actual».
Es evidente que la Iglesia –dejando a un lado intervenciones históricas, en el ámbito de la sociedad civil, que sólo pudieron justificarse por razones de suplencia, o que, en determinados casos, respondían a concepciones equivocadas sobre su misión en la esfera temporal– no tiene una misión de orden político, económico o social26.
Toda asimilación de la Iglesia a una fuerza u organización política, social o sindical, cualquiera que sea la concepción teológica en que pretenda inspirarse, falsea su naturaleza específica y altera la misión que Dios le señaló. Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que del cumplimiento de su misión religiosa no se deriven «funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana, según la ley divina»27. Más aún, como afirmó el propio Concilio en otro documento28: «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico»29.
El Papa Juan Pablo II, en su primera Encíclica Redemptor Hominis, después de haber expuesto el Misterio de la Redención en su dimensión divina –«la Redención del mundo, ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada, es, en su raíz más profunda, la plenitud de la justicia en un corazón humano: el Corazón del Hijo Primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y llamados a la gracia, llamados al amor» (núm. 9, 1)– y en su dimensión humana –«el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra en el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor… revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es, si se puede expresar así, la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión, el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad» (número 10, 1)–, considera la actitud y la actuación de la Iglesia en relación al hombre «real», «concreto», «histórico» y su situación en el mundo contemporáneo, partiendo de la afirmación del Concilio de que «mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre» (Const. past. Gaudium et Spes, 22).
Es impresionante la fuerza y la reiteración de la solicitud del Papa Juan Pablo II por el hombre –«este hombre es el camino de la Iglesia…»–, siguiendo la más genuina tradición de la Iglesia, renovada por el Concilio Vaticano II y por los últimos Papas.
Se trata de un «humanismo cristocéntrico», que parte de Cristo para llegar al hombre y hacer extensivos a todos los hombres los frutos de la Redención de Cristo, no sólo en su proyección sobrenatural y trascendente, sino también, aunque no esencialmente, en su proyección humana y temporal, porque la Iglesia es y «debe ser consciente también de todo lo que se opone al esfuerzo para que la vida humana sea cada vez más humana, para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del hombre» (Encl. Redemptor Hominis, núm. 14, 3).
La Iglesia ejerce de esta forma su participación en la Realeza de Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir (Mt 20, 24-28), y cuya soberanía no se manifiesta, en este mundo, como la de los reyes y jefes de la tierra, que hacen sentir su dominación, sino como la de un servidor humilde, que se pone a los pies de todos en actitud de servicio (Lc 22, 24-27).
La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su Señor Crucificado, no pretende dominar por la fuerza, ni por el prestigio humano, sino por el amor y el servicio a los hombres, a todos los hombres y a todo el hombre; y así también los hombres llegarán a participar del munus regale de Cristo mismo, ejerciendo su «dominio» sobre el mundo visible, liberados de todas las servidumbres, cuya fuente y origen es el pecado30, extendiendo el Reino de Cristo –a quien servir es reinar–, Reino de verdad y de vida. Reino de santidad y de gracia. Reino de justicia, de amor y de paz31.
Reino de Cristo y «liberación humana».
La tentación del secularismo #
Este servicio de la Iglesia al hombre, este ejercicio del poder real, transmitido a la Iglesia por el mismo Jesucristo –su Fundador, su Cabeza, su Sustentador, su Redentor32–, que se proyecta sobre todas las realidades humanas, porque aunque no debe identificarse el progreso temporal con el desarrollo del Reino de Cristo, sin embargo –como nos enseña el Concilio–, «el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios»33, debe partir de una auténtica evangelización, es decir, del anuncio del nombre, de la vida, de las promesas, del Reino, del misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios34.
En este sentido se deben entender las palabras de Pío XI: «La Iglesia no evangeliza civilizando, sino que civiliza evangelizando»35.
La Iglesia no podrá prestar su servicio propio y específico al hombre y a la humanidad, no podrá ayudar eficazmente a la liberación de todas las formas de servidumbre que encadenan a millones de seres humanos en nuestro tiempo si reduce su misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal –económico, social, político, cultural– con perspectivas exclusivamente antropocéntricas, sino que debe presentarse como «sujeto social de la responsabilidad de la verdad divina» (Encíclica Redemptor Hominis, 19, 1), considerando que «el sentido de responsabilidad por la verdad es uno de los puntos fundamentales del encuentro de la Iglesia con cada hombre, y es igualmente una de las exigencias fundamentales que determinan la vocación del hombre en la comunidad de la Iglesia»36.
«La Iglesia de nuestros tiempos –como nos exhorta Su Santidad Juan Pablo II– guiada por el sentido de responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a su propia naturaleza, a la cual toca la misión profética que procede de Cristo mismo: Como me envió mi Padre, así os envío yo… Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 21 ss)»37.
Hay un equívoco entre la legítima secularidad, tal como la proclamó el Concilio Vaticano II38, y el secularismo radical de ciertas tendencias culturales, sociales y políticas de nuestro tiempo, que incluso ha penetrado con ciertas matizaciones y adaptaciones en teólogos y pensadores de confesiones cristianas, no católicas, y también en algunos teólogos y pastoralistas católicos39.
El tema es profundo y complejo y no podemos abordarlo en estos momentos en toda su dimensión; pero sí quisiéramos destacar que el «secularismo», en el fondo, constituye una negación, más o menos radical, del Reino de Cristo, y constituye uno de los intentos con que, a lo largo de la historia del mundo, los hombres han pretendido construir la ciudad terrestre frente a la Ciudad de Dios.
Hoy estamos asistiendo al intento consciente y sistemático de sustraer todas las esferas de la vida humana, hasta el núcleo más íntimo de la conciencia personal, de la influencia de Dios, de tal forma que la existencia del hombre sobre la tierra se desarrollase como si Dios no existiera.
Es cierto que algunas formas de secularismo actual son reformulaciones del liberalismo decimonónico, presentadas con argumentos más sutiles y sofisticados, que sólo pretenden eliminar la influencia de la religión y de la Iglesia de esferas políticas, sociales y culturales públicas, pero no tratan directamente de eliminar el influjo religioso de la esfera personal, familiar y privada, como opción individual y libre, aunque confunden el aspecto formal y jurídico de la «confesionalidad» del Estado con la presencia de la Iglesia y de la religión en la vida social y cultural.
Esta tendencia trata de separar la influencia de la fe del ámbito de la civilización, y rechaza el concepto de «civilización cristiana» y de «pueblo cristiano», porque parte de la concepción de una autonomía total de las realidades temporales respecto de la Iglesia. Lo más grave de esta tendencia es que es compartida por eclesiásticos y seglares católicos y que sirve de criterio de orientación pastoral en ciertos sectores eclesiales.
Para los partidarios de esta separación no tiene sentido que los Pastores de la Iglesia se pronuncien sobre los problemas morales y religiosos que implican las opciones sociales y políticas, sosteniendo que se trata de cuestiones ajenas a la competencia de la Iglesia y que es a la conciencia de los ciudadanos a la que corresponde la decisión exclusiva.
Esta reacción la pude experimentar hace pocos meses –permitidme esta referencia personal– con motivo de la nota pastoral que publiqué «Ante el Referéndum de la Constitución», el 28 de noviembre del año pasado, tratando de dar cumplimiento a mi deber de obispo de la Iglesia de Dios de responder a las consultas de mis fieles diocesanos, desde una perspectiva puramente moral y religiosa(N. del E. Véase el documento en el volumen El valor de lo Sagrado, volumen 1 de las Obras del Cardenal Marcelo González Martín, Toledo 1986).
La Iglesia, ciertamente, en cuanto comunidad de fieles en comunión con sus Pastores, no debe hacer política en sentido técnico, sino que debe mantenerse por encima de las ideologías, de los sistemas, de las opiniones, de los partidos y de las opciones temporales, pero no puede ni debe –salvo criterios de prudencia pastoral– dejar de predicar y de enseñar –principalmente a través de sus obispos– al pueblo que le ha sido encomendado, la fe que ha de ser creída y la moral que ha de ser practicada, no sólo en pura doctrina, sino también en sus aplicaciones a circunstancias concretas.
La libertad de los fieles católicos se refiere a cuestiones opinables en doctrina o en problemas prácticos, en sus soluciones concretas, cuando pueden admitirse diversas opciones; pero, en ningún caso, les es lícito prescindir de la doctrina cierta del Magisterio de la Iglesia40.
Algunos opinan –y especialmente en España– que, teniendo en cuenta la libertad religiosa y el pluralismo de la sociedad moderna, las iglesias y confesiones religiosas y, sobre todo, la Iglesia Católica, no tienen que tratar de exponer públicamente criterios sobre los problemas sociales.
Y precisamente la propia declaración conciliar Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa, enseña que forma parte de la misma «el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor de su doctrina, para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda la actividad humana»41.
La misión de la Iglesia, en el campo del Magisterio, no se reduce exclusivamente al ámbito de las verdades de la fe y a las normas morales conocidas por la Revelación, sino, como se ha repetido tantas veces en los documentos de dicho Magisterio, en los tiempos modernos, y como se ha venido aceptando en la praxis pastoral de la Iglesia, desde sus orígenes, «Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los constituían en custodios y en intérpretes de toda la moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse»42.
La vida social y política, y la vida humana en general, presentan problemas y cuestiones que atañen al orden moral, al orden de la rectitud de las actuaciones libres de los hombres en relación con la Ley divina –con independencia del credo religioso que profesan los ciudadanos–, y esas cuestiones entran dentro de la misión de la Iglesia: derechos humanos, fundamento del poder, límites de su ejercicio, familia y matrimonio, riqueza y pobreza, etcétera.
La autonomía e independencia del Estado y de la sociedad civil respecto de la Iglesia no es, ni puede ser, independencia respecto de Dios, como sostuvo el liberalismo doctrinal del siglo pasado –inspirado en la filosofía de la Ilustración– y sostiene el secularismo de nuestro tiempo.
Es cierto que la Iglesia no tiene autoridad directa sobre la sociedad política, ni sobre los ciudadanos que no aceptan la fe católica, pero tiene autoridad sobre sus propios fieles y tiene la misión recibida de Dios y, por consiguiente, la obligación de proclamar el Evangelio y la ley moral a todas las gentes, y, por tanto, puede y debe hablar sobre todas las cuestiones que afectan a la verdad y al bien.
Además, su sabiduría, acumulada en siglos de historia, hace a la Iglesia «experta en humanidad», como afirmó Su Santidad Pablo VI ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, y le dan autoridad moral para dirigirse a todos los hombres de buena voluntad para promover la paz, los derechos de la persona humana, la estabilidad de las familias, la justa distribución de la riqueza, etcétera.
El hecho de que algunos principios o normas de la ley natural hayan sido confirmados por la Revelación no los convierte, como ahora se afirma, en principios o normas de «moral confesional», y que, por tanto, no pueden ser urgidos en su cumplimiento por las leyes civiles y promovidos por los ciudadanos o por los legisladores católicos, ajustándose a los procedimientos de un Estado democrático, y que los Pastores de la Iglesia no pueden enseñarlos públicamente y –salvo razones de prudencia pastoral– denunciar y señalar las infracciones.
La sociedad civil, para su pacífica convivencia, necesita tener como fundamento un núcleo de verdades y de principios de ley natural aceptados, básicamente, por todos los ciudadanos.
Ni la «coexistencia en el error», ni la mera «coexistencia en el temor» pueden constituir un fundamento sólido para la convivencia social pacífica y para el desarrollo de un Estado, ni de una comunidad de Estados.
Un pluralismo radical de opiniones sobre los principios básicos de la vida social constituye un elemento decisivo de desintegración y de descomposición social.
La sociedad secularista de nuestro tiempo que concibe la voluntad de la mayoría del pueblo soberano como criterio supremo y absoluto del bien y del mal, que puede desvincular las leyes positivas del orden jurídico natural, atenta directamente contra la soberanía de Dios y constituye una amenaza a los derechos inviolables de la persona humana, sustituyendo la fuerza vinculante del derecho, que tiene su fundamento en Dios, Legislador Supremo, por el derecho de la fuerza del número o de las minorías más poderosas. «El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano»43. La Iglesia «debe ser consciente… de todo lo que se opone al esfuerzo para que la vida humana sea cada vez más humana, para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del hombre»44.
La Iglesia, en sus pronunciamientos y actuaciones en el orden social y político, se ve sometida a una acción y reacción de signo contradictorio:
Por un lado, un sector de católicos y de la propia sociedad quiere que se pronuncie opportune et importune en defensa de los pobres, de los oprimidos, de los trabajadores y de los marginados, y que denuncie todas las infracciones que los Estados y los grupos poderosos cometen contra esas clases o grupos más débiles, y esa actuación creen que forma parte integrante, y aun esencial, de la misión de la Iglesia, y que constituye un testimonio evangélico; y otro sector de católicos, o de la propia sociedad, consideran que esas intervenciones son injerencias de la Iglesia en ámbitos que no le corresponden, y para los cuales no tiene misión, ni competencia; y que se convierte en instrumento de la subversión revolucionaria, perdiendo contenido sobrenatural y deslizándose hacia una actuación temporalista y politizada.
Por otro lado, ciertos sectores católicos le piden a la Iglesia que hable y actúe en defensa de los grandes valores morales de la familia, que denuncie la pornografía y el rebajamiento moral de los espectáculos, que se oponga a las leyes divorcistas, a la legalización permisiva del aborto, a la difusión de la droga, a la degradación moral de la juventud, a la laicización de la enseñanza, etcétera; y frente a esta tendencia, otros sectores católicos consideran que la Iglesia debe permanecer neutral frente a esas luchas ideológicas, sin tratar de promover lo que ellos llaman «fuerza religiosa», limitándose a la formación de la conciencia de los fieles, sin pretender invadir el ámbito de la sociedad civil, con actuaciones propias de épocas sacrales, inadaptadas a la cultura secularizada de nuestro tiempo y que configuran a la Iglesia como un poder enfrente o por encima del Estado, sin el sentido de humanidad y pobreza de que nos dio ejemplo Jesús en el Evangelio.
La solución de esta aparente antinomia nos la dan los Papas y el propio Concilio Vaticano II.
Los dos aspectos forman parte integrante del Mensaje del Evangelio, siempre que la Iglesia y los hombres de Iglesia cuando actúen en nombre de ella, «utilicen los caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza»45.
No se trata de que la Iglesia ponga su esperanza «en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empeñar la pureza de su testimonio, o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición», nos enseña el Concilio46. Pero añade a continuación: «Es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, utilizando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos, según la diversidad de tiempos y de situaciones»47.
Hemos de aceptar que, en otras épocas, no siempre se formuló la doctrina de la distinción de esferas y de la legítima autonomía de lo temporal con suficiente precisión, y que se dieron situaciones confusas que no soslayaron el peligro de la «hierocracia» o «eclesiocracia»; pero como afirma el P. Congar, O.P., «los historiadores más recientes han demostrado (se refiere a la reforma gregoriana del siglo XI, en que culminó la lucha entre el Pontificado y el Imperio) que esta ambición no era una ambición temporal de ‘‘dominio mundial” (Weltherrschaft), sino una ambición sacerdotal y espiritual de realizar en grado sumo la sujeción de toda la vida al reino de Dios»48.
En este orden de cosas creemos que se deben evitar tres clases de errores o desviaciones:
- La espiritualidad desencarnada que trata de restringir los efectos de la Redención y la Soberanía de Cristo al ámbito invisible de las almas, y que se desentiende de los problemas del orden temporal, bajo el pretexto de que van a pasar como la figura de este mundo (1Cor 7, 31).
- El secularismo radical –de que ya hemos hablado–, que exagera la autonomía de lo temporal hasta el punto de considerar que «la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador» (Gaudium et Spes, 36, 3).
- La negación de la autonomía relativa de las realidades temporales, considerándolas exclusivamente como medios e instrumentos para el desarrollo de la vida sobrenatural hasta el punto de identificar plenamente el mundo con el Reino de Dios (Maritain llama a este error «teocratismo clerical» o «hierocratismo», en su conocido libro Humanismo integral)49.
El Papa Juan Pablo II –siguiendo al Concilio Vaticano II y a Pablo VI– nos está dando un magnífico testimonio de equilibrio e integración de posturas en la proclamación del Mensaje de Salvación de Jesucristo y su proyección sobre las realidades temporales, evitando tanto la «espiritualidad desencarnada», como el «secularismo radical» y la «negación de la autonomía relativa de las realidades temporales».
Queremos llamar especialmente la atención sobre el discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, el 28 de enero pasado, y su primera Encíclica Redemptor Hominis, en donde la proclamación de la «Buena Nueva» de Jesucristo y el anuncio de su reino para los hombres de nuestro tiempo se expresan con fórmulas profundas y equilibradas difícilmente superables, no sólo en su expresión verbal, sino en la actitud que reflejan de fidelidad a la fe de la Iglesia, de sensibilidad sobrenatural y humana ante los problemas del hombre de hoy, de fortaleza cristiana en las denuncias de las injusticias, y de caridad evangélica hacia todas las clases, las razas y los pueblos de la tierra.
El sentido de la fe del pueblo cristiano ha intuido rápida y certeramente la profundidad de la actitud pastoral del nuevo Papa y ha reaccionado más allá de las expectativas de los más optimistas. El pueblo de Dios escucha a los pastores y a los profetas auténticos que le hablan en nombre del Señor y le conducen y guían hacia Jesucristo.
La realeza de Jesucristo
y la devoción al Corazón de Jesús #
En la teología católica, la devoción al Corazón de Jesús se ha presentado unida a la Realeza de Cristo.
En el Congreso teológico-pastoral sobre el Corazón de Jesús, no podemos dejar de decir unas palabras sobre la vinculación estrecha entre ambos conceptos.
El Papa León XIII, que, en las postrimerías del siglo pasado, hace ochenta años, ordenó la consagración del mundo al Corazón de Jesús, en su magnífica Encíclica Annum Sacrum, de 20 de mayo de 1899, al exponer la fundamentación teológica de dicha consagración, empleó los mismos argumentos que posteriormente desarrolló Pío XI, al establecer la Fiesta de Cristo Rey, en la Encíclica varias veces citada Quas Primas50.
Además, la fórmula de la Consagración al Sagrado Corazón de Jesús, publicada a continuación de la Encíclica Annum Sacrum, es una invocación a Cristo Rey. Y Pío XI, al instituir la Fiesta de Cristo Rey en 1925, ordenó que al celebrar esta fiesta todos los años en el último domingo de octubre, se renovase esta consagración al Sagrado Corazón de Jesús, que San Pío X había ordenado que se recitase en la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús (22-VIII-1906), y en el mismo texto de la Encíclica relacionó la consagración de las familias, de las ciudades y de los reinos al Corazón de Jesús, e incluso del mismo género humano realizada bajo la inspiración de León XIII, con la Realeza de Cristo51, y Pío XII, en su primera Encíclica, Summi Pontificatus, de 20 de octubre de 1939, después de evocar la consagración del mundo al Corazón de Jesús, cuyo cuarenta aniversario se celebraba aquel año, y que, en su celebración, coincidió con su primer año de sacerdocio, añadió estas palabras: «De la difusión y del arraigo del culto al Divino Corazón del Redentor, que encontró su espléndida corona no sólo en la consagración del género humano al declinar del pasado siglo, sino aun en la introducción de la fiesta de la Realeza de Cristo por nuestro inmediato predecesor de feliz memoria, han brotado inefables bienes para un sinnúmero de almas: un impetuoso río alegra la ciudad de Dios (Sal 45, 5)».
Y en su Encíclica Haurietis Aquas, de 15 de mayo de 1956, que fue como el testamento espiritual de este gran Pontífice, dedicada a la devoción al Corazón de Jesús, manifestó lo siguiente: «Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos y combaten activamente por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz»52.
Si el Reino de Jesucristo es un Reino de amor, que sólo quiere hombres y pueblos que acepten su soberanía como un vasallaje de gratitud y de correspondencia de amor a su Redentor, se comprende fácilmente su interna vinculación con una devoción que consiste en «el culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo», y en cuyo Corazón «podemos considerar no sólo un símbolo, sino también como un compendio de todo el misterio de nuestra redención»53.
La Conferencia Episcopal de la Iglesia de España, con motivo de la celebración del cincuentenario de la consagración de España al Corazón de Jesús –mayo 1969–, publicó una exhortación colectiva, explicando el sentido teológico de la consagración pública de los pueblos al Corazón de Cristo, e invitando a los fieles católicos a Su renovación. En este magnífico documento, promulgado después del Concilio Vaticano II, y que conserva, en nuestros días, toda su actualidad, se relaciona dicha consagración al Corazón de Jesucristo con su Realeza, en los siguientes términos: «La consagración es un acto de fe en la soberanía de Jesucristo, de aceptación de la misma y de confianza en su amor. Cristo, sentado a la derecha del Padre, triunfador del pecado y de la muerte, ha sido constituido Señor del Universo (Ef 1, 22). Los hombres y los pueblos le debemos adoración, como criaturas de Dios y como redimidos por la Sangre del Cordero (Ap 1, 5). Preciso es que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies; el último enemigo destruido será la muerte (1Cor 15, 26). Sometiéndonos a Él contribuimos a que se extienda su Reino, es decir, a que resplandezca su amor sobre los hombres, para que viendo nuestras obras, glorifiquen al Padre. Le suplicamos que todos los hombres reconozcan su señorío, para que venga a nuestro mundo su Reino de amor, de justicia y de paz»54.
En el Santuario de la Gran Promesa del Corazón de Jesús de esta ciudad de Valladolid, se puede ver una plasmación monumental y artística de esta relación íntima entre la Realeza de Cristo y el Corazón de Jesús: una de las capillas laterales está dedicada a Cristo Rey, cuya imagen, con expresión de serena y humilde majestad, aparece sentado en su trono, respaldado por la cruz, signo de nuestra Redención, con su mano izquierda sujetando el volumen como Legislador, y con la derecha bendiciendo con amor.
El Corazón de Jesucristo –según la bella expresión del P. Mateo Crawley, Apóstol de la Consagración de las Familias–, es un «Rey de Amor».
Proyección del Reino de Cristo
sobre la realidad de nuestra patria #
No puedo terminar este discurso, ya bastante prolongado, aun a riesgo de abusar más de vuestra atención, sin hacer algunas consideraciones sobre la realidad actual de nuestra patria, en relación con el Reino de Cristo, para ser fiel a la orientación de este Congreso, que estamos clausurando en su proyección teológico-pastoral.
Considero que el proceso de «secularismo» –que ataca directamente a la Realeza de Cristo– y al que he aludido repetidas veces a lo largo de mi exposición, presenta en nuestra patria caracteres graves que urge analizar, adquirir conciencia de ellos y situarlos en una visión de conjunto, con sentido dinámico y prospectivo, antes de proponer las medidas pastorales adecuadas para su remedio y solución.
Habría que partir de la constatación del ritmo acelerado y repentino –por lo menos en sus manifestaciones más visibles– con que se ha presentado entre nosotros dicho proceso de secularización.
Parece que en un decenio escaso ha cambiado radicalmente la fisonomía del catolicismo español. No pretendo afirmar que todos los cambios hayan sido negativos, ni mucho menos; hay muchos valores y realidades que permanecen ocultos y muchas reservas morales y espirituales en nuestro pueblo cristiano, como he tenido ocasión de señalar recientemente. Podríamos afirmar de la Iglesia en España –con las salvedades necesarias– lo que Juan Pablo II dice en su primera Encíclica Redemptor Hominis, refiriéndose a la Iglesia universal en la etapa posconciliar: «No está ciertamente exenta de dificultades y de tensiones internas. Pero, al mismo tiempo, se siente interiormente más inmunizada contra los excesos del autocriticismo: se podría decir que es más crítica frente a las diversas críticas desconsideradas, que es más resistente respecto a las variadas “novedades”, más madura en el espíritu de discernimiento, más idónea para extraer de su perenne tesoro cosas nuevas y cosas viejas (Mt 13, 52), más centrada en el propio misterio y, gracias a todo esto, más disponible para la misión de salvación de todos: Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad (Tim 2, 4)» (Encl. Redemptor Hominis, núm. 4, 2).
Pero, con todo, hemos de reconocer también los estragos que han producido en nuestro pueblo, de fe sencilla y tradicional, ciertos radicalismos pastorales y ciertos permisivismos morales; así como la difusión imprudente e inconsiderada de nuevos planteamientos teológicos –no siempre fieles a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia–, bajo el pretexto de adaptación de las verdades de la fe católica al lenguaje y a la mentalidad de nuestro tiempo.
Como ha advertido enérgicamente Juan Pablo II, dirigiéndose a los Obispos del continente latinoamericano, reunidos en Puebla, en su III Conferencia General, «¿cómo podría haber una auténtica evangelización si faltase un acatamiento pronto y sincero al sagrado Magisterio con la clara conciencia de que, sometiéndose a él, el Pueblo de Dios no acepta una palabra de hombres, sino la verdadera Palabra de Dios? (cf. 1Ts 2, 13; Lumen Gentium, 12). Hay que tener en cuenta la importancia “objetiva” de este Magisterio y también defenderlo de las insidias que, en estos tiempos, aquí y allá, se tienen contra algunas verdades firmes de nuestra fe católica»55.
Nada valen, por tanto, los fáciles recursos de escudarse en interpretaciones unilaterales, cuando no desviadas, de los documentos del Concilio Vaticano II, o en las exigencias del aggiornamento pastoral para cambiar el contenido esencial de las verdades de la fe. Las enseñanzas del Concilio Vaticano II tienen que ser interpretadas a la luz de la Tradición de la Iglesia y de las fórmulas dogmáticas de los Concilios anteriores –en especial del Concilio Vaticano I–, como afirmó Juan Pablo II, en su primer Mensaje al Mundo, el 17 de octubre pasado.
El Papa Pablo VI –como tuve ocasión de recordar en mi discurso de clausura de la V Semana de Estudios y Coloquios sobre problemas teológicos actuales, celebrada en Toledo, del 28 de agosto al 2 de septiembre de 1972, llamó la atención repetidas veces a los Pastores y a los fieles sobre los peligros de una falsa renovación. Valga una cita por todas: «Hay muchas cosas que pueden ser corregidas o modificadas en la vida católica, muchas doctrinas en las que puede profundizarse integradas y expuestas en términos más comprensibles, muchas normas que pueden ser simplificadas y mejor adaptadas a las necesidades de nuestro tiempo; pero dos cosas no pueden ser sometidas a discusión: las verdades de la fe, autorizadamente sancionadas por la Tradición y por el Magisterio eclesiástico, y las leyes constitucionales de la Iglesia, con la consiguiente obediencia al ministerio del gobierno pastoral que Cristo ha establecido, y que la sabiduría de la Iglesia ha desarrollado y extendido en los diversos miembros del Cuerpo místico y visible de la Iglesia misma para guía y robustecimiento de la multiforme trabazón del Pueblo de Dios. Por ello, renovación, sí; cambio arbitrario, no; historia siempre viva y siempre nueva de la Iglesia, sí; historicismo disolvente del compromiso dogmático tradicional, no; integración teológica según las enseñanzas del Concilio, sí; teología conforme a libres teorías subjetivas, a menudo tomadas de fuentes adversarias, no; Iglesia abierta a la caridad ecuménica, al diálogo responsable y al reconocimiento de lo valores cristianos entre los hermanos separados, sí; irenismo renunciante a los valores de la fe o bien proclive a identificarse con ciertos principios negativos que han favorecido el distanciamiento de hermanos cristianos del centro de la unidad de la comunidad católica, no; libertad religiosa para todos en el ámbito de la sociedad civil, sí; como también libertad de adhesión personal a la religión según la elección meditada de la propia conciencia, sí; libertad de conciencia como criterio de verdad religiosa no corroborada por la autenticidad de una enseñanza seria y autorizada, no»56.
Parece que se ha difundido en ciertos medios eclesiales una especie –permitidme la expresión– «de alergia» contra todo lo que significa «pueblo católico», catolicismo de masas, piedad popular, tradición católica de nuestra historia y de nuestra cultura.
Se ha sido muy eficaz en destruir y demoler rápidamente ciertas formas de piedad popular, ciertas costumbres de nuestro pueblo, sin tener en cuenta que dejábamos indefensos a nuestros fieles sencillos, frente a las nuevas tendencias secularistas y frente al vacío de Dios, desolador y helador, de determinadas corrientes de la cultura moderna.
Así han desaparecido en muchas partes la devoción de los primeros viernes, el rezo colectivo del Santo Rosario, la celebración de las Flores de Mayo, las romerías y peregrinaciones tradicionales a santuarios, las misiones populares, la procesión del Corpus, etcétera.
Es cierto que algunas formas de religiosidad popular tienen sus límites y están expuestas a deformaciones; pero, precisamente, la labor de los Pastores consiste en orientarlas rectamente mediante una pedagogía de evangelización. La exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi, de Pablo VI –a la que se ha referido con tanto elogio y en repetidas ocasiones Juan Pablo II– contiene oportunas consideraciones pastorales sobre la piedad popular, recogiendo los criterios expuestos en el Sínodo de 1974 sobre la evangelización.
La más elemental experiencia pastoral pone de relieve que no basta –y la Iglesia en su acción evangelizadora lo demuestra– la conversión interior de las conciencias, sino que hace falta, además, para asegurar la perseverancia de esa conversión personal, no sólo la implantación de la Iglesia como sociedad visible, con su sacerdocio, sus sacramentos, sus instituciones, sino que es preciso evangelizar también las culturas de los pueblos, insertar los valores cristianos en el seno de las civilizaciones, o, como nos dice el Concilio Vaticano II, «impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico» o «…llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad…»57.
El Cardenal Daniélou distinguió muy bien entre la noción de «Pueblo de Dios», que es una noción teológica, hasta el punto de que, aun cuando no existiesen en el mundo más que algunos centenares de fieles, el «Pueblo de Dios» seguiría existiendo; y la noción de «pueblo cristiano», nosotros diríamos «pueblo o nación católica», en cuanto que el conjunto –o la mayor parte– de los ciudadanos de una nación fuesen fieles bautizados en el seno de la Iglesia, y en cuanto que el catolicismo hubiese penetrado en sus tradiciones, en sus instituciones, en su cultura, en sus costumbres, etc. Se trata, por tanto, en este último caso, de una noción socio-histórica, socio-cultural. Es decir, de una cuestión de hecho.
Se exalta hoy mucho el «pluralismo», casi como un ideal, sin distinguir entre el respeto a la libertad religiosa y de conciencia, que puede ser compatible con la unidad religiosa de un pueblo –aunque en las circunstancias históricas actuales sea muy difícil por la comunicación e intercambio de culturas entre las diversas naciones– y un pluralismo radical, incluso conscientemente promovido, que se manifiesta aun en los criterios fundamentales de la convivencia social, que hace muy difícil la paz ciudadana y la armonía en la sociedad.
El pluralismo sobre cuestiones fundamentales no favorece la vida social y es una consecuencia del pecado y de la imperfección humana. Y, en este sentido, siempre será un ideal –aunque pueda ser inasequible en las circunstancias actuales– la libre aceptación por la mayoría de un pueblo –como recoge el Concilio Vaticano II en su Decl. Dignitatis Humanae– del «deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo»58. Por esta razón, Pablo VI, en su discurso al Colegio Español, en vísperas de la clausura del Concilio, en presencia de todo el Episcopado de nuestra patria, nos exhortaba a encauzar nuestra unidad religiosa «hacia un dinamismo más profundo, para convertirla en un foco más luminoso de irradiación evangélica»59.
El Episcopado español, en su Declaración Colectiva al final del Concilio, afirmó que la libertad religiosa «no se opone… a la unidad religiosa de la nación» y que los dos Papas del Concilio –Juan XXIII y Pablo VI «nos han recordado a nosotros, los españoles, que la unidad católica es un tesoro que hemos de conservar con amor»60.
La Iglesia en Polonia, que, por razón de la elevación al supremo pontificado de uno de sus más preclaros hijos –Juan Pablo II–, se presenta en estos momentos como la ciudad «levantada sobre el monte», nos pone de relieve la importancia de la conservación de la «unidad católica», incluso para la supervivencia en la historia como tal nación.
Es una utopía pretender que si la cultura, las instituciones y la política se secularizan radicalmente, se podrá mantener viva la fe de la mayoría del pueblo. Es muy fácil teorizar sobre la desmitificación, sobre la purificación de la fe, y sobre los defectos del llamado «catolicismo sociológico», sobre los aspectos positivos del fenómeno de la secularización, sobre las virtudes de los cristianos de «élite»; pero en la práctica el peligro que se nos presenta es el de una civilización en la que Dios esté ausente, cerrada totalmente en la inmanencia de valores puramente humanos, que haría muy difícil el desarrollo de la vida religiosa de los fíeles sencillos.
Hemos pasado del «triunfalismo» de otros tiempos al derrotismo y al abandono de los que aceptan, sin reacción, que la cultura culmine su giro antropocéntrico hacia un humanismo ateo, ya explícitamente –como el ateísmo marxista–, ya prácticamente como se presenta en ciertas formas de la sociedad occidental posindustrial.
«En el fondo –como afirmó certeramente el Cardenal Daniélou– el gran problema de la Iglesia es hoy –como fue el gran problema del Concilio– el que, sin destruir nada de lo que constituye los valores de la tradición cristiana, la Iglesia sepa adaptarse a condiciones nuevas de vida, de modo que pueda continuar desarrollándose. Y esto no es, en modo alguno, imposible. Una vez más, sería una solución demasiado fácil decir: es inevitable que mañana la masa de los hombres se vuelva atea y que no haya ya pueblo cristiano; y como consecuencia de esa afirmación cruzarse de brazos. Quizá llegue una situación en que no haya pueblos cristianos; pero es posible, si ello llega, que sea porque nosotros no hayamos cumplido con nuestro deber y luchado por mantener y desarrollar esos pueblos cristianos que hemos heredado»61.
Pero no podemos permanecer inertes, y mucho menos dedicarnos a lamentaciones estériles por un pasado que ya no está en nuestras manos. Urge ponernos a la acción con la seguridad de la esperanza cristiana, con el impulso del amor, con la confianza en las promesas de Jesucristo que atraviesan los siglos de la historia: tened confianza, Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
Hay que empezar de nuevo, sobre la base de una intensa labor de evangelización y de catequesis –en todos los niveles–, siguiendo las líneas pastorales señaladas por Juan Pablo II; urge desarrollar una labor profunda de pastoral familiar y social, y de promoción de vocaciones consagradas; hace falta renovar y restaurar las asociaciones de apostolado seglar, con nuevas formas, pero adaptando los métodos siempre válidos a las nuevas circunstancias; es indispensable, sobre todo, que los fieles vivan en comunión con sus Pastores, en especial con el Vicario de Cristo, en testimonio de caridad fraterna, con todos y hacia todos, presentando al mundo el signo de unidad, según el deseo supremo del Testamento de Jesús (Jn 17, 21 )62.
Las circunstancias actuales nos exigen a los fieles católicos una entrega completa a Dios, elegido como «lo único» de nuestra vida, y a nuestros hermanos por amor a Él. El Concilio –como afirmó el Padre Lombardi– exige una «movilización de santos».
El Papa Juan Pablo II, en su Encíclica Redemptor Hominis, se plantea la cuestión de qué hay que hacer, en las proximidades del final del segundó milenio de la era cristiana. Y contesta a su pregunta con estas sublimes palabras, que son el resumen de lo que he pretendido exponer a lo largo de este discurso de clausura del Congreso Teológico–Pastoral sobre el Corazón de Jesús: «Se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésa: hacia Cristo, Redentor nuestro, hacia Cristo Redentor del hombre. Queremos mirarle a Él, porque sólo en Él, Hijo de Dios, está la salvación, renovando la confesión de Pedro: Señor, ¿a Quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna»63.
Pidamos a la Santísima Virgen, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, que nos introduzca en el Misterio del Corazón de Jesucristo. Y terminemos con aquella invocación tan querida de la Iglesia primitiva –y con la que el Apóstol Juan terminó el libro del Apocalipsis–, como una súplica ardiente por la venida de su Reino entre nosotros:
Maranathá. ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22, 20).
1 Véase el libro del P. José Eugenio de Uriarte, S.J.: Principios del Reinado del Corazón de Jesús en España, Bilbao 1972, especialmente pp. 61 y 62.
2 Tomada del Evangelio de San Lucas, 1, 33.
3 Véase O. Cullman, Les premieres confessions de foi chrétienne, citado por el P. Y. M. Congar, O.P., en Jesucristo, Barcelona 1966, 145 (nota 1). Véase asimismo Actas de los Mártires, texto bilingüe, por D. Ruiz Bueno, BAC 75, Madrid 1968, 943.
4 Véase Iglesia y Secularización, por J. Daniélou y C. Pozo, BAC Minor 23, Madrid 1971; y Los movimientos teológicos secularizantes, por varios autores, BAC Minor 31, Madrid 1973.
5 Véase el texto de la encíclica, en su traducción al español, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, Acción Católica Española, 4.a ed., Madrid 1955, 113, número 11.
6 Ibíd., núm. 12.
7 Véase la Const. pastoral Gaudium et Spes, 36.
8 Véase la Decl. Dignitatis humanae, 1 y 2.
9 Véanse, entre otros. Radical Theology and the Death of God, de Altízer y Hamilton, trad, española. Nopal 1966; The secular city. Secularization and urbanization in theological perspective, por Harvey Cox, New York, traducción española, Barcelona 1968; la conocida obra del Obispo anglicano Robinson; Honest to God, editada en español por Ariel, Barcelona 1969; La muerte de Dios. La cultura de nuestra era poscristiana por G. Vahanian, Barcelona 1968.
10 Véase el himno Crudelis Herodes, in off. Epiph., cit. por Pío XI en la Encl. Quas Primas, núm. 15.
11 Véase la citada Declaración, núm. 4.
12 Véase Card. Journet, L’Eglise du Verbe Incarné. Essai de Théologie de l’Histoire du Salut,Ed. Descléee de Brouwer 1969, 264.
13 Véase la obra antes citada del Cardenal Journet, p. 639s. Y también el libro antes citado del P. Yves M. Congar, O.P Jesucristo, Nuestro Mediador, Nuestro Señor, 143s.
14 Merece destacarse la observación que hace un teólogo moderno de que «el título de Rey aparece en el Nuevo Testamento casi exclusivamente en el contexto de la pasión». Manuel M. González Gil, Cristo, el Misterio de Dios. Cristología y Soteriología, BAC 381, Madrid 1976, vol. II, 448.
15 San AgustIn, De Civ. Dei, XVIII, 51,2: BAC 172, 529; PL 41, 614.
16 Const. Lumen Gentium, 48, 1.
17 Ibíd., 48, 3.
18 Véase Obras de San Agustín, vol. XVII. La Ciudad de Dios, edición preparada por S. Santamarta y M. Fuertes, O.S.A., BAC 172, Madrid 1978, p. 137 (lib. XIV, capítulo 28).
19 Véase La Ciudad de Dios, ed. cit. vol. II, BAC 172, 216 (lib. XV, cap. 26).
20 Const. past. Gaudium et Spes, 2, 1: Es evidente que la palabra «mundo», en la Sagrada Escritura y en la tradición cristiana, tiene también un sentido peyorativo, que se confunde con el dominio de Satanás. Así, en el Evangelio de San Juan 17, 14. 15 y 25; en la primera Epístola de San Juan 2, 15-17; 4, 5; 5, 19.
21 Véase obra citada en la nota 12, p. 70 s.
22 VéaseGaudium et Spes,36.
23 Véase Y. M. Congar, obra citada en la nota 13, p. 174.
24 Ibíd., p. 174, nota 61.
25 Véase el discurso de 20 de febrero de 1946, a los nuevos Cardenales; y el discurso de 7 de septiembre de 1955, al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas, en Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, 7ª ed., Acción Católica Española, Madrid 1967, tomo I, 220-227 y 528-535, respectivamente.
26 Véase Const. pastoral Gaudium et Spes, 42, 2.
27 Ibíd.
28 Ibíd.
29 Véase Decreto Apostolicam Actuositatem, 5.
30 Const. pastoral Gaudium et Spes, 13.
31 Véanse Const. Lumen Gentium, 36; Prefacio de la Misa de Cristo Rey, y Encíclica Redemptor Hominis, 16.
32 Véase Encl. Mystici Corporis Christi, de S.S. Pío XII, de 29 de junio de 1943.
33 Const. past. Gaudium et Spes, 39.
34 Véanse Evangelii nuntiandi (núm. 22), de Pablo VI, 8 diciembre 1975, y discurso de Juan Pablo II, en la inauguración de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 28 enero 1979 (1, 2).
35 Palabras cit. por Y. M. Congar, O.P. en la obra. Jesucristo, 161. Véase nota 13.
36 Encl. Redemptor Hominis, núm. 19, 6.
37 Ibíd., núm. 19, 7.
38 Const. past. Gaudium et Spes, 36.
39 Existen libros publicados en español o traducidos de idiomas extranjeros en donde se recogen con claridad y abundante información los movimientos secularizantes o secularizadores. Véanse, entre otros: Iglesia y Secularización, Daniélou, Pozo y varios autores, BAC Minor 23,1971; Los movimientos teológicos secularizantes, por Aldama y varios, BAC Minor 31, Madrid 1973; La aventura de la teología progresista, por Cornelio Fabro, Ed. Eunsa, Pamplona 1976; Lecciones sobre ateísmo contemporáneo, por Mons. José Guerra Campos, Ed. «Fe Católica», Madrid 1978. Algunos teólogos de la «teología de la liberación» incurren también en formas secularistas en sus planteamientos doctrinales y pastorales.
40 Véanse Const. Lumen Gentium, 25; 37, 2; Decl. Apostolicam Actuosltatem, 24, 7; 31, b; y Const. past. Gaudium et Spes, 42 y 43.
41 Decl.Dignitatis Humanae,4, 5.
42 Encl. Humanae Vitae, 4, 2.
43 Véase Const. past. Gaudium et Spes, 76, 4.
44 Encl. Redemptor Hominis,14,3.
45 Véase Const. past. Gaudium et Spes, 76, 4.
46 Ibíd.
47 Cf. Const. past. Gaudium et Spes, 76, 5.
48 Cf. la obra cit. del P. Congar, Jesucristo, 184.
49 Véase sobre este tema la Ponencia presentada en la III Semana de Teología Espiritual de Toledo, La espiritualidad del laico en un mundo secularizado y la reforma de la Iglesia, 202ss., en Espiritualidad para un tiempo de renovación, Centro de Teología Espiritual, Madrid 1978.
50 Véase el texto en español de ambas Encíclicas, con introducciones y comentarios, en Al Reino de Cristo por la devoción a su Sagrado Corazón. Documentos Pontificios, por el P. H. Marín, S.J., Publicaciones Cristiandad, Barcelona 1949, 33-58 y 138-171.
51 Véase el texto en español de la Encíclica en la ed. citada en la nota anterior.
52 Cf. texto en español de la Encíclica en la edición de «El Mensajero del Corazón de Jesús», Bilbao 1956, 82.
53 Ibíd., 72 y 58.
54 Cf.Documentos colectivos del Episcopado español: 1870-1974,edición preparada por JESUS Iribarren, BAC 355, Madrid 1974, 439-440.
55 Juan Pablo II, Mensaje a la Iglesia y al mundo,17 de octubre de 1978, enMensaje a la Iglesia de Latinoamérica,Madrid 1979, BAC Minor 52, 81-114.
56 Pablo VI, Homilía del 25 de abril de 1968.
57 Cf.Apostolicam Actuositatem,5 y 13, 1.
58 Cf. Decl. Dignitatis Humanae, 1 y 3.
59 Cit. en la Declaración Colectiva del Episcopado Español, fechada en Roma el 8-XII-1965, sobre el Concilio Vaticano II, y publicada en Documentos Colectivos del Episcopado Español, 1870-1974, ed. cit. 369, núm. 29.
60 Ibíd., 366, núm. 22.
61 Véase la obra citada en la nota 39, Iglesia y secularización, 41.
62 Cf. Const. past. Gaudium et Spes, 21, 5.
63 Redemptor Hominis,7, 1.
En la unión hipostática.
– «Por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene
potestad sobre todas las criaturas»5
En el derecho de conquista adquirido
por la Redención. – «¿Qué
cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de
que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de
naturaleza, sino también por derecho de conquista adquirido a costa
de la Redención?»6
Santo Tomás de Aquino, en la Summa,
al tratar del poder judicial que corresponde a Cristo, como
consecuencia de su dignidad real, aduce otro título, muy querido a
la teología escolástica: por
la gracia capital que le corresponde como Cabeza de la Iglesia
(III q.59 a.2).
Son de todos conocidos los textos de la
Santa Escritura, en los que el Papa Pío XI apoya la atribución a
Jesucristo del poder supremo y absoluto sobre el mundo y todas las
criaturas. Recogemos, a continuación, algunos de los principales:
«Promulgaré el decreto del Señor:
Me
dijo el Señor:
‘Mi Hijo eres Tú: Yo te he engendrado
hoy.
Pídeme y te daré las gentes en herencia,
y en
posesión tuya los límites de la tierra”» (Sal 2, 7-9).
«Tu trono, oh Dios, permanece por los
siglos de los siglos;
el cetro de tu reino es cetro de
rectitud» (Sal 44, 7).
«Porque un niño nos ha nacido,
un
hijo se nos ha dado,
el cual lleva, sobre sus hombros el
Principado
y se llamará
el Admirable, el
Consejero,
Dios-Poderoso,
el Padre del siglo venidero,
el
Príncipe de la Paz.
Grande es su imperio y la paz no tendrá
fin.
Se sentará sobre el trono de David
y poseerá su
Reino
para restaurarlo y consolidarlo
por la equidad y la
justicia
desde ahora y para siempre» (Is 9, 5-6).
«He aquí que concebirás en tu seno
darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.
éste
será grande, y será reconocido como Hijo del Altísimo,
le
dará el Señor Dios el trono de David su padre,
reinará
sobre la casa de Jacob eternamente
y su Reinado no tendrá fin»
(Lc 1, 31-33).
«Entonces dirá el Rey a los de la
derecha:
“Venid, vosotros, los benditos de mi Padre,
entrad
en la posesión del Reino que os tengo
preparado desde la
creación del mundo”» (Mt 25, 34).
«Respondió Jesús: Mi Reino no es de
este mundo.
Si de este mundo fuese mi Reino,
mis
ministros lucharían para que yo no fuera entregado a los judíos.
Mas
ahora mi Reino no es de aquí.
Le dijo, pues, Pilatos: ¿Luego,
Tú eres Rey?
Respondió Jesús: Tú dices que yo soy Rey» (Jn
18, 36-37).
«Se me ha dado todo poder en el cielo y
en la tierra.
Id, pues, y predicad a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre
y del Hijo y del
Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19).
«En estos últimos tiempos (Dios)
nos
ha hablado por medio del Hijo
a quien constituyó heredero de
todas las cosas» (Hb 1,1)
«Porque es menester que Él reine,
hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus
pies» (1Cor 15, 25).
«Y de parte de Jesucristo, el testigo
fiel,
el primogénito de los muertos
y el príncipe de
los Reyes de la tierra» (Ap 1, 5).
«Y sobre su manto y sobre su muslo
lleva escrito un nombre:
Rey de reyes y Señor de señores»
(Ap 19, 16).
Se podría pensar que, después del
Concilio Vaticano II, con el reconocimiento de la justa autonomía de
las realidades temporales7,
con su proclamación de la libertad religiosa en la esfera civil8
y con la formulación de la teoría de la secularidad por los
teólogos radicales9,
habrían perdido actualidad las enseñanzas de la Iglesia sobre la
Realeza de Jesucristo, como señorío total y absoluto sobre todo el
universo.
Es evidente que una cosa es la
proclamación de la Realeza de Jesucristo, en su ejercicio plenario y
escatológico, y otra muy diferente en su ejercicio durante la etapa
temporal que va desde su ascensión a los cielos hasta la segunda
venida –régimen terrestre de la Redención–, durante la cual hay
que admitir la dualidad Iglesia-Mundo y comprobar la resistencia de
las potestades del infierno y de la carne –profetizada por Jesús–
a aceptar el yugo, suave para los humildes, de su dominio absoluto.
El Reino de Jesucristo –como más adelante tendremos ocasión de
exponer– no se identifica con ninguna forma de «teocracia», ni
tampoco de «hierocracia», sino que acepta la autonomía relativa de
las realidades temporales con sus propias leyes y valores, pues como
afirmó el Maestro ante Pilatos: Mi
Reino no es de este mundo (Jn
18, 36), y como nos enseña la Iglesia: No
quita los reinos mortales el que da los reinos celestiales10.
Su Reino es espiritual y, en el estado
actual de la economía de la Redención, no se impone por la fuerza,
sino que atrae por el amor, respetando la libertad de los hombres y
de los pueblos; pero su dominio es universal
y absoluto, y no sólo sobre
los fieles católicos, sino, como afirmó León XIII en su Encíclica
Annum Sacrum,
por la que anunció su decisión de consagrar el mundo al Corazón de
Jesús: «Se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre
aquellos que, habiendo recibido el bautismo, pertenecen de derecho a
la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los
separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no
participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de
Jesús se halla todo el género humano».
El Concilio Vaticano II ha confirmado en
numerosos textos de sus documentos este señorío universal y
absoluto de Jesucristo, como verdad que pertenece a la Tradición de
la Iglesia y recogida en la Escritura. Vamos a seleccionar algunos de
los pasajes que consideramos más expresivos al respecto.
En la Constitución Lumen
Gentium (núm.
36), que es documento central del Concilio, se afirma lo siguiente:
«Cristo, habiéndose hecho obediente hasta la muerte y habiendo sido
por ello exaltado por el Padre (cf. Fil 2, 8-9), entró en la gloria
de su reino. A Él están sometidas todas las cosas, hasta que Él se
someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, a fin de que Dios sea
todo en todas las cosas (cf. 1Cor 15, 27-28). Este poder lo comunicó
a sus discípulos, para que también ellos queden constituidos en
soberana libertad, y por su abnegación y santa vida venzan en sí
mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12). Más aún, para que,
sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y
paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar.
También por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su
reino: «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de
gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (Misal
Romano, del Prefacio de la
Fiesta de Cristo Rey). Un reino en el cual la misma creación será
liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21)».
En la Constitución pastoral Gaudium
et Spes se recogen las
enseñanzas de la Tradición sobre el señorío de Cristo con estas
palabras (núm. 45, 2): «El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho,
se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara
todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de
convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la
civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y
plenitud de sus aspiraciones. Él es aquel a quien el Padre resucitó
y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos.
Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos
hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide
plenamente con su amoroso designio: Restaurar
en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra
(Ef 1, 10)».
En el Decreto Apostolicam
actuositatem,
sobre el apostolado de los seglares, se afirma lo siguiente: «La
Iglesia ha nacido con este fin: propagar el Reino de Cristo en toda
la tierra para gloria de Dios Padre y hacer así a todos los hombres
partícipes de la Redención salvadora y, por medio de ellos, ordenar
realmente todo el universo hacia Cristo» (número 2, 1).
Pudiera parecer, con una visión
superficial, que el reconocimiento de la libertad religiosa en la
sociedad civil, como un derecho de la persona humana, en el sentido
reconocido por el Concilio Vaticano II en su Declaración Dignitatis
Humanae, viene a suponer una
limitación al señorío universal y absoluto de Jesucristo, como Rey
del Universo. Y, sin embargo, si se estudian con serenidad y
ponderación los términos de ese reconocimiento de la libertad
religiosa por el Concilio, suponen una confirmación de la Realeza de
Jesucristo.
La declaración Dignitatis
Humanae delimita
perfectamente el sentido de la libertad religiosa, al manifestar que
«se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil» (núm.
1, 3), de tal manera que «todos los hombres deben estar inmunes de
coacción, tanto de personas particulares como de grupos sociales y
de cualquier potestad humana» (núm. 2,1), de forma «que en materia
religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se
le impida que actúe conforme a ella en privado o en público, solo o
asociado con otros, dentro de los límites debidos» (ibíd.).
Se trata, por tanto, del reconocimiento
práctico, en la vida social, del derecho de la persona humana al
ejercicio de su libertad en materia religiosa, que afecta a la
intimidad inviolable de su propia conciencia y a su responsabilidad
moral intransferible en la búsqueda de la verdad, en una de las
cuestiones más fundamentales de su existencia; así como del respeto
a la naturaleza intrínseca del acto de fe, que es un obsequio
racional y libre de cada hombre (núm. 10).
Pero este reconocimiento no disminuye un
ápice la obligación de cada hombre de aceptar el señorío de
Cristo y la verdad que viene de Él, en cuanto es o puede ser
conocida por su recta conciencia. Por eso el Concilio deja a salvo
–como no podía ser de otra manera– «la doctrina tradicional
católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades
para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (núm.
1, 3).
Más aún, después de haber reconocido
el derecho no sólo de las personas individuales, sino también de
las comunidades religiosas, en general, a la libertad religiosa, lo
cual comprende no sólo la inmunidad de coacción en el ejercicio del
culto privado, sino también del culto público –dentro de las
justas exigencias del orden público– y en el ejercicio de la
enseñanza y en la profesión, de palabra o por escrito, de su fe,
así como la libertad de reunión y asociación11;
cuando hace referencia al derecho y a la libertad de la Iglesia
Católica lo fundamenta en un mandato positivo de Dios (núm. 14):
Enseñad a todas las gentes
(Mt 28, 19); y reconoce
explícitamente las exigencias del Reino de Cristo, aunque advierte
que «no se defiende a golpes, sino que se establece dando testimonio
de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que
Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a sí mismo»
(ibíd., núm. 11, 1).
En resumen, el Concilio Vaticano II,
lejos de suponer una rectificación de las enseñanzas de la
Tradición sobre el Reino de Cristo, supone la más solemne y
universal declaración de la Iglesia Católica sobre las exigencias
de su poder y de su gloria y sobre la naturaleza de su Reinado, en
todos los siglos de la historia, ya que como afirmó el propio
Concilio: «La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y
observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación,
recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e
instaurarlo en todos los pueblos, y constituye, en la tierra, el
germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente
va creciendo, anhela simultáneamente el reino consumado y con todas
sus fuerzas espera y ansía unirse con su Rey en la gloria» (Const.
Lumen Gentium,
5, 2).Los estadios del
reino de Jesucristo
El Reino de Jesucristo en el mundo se
inició con su primera venida al ser concebido, en cuanto hombre, el
Verbo de Dios, en las entrañas de María (Lc 1, 26-38), aunque al
día siguiente de la caída la promesa hecha por Dios de un Redentor
(Gn 3,15) constituyó una anticipación de su Reino, inaugurándose
lo que se ha llamado por algún teólogo como «la edad de la gracia
del Cristo Redentor prometido»12.
Pero fue, efectivamente, con la entrada
del Verbo de Dios en el tiempo, al hacerse hombre y plantar su tienda
entre nosotros (Jn 1,14) después de los siglos de espera, cuando se
inauguró visiblemente su Reino Mesiánico, según el anuncio del
Ángel: He aquí que tú
concebirás un hijo y le darás el nombre de Jesús. El será grande
y será llamado el Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el
trono de David, su padre; Él reinará sobre la casa de Jacob para
siempre y su Reino no tendrá fin
(Lc 1, 32-33).
Y fue, después de la Pasión, Muerte,
Resurrección, Ascensión a los cielos de Jesucristo y del envío del
Espíritu Santo a sus discípulos, reunidos en el cenáculo, cuando
implantó definitivamente, con el precio de su sangre, su Reino que
no es de este mundo, pero que está en el mundo, aunque su
consumación plena y gloriosa se realizará más allá del tiempo, al
final de la historia, cuando todas las cosas sean recapituladas en
Cristo (Ef 1, 10), y Dios sea todo en todas las cosas (1Cor 15, 28).
El Reino de Cristo tiene, por tanto, dos
estadios:
Uno, el del Reino
peregrinante y crucificado,
desde la Ascensión hasta la segunda venida. El «ya sí, pero
todavía no». Es la era del Espíritu Santo.
Y otro, el de la Consumación
más allá del tiempo y de la historia (escatología)13.
No son dos Reinos, sino dos fases de un
único Reino. Es el Reino inaugurado en la noche de la fe y que se
manifestará plenamente el día de la visión (1Tim 6, 14-16). El
Reino de Cristo está «en el mundo»; pero «no es del mundo» (Jn
15, 18-19. 36).
Es la gran paradoja del Reino de Cristo,
y que constituyó el gran escándalo para los judíos de su tiempo,
que esperaban a un Mesías vencedor de los romanos y liberador
político de la tierra de Israel de la dominación extranjera; e
incluso para sus propios discípulos hasta que fueron iluminados por
el Espíritu Santo (Mt 16, 21-23; Mc 8, 31-33; Lc 24, 21-27).
Es cierto que la soberanía de Cristo es
plena y total, desde el mismo instante de su encarnación, pero su
ejercicio pleno y universal es escatológico.
Jesucristo, en su vida mortal, rehuyó
toda apariencia de poder de tipo temporal (Mt 4, 8; 26, 52-55; Mc 10,
42; Lc 22, 25ss; Jn 13, 12ss); se retiraba de las muchedumbres cuando
querían proclamarle Rey (Jn 6, 15) y como entonó San Pablo, en su
himno en la Epístola a los Filipenses, se anonadó a sí mismo,
tomando forma de esclavo (semetipsum
exinanivit formam servi accipiens)
(Fil 2, 7) y fuera de ciertos momentos excepcionales de su vida en
los que manifestó su poder divino (Jn 2, 1-11) y el esplendor de su
gloria (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-9; Lc 9, 28-36) para que creyeran en Él
sus discípulos, y como testimonio de su misión mesiánica (Mt 13,
53-58; Mc 6, 1-6; Lc 4, 16-30), se hizo en todo semejante a los
hombres, en su porte exterior y en su forma de vida. Merece también
citarse como excepción, su entrada triunfal en Jerusalén, aunque su
intención era presentarse con humildad y mansedumbre.
Sí, el Hijo de Dios vino a este mundo,
pero no como el Rey-Mesías, victorioso y dominador, sino como Rey
peregrino y crucificado14,
como el Siervo de Yahvé, según la sublime profecía de Isaías (Is
42, 53), o como el Justo «abandonado» por su Dios (Sal 21), antes
de ser para siempre Rey resucitado y glorificado, sentado a la
diestra del Padre, Rey de reyes y Señor de señores (Ap 17, 14) y
que volverá a la tierra, en el último día, sobre las nubes del
cielo, con gran poder y majestad (Mt 24, 30-31; Mc 13, 26-27; Lc 21,
27), para juzgar a todos los hombres y a todos los pueblos (Mt 25,
31-46). Y la Iglesia, su Esposa de sangre, no podía tener una
condición distinta de su Divino Esposo, durante su peregrinación
terrena.
El Concilio Vaticano II expone esta idea
con frases bellísimas: «Pero como Cristo realizó la obra de la
Redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está
destinada a recorrer el mismo camino, a fin de comunicar los frutos
de la salvación a los hombres. Cristo Jesús, existiendo
en la forma de Dios…, se anonadó a Sí mismo, tomando la forma de
siervo (Fil 2, 6-7), y por
nosotros se hizo pobre, siendo
rico (2Cor 8, 9), así
también la Iglesia, aunque necesite medios humanos para cumplir su
misión, no fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para
proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio
ejemplo. La Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del
mundo y los consuelos de Dios”15,
anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1Cor 11, 26). Está
fortalecida con la virtud del Señor Resucitado, para triunfar con
paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas
como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea
entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al
final de los tiempos» (Const. Lumen
Gentium, 8, 3).
La Iglesia, por tanto, «no alcanzará
su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el
tiempo de la restauración de todas las cosas (cf. Hch 3, 21) y
cuando, junto con el género humano, también la creación entera,
que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin,
será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef 1, 10; Col 1, 20; 2P
3, 10-13)»16.
La Iglesia es, por tanto, un Reino
peregrinante y crucificado, antes de ser transfigurado y glorificado,
con su Rey y Salvador, Cristo Jesús, al final de los tiempos.
El Reino ha comenzado ya; el Reino
consumado no tendrá una diferencia de naturaleza, sino de grado. «La
plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros (cf. 1Cor 10,
11), y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada, y
en cierta manera se anticipa realmente en este siglo, pues la
Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad,
aunque todavía imperfecta. Pero mientras no lleguen los cielos
nuevos y la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2P 3, 13), la
Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones,
pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y
ella misma vive entre las criaturas que gimen con dolores de parto al
presente en espera de la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rm
8, 19-22)»17.La dualidad
Iglesia-Mundo
(Las dos ciudades)
El genio teológico de San Agustín supo
expresar, en frases lapidarias, el misterio de la historia y la
oposición irreductible entre el Reino de Cristo, en su fase
peregrinante en la espera de su segunda venida, y el señorío del
Príncipe de este mundo: «Dos amores fundaron dos ciudades, a saber:
el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de
Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se
gloría en sí misma, y la segunda en Dios, porque aquélla busca de
los hombres la gloria; y ésta tiene por máxima gloria a Dios,
testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria y ésta
dice a su Dios: Tú eres mi
gloria y el que me hace ir con la cabeza en alto»18.
La noción agustiniana de las dos
ciudades o de los dos reinos es completamente distinta de las
nociones gnósticas y maniqueas que las consideraban como dos
creaciones antagónicas de un Dios bueno y de un Dios malo, idénticos
en poder y en fuerza. San Agustín se inspira, sobre todo, en el
Evangelio de San Juan, en donde se opone el Verbo encarnado,
Jesucristo, al Príncipe de este mundo, pero con la seguridad de la
victoria final de Jesús, porque contra
Mí no tiene poder alguno (Jn
14, 30), y, también, en el Apocalipsis, en la lucha del dragón
contra la mujer y contra la descendencia de la mujer (12, 1-17); y el
contraste entre Babilonia, la
grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra
(Ap 17 y 18), y la nueva Jerusalén, la ciudad santa, descendida del
cielo, junto a Dios (ibíd., 21, 1), la mansión de Dios con los
hombres, la esposa del Cordero, iluminada por la gloria de Dios y
cuya antorcha es el Cordero (ibíd., 21, 23).
Para San Agustín, «la Ciudad de Dios
que peregrina en este mundo» es la Iglesia19,
pero no llega a identificar sin más a la «ciudad impía», a la
ciudad mala, en donde el diablo reina, con la ciudad meramente
terrena, con los Estados temporales, con los reinos de este tiempo,
con lo que posteriormente se ha venido a llamar «realidades
temporales», o también «mundo», entendido, como nos indica el
Concilio Vaticano II, como «la entera familia humana con el conjunto
universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo,
teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias»20.
Por esa razón se puede hablar de tres
ciudades, como hace el Cardenal Journet, comentando a San Agustín21:
la «Ciudad de Dios» y la «Ciudad del Diablo» –desde el punto de
vista espiritual–, y la «Ciudad humana», desde el punto de vista
de las realidades temporales, con fines intermedios y relativos.
Conviene tener en cuenta, siguiendo al
Concilio Vaticano II y a una recta teología y filosofía de las
realidades humanas, que esas realidades tienen una legítima
autonomía, es decir, que gozan de sus propias leyes y valores, están
dotadas por el Creador de consistencia, verdad y bondad propias22.
En el estadio actual del Reino de
Cristo, éste no impone su Realeza sobre las criaturas mediante el
ejercicio del poder, sino que respeta la libertad del hombre y la
autonomía de la creación, cuyo campo de
actuación es la historia.
Por eso, aunque el señorío de Cristo es total y universal, en el
régimen terrestre de la Redención –como ya hemos indicado–
antes de su segunda venida, admite la dualidad de la Iglesia y del
mundo (como conjunto de realidades temporales autónomas). La Iglesia
y el mundo están sometidos de derecho a Jesucristo, pero de
distinta manera.
Las relaciones entre la Iglesia y el
mundo, entre la Iglesia y la sociedad temporal, deben ser de
distinción de esferas, de respeto de sus ámbitos propios de
actuación, de independencia, cada una en su propio terreno; pero, al
mismo tiempo, de legítima cooperación, puesto que ambas están al
servicio de la vocación personal y social del hombre, en su vocación
integral, aunque, por distinto título, y la persona humana, a la
cual deben servir, es un sujeto único, en su esencia ontológica y
en su vida existencial, abierta a la trascendencia.
Por eso la palabra «separación»
–dejando a un lado el sentido peyorativo de recuerdos de luchas y
controversias pasadas– no refleja el esquema ideal de las
relaciones entre la Iglesia y la comunidad civil y política.
La recapitulación de todas las
realidades temporales, de la creación y de la historia, en todo lo
que tiene de bueno y de positivo, se realizará en Cristo, que
ejercerá escatológicamente su soberanía universal23.
Pero la Iglesia no ha recibido la
Realeza universal y cósmica de Cristo, aunque participe de ella en
cierto grado. La Iglesia sólo puede actuar en el cosmos a través
del hombre, salvo en el misterio de la «transubstanciación»
eucarística, en que el pan y el vino –elementos naturales,
representativos de la creación, aunque elaborados por el hombre–
se convierten en el cuerpo y sangre de Cristo, como un anuncio de la
recapitulación de todas las cosas en Él24.
El Papa Pío XII, en dos discursos muy
importantes de su magisterio, expuso con profundidad doctrinal y
aguda comprensión de la historia de la Iglesia y de la sensibilidad
de nuestra época, cuál era la acción de la Iglesia en la formación
del hombre completo y su influencia en la construcción de la
convivencia humana25.
El Concilio Vaticano II ha dedicado a
este tema uno de sus documentos más importantes, la Constitución
pastoral Gaudium et Spes,
sobre «la Iglesia en el mundo actual».
Es evidente que la Iglesia –dejando a
un lado intervenciones históricas, en el ámbito de la sociedad
civil, que sólo pudieron justificarse por razones de suplencia, o
que, en determinados casos, respondían a concepciones equivocadas
sobre su misión en la esfera temporal– no tiene una misión de
orden político, económico o social26.
Toda asimilación de la Iglesia a una
fuerza u organización política, social o sindical, cualquiera que
sea la concepción teológica en que pretenda inspirarse, falsea su
naturaleza específica y altera la misión que Dios le señaló. Pero
esto no quiere decir, ni mucho menos, que del cumplimiento de su
misión religiosa no se deriven «funciones, luces y energías que
pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana, según
la ley divina»27.
Más aún, como afirmó el propio Concilio en otro documento28:
«La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la
salvación de los hombres, se propone también la restauración de
todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo
ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también
el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu
evangélico»29.
El Papa Juan Pablo II, en su primera
Encíclica Redemptor Hominis,
después de haber expuesto el Misterio de la Redención en su
dimensión divina
–«la Redención del mundo, ese misterio tremendo del amor, en el
que la creación es renovada, es, en su raíz más profunda, la
plenitud de la justicia en un corazón humano: el Corazón del Hijo
Primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de
muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo Primogénito, han
sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y llamados
a la gracia, llamados al amor» (núm. 9, 1)– y en su dimensión
humana –«el hombre no
puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela
el amor, si no se encuentra en el amor, si no lo experimenta y lo
hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente,
Cristo Redentor… revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal
es, si se puede expresar así, la dimensión humana del misterio de
la Redención. En esta dimensión, el hombre vuelve a encontrar la
grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad» (número
10, 1)–, considera la
actitud y la actuación de la Iglesia en relación al hombre «real»,
«concreto», «histórico» y su situación en el mundo
contemporáneo, partiendo de
la afirmación del Concilio de que «mediante la encarnación el Hijo
de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre» (Const. past.
Gaudium et Spes,
22).
Es impresionante la fuerza y la
reiteración de la solicitud del Papa Juan Pablo II por el hombre
–«este hombre es el camino de la Iglesia…»–, siguiendo la más
genuina tradición de la Iglesia, renovada por el Concilio Vaticano
II y por los últimos Papas.
Se trata de un «humanismo
cristocéntrico», que parte de Cristo para llegar al hombre y hacer
extensivos a todos los hombres los frutos de la Redención de Cristo,
no sólo en su proyección sobrenatural y trascendente, sino también,
aunque no esencialmente, en su proyección humana y temporal, porque
la Iglesia es y «debe ser consciente también de todo lo que se
opone al esfuerzo para que la vida humana sea cada vez más humana,
para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera
dignidad del hombre» (Encl. Redemptor
Hominis, núm. 14, 3).
La Iglesia ejerce de esta forma su
participación en la Realeza de Cristo, que no vino a ser servido,
sino a servir (Mt 20, 24-28), y cuya soberanía no se manifiesta, en
este mundo, como la de los reyes y jefes de la tierra, que hacen
sentir su dominación, sino como la de un servidor humilde, que se
pone a los pies de todos en actitud de servicio (Lc 22, 24-27).
La Iglesia, siguiendo el ejemplo de su
Señor Crucificado, no pretende dominar por la fuerza, ni por el
prestigio humano, sino por el amor y el servicio a los hombres, a
todos los hombres y a todo el hombre; y así también los hombres
llegarán a participar del munus
regale de Cristo mismo,
ejerciendo su «dominio» sobre el mundo visible, liberados de todas
las servidumbres, cuya fuente y origen es el pecado30,
extendiendo el Reino de Cristo –a quien servir es reinar–, Reino
de verdad y de vida. Reino de santidad y de gracia. Reino de
justicia, de amor y de paz31.Reino de Cristo y
«liberación humana».
La tentación del secularismo
Este servicio de la Iglesia al hombre,
este ejercicio del poder real, transmitido a la Iglesia por el mismo
Jesucristo –su Fundador, su Cabeza, su Sustentador, su Redentor32–,
que se proyecta sobre todas las realidades humanas, porque aunque no
debe identificarse el progreso temporal con el desarrollo del Reino
de Cristo, sin embargo –como nos enseña el Concilio–, «el
primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad
humana, interesa en gran medida al Reino de Dios»33,
debe partir de una auténtica evangelización, es decir, del anuncio
del nombre, de la vida, de las promesas, del Reino, del misterio de
Jesús de Nazaret, Hijo de Dios34.
En este sentido se deben entender las
palabras de Pío XI: «La Iglesia no evangeliza civilizando, sino que
civiliza evangelizando»35.
La Iglesia no podrá prestar su servicio
propio y específico al hombre y a la humanidad, no podrá ayudar
eficazmente a la liberación de todas las formas de servidumbre que
encadenan a millones de seres humanos en nuestro tiempo si reduce su
misión a las dimensiones de un proyecto puramente temporal
–económico, social, político, cultural– con perspectivas
exclusivamente antropocéntricas, sino que debe presentarse como
«sujeto social de la responsabilidad de la verdad divina»
(Encíclica Redemptor Hominis,
19, 1), considerando que «el sentido de responsabilidad por la
verdad es uno de los puntos fundamentales del encuentro de la Iglesia
con cada hombre, y es igualmente una de las exigencias fundamentales
que determinan la vocación del hombre en la comunidad de la
Iglesia»36.
«La Iglesia de nuestros tiempos –como
nos exhorta Su Santidad Juan Pablo II– guiada por el sentido de
responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a su
propia naturaleza, a la cual toca la misión profética que procede
de Cristo mismo: Como me envió
mi Padre, así os envío yo… Recibid el Espíritu Santo
(Jn 20, 21 ss)»37.
Hay un equívoco entre la legítima
secularidad, tal como la
proclamó el Concilio Vaticano II38,
y el secularismo radical
de ciertas tendencias culturales, sociales y políticas de nuestro
tiempo, que incluso ha penetrado con ciertas matizaciones y
adaptaciones en teólogos y pensadores de confesiones cristianas, no
católicas, y también en algunos teólogos y pastoralistas
católicos39.
El tema es profundo y complejo y no
podemos abordarlo en estos momentos en toda su dimensión; pero sí
quisiéramos destacar que el «secularismo», en el fondo, constituye
una negación, más o menos radical, del Reino de Cristo, y
constituye uno de los intentos con que, a lo largo de la historia del
mundo, los hombres han pretendido construir la ciudad terrestre
frente a la Ciudad de Dios.
Hoy estamos asistiendo al intento
consciente y sistemático de sustraer todas las esferas de la vida
humana, hasta el núcleo más íntimo de la conciencia personal, de
la influencia de Dios, de tal forma que la existencia del hombre
sobre la tierra se desarrollase como si Dios no existiera.
Es cierto que algunas formas de
secularismo actual son reformulaciones del liberalismo decimonónico,
presentadas con argumentos más sutiles y sofisticados, que sólo
pretenden eliminar la influencia de la religión y de la Iglesia de
esferas políticas, sociales y culturales públicas, pero no tratan
directamente de eliminar el influjo religioso de la esfera personal,
familiar y privada, como opción individual y libre, aunque confunden
el aspecto formal y jurídico de la «confesionalidad» del Estado
con la presencia de la Iglesia y de la religión en la vida social y
cultural.
Esta tendencia trata de separar la
influencia de la fe del ámbito de la civilización, y rechaza el
concepto de «civilización cristiana» y de «pueblo cristiano»,
porque parte de la concepción de una autonomía total de las
realidades temporales respecto de la Iglesia. Lo más grave de esta
tendencia es que es compartida por eclesiásticos y seglares
católicos y que sirve de criterio de orientación pastoral en
ciertos sectores eclesiales.
Para los partidarios de esta separación
no tiene sentido que los Pastores de la Iglesia se pronuncien sobre
los problemas morales y religiosos que implican las opciones sociales
y políticas, sosteniendo que se trata de cuestiones ajenas a la
competencia de la Iglesia y que es a la conciencia de los ciudadanos
a la que corresponde la decisión exclusiva.
Esta reacción la pude experimentar hace
pocos meses –permitidme esta referencia personal– con motivo de
la nota pastoral que publiqué «Ante el Referéndum de la
Constitución», el 28 de noviembre del año pasado, tratando de dar
cumplimiento a mi deber de obispo de la Iglesia de Dios de responder
a las consultas de mis fieles diocesanos, desde una perspectiva
puramente moral y religiosa
(N.
del E. Véase el documento en
el volumen El valor de lo
Sagrado, volumen 1 de las
Obras del Cardenal Marcelo
González Martín, Toledo
1986).
La Iglesia, ciertamente, en cuanto
comunidad de fieles en comunión con sus Pastores, no debe hacer
política en sentido técnico, sino que debe mantenerse por encima de
las ideologías, de los sistemas, de las opiniones, de los partidos y
de las opciones temporales, pero no puede ni debe –salvo criterios
de prudencia pastoral– dejar de predicar y de enseñar
–principalmente a través de sus obispos– al pueblo que le ha
sido encomendado, la fe que ha de ser creída y la moral que ha de
ser practicada, no sólo en pura doctrina, sino también en sus
aplicaciones a circunstancias concretas.
La libertad de los fieles católicos se
refiere a cuestiones opinables en doctrina o en problemas prácticos,
en sus soluciones concretas, cuando pueden admitirse diversas
opciones; pero, en ningún caso, les es lícito prescindir de la
doctrina cierta del Magisterio de la Iglesia40.
Algunos opinan –y especialmente en
España– que, teniendo en cuenta la libertad religiosa y el
pluralismo de la sociedad moderna, las iglesias y confesiones
religiosas y, sobre todo, la Iglesia Católica, no tienen que tratar
de exponer públicamente criterios sobre los problemas sociales.
Y precisamente la propia declaración
conciliar Dignitatis Humanae
sobre la libertad religiosa, enseña que forma parte de la misma «el
que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente
el valor de su doctrina, para
la ordenación de la sociedad
y para la vitalización de toda la actividad humana»41.
La misión de la Iglesia, en el campo
del Magisterio, no se reduce exclusivamente al ámbito de las
verdades de la fe y a las normas morales conocidas por la Revelación,
sino, como se ha repetido tantas veces en los documentos de dicho
Magisterio, en los tiempos modernos, y como se ha venido aceptando en
la praxis pastoral de la Iglesia, desde sus orígenes, «Jesucristo,
al comunicar a Pedro y a los apóstoles su autoridad divina y al
enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los
constituían en custodios y en intérpretes de toda la moral, es
decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural,
expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es
igualmente necesario para salvarse»42.
La vida social y política, y la vida
humana en general, presentan problemas y cuestiones que atañen al
orden moral, al orden de la rectitud de las actuaciones libres de los
hombres en relación con la Ley divina –con independencia del credo
religioso que profesan los ciudadanos–, y esas cuestiones entran
dentro de la misión de la Iglesia: derechos humanos, fundamento del
poder, límites de su ejercicio, familia y matrimonio, riqueza y
pobreza, etcétera.
La autonomía e independencia del Estado
y de la sociedad civil respecto de la Iglesia no es, ni puede ser,
independencia respecto de Dios, como sostuvo el liberalismo doctrinal
del siglo pasado –inspirado en la filosofía de la Ilustración–
y sostiene el secularismo de nuestro tiempo.
Es cierto que la Iglesia no tiene
autoridad directa sobre la sociedad política, ni sobre los
ciudadanos que no aceptan la fe católica, pero tiene autoridad sobre
sus propios fieles y tiene la misión recibida de Dios y, por
consiguiente, la obligación de proclamar el Evangelio y la ley moral
a todas las gentes, y, por tanto, puede y debe hablar sobre todas las
cuestiones que afectan a la verdad y al bien.
Además, su sabiduría, acumulada en
siglos de historia, hace a la Iglesia «experta en humanidad», como
afirmó Su Santidad Pablo VI ante la Asamblea General de las Naciones
Unidas, y le dan autoridad moral para dirigirse a todos los hombres
de buena voluntad para promover la paz, los derechos de la persona
humana, la estabilidad de las familias, la justa distribución de la
riqueza, etcétera.
El hecho de que algunos principios o
normas de la ley natural hayan sido confirmados por la Revelación no
los convierte, como ahora se afirma, en principios o normas de «moral
confesional», y que, por tanto, no pueden ser urgidos en su
cumplimiento por las leyes civiles y promovidos por los ciudadanos o
por los legisladores católicos, ajustándose a los procedimientos de
un Estado democrático, y que los Pastores de la Iglesia no pueden
enseñarlos públicamente y –salvo razones de prudencia pastoral–
denunciar y señalar las infracciones.
La sociedad civil, para su pacífica
convivencia, necesita tener como fundamento un núcleo de verdades y
de principios de ley natural aceptados, básicamente, por todos los
ciudadanos.
Ni la «coexistencia en el error», ni
la mera «coexistencia en el temor» pueden constituir un fundamento
sólido para la convivencia social pacífica y para el desarrollo de
un Estado, ni de una comunidad de Estados.
Un pluralismo radical de opiniones sobre
los principios básicos de la vida social constituye un elemento
decisivo de desintegración y de descomposición social.
La sociedad secularista de nuestro
tiempo que concibe la voluntad de la mayoría del pueblo soberano
como criterio supremo y absoluto del bien y del mal, que puede
desvincular las leyes positivas del orden jurídico natural, atenta
directamente contra la soberanía de Dios y constituye una amenaza a
los derechos inviolables de la persona humana, sustituyendo la fuerza
vinculante del derecho, que tiene su fundamento en Dios, Legislador
Supremo, por el derecho de la fuerza del número o de las minorías
más poderosas. «El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano»43.
La Iglesia «debe ser consciente… de todo lo que se opone al
esfuerzo para que la vida humana sea cada vez más humana, para que
todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del
hombre»44.
La Iglesia, en sus pronunciamientos y
actuaciones en el orden social y político, se ve sometida a una
acción y reacción de signo contradictorio:
Por un lado, un sector de católicos y
de la propia sociedad quiere que se pronuncie opportune
et importune en defensa de
los pobres, de los oprimidos, de los trabajadores y de los
marginados, y que denuncie todas las infracciones que los Estados y
los grupos poderosos cometen contra esas clases o grupos más
débiles, y esa actuación creen que forma parte integrante, y aun
esencial, de la misión de la Iglesia, y que constituye un testimonio
evangélico; y otro sector de católicos, o de la propia sociedad,
consideran que esas intervenciones son injerencias de la Iglesia en
ámbitos que no le corresponden, y para los cuales no tiene misión,
ni competencia; y que se convierte en instrumento de la subversión
revolucionaria, perdiendo contenido sobrenatural y deslizándose
hacia una actuación temporalista y politizada.
Por otro lado, ciertos sectores
católicos le piden a la Iglesia que hable y actúe en defensa de los
grandes valores morales de la familia, que denuncie la pornografía y
el rebajamiento moral de los espectáculos, que se oponga a las leyes
divorcistas, a la legalización permisiva del aborto, a la difusión
de la droga, a la degradación moral de la juventud, a la laicización
de la enseñanza, etcétera; y frente a esta tendencia, otros
sectores católicos consideran que la Iglesia debe permanecer neutral
frente a esas luchas ideológicas, sin tratar de promover lo que
ellos llaman «fuerza religiosa», limitándose a la formación de la
conciencia de los fieles, sin pretender invadir el ámbito de la
sociedad civil, con actuaciones propias de épocas sacrales,
inadaptadas a la cultura secularizada de nuestro tiempo y que
configuran a la Iglesia como un poder enfrente o por encima del
Estado, sin el sentido de humanidad y pobreza de que nos dio ejemplo
Jesús en el Evangelio.
La solución de esta aparente antinomia
nos la dan los Papas y el propio Concilio Vaticano II.
Los dos aspectos forman parte integrante
del Mensaje del Evangelio, siempre que la Iglesia y los hombres de
Iglesia cuando actúen en nombre de ella, «utilicen los caminos y
medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas
cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza»45.
No se trata de que la Iglesia ponga su
esperanza «en privilegios dados por el poder civil; más aún,
renunciará al ejercicio de ciertos derechos legítimamente
adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empeñar la pureza
de su testimonio, o las nuevas condiciones de vida exijan otra
disposición», nos enseña el Concilio46.
Pero añade a continuación: «Es de justicia que pueda la Iglesia en
todo momento y en todas partes predicar la fe con auténtica
libertad, enseñar su doctrina social, ejercer su misión entre los
hombres sin traba alguna y dar
su juicio moral, incluso
sobre materias referentes al orden político, cuando
lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de
las almas, utilizando todos y sólo aquellos medios que sean
conformes al Evangelio y al
bien de todos, según la diversidad de tiempos y de situaciones»47.
Hemos de aceptar que, en otras épocas,
no siempre se formuló la doctrina de la distinción de esferas y de
la legítima autonomía de lo temporal con suficiente precisión, y
que se dieron situaciones confusas que no soslayaron el peligro de la
«hierocracia» o «eclesiocracia»; pero como afirma el P. Congar,
O.P., «los historiadores más recientes han demostrado (se refiere a
la reforma gregoriana del siglo XI, en que culminó la lucha entre el
Pontificado y el Imperio) que esta ambición no era una ambición
temporal de ‘‘dominio mundial” (Weltherrschaft), sino una
ambición sacerdotal y espiritual de realizar en grado sumo la
sujeción de toda la vida al reino de Dios»48.
En este orden de cosas creemos que se
deben evitar tres clases de errores o desviaciones:
La espiritualidad desencarnada
que trata de restringir los efectos de la Redención y la Soberanía
de Cristo al ámbito invisible de las almas, y que se desentiende de
los problemas del orden temporal, bajo el pretexto de que van a
pasar como la figura de este
mundo (1Cor 7, 31).
El secularismo radical
–de que ya hemos hablado–, que exagera la autonomía de lo
temporal hasta el punto de considerar que «la realidad creada es
independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia
al Creador» (Gaudium et
Spes, 36, 3).
La negación de la autonomía
relativa de las realidades temporales,
considerándolas exclusivamente como medios e instrumentos para el
desarrollo de la vida sobrenatural hasta el punto de identificar
plenamente el mundo con el Reino de Dios (Maritain llama a este
error «teocratismo clerical» o «hierocratismo», en su conocido
libro Humanismo integral)49.
El Papa Juan Pablo II –siguiendo al
Concilio Vaticano II y a Pablo VI– nos está dando un magnífico
testimonio de equilibrio e integración de posturas en la
proclamación del Mensaje de Salvación de Jesucristo y su proyección
sobre las realidades temporales, evitando tanto la «espiritualidad
desencarnada», como el «secularismo radical» y la «negación de
la autonomía relativa de las realidades temporales».
Queremos llamar especialmente la
atención sobre el discurso inaugural de la III Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano, el 28 de enero pasado, y su primera
Encíclica Redemptor Hominis,
en donde la proclamación de
la «Buena
Nueva» de Jesucristo y el
anuncio de su reino para los hombres de nuestro tiempo se expresan
con fórmulas profundas y equilibradas difícilmente superables, no
sólo en su expresión verbal, sino en la actitud que reflejan de
fidelidad a la fe de la Iglesia, de sensibilidad sobrenatural y
humana ante los problemas del hombre de hoy, de fortaleza cristiana
en las denuncias de las injusticias, y de caridad evangélica hacia
todas las clases, las razas y los pueblos de la tierra.
El sentido de la fe del pueblo cristiano
ha intuido rápida y certeramente la profundidad de la actitud
pastoral del nuevo Papa y ha reaccionado más allá de las
expectativas de los más optimistas. El pueblo de Dios escucha a los
pastores y a los profetas auténticos que le hablan en nombre del
Señor y le conducen y guían hacia Jesucristo.La realeza de
Jesucristo
y la devoción al Corazón de Jesús
En la teología católica, la devoción
al Corazón de Jesús se ha presentado unida a la Realeza de Cristo.
En el Congreso teológico-pastoral sobre
el Corazón de Jesús, no podemos dejar de decir unas palabras sobre
la vinculación estrecha entre ambos conceptos.
El Papa León XIII, que, en las
postrimerías del siglo pasado, hace ochenta años, ordenó la
consagración del mundo al Corazón de Jesús, en su magnífica
Encíclica Annum Sacrum,
de 20 de mayo de 1899, al exponer la fundamentación teológica de
dicha consagración, empleó los mismos argumentos que posteriormente
desarrolló Pío XI, al establecer la Fiesta de Cristo Rey, en la
Encíclica varias veces citada Quas
Primas50.
Además, la fórmula de la Consagración
al Sagrado Corazón de Jesús, publicada a continuación de la
Encíclica Annum Sacrum,
es una invocación a Cristo Rey. Y Pío XI, al instituir la Fiesta de
Cristo Rey en 1925, ordenó que al celebrar esta fiesta todos los
años en el último domingo de octubre, se renovase esta consagración
al Sagrado Corazón de Jesús, que San Pío X había ordenado que se
recitase en la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús (22-VIII-1906),
y en el mismo texto de la Encíclica relacionó la consagración de
las familias, de las ciudades y de los reinos al Corazón de Jesús,
e incluso del mismo género humano realizada bajo la inspiración de
León XIII, con la Realeza de Cristo51,
y Pío XII, en su primera Encíclica, Summi
Pontificatus, de 20 de
octubre de 1939, después de evocar la consagración del mundo al
Corazón de Jesús, cuyo cuarenta aniversario se celebraba aquel año,
y que, en su celebración, coincidió con su primer año de
sacerdocio, añadió estas palabras: «De la difusión y del arraigo
del culto al Divino Corazón del Redentor, que encontró su
espléndida corona no sólo en la consagración del género humano al
declinar del pasado siglo, sino aun en la introducción de la fiesta
de la Realeza de Cristo por nuestro inmediato predecesor de feliz
memoria, han brotado inefables bienes para un sinnúmero de almas: un
impetuoso río alegra la ciudad de Dios (Sal
45, 5)».
Y en su Encíclica Haurietis
Aquas, de 15 de mayo de 1956,
que fue como el testamento espiritual de este gran Pontífice,
dedicada a la devoción al Corazón de Jesús, manifestó lo
siguiente: «Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del
nombre de cristianos y combaten activamente por establecer el Reino
de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de
Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz»52.
Si el Reino de Jesucristo es un Reino de
amor, que sólo quiere hombres y pueblos que acepten su soberanía
como un vasallaje de gratitud y de correspondencia de amor a su
Redentor, se comprende fácilmente su interna vinculación con una
devoción que consiste en «el culto al amor con que Dios nos amó
por medio de Jesucristo», y en cuyo Corazón «podemos considerar no
sólo un símbolo, sino también como un compendio de todo el
misterio de nuestra redención»53.
La Conferencia Episcopal de la Iglesia
de España, con motivo de la celebración del cincuentenario de la
consagración de España al Corazón de Jesús –mayo 1969–,
publicó una exhortación colectiva, explicando el sentido teológico
de la consagración pública de los pueblos al Corazón de Cristo, e
invitando a los fieles católicos a Su renovación. En este magnífico
documento, promulgado después del Concilio Vaticano II, y que
conserva, en nuestros días, toda su actualidad, se relaciona dicha
consagración al Corazón de Jesucristo con su Realeza, en los
siguientes términos: «La consagración es un acto de fe en la
soberanía de Jesucristo, de aceptación de la misma y de confianza
en su amor. Cristo, sentado a la derecha del Padre, triunfador del
pecado y de la muerte, ha sido constituido Señor del Universo (Ef 1,
22). Los hombres y los pueblos le debemos adoración, como criaturas
de Dios y como redimidos por la Sangre del Cordero (Ap 1, 5). Preciso
es que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies; el
último enemigo destruido será la muerte (1Cor 15, 26).
Sometiéndonos a Él contribuimos a que se extienda su Reino, es
decir, a que resplandezca su amor sobre los hombres, para que viendo
nuestras obras, glorifiquen al Padre. Le suplicamos que todos los
hombres reconozcan su señorío, para que venga a nuestro mundo su
Reino de amor, de justicia y de paz»54.
En el Santuario de la Gran Promesa del
Corazón de Jesús de esta ciudad de Valladolid, se puede ver una
plasmación monumental y artística de esta relación íntima entre
la Realeza de Cristo y el Corazón de Jesús: una de las capillas
laterales está dedicada a Cristo Rey, cuya imagen, con expresión de
serena y humilde majestad, aparece sentado en su trono, respaldado
por la cruz, signo de nuestra Redención, con su mano izquierda
sujetando el volumen como Legislador, y con la derecha bendiciendo
con amor.
El Corazón de Jesucristo –según la
bella expresión del P. Mateo Crawley, Apóstol de la Consagración
de las Familias–, es un «Rey de Amor».Proyección del
Reino de Cristo
sobre la realidad de nuestra patria
No puedo terminar este discurso, ya
bastante prolongado, aun a riesgo de abusar más de vuestra atención,
sin hacer algunas consideraciones sobre la realidad actual de nuestra
patria, en relación con el Reino de Cristo, para ser fiel a la
orientación de este Congreso, que estamos clausurando en su
proyección teológico-pastoral.
Considero que el proceso de
«secularismo» –que ataca directamente a la Realeza de Cristo– y
al que he aludido repetidas veces a lo largo de mi exposición,
presenta en nuestra patria caracteres graves que urge analizar,
adquirir conciencia de ellos y situarlos en una visión de conjunto,
con sentido dinámico y prospectivo, antes de proponer las medidas
pastorales adecuadas para su remedio y solución.
Habría que partir de la constatación
del ritmo acelerado y
repentino –por lo menos en
sus manifestaciones más visibles– con que se ha presentado entre
nosotros dicho proceso de secularización.
Parece que en un decenio escaso ha
cambiado radicalmente la fisonomía del catolicismo español. No
pretendo afirmar que todos los cambios hayan sido negativos, ni mucho
menos; hay muchos valores y realidades que permanecen ocultos y
muchas reservas morales y espirituales en nuestro pueblo cristiano,
como he tenido ocasión de señalar recientemente. Podríamos afirmar
de la Iglesia en España –con las salvedades necesarias– lo que
Juan Pablo II dice en su primera Encíclica Redemptor
Hominis, refiriéndose a la
Iglesia universal en la etapa posconciliar: «No está ciertamente
exenta de dificultades y de tensiones internas. Pero, al mismo
tiempo, se siente interiormente más inmunizada contra los excesos
del autocriticismo: se podría decir que es más crítica frente a
las diversas críticas desconsideradas, que es más resistente
respecto a las variadas “novedades”, más madura en el espíritu
de discernimiento, más idónea para extraer de su perenne tesoro
cosas nuevas y cosas viejas
(Mt 13, 52), más centrada en el propio misterio y, gracias a todo
esto, más disponible para la misión de salvación de todos: Dios
quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de
la verdad (Tim 2, 4)» (Encl.
Redemptor Hominis,
núm. 4, 2).
Pero, con todo, hemos de reconocer
también los estragos que han producido en nuestro pueblo, de fe
sencilla y tradicional, ciertos radicalismos pastorales y ciertos
permisivismos morales; así como la difusión imprudente e
inconsiderada de nuevos planteamientos teológicos –no siempre
fieles a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia–, bajo el
pretexto de adaptación de las verdades de la fe católica al
lenguaje y a la mentalidad de nuestro tiempo.
Como ha advertido enérgicamente Juan
Pablo II, dirigiéndose a los Obispos del continente latinoamericano,
reunidos en Puebla, en su III Conferencia General, «¿cómo podría
haber una auténtica evangelización si faltase un acatamiento pronto
y sincero al sagrado Magisterio con la clara conciencia de que,
sometiéndose a él, el Pueblo de Dios no acepta una palabra de
hombres, sino la verdadera Palabra de Dios? (cf. 1Ts 2, 13; Lumen
Gentium, 12). Hay que tener
en cuenta la importancia “objetiva” de este Magisterio y también
defenderlo de las insidias que, en estos tiempos, aquí y allá, se
tienen contra algunas verdades firmes de nuestra fe católica»55.
Nada valen, por tanto, los fáciles
recursos de escudarse en interpretaciones unilaterales, cuando no
desviadas, de los documentos del Concilio Vaticano II, o en las
exigencias del aggiornamento
pastoral para cambiar el
contenido esencial de las verdades de la fe. Las enseñanzas del
Concilio Vaticano II tienen que ser interpretadas a la luz de la
Tradición de la Iglesia y de las fórmulas dogmáticas de los
Concilios anteriores –en especial del Concilio Vaticano I–, como
afirmó Juan Pablo II, en su primer Mensaje al Mundo, el 17 de
octubre pasado.
El Papa Pablo VI –como tuve ocasión
de recordar en mi discurso de clausura de la V Semana de Estudios y
Coloquios sobre problemas teológicos actuales, celebrada en Toledo,
del 28 de agosto al 2 de septiembre de 1972,
llamó la atención repetidas
veces a los Pastores y a los fieles sobre los peligros de una falsa
renovación. Valga una cita por todas: «Hay muchas cosas que pueden
ser corregidas o modificadas en la vida católica, muchas doctrinas
en las que puede profundizarse integradas y expuestas en términos
más comprensibles, muchas normas que pueden ser simplificadas y
mejor adaptadas a las necesidades de nuestro tiempo; pero dos cosas
no pueden ser sometidas a discusión: las verdades de la fe,
autorizadamente sancionadas por la Tradición y por el Magisterio
eclesiástico, y las leyes constitucionales de la Iglesia, con la
consiguiente obediencia al ministerio del gobierno pastoral que
Cristo ha establecido, y que la sabiduría de la Iglesia ha
desarrollado y extendido en los diversos miembros del Cuerpo místico
y visible de la Iglesia misma para guía y robustecimiento de la
multiforme trabazón del Pueblo de Dios. Por ello, renovación, sí;
cambio arbitrario, no; historia siempre viva y siempre nueva de la
Iglesia, sí; historicismo disolvente del compromiso dogmático
tradicional, no; integración teológica según las enseñanzas del
Concilio, sí; teología conforme a libres teorías subjetivas, a
menudo tomadas de fuentes adversarias, no; Iglesia abierta a la
caridad ecuménica, al diálogo responsable y al reconocimiento de lo
valores cristianos entre los hermanos separados, sí; irenismo
renunciante a los valores de la fe o bien proclive a identificarse
con ciertos principios negativos que han favorecido el
distanciamiento de hermanos cristianos del centro de la unidad de la
comunidad católica, no; libertad religiosa para todos en el ámbito
de la sociedad civil, sí; como también libertad de adhesión
personal a la religión según la elección meditada de la propia
conciencia, sí; libertad de conciencia como criterio de verdad
religiosa no corroborada por la autenticidad de una enseñanza seria
y autorizada, no»56.
Parece que se ha difundido en ciertos
medios eclesiales una especie –permitidme la expresión– «de
alergia» contra todo lo que significa «pueblo católico»,
catolicismo de masas, piedad popular, tradición católica de nuestra
historia y de nuestra cultura.
Se ha sido muy eficaz en destruir y
demoler rápidamente ciertas formas de piedad popular, ciertas
costumbres de nuestro pueblo, sin tener en cuenta que dejábamos
indefensos a nuestros fieles sencillos, frente a las nuevas
tendencias secularistas y frente al vacío de Dios, desolador y
helador, de determinadas corrientes de la cultura moderna.
Así han desaparecido en muchas partes
la devoción de los primeros viernes, el rezo colectivo del Santo
Rosario, la celebración de las Flores de Mayo, las romerías y
peregrinaciones tradicionales a santuarios, las misiones populares,
la procesión del Corpus, etcétera.
Es cierto que algunas formas de
religiosidad popular tienen sus límites y están expuestas a
deformaciones; pero, precisamente, la labor de los Pastores consiste
en orientarlas rectamente mediante una pedagogía de evangelización.
La exhortación apostólica Evangelii
Nuntiandi, de Pablo VI –a
la que se ha referido con tanto elogio y en repetidas ocasiones Juan
Pablo II– contiene oportunas consideraciones pastorales sobre la
piedad popular, recogiendo los criterios expuestos en el Sínodo de
1974 sobre la evangelización.
La más elemental experiencia pastoral
pone de relieve que no basta –y la Iglesia en su acción
evangelizadora lo demuestra– la conversión interior de las
conciencias, sino que hace falta, además, para asegurar la
perseverancia de esa conversión personal, no sólo la implantación
de la Iglesia como sociedad visible, con su sacerdocio, sus
sacramentos, sus instituciones, sino que es preciso evangelizar
también las culturas de los pueblos, insertar los valores cristianos
en el seno de las civilizaciones, o, como nos dice el Concilio
Vaticano II, «impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el
espíritu evangélico» o «…llenar de espíritu cristiano el
pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la
comunidad…»57.
El Cardenal Daniélou distinguió muy
bien entre la noción de «Pueblo de Dios», que es una noción
teológica, hasta el punto de que, aun cuando no existiesen en el
mundo más que algunos centenares de fieles, el «Pueblo de Dios»
seguiría existiendo; y la noción de «pueblo cristiano», nosotros
diríamos «pueblo o nación católica», en cuanto que el conjunto
–o la mayor parte– de los ciudadanos de una nación fuesen fieles
bautizados en el seno de la Iglesia, y en cuanto que el catolicismo
hubiese penetrado en sus tradiciones, en sus instituciones, en su
cultura, en sus costumbres, etc. Se trata, por tanto, en este último
caso, de una noción socio-histórica, socio-cultural. Es decir, de
una cuestión de hecho.
Se exalta hoy mucho el «pluralismo»,
casi como un ideal, sin distinguir entre el respeto
a la libertad religiosa y de
conciencia, que puede ser compatible con la unidad religiosa de un
pueblo –aunque en las circunstancias históricas actuales sea muy
difícil por la comunicación e intercambio de culturas entre las
diversas naciones– y un pluralismo
radical, incluso
conscientemente promovido, que se manifiesta aun en los criterios
fundamentales de la convivencia social, que hace muy difícil la paz
ciudadana y la armonía en la sociedad.
El pluralismo sobre cuestiones
fundamentales no favorece la vida social y es una consecuencia del
pecado y de la imperfección humana. Y, en este sentido, siempre será
un ideal –aunque pueda ser inasequible en las circunstancias
actuales– la libre aceptación por la mayoría de un pueblo –como
recoge el Concilio Vaticano II en su Decl. Dignitatis
Humanae– del «deber moral
de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y
la única Iglesia de Cristo»58.
Por esta razón, Pablo VI, en su discurso al Colegio Español, en
vísperas de la clausura del Concilio, en presencia de todo el
Episcopado de nuestra patria, nos exhortaba a encauzar nuestra unidad
religiosa «hacia un dinamismo
más profundo, para
convertirla en un foco más luminoso de irradiación evangélica»59.
El Episcopado español, en su
Declaración Colectiva al final del Concilio, afirmó que la libertad
religiosa «no se opone… a la unidad religiosa de la nación» y
que los dos Papas del Concilio –Juan XXIII y Pablo VI «nos han
recordado a nosotros, los españoles, que la unidad católica es un
tesoro que hemos de conservar con amor»60.
La Iglesia en Polonia, que, por razón
de la elevación al supremo pontificado de uno de sus más preclaros
hijos –Juan Pablo II–, se presenta en estos momentos como la
ciudad «levantada sobre el monte», nos pone de relieve la
importancia de la conservación de la «unidad católica», incluso
para la supervivencia en la historia como tal nación.
Es una utopía pretender que si la
cultura, las instituciones y la política se secularizan
radicalmente, se podrá mantener viva la fe de la mayoría del
pueblo. Es muy fácil teorizar sobre la desmitificación, sobre la
purificación de la fe, y sobre los defectos del llamado «catolicismo
sociológico», sobre los aspectos positivos del fenómeno de la
secularización, sobre las virtudes de los cristianos de «élite»;
pero en la práctica el peligro que se nos presenta es el de una
civilización en la que Dios esté ausente, cerrada totalmente en la
inmanencia de valores puramente humanos, que haría muy difícil el
desarrollo de la vida religiosa de los fíeles sencillos.
Hemos pasado del «triunfalismo» de
otros tiempos al derrotismo y al abandono de los que aceptan, sin
reacción, que la cultura culmine su giro antropocéntrico hacia un
humanismo ateo, ya explícitamente –como el ateísmo marxista–,
ya prácticamente como se presenta en ciertas formas de la sociedad
occidental posindustrial.
«En el fondo –como afirmó
certeramente el Cardenal Daniélou– el gran problema de la Iglesia
es hoy –como fue el gran problema del Concilio– el que, sin
destruir nada de lo que constituye los valores de la tradición
cristiana, la Iglesia sepa adaptarse a condiciones nuevas de vida, de
modo que pueda continuar desarrollándose. Y esto no es, en modo
alguno, imposible. Una vez más, sería una solución demasiado fácil
decir: es inevitable que mañana la masa de los hombres se vuelva
atea y que no haya ya pueblo cristiano; y como consecuencia de esa
afirmación cruzarse de brazos. Quizá llegue una situación en que
no haya pueblos cristianos; pero es posible, si ello llega, que sea
porque nosotros no hayamos cumplido con nuestro deber y luchado por
mantener y desarrollar esos pueblos cristianos que hemos heredado»61.
Pero no podemos permanecer inertes, y
mucho menos dedicarnos a lamentaciones estériles por un pasado que
ya no está en nuestras manos. Urge ponernos a la acción con la
seguridad de la esperanza cristiana, con el impulso del amor, con la
confianza en las promesas de Jesucristo que atraviesan los siglos de
la historia: tened confianza,
Yo he vencido al mundo (Jn
16, 33).
Hay que empezar de nuevo, sobre la base
de una intensa labor de evangelización y de catequesis –en todos
los niveles–, siguiendo las líneas pastorales señaladas por Juan
Pablo II; urge desarrollar una labor profunda de pastoral familiar y
social, y de promoción de vocaciones consagradas; hace falta renovar
y restaurar las asociaciones de apostolado seglar, con nuevas formas,
pero adaptando los métodos siempre válidos a las nuevas
circunstancias; es indispensable, sobre todo, que los fieles vivan en
comunión con sus Pastores, en especial con el Vicario de Cristo, en
testimonio de caridad fraterna, con todos y hacia todos, presentando
al mundo el signo de unidad, según el deseo supremo del Testamento
de Jesús (Jn 17, 21 )62.
Las circunstancias actuales nos exigen a
los fieles católicos una entrega completa a Dios, elegido como «lo
único» de nuestra vida, y a nuestros hermanos por amor a Él. El
Concilio –como afirmó el Padre Lombardi– exige una «movilización
de santos».
El Papa Juan Pablo II, en su Encíclica
Redemptor Hominis,
se plantea la cuestión de qué hay que hacer, en las proximidades
del final del segundó milenio de la era cristiana. Y contesta a su
pregunta con estas sublimes palabras, que son el resumen de lo que he
pretendido exponer a lo largo de este discurso de clausura del
Congreso Teológico–Pastoral sobre el Corazón de Jesús: «Se
impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única
orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento,
de la voluntad y del corazón es para nosotros ésa: hacia Cristo,
Redentor nuestro, hacia Cristo Redentor del hombre. Queremos mirarle
a Él, porque sólo en Él, Hijo de Dios, está la salvación,
renovando la confesión de Pedro: Señor,
¿a Quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna»63.
Pidamos a la Santísima Virgen, Madre de
Cristo y Madre de la Iglesia, que nos introduzca en el Misterio del
Corazón de Jesucristo. Y terminemos con aquella invocación tan
querida de la Iglesia primitiva –y con la que el Apóstol Juan
terminó el libro del Apocalipsis–, como una súplica ardiente por
la venida de su Reino entre nosotros:
Maranathá.
¡Ven, Señor Jesús!
(Ap 22, 20).
1
Véase el libro del P.
José Eugenio de Uriarte, S.J.: Principios
del Reinado del Corazón de Jesús en España,
Bilbao 1972, especialmente pp. 61 y 62.
2
Tomada del Evangelio de San Lucas, 1,
33.
3
Véase O. Cullman,
Les premieres
confessions de foi chrétienne,
citado por el P. Y. M. Congar,
O.P., en
Jesucristo, Barcelona 1966,
145 (nota 1). Véase asimismo Actas
de los Mártires, texto
bilingüe, por D. Ruiz Bueno, BAC 75, Madrid 1968, 943.
4
Véase Iglesia
y Secularización, por J.
Daniélou
y C. Pozo,
BAC Minor 23, Madrid 1971; y Los
movimientos teológicos secularizantes,
por varios autores, BAC Minor 31, Madrid 1973.
5
Véase el texto de la encíclica, en su
traducción al español, Colección
de Encíclicas y Documentos Pontificios,
Acción Católica Española, 4.a ed., Madrid 1955, 113, número 11.
6
Ibíd., núm. 12.
7
Véase la Const. pastoral Gaudium
et Spes, 36.
8
Véase la Decl. Dignitatis
humanae, 1 y 2.
9
Véanse, entre otros. Radical Theology and the
Death of God, de Altízer
y Hamilton,
trad, española. Nopal
1966; The secular city.
Secularization and urbanization in theological perspective,
por Harvey
Cox, New York, traducción
española, Barcelona 1968; la conocida obra del Obispo anglicano
Robinson;
Honest to God, editada
en español por Ariel, Barcelona 1969; La muerte
de Dios. La cultura de nuestra era poscristiana
por G. Vahanian,
Barcelona 1968.
10
Véase el himno Crudelis
Herodes, in off. Epiph.,
cit. por Pío XI en la Encl. Quas
Primas, núm. 15.
11
Véase la citada Declaración, núm. 4.
12
Véase Card. Journet,
L’Eglise du Verbe Incarné. Essai
de Théologie de l’Histoire du Salut,
Ed. Descléee de Brouwer
1969, 264.
13
Véase la obra antes citada del
Cardenal
Journet, p. 639s. Y
también el libro antes citado del P. Yves
M. Congar,
O.P Jesucristo,
Nuestro Mediador, Nuestro Señor,
143s.
14
Merece destacarse la observación que
hace un teólogo moderno de que «el título de Rey aparece en el
Nuevo Testamento casi exclusivamente en el contexto de la pasión».
Manuel
M. González
Gil, Cristo, el
Misterio de Dios. Cristología y Soteriología,
BAC 381, Madrid 1976, vol. II, 448.
15
San
AgustIn, De
Civ. Dei, XVIII, 51,2: BAC
172, 529; PL 41, 614.
16
Const. Lumen
Gentium, 48, 1.
17
Ibíd.,
48, 3.
18
Véase Obras
de San Agustín, vol. XVII.
La Ciudad de Dios,
edición preparada por S. Santamarta y M. Fuertes, O.S.A., BAC 172,
Madrid 1978, p. 137 (lib. XIV, capítulo 28).
19
Véase La
Ciudad de Dios, ed. cit.
vol. II, BAC 172, 216 (lib. XV, cap. 26).
20
Const. past. Gaudium
et Spes, 2, 1: Es evidente
que la palabra «mundo», en la Sagrada Escritura y en la tradición
cristiana, tiene también un sentido peyorativo, que se confunde con
el dominio de Satanás. Así, en el Evangelio de San Juan 17, 14. 15
y 25; en la primera Epístola de San Juan 2, 15-17; 4, 5; 5, 19.
21
Véase obra citada en la nota 12, p. 70
s.
22
Véase
Gaudium et Spes,
36.
23
Véase Y. M. Congar,
obra citada en la nota
13, p. 174.
24
Ibíd., p. 174, nota 61.
25
Véase el discurso de 20 de febrero de
1946, a los nuevos Cardenales; y el discurso de 7 de septiembre de
1955, al X Congreso Internacional de Ciencias Históricas, en
Colección de Encíclicas y
Documentos Pontificios, 7ª
ed., Acción Católica Española, Madrid 1967, tomo I, 220-227 y
528-535, respectivamente.
26
Véase Const. pastoral Gaudium
et Spes, 42, 2.
27
Ibíd.
28
Ibíd.
29
Véase Decreto Apostolicam
Actuositatem, 5.
30
Const. pastoral Gaudium
et Spes, 13.
31
Véanse Const. Lumen
Gentium, 36; Prefacio de la
Misa de Cristo Rey, y Encíclica Redemptor
Hominis, 16.
32
Véase Encl. Mystici
Corporis Christi, de S.S.
Pío
XII, de 29 de junio de 1943.
33
Const. past. Gaudium
et Spes, 39.
34
Véanse Evangelii
nuntiandi (núm. 22), de
Pablo
VI, 8 diciembre 1975, y
discurso de Juan
Pablo II, en la
inauguración de la III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano, 28 enero 1979 (1, 2).
35
Palabras cit. por Y. M. Congar,
O.P. en la obra.
Jesucristo, 161. Véase nota
13.
36
Encl. Redemptor
Hominis, núm. 19, 6.
37
Ibíd., núm. 19, 7.
38
Const. past. Gaudium
et Spes, 36.
39
Existen libros publicados en español o
traducidos de idiomas extranjeros en donde se recogen con claridad y
abundante información los movimientos secularizantes o
secularizadores. Véanse, entre otros: Iglesia
y Secularización, Daniélou,
Pozo y varios autores,
BAC Minor 23,1971; Los
movimientos teológicos secularizantes,
por Aldama
y varios, BAC Minor 31,
Madrid 1973; La aventura de
la teología progresista,
por Cornelio
Fabro, Ed. Eunsa,
Pamplona 1976; Lecciones
sobre ateísmo contemporáneo, por
Mons.
José Guerra Campos, Ed.
«Fe Católica», Madrid 1978. Algunos teólogos de la «teología
de la liberación» incurren también en formas secularistas en sus
planteamientos doctrinales y pastorales.
40
Véanse Const. Lumen Gentium, 25; 37, 2;
Decl. Apostolicam Actuosltatem,
24, 7; 31, b; y Const. past. Gaudium
et Spes, 42 y 43.
41
Decl.
Dignitatis Humanae,
4, 5.
42
Encl. Humanae
Vitae, 4, 2.
43
Véase Const. past. Gaudium
et Spes, 76, 4.
44
Encl. Redemptor
Hominis,
14,3.
45
Véase Const. past. Gaudium
et Spes, 76, 4.
46
Ibíd.
47
Cf. Const. past. Gaudium et
Spes, 76, 5.
48
Cf. la obra cit. del P. Congar,
Jesucristo,
184.
49
Véase sobre este tema la Ponencia
presentada en la III Semana de Teología Espiritual de Toledo, La
espiritualidad del laico en un mundo secularizado y la reforma de la
Iglesia, 202ss., en
Espiritualidad para un tiempo de renovación,
Centro de Teología Espiritual, Madrid 1978.
50
Véase el texto en español de ambas
Encíclicas, con introducciones y comentarios, en Al
Reino de Cristo por la devoción a su Sagrado Corazón.
Documentos Pontificios, por el P. H. Marín,
S.J., Publicaciones
Cristiandad, Barcelona 1949, 33-58 y 138-171.
51
Véase el texto en español de la
Encíclica en la ed. citada en la nota anterior.
52
Cf. texto en español de la Encíclica
en la edición de «El Mensajero del Corazón de Jesús», Bilbao
1956, 82.
53
Ibíd., 72 y 58.
54
Cf.
Documentos colectivos del
Episcopado español:
1870-1974,
edición preparada por JESUS
Iribarren,
BAC 355, Madrid 1974,
439-440.
55
Juan
Pablo II, Mensaje
a la Iglesia y al mundo,
17 de octubre de 1978, en
Mensaje a la Iglesia de
Latinoamérica, Madrid
1979, BAC Minor 52, 81-114.
56
Pablo
VI, Homilía
del 25 de abril de 1968.
57
Cf.
Apostolicam Actuositatem,
5 y 13, 1.
58
Cf. Decl. Dignitatis
Humanae, 1 y 3.
59
Cit. en la Declaración
Colectiva del Episcopado Español,
fechada en Roma el 8-XII-1965, sobre el Concilio Vaticano II, y
publicada en Documentos
Colectivos del Episcopado Español, 1870-1974,
ed. cit. 369, núm. 29.
60
Ibíd., 366, núm. 22.
61
Véase la obra citada en la nota 39,
Iglesia y secularización,
41.
62
Cf. Const. past. Gaudium
et Spes, 21, 5.
63
Redemptor Hominis,
7, 1.