La reconciliación y la penitencia a la luz del Sagrado Corazón de Jesús

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La reconciliación y la penitencia a la luz del Sagrado Corazón de Jesús

Artículo publicado en la revista Tierra nueva, 51 (1984), pp.77-84.

El tema presente es extremadamente amplio; pero, sin duda, de gran actualidad.

Es amplio, ciertamente, porque abarca los puntos más vitales e íntimos de la misión de Cristo, y, por consiguiente, toca lo más profundo de la existencia cristiana.

La reconciliación, en efecto, es aquello que resume en una sola palabra toda la obra salvífica de Cristo, el único Salvador del mundo y de las cosas. Porque, como nos enseña San Pablo, “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2Cor 5, 19). Y si para algo fundó su Iglesia, fue para confiarle el ministerio de reconciliación hasta el final de los tiempos: “Dios mismo nos reconcilió por medio de Cristo y nos confió el ministerio de reconciliación… y puso en nuestras manos la palabra de reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros” (ib. 18-20).

San Pablo nos muestra en este corto párrafo de la segunda carta a los fieles de Corinto, una visión grandiosa de la obra de Cristo y de la Iglesia. Mirada en su conjunto, puede definirse como un gran misterio de reconciliación. Una reconciliación que no sólo abarca al hombre histórico concreto, sino que se extiende hasta la renovación del mundo y de las cosas: “Y plugo al Padre que en Él habitase toda la plenitud, y por Él reconciliar consigo, pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo” (Col 1, 19-20); Él (Cristo), que como Pablo ha dicho en el verso anterior “es la cabeza del cuerpo de la Iglesia, el principio, el primogénito de los muertos” (v. 18).

La verdad es que toda la obra de Cristo no es otra cosa sino el despliegue de una voluntad amorosa del Padre que crea en el mundo una nueva humanidad de hombres reconciliados con Dios por medio de la sangre de Cristo (Rm 5, 10; Col 1, 22). Y como Cristo es el instrumento excepcional y único del Padre para llevar a cabo la reconciliación del mundo, la Iglesia, que es su cuerpo, no tiene más objetivo en la tierra que el de prolongar esa obra de reconciliación y poder presentar ante Dios a esos hombres reconciliados, “santos e inmaculados e irreprensibles” (Col 1, 22).

No cabe duda de que el tema de la reconciliación es extraordinariamente amplio.

Pero es además de suma actualidad. Porque el tema de la reconciliación y de la penitencia, que son dos temas convergentes, hemos de iluminarlos con esa luz inefable que brota del Sagrado Corazón de Jesús. Esto quiere decir que esa realidad inmensa de la reconciliación que convierte a hombres muertos en resucitados con Cristo (2Cor 5, 14ss.; Col 3, 1), a extraños en familiares de Dios (Ef 2, 19), a esclavos en hijos (Gal 4, 7), hemos de verla a la luz de aquel amor infinito que “predestinó a los hombres para hacerlos conformes con la imagen de su Hijo” (Rm 8, 20) y de aquel amor humano, anidado en el corazón del Hombre-Dios, que “de tal manera nos amó que se entregó a la muerte por nosotros” (Ef 5, 2; Gal 2, 10).

Hay razones que la razón no entiende. Y el misterio de la reconciliación no es obra de la razón fría, sino de un amor que llega hasta la ternura infinita. Un amor así sólo podrá comprenderlo un hombre que tenga corazón. Y, por eso, es especialmente interesante este tema en los momentos actuales. Porque vivimos en un mundo que se está quedando sin corazón. Un mundo abandonado a la asfixia conceptual y matemática de su propio desarrollo eminentemente tecnológico, que acabará por producir hombres “robots”, incapaces de comprender la parte más misteriosa de su propio ser de hombres, realidad que escapa a los números o a las reacciones controlables en el laboratorio. El Papa Juan Pablo II se ha hecho eco de esta preocupación cuando, en su encíclica Dives in misericordia, escribía: “La mentalidad moderna, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de misericordia, y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado. Tal dominio, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia” (AAS 72 [1980] 1181).

Y he aquí que, frente a este racionalismo frío, que amenaza con destruir en el hombre la parte más misteriosa de su ser, el corazón, viene de nuevo la doctrina evangélica, como tantas veces lo ha hecho en la historia, en ayuda del hombre, que no quiere convertirse en un “robot”, desprovisto de calor humano, de afecto familiar, de ternura, de inspiración, de generosidad gratuita y de tantas y tantas cosas hermosas y bellas que nacen del corazón y que escapan a la pura racionalidad. Viene a descubrirle ese lugar íntimo en el que la criatura puede escuchar el murmullo de Dios, que le habla en el silencio de las cosas y le descubre que el hombre no es un producto del azar, sino una criatura de Dios, llamada a participar de la naturaleza divina y a vivir como hijo amante y amado, que tiene el derecho de llamar a Dios Padre, Padre querido; y que, como derivación de esta realidad inconmensurable, ha de considerar a todos los hombres como hermanos.

En este mundo sin corazón, Cristo es el corazón del mundo, que al hacer a los hombres hijos de Dios, los hace ya en el tiempo hermanos entre sí, y tiende a curar las heridas que han convertido el tiempo en un semillero de odios, de luchas, de injusticias, de desórdenes, de avaricias. Todo esto rebasa los límites de la pura racionalidad mecánica y nos introduce en el santuario del corazón de Dios, que “de tal manera amó al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito” (Jn 3, 16); y del Corazón de Jesús, que “nos amó y se entregó a la muerte por nosotros” (Rm 8, 37; Gal 2, 20; Ef 2, 4; 5, 2).

Por todo esto pensamos que el tema presente es de un interés particular en las circunstancias concretas de nuestro tiempo.

Haré unas breves consideraciones, primero, sobre la reconciliación; después, sobre la penitencia; y terminaré proyectando sobre estos dos puntos, o mejor dicho, captando en ellos la luz que brota del Corazón de Jesús y les da vida.

La reconciliación #

La reconciliación –dígase lo mismo de la penitencia– es un tema bíblico que no se agota en lo que hoy llamamos el sacramento de la penitencia o reconciliación. Yo quisiera tratarlo en su profunda dimensión bíblica; de este modo, el sacramento de la penitencia adquirirá una luz nueva, al integrarse en el todo, como una parte más de esa obra inefable de amor divino a los hombres que es la reconciliación.

a) El término reconciliar, o volver a la amistad primitiva, tiene un largo uso profano y bíblico. San Pablo lo emplea una sola vez para indicar la vuelta o reconciliación de la mujer con el marido del que se ha separado (cfr. 1Cor 7, 11). Mas, fuera de este caso, San Pablo es el único autor del Nuevo Testamento que emplea el término refiriéndolo siempre a las relaciones del hombre con Dios. Así en Rm 5, 10: “Hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo”; y en la carta a los fieles de Corinto: “Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo al mundo” (2Cor 5, 18-19).

b) Cuando Pablo hablaba de la reconciliación de la mujer con el marido, la iniciativa partía de parte de la mujer, que era la que se había apartado de él. En cambio, cuando se refiere a la reconciliación del hombre con Dios, aun cuando el hombre es el que se ha separado de Dios por el pecado, la iniciativa del encuentro recíproco parte siempre y necesariamente de Dios. Pablo describe al hombre a quien Dios va a reconciliar consigo, como “alienado y enemigo” (Col 1, 21-22); como “muerto por el pecado” (Ef 2, 1-5). Y un muerto es incapaz de toda iniciativa de salvación. Para no dejar lugar a duda de que la reconciliación es obra de Dios y no una acción nuestra, Pablo usa la voz pasiva: “Hemos sido reconciliados con Dios por la sangre de Cristo”, o simplemente habla de la reconciliación como de un don que hemos recibido de Dios: “Nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo… por quien hemos recibido la reconciliación” (Rm 5, 11). Es la misma idea que desarrolla San Juan mediante la alegoría de la vid: “Sin mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5).

c) San Pablo señala una segunda característica de la reconciliación. Y es que, siendo una nueva relación personal con Dios, no se mantiene, sin embargo, en la esfera de lo exterior al hombre, sino que consiste en una trasformación interior que lo convierte en una nueva criatura: “De suerte que el que es de Cristo se ha hecho una nueva criatura, y lo viejo pasó; se ha hecho nuevo. Mas todo esto viene de Dios que, por Cristo, nos ha reconciliado consigo” (2Cor 5, 17-18).

No es sólo que ha cambiado la actitud espiritual del hombre para con Dios. Es que ha cambiado todo el ser del hombre y se ha insertado de alguna manera en la misma vida de Dios, y “reconciliados, seremos salvos en su vida” (Rm 5, 10). Ha cambiado el mismo ser del hombre, hasta el punto de que el amor de Dios ha pasado a ser un constitutivo de su vida, ya que “el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones” (Rm 5 ,5). De ahí que el reconciliado “ya no es enemigo, no es impío, no es débil, no es pecador” (Rm 5, 6-8).

El amor de Dios es una realidad viva y activa en los reconciliados, mientras que los que no lo son, viven encerrados en sí mismos, con un horizonte que no va más allá de las exigencias de la carne. Y esta mutación, que podría también llamarse conversión, se ha operado por obra del Espíritu: “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu; si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros” (Rm 8, 8-9).

Permanece, sin duda, el hombre antiguo junto al nuevo; pero su modo de ser es completamente diferente, porque su corazón es nuevo, repleto como está por el amor de Dios que ha derramado en él el Espíritu Santo. De ahí que necesariamente tenga que ser nuevo su modo de obrar. Una vez más hay que aplicar a esta realidad sobrenatural inefable aquel adagio de la filosofía perenne, de que el modo de obrar es consecuencia del modo de ser.

San Pablo insiste de diversos modos en esta idea. Nosotros hemos sido reconciliados en la muerte de Cristo (Rm 5, 10), y por esta muerte ha perdonado Dios nuestros pecados: “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos… A quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que en él fuéramos justicia de Dios” (2Cor 5, 19-21). La muerte de Cristo es evidentemente la causa de nuestra reconciliación; pero esa reconciliación no es un mero perdón de los pecados, sino una transformación interior de todo el ser. Porque Cristo murió para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó; y se consideren muertos al pecado y resucitados como nuevas creaturas. La reconciliación supera nuestro egoísmo pecaminoso, porque nos une a Dios, haciéndonos vivir por Cristo.

d) Notemos, por último, que la reconciliación se opera mediante la muerte de Cristo: “Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10), o “por la sangre de Cristo”, como ha dicho San Pablo inmediatamente antes. Es decir, que la reconciliación no puede mirarse asépticamente, como si fuera tan sólo un don gratuito, un acto de gracia o una manifestación del infinito amor de Dios. Este amor tiene una vertiente mucho más profunda, por ser más trágica. Porque tiene a la vez carácter de expiación por nuestros pecados que, en Cristo, el Hijo sin pecado, quedaron castigados: “A quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que en él fuéramos justicia de Dios” (2Cor 5, 21). Nuestra reconciliación, a la vez que era manifestación del infinito amor de Dios, era también manifestación de su infinita justicia que, en Cristo, hecho pecado por nosotros, aceptó la expiación merecida por nuestras culpas.

Pero con una particularidad: que la parte que pudiéramos llamar constructiva, como era el amor y el don de Dios, superaba con mucho a la parte destructiva de la expiación, como era la eliminación del pecado por el perdón. Una vez más aparece aquí la gracia y el amor de Dios rebasando las pobres y mediocres perspectivas humanas: “Donde abundó el delito, sobreabundó el amor” (Rm 5, 20).

La conversión o penitencia #

El concepto de conversión o penitencia (metanoia) tiene bastantes aspectos comunes con el concepto de reconciliación que hemos desarrollado. Pero resalta algunos elementos que no se pueden pasar por alto.

a) Uno de ellos es el elemento humano. En efecto, si se consideran aisladamente los textos paulinos de que nos hemos servido anteriormente, podría pensarse que la reconciliación es obra de Dios solo (ya que la iniciativa parte de Dios), y que el hombre la recibe pasivamente, sin tener que hacer otra cosa sino recibir el don de Dios: “hemos sido reconciliados”, hemos “sido justificados”, “hemos recibido la reconciliación”, etc.

Sin embargo, el mismo Pablo subraya, en los pasajes en los que trata de la reconciliación, que Dios no nos impone su iniciativa salvífica, sino que respeta del modo más absoluto nuestra personalidad activa y libre. Prueba de ello es que Dios mismo ruega, por medio de sus Apóstoles, que aceptemos libremente su ofrecimiento: “Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios” (2Cor 5, 20).

Hay, pues, que excluir absolutamente que San Pablo atribuya al hombre una participación meramente pasiva en el proceso de reconciliación. Porque, incluso ante el hecho de la reconciliación, el hombre sigue siendo una persona; y solamente en cuanto persona, es decir, criatura libre y activa, es capaz de una reconciliación con Dios. Este aspecto de la colaboración libre del hombre y de la aceptación personal del don de Dios, queda resaltado en el concepto de conversión o penitencia.

En efecto, el primer anuncio contenido en el mensaje de Jesús es una exhortación a la penitencia, a la conversión. Es una llamada apremiante de Jesús a cambiar de mente (metanoia-conversión), que requiere una aceptación libre, una colaboración por parte del hombre: “Vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios y diciendo: el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se ha acercado; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17).

Esta invitación apremiante a la penitencia deberá continuarse siempre en el mundo, mediante la predicación apostólica; fue el encargo que el Resucitado confió a los Apóstoles: “Y les dijo que así estaba escrito que el Mesías padeciese y al tercer día resucitase de entre los muertos y que se predicase en su nombre la penitencia para el perdón de los pecados” (Lc 24, 46-47). No es de extrañar que los Apóstoles comenzaran su ministerio con el anuncio y la invitación a la conversión y penitencia: “Convertíos en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros pecados” (Hch 2, 38. Cf. 3, 19; 5, 31; 11, 18; 17, 30; 20, 21; 26, 20).

b) La conversión o penitencia que proclama el mensaje evangélico es una exigencia absoluta, derivada de la realidad definitiva del Reino de Dios escatológico, presente ya en la persona y en la obra de Jesús. No es un cambio cualquiera de mentalidad (metanoia), no es un mero apartarse de la senda del pecado. Tampoco son los gestos penitenciales que tanto valor tenían en las tradiciones judaicas, como el llanto, el luto, la ceniza, el cilicio, a los cuales hace Jesús alusión en determinadas ocasiones (cf. Mt 11, 21; Lc 10, 13). Se trata de la revelación última y decisiva de la presencia del Reino de Dios, que requiere una decisión también definitiva e incondicionada de parte del hombre; una conversión radical, un cambio esencial, una vuelta a Dios en completa y perfecta obediencia a su voluntad: “El tiempo se ha cumplido, convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1, 15). Por eso, la penitencia-conversión es el artículo fundamental para la iniciación en la vida cristiana. Así lo vio el autor de la carta a los Hebreos, que expresamente lo afirma (Hb 6, 1), y lo vieron los Apóstoles, como San Pedro en su primer discurso, que une la penitencia-conversión con el bautismo (cfr. Hch 2, 38), que la refrenda definitivamente.

c) Este cambio radical, esta conversión abarca al hombre entero, es decir, al centro de la vida personal y de la voluntad; pero, lógicamente, también al contenido de esa vida, o sea, a los pensamientos, palabras y obras, en cada circunstancia y en todas las situaciones. Porque, como enseñaba el mismo Jesús, “si plantáis un árbol bueno, su fruto será bueno; si plantáis un árbol malo, su fruto será malo. Porque el árbol se conoce por sus frutos” (Mt 12, 33). Dicho de otra manera, y usando también una expresión del mismo Jesús: abarca y requiere la conversión del corazón y, como consecuencia, todo el contenido de la vida. Porque “del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los robos, los adulterios, las fornicaciones, los falsos testimonios, las blasfemias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15, 19-20).

En este sentido, podríamos decir que, todo el mensaje de Jesús, referido a las exigencias categóricas del amor al Reino de los cielos, es una predicación, una exhortación a la conversión del corazón, a la vuelta incondicional a Dios y al abandono de todo aquello que es contrario a la voluntad de Dios. Y esto, aun cuando no use expresamente la palabra penitencia o conversión, como sucede, por ejemplo, en el sermón de la Montaña o en las enseñanzas para aquellos que quieran seguir en pos de Jesús.

d) Hemos de añadir un elemento muy importante de la penitencia o conversión que, más que una consecuencia, pertenece a su misma esencia: la fe. La fe constituye lo que pudiéramos llamar el aspecto positivo de la conversión: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

Es evidente que para Marcos son sinónimos creer en el Evangelio y creer en Cristo. Esto es lo que pretende descubrirnos el segundo evangelista en su obra: que Cristo es ese evangelio vivo en quien hemos de creer y al que debemos seguir.

Ahora bien, creer en Cristo es lo mismo que fiarse de Cristo, aceptar a Cristo en nuestra vida, reconocer su soberanía; en una palabra: vivir la vida de Cristo, ver la realidad de las cosas con sus ojos, amar el mundo y las cosas con su propio corazón. De este modo, el justo vive de la fe (cf. Gal 3, 11; Hb 10, 38), porque la fe es una vida, una nueva vida, la vida del Hijo de Dios sobre la tierra que, aceptada por la fe, construye en el mundo la familia de los hijos adoptivos de Dios. Esto es también lo que San Juan pretende mostrarnos en el prólogo de su evangelio, que es el compendio de su obra: “Les dio poder de llegar a ser hijos de Dios a aquellos que creen en su nombre” (Jn 1, 12).

De nuevo nos encontramos con que la penitencia-conversión coincide, en aquello que tiene de más profundo y positivo, con la reconciliación. Y ambas cosas, a su vez, constituyen la finalidad de toda la obra salvífica del Verbo de Dios hecho hombre: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción de hijos” (Gal 4, 4).

e) Por lo que acabamos de decir se comprende la estrecha unión que existe entre la conversión-penitencia y el bautismo: “Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo, para el perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2, 38). Es que el bautismo es la primera y fundamental conversión (metanoia), por la que el hombre renuncia a la vida del hombre viejo, el hombre de pecado, y se reviste de Cristo resucitado: “Porque cuantos os habéis bautizado en Cristo, os habéis vestido de Cristo” (Gal 3, 27). Y es tal la identificación, que no teme San Pablo escribir unas palabras que parecerían exageradas, si no fueran, como lo son, la expresión más sencilla y ajustada de una sublime realidad: “Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo… y nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2, 4-7).

f) El Bautismo es ciertamente el don fundamental de la conversión o penitencia. Pero el amor de Dios excede toda medida; y junto al bautismo ha querido dejar a su Iglesia todas las reservas de perdón y de ternura que exceden con mucho, infinitamente, el tormento fundamental de los hombres que se alejan de la casa del Padre: “Un segundo bautismo”, llaman frecuentemente los Santos Padres al sacramento de la penitencia. Nada más trágico que la ingratitud del hijo; nada más estremecedor que la ternura del Padre. Nada más abominable que el pecado, porque el pecado no es la infracción de un código o una regla, sino la infidelidad a un amor: “Contra ti sólo pequé”, reza el salmo Miserere. Cristo recoge y amplifica la idea: “Pequé contra el cielo y contra ti” (Lc 15, 18). El pecado es un mal trascendente; es semejante a la muerte (Col 2, 13; Ef 2, 5). Pero, una vez más “donde abundó el delito, superabundó el amor” (Rm 5, 20). Y es el amor sustantivado el que Cristo da a sus Apóstoles, para hacerlos ministros del perdón y la indulgencia: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dice: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados” (Jn 20, 21-23). Y es el cielo el que se alegra “más por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15, 7), “porque este hijo mío estaba muerto y ha resucitado; estaba perdido y se ha encontrado”. En este contexto parece que Cristo-Dios quiere trasladar su corazón de padre a los apóstoles, cuando los hace embajadores suyos como ministros de reconciliación: “Y puso en nuestras manos la palabra de reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo” (2Cor 5, 18-20). El corazón de Dios, en el Corazón de Cristo; y éste, en los ministros de la reconciliación.

No se puede decir más, ni se puede decir menos. Porque lo que da vida, calor, consistencia, verdad y firmeza a todos estos temas que hemos tratado tan brevemente, podría resumirse en esa última palabra: el Corazón de Dios y el Corazón de su Hijo-Jesús, trasladado a los ministros de reconciliación en la Iglesia.

A la luz del Sagrado Corazón de Jesús #

La reconciliación y la penitencia no son en realidad otra cosa sino el encuentro de dos corazones: el Corazón del hombre-Dios, roto en la cruz por la lanza del soldado, para restaurar el corazón del hombre, deshecho en el paraíso por la mortal herida del pecado.

San Pablo nos lo ha dicho, con un lenguaje directo, en el capítulo cinco de la carta a los romanos que hemos utilizado anteriormente: “Hemos sido reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rm 5, 10), que “de tal manera nos amó que se entregó a la muerte por nosotros” (Ef 5, 2; Gal 2, 20).

Con esto nos bastaría para iluminar el camino recorrido con una luz nueva: la luz que brota del Corazón de Jesús; porque toda la obra de restauración llevada a cabo por la sangre de la cruz (cfr. Ef 2, 13), fue una obra del amor infinito que anidaba en el Corazón del Hombre-Dios.

Pero San Juan va más adelante; y, con su típico lenguaje que sabe ver en los signos la profunda realidad de las cosas, nos descubre expresamente que el Corazón herido de Jesús fue, en definitiva, el último responsable de la obra salvífica de reconciliación y conversión de la humanidad a Dios.

Ya en el proemio, con el que abre la narración de la pasión del Señor, nos descubre el sentido de la muerte de Cristo: Jesús, “habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1). Es decir, no sólo hasta el último momento de su vida, sino hasta las últimas consecuencias. Toda la obra de Jesús fue la manifestación, la puesta en práctica de un amor infinito. En realidad, todo el cuarto evangelio está construido sobre la base de la revelación de ese amor, y de la fe del cristiano como respuesta a ese amor: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3, 16).

Pero ese amor va a quedar plasmado y simbolizado en el Corazón herido de Jesús, como último responsable de la salvación.

En efecto, San Juan da una importancia muy grande al hecho de la herida del Costado y al subsiguiente fluir de sangre y agua. Quizás no haya en todo el evangelio de Juan ningún otro pasaje subrayado con tanta decisión: “Lo atestigua el que lo vio; y su testimonio es válido; él sabe que dice la verdad” (Jn 19, 35). Es curioso que Juan insiste en que él vio todo esto; y que lo comunica a sus lectores para que crean. Porque, en el lenguaje de San Juan, ver (orao) no es un simple mirar, sino un penetrar en lo profundo de una realidad que se descubre y se revela: “Habiendo visto a Jesús, dijo: He aquí el Cordero de Dios” (Jn 1, 36). Juan ha visto cómo, después de muerto, se ha abierto el Costado de Jesús y ha brotado de él sangre y agua. Evidentemente, como muy bien explica Pío XII, cuando se habla del Costado, se habla del Corazón: “Lo que aquí se describe acerca del Costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de decirse también de su corazón que ciertamente alcanzó la lanza con su golpe, como quiera que el soldado agitó la lanza precisamente para que constase con certeza la muerte de Jesucristo” (AAS 48 [1956] 334).

Juan vio este profundo misterio de amor que se manifiesta en el Corazón de Jesús, y recuerda la profecía de Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Zac 12, 10), para que no sólo miren, sino que vean y descubran el profundo misterio de amor que ha sido el motor de nuestra salvación, crean en el amor y creyendo se salven.