Conferencia en la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores, Madrid, dada el 20 de marzo de 1980, en el acto de clausura del ciclo organizado por la Asociación de Universitarias Españolas sobre la Encíclica Redemptor Hominis. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, noviembre 1980.
El Dios que revela a Nuestro Señor Jesucristo es
el Dios de «mi» redención #
El hombre se sabe ya inseparable de la comunidad de los hombres y de la historia, se siente consciente de la crisis y situaciones, tanto nacionales como mundiales, por las que ha pasado y pasa la humanidad. Está de vuelta de falsas y vanas promesas de muchos de los «humanismos» que tan prolíferamente han surgido en el siglo XX. El campo de la propia realización, libertad y felicidad, no ya a nivel de comunidad cívica, sino a nivel personal, es difícil. Para muchos este camino no tiene término de llegada, queda vacío, y viene el enojo y la inquietud. Siempre el hombre es mucho más de lo que él mismo piensa y de lo que las ciencias tratan de definir.
Decía reciente mente Rof Carballo en un artículo titulado El hombre a examen: «El hombre de hoy tiene debilitado, fragmentado, ese sentido de su continuidad en el tiempo, esa tensión que le lleva, o debería llevarle, desde la tradición al futuro». Para explicarlo se sirve del arquerillo lanzando la flecha hacia el futuro que ponía Ortega y Gasset en las portadas de sus primeros libros. «Nuestro mundo –dice Rof Carballo– se ha ido llenando de arqueros cansados, con músculos flojos e incapaces de tender el arco hacia la altura. ¿De qué va a servir que corrijamos una y otra vez la dirección de su tiro, que le revelemos los defectos de su técnica, la mala condición del arco, si, apático, no tiene ya ganas de lanzar flecha alguna? Vivimos dentro de una cultura desvertebrada, perpetuamente aburrida de sí misma, mendaz, ya que ha sustituido el culto de la verdad por el culto de la “credibilidad”, de la propaganda. Angustiada ante su vacío interior, y que busca, para llenarlo, el cosquilleo emocional. Unas veces con la promiscuidad erótica, otras con fantasías de autenticidad. Es el arquero que se cae y ha de apoyarse en bastones, mirarse en mil espejos que todavía le digan que es hermoso y fuerte»1.
Esta es una imagen. Del pensamiento contemporáneo, del mundo científico, de las noticias de los periódicos, de la situación mundial podríamos proyectar muchas más. ¿Cuál es nuestra situación como arqueros? ¿A dónde apuntamos? ¿Tenemos fuerza para apuntar a algo o nos inclinamos con nuestro arco hacia el suelo? ¿Tenemos sentido del horizonte o razonamos que todo lo que no sea apuntar al suelo es tontería? ¿Qué figura de arquero, lanzando sus flechas, nos sugiere el Papa en su Encíclica Redemptor hominisl ¿Verdad que se tensan los músculos y se levanta con vigor el arco para lanzar la flecha hacia el infinito? ¿Verdad que se siente la vocación de ser hombre con alegría y esperanza firme de llegar a la meta? ¡Presenta una antropología cristiana tan vigorosa, tan clara, tan plena de sentido!
«El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo de sí mismo –no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes–, debe, con su inquietud e incertidumbre, incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe “apropiarse” y asimilar toda la realidad de la Encamación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha “merecido tener tan grande Redentor”, si “Dios ha dado a su Hijo” a fin de que él, el hombre, “no muera, sino que tenga la vida eterna”»2.
Los que no ponen su confianza más que en sí mismos, los que sólo buscan el sentido de la vida humana en el vivir de la realidad inmediata, en el ejercicio del libre albedrío, los que quieren sus propios caminos de libertad rechazando todo sentido de salvación divina, llegan a la desesperación. Todo esfuerzo del hombre sin Dios conduce a un callejón sin salida. Se origina una sociedad y una cultura llena de engaños y ficciones que necesita «apoyarse en bastones y mirarse en mil espejos que les digan que son hermosos y fuertes». Se pierde la claridad interior y cada vez se le hace más difícil al hombre ver la jerarquía de los valores, distinguir lo principal y lo accidental y lograr un auténtico juicio. Sabemos que en los hombres abandonados a sus solas fuerzas hay más vileza que heroicidad. El universo es una máquina de fabricar dioses, ha dicho Bergson. Pero los dioses no se «fabrican».
La realidad es otra: la sima infranqueable entre Dios y la criatura ha sido franqueada por Dios. Como hombre vino a nosotros. Dios amó tanto al mundo que entregó a su Unigénito para salvarle. Él, Cristo, el Redentor del hombre, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»3. La aceptación de esta realidad haría cambiar el panorama de hombres y culturas, angustiados y vacíos.
Cristo es el Redentor del hombre en todas las épocas y en todas las circunstancias. No hay situación humana que no pueda iluminarse a la luz de la Redención de Cristo. Venid a mí todos los que estáis agobiados con trabajos y cargas y Yo os aliviaré (Mt 11, 28). Nos hacía falta la experiencia del existencialismo ateo para comprender esa impresión de infinita desesperanza e indefinible angustia. Nos hacían falta todos esos humanismos materialistas que mutilan al hombre, privándole del eje fundamental de su persona, para comprender, por contraste, la importancia de las virtudes teologales de la fe, esperanza y amor en la concepción cristiana del destino humano. No hay auténtico humanismo al margen de Dios. En esto consiste la gran seguridad del cristianismo: no en que él se ha forjado un Dios al que ama, sino en que Dios le ama y le ha enviado a su Hijo como Redentor. El Dios que revela Nuestro Señor Jesucristo es el Dios de la Redención del hombre, de nuestra redención, de mi redención. ¿Qué otra cosa es el Nuevo Testamento que la Buena Nueva del amor redentor de Dios hacia los hombres? Todas las parábolas –Buen Pastor, dracma perdida, hijo pródigo, semilla arrojada en el campo–, todas las curaciones, todos los encuentros de Jesús –Nicodemo, Zaqueo, Magdalena, Mateo, samaritana, buen ladrón–, son la revelación del Dios de Nuestro Señor Jesucristo como nuestro Redentor.
Nuestra propia condición personal necesita la realidad de sentir y saber a Cristo como mi Redentor. Una idea sencilla, y como todo lo sencillo, transparente: saberme redimido por Cristo en cada situación de mi vida. Tenemos que pasar de ver a Cristo como Redentor del hombre teóricamente, a sentirlo y vivirlo como mi Redentor: en el trabajo, en la situación familiar, en el ambiente que nos rodea. Siempre Cristo es el Redentor de mi vida, y ésta tiene sentido a su luz. La fe de cada hombre en Cristo actúa como fermento, es como la levadura que toma en sus manos una mujer y la mezcla con un saco de harina, como la sal que sirve para dar sabor. Viviendo de Cristo, el creyente sigue el camino, el único camino que subsiste por sí a lo largo de la vida personal de cada hombre. Le conduce fuera del mundo encerrado en sus límites, hacia la libertad y la plenitud de sí mismo en Dios.
Esta fe vivida y esta firme esperanza nos hace esperar con los otros y para los otros. El cristiano no está hecho para esperar a solas en un rincón. Es, por la gracia, hijo de Dios; está ligado a Dios y a todos sus hermanos. No espera sólo su propia dicha y su inclusión en el Reino; la quiere, la busca, le urge la de todos. Esta es la riquísima experiencia de los que realmente han sentido a Cristo como su Redentor:
«¡Oh amor poderoso de Dios, cuán diferentes son tus efectos del amor del mundo! Este no quiere compañía, por parecerle que le han de quitar lo que posee; el de mi Dios, mientras más amadores entiende que hay, más crece, y así sus gozos se templan en ver que no gozan todos de aquel bien. ¡Oh Bien mío, que esto hace que en los mayores regalos y contentos que se tienen con Vos, lastime la memoria de los muchos que hay que no quieren estos contentos y de los que para siempre los han de perder, y ansí el alma busca medios para buscar compañía, y de buena gana deja su gozo cuando piensa será alguna parte para que otros le procuren gozar!… ¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío, que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad. Vos decís, Señor mío, que venís a buscar los pecadores. Estos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros!»4.
Le va la vida a Teresa de Jesús en que todos pronuncien desde lo más profundo de su ser: ¡Bien mío, Dios mío, Redentor mío!
Con la Redención del hombre por Dios aparece
el sentido de la existencia humana #
Quién soy yo, sólo lo puedo comprender a la luz de Aquél que se me ha dado a mí mismo. Conocemos a Dios por medio de Jesucristo y también por su medio nos conocemos a nosotros mismos. Sólo Él nos introduce en el misterio que somos. Sabemos por experiencia que, sean cuales sean nuestras introspecciones y nuestros análisis, nuestra psicología y nuestro psicoanálisis, hay un último secreto con respecto a lo que somos, que escapa a nuestro alcance. En Jesucristo se nos revela nuestra propia condición. El plan redentor de Dios constituye la respuesta última de todos los interrogantes, a todas las preguntas relativas al sentido último de nuestro destino.
«La única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él queremos mirar nosotros, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna»5.
¿Quién es el hombre? Aquel ser al que Dios ama, y lo ama hasta tal punto, ¡misterio tremendo de amor!, que asume su destino y por él toma ese destino sobre Sí. Aquel ser en el que Dios ha penetrado de modo único e irrepetible. «Tal es –si se puede expresar así– la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad»6.
El ser humano es el ser al que Dios ha llamado a la vida y lo ha puesto entre Él y las cosas. Lo ha hecho a su imagen y semejanza. Ha puesto en sus manos el mundo para que complete su obra. En el respeto con que Dios le respeta está fundada su dignidad. Si se aleja de Dios escapa de sí mismo, y las fuerzas del mundo que le tienen que servir se hacen dueñas de él; hecho que todos comprobamos y del que como nunca sufrimos las consecuencias. «El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de alienación, es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre»7.
No hay nada terrenal que pueda llegar a ser su último hallazgo saciador, por eso el hombre siempre está en camino, buscando. Pero lo que busca de veras no lo conquista por su propia fuerza. Sólo la gracia de Dios se lo da, y sólo por ella recibimos nuestra mismidad más propia, la que nos concedió al redimimos. En la obra de la Redención, Dios comienza una obra nueva: El mismo vino a llamar al hombre. Todo es regalo suyo y, sin embargo, respuesta a nuestra exigencia más íntima No podemos imaginarlo por nuestras propias fuerzas, pero cuando Cristo nos lo ha revelado, sentimos que es la verdad de que vivimos. Hemos de mantenerla contra toda oposición del mundo y contra las desviaciones de nuestra propia debilidad.
Cuando el corazón del hombre se abre, esa verdad le habla y orienta toda su existencia. Su historia no es algo enigmático, oscuro, sin meta, sin salida alguna. Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, descubre el horizonte que da sentido a la historia humana. Habló a las gentes llamándose luz del mundo y proclamando que el que le sigue no camina a oscuras (Jn 8, 12). El que guarda su palabra no verá jamás la muerte. La conciencia de esta plenitud de Cristo proviene de que Jesús se siente enteramente en el amor de Dios: su disposición interior es la voluntad de Dios, salvar el mundo. Yo he vencido al mundo (Jn 16,13). Habla una conciencia que está por encima del mundo. El saber del cristiano es, ante todo, la intuición clara de que las cosas empiezan con Jesús y que Él establece la medida de todo. Oísteis que se dijo…, pero Yo os digo… ¡Qué fuerza la de Cristo en estos fragmentos de San Mateo que presentan todos la misma estructura! Las relaciones con el prójimo, con uno mismo, con Dios, aparecen claras para el que quiere oírlas. Leamos muy a menudo el Sermón de la Montaña. No es una moral, ni una ética sólo lo que allí nos manifiesta Cristo; es toda una manera de ser, en la que, naturalmente, hay también aspectos morales. Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). «Esto ya no es moral –una moral que lo exigiera sería temeraria–, sino fe, abandono a una exigencia, que, al exigir, da la gracia a manos llenas, puesto que las fuerzas humanas no bastan para darle cumplimiento»8.
Agradezcamos al Papa que en su primera encíclica haya presentado al mundo, a la familia, al trabajo, a los hombres, a las mujeres, a los jóvenes, a los científicos, a los trabajadores, a los enfermos, a la sociedad entera lo que más necesita: a Cristo, Redentor del hombre, Redentor del mundo. Él viene para salvamos; no escuchemos las voces inquietas y trágicas, ni las halagadoras y llenas de promesas. Él es el único que realmente hace la vida más humana. «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente… El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención, que se realiza en Cristo Jesús. Al mismo tiempo, se toca también la más profunda obra del hombre, la esfera –queremos decir– de los corazones humanos, de las conciencias humanas y de las vicisitudes humanas»9.
La doctrina cristiana de la dignidad dada por Dios a cada hombre, de su valor a lo largo de la historia, se convierte en un bien común. Pero al desprenderse de su fundamento, Cristo, se va debilitando y corrompiendo. Los sarmientos arrancados de la vid se secan. Todos los esfuerzos de elaborar culturas sin Cristo cooperan al hundimiento de la dignidad del hombre, de su grandeza. Cuando el hombre olvida a Cristo Redentor pierde de vista el camino, el ser humano se deforma, se minimizan sus exigencias y posibilidades. Si Cristo viene para salvarnos, tiene que decirnos quién es Dios y quién es el hombre ante Él, de tal manera que este conocimiento nos abra la puerta de la conversión y nos dé fuerzas para transformamos. La tarea que le ha sido confiada al hombre no es meramente mundana, sino religiosa. La fe en Cristo nos da capacidad para vivir entregados a un mundo que gime y sufre, esperando la manifestación de los hijos de Dios.
Cristo, Redentor del hombre, es la única relación que da consistencia a nuestra vida y le da valor. Significa que Dios es el Único que nos da nuestra verdadera importancia. Por solitaria que sea la existencia de un ser humano, por dolorosa que sea, por despistado que esté, por negligente que viva, hay Alguien para Quien existe. Alguien para Quien lo que hace no es indiferente: el menor acto de fidelidad hace que Dios le mire con amor, y el menor acto de infidelidad que cometa hiere a Dios en el amor que le tiene. La realidad es que nuestra vida es profundamente intensa, aunque la vivamos de manera inconsciente, puesto que en cada momento Dios nos ama con amor redentor, y nuestra vida, querámoslo o no, es una respuesta constante a ese amor.
Con la Redención del hombre aparece plenamente el sentido de la existencia, porque el valor de toda vida es importante para Dios. Reconocer y vivir del amor redentor de Dios es estar dentro de lo real, y no reconocerlo es situarse en la apariencia y en el error. «El hombre es en la tierra –nos recuerda el Papa citando la Gaudium et spes– la única criatura que Dios ha querido por sí misma»10. El pecado fundamental es desconocer el tremendo misterio del amor de Dios; no ponerle en su puesto, sustituirlo por ídolos: ambiciones, dinero, poder, placeres, ideologías. Vivir del amor redentor de Cristo es la opción fundamental de la vida humana; no algo que le viene sobreañadido desde fuera.
La Redención, misterio tremendo de amor #
Porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las virtudes, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá arrancamos el amor de Dios en Cristo Jesús, Nuestro Señor (Rm 8, 38-39). El tremendo misterio del amor de Dios que Él nos ha manifestado en la Redención de Cristo, hace exclamar así a San Pablo al acabar el capítulo 8 de su Carta a los Romanos. Manteniéndonos inconmovibles en ese su amor, nuestra existencia quedará vencedora de todas las dificultades y podremos superar todos los obstáculos. El amor de Dios se nos muestra de un modo decisivo en la entrega que Jesús hace de su vida por nosotros. Vivimos gracias a esa entrega.
«Si alguien nos preguntara: ¿qué es seguro? ¿Tan seguro que podamos entregamos a ello a ciegas? ¿Tan seguro que podamos enraizar en ello todas las cosas? Nuestra respuesta será: el amor de Jesucristo… La vida nos enseña que esta realidad suprema no son los hombres, ni aun los mejores, ni los más amados, ni la ciencia, ni la filosofía, el arte o las manifestaciones del genio humano; ni la naturaleza, tan profundamente falaz, ni el tiempo, ni el destino… No es siquiera Dios sencillamente, puesto que nuestro pecado ha provocado su ira. ¿Cómo sabríamos además sin Jesucristo lo que hemos de esperar de Él? Sólo el amor de Jesucristo es seguro. No podemos decir siquiera: el amor de Dios, porque, a fin de cuentas, sólo por medio de Jesucristo sabemos que Dios nos ama. Y aunque lo supiéramos sin Cristo, de poco nos serviría, porque el amor puede ser también inexorable y más duro cuanto más noble. Sólo por Cristo sabemos a ciencia cierta que Dios nos ama y nos perdona. En verdad, sólo es seguro lo que se manifiesta en la cruz, la actitud que en ella alienta, la fuerza que palpita en aquel corazón. Es muy cierto lo que tantas veces se predica de manera inadecuada: el Corazón de Jesús es el principio y el fin de todas las cosas. Todo lo restante que está firmemente asentado –cuando se trata de vida o muerte eterna-– sólo lo está en función del Señor y gracias a Él»11.
La Redención es misterio tremendo de amor. ¿Y con qué actitud está el hombre de hoy ante esta tremenda realidad? ¿Consiste el saber humano en un reduccionismo? ¿Es que hay que aplicar las categorías, los criterios de verificabilidad y comprobación, los métodos y medidas, las investigaciones de laboratorio de las ciencias físico-naturales a toda realidad? ¿El modelo y pauta del pensamiento humano es: Cristo no es más que…; el hombre no es más que la unión del esperma y el óvulo; la vida no es más que una combinación complicada de elementos químicos; pensar no es más que un determinado tipo de comportamiento biológico; el amor no es más que una atracción biológica; la moral no es más que un determinado tipo de comportamiento biológico; el matrimonio no es más que una unión más o menos duradera; el Papa no es más que un determinado jefe; la Iglesia no es más que una estructura sociológica que sólo puede salir de sus atascos aplicando los métodos sociológicos?
¿Este es el pensamiento humano, el sentir humano? ¡Qué raquítica y miserable realidad! ¡Qué espíritu tan vano y vacío que no descansa hasta rebajar y reducir todo lo que toca! Necesitamos del tremendo misterio del amor redentor de Cristo, que sale al encuentro del hombre de nuestra época con las mismas palabras que hace dos mil años. Conoceréis la verdad y la verdad os librará (Jn 8, 32). «Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una realidad honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundice en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy. Cristo se nos presenta como Aquel que trae al hombre la libertad basada en la verdad, como Aquel que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué confirmación tan estupenda de lo que han dado y no cesan de dar aquellos que gracias a Cristo y en Cristo han alcanzado la verdadera libertad y la han manifestado hasta en condiciones de constricción exterior!»12.
La ciencia hincha, pero el amor edifica, dice San Pablo en la Carta a los Corintios (1Cor 8, 1). No se puede penetrar a punta de ciencia en el amor de Dios, que emprendió lo inconcebible hasta hacerse obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Fil 2, 8). No se puede entrar a punta de ciencia en el misterio de la humanidad divina. Dios es el Dios de los corazones: se manifestó la bondad y el amor hacia los hombres de Dios (Tit 3, 4). Poco dice el dios de los filósofos cuando es llamado el SER, el Absoluto, el Infinito. Dios es el Dios que ama, vivo, próximo, que obra por amor. Dios es amor. Cristo nos descorrió el velo para que podamos ver la verdadera actitud de Dios hacia nosotros, el insondable misterio de su amor. En esa criba del saber «no es más que…», no entra ni el amor redentor de Cristo, ni la realidad humana, ni siquiera las coordenadas con las que el científico acota su fragmento de naturaleza para, a partir de ellas, verificar y comprobar su ciencia. ¿Qué es el espacio y el tiempo, qué es la sucesión, qué es lo relativo y con relación a qué es relativo? «¿Es el hombre lo que los astrónomos definen, una partecita de carbono impuro y de agua, reptando sin fuerza sobre un planeta pequeño, sin importancia…? ¿Debe el bien ser eterno, con el fin de que sea amado, o vale la pena buscarlo, incluso si el universo marcha inexorablemente hacia la muerte? Ninguna de estas dos preguntas encuentra solución en los laboratorios…»13.
Hay como dos orientaciones dentro de nosotros: una que reclama pruebas, comprobaciones, experimentaciones; y otra que siente la necesidad de elevarse por encima de esas pruebas y pequeñas seguridades, porque se presiente algo en lo que todo eso no hace falta: «¿Qué sabes tú del hombre? Créeme: el conocimiento destierra para siempre todo aquello que cree abrazar. Quizá es el misterio lo único que reúne. Sin el misterio, la vida sería irrespirable»14.
Me gusta la reflexión de Marcel sobre misterio y problema. Quizá sea conocida de algunos de vosotros. Problema es algo que encuentro íntegramente ante mí, con lo cual me enfrento: es un obstáculo que he de vencer, mediante unos datos concretos que me llevan a una solución. Hay técnicas adecuadas en función de las cuales se define. Misterio es algo en lo que estoy comprometido, es interior a nuestro ser, lo llevamos dentro, y él nos lleva a nosotros, no podemos distanciamos de él. Vivimos a su lado, dentro de él, pero jamás lo dominamos, ni podemos situarlo dentro de unos límites. Cada hombre ha de encontrarse y abismarse en el misterio por sí mismo; los datos y las informaciones apenas llegan a abordarlo. El misterio no es lo nebuloso, lo difuminado o incognoscible. El reconocimiento del misterio es un acto esencialmente positivo del espíritu. En el problema somos nosotros los que formulamos preguntas, pero en el misterio somos interpelados, somos llamados insistentemente para esclarecer algo que nos es vital. Lo maravilloso es que toda luz que se arroja sobre él hace más clara su interpretación, y esa claridad es una nueva llamada a una mayor profundidad. Cuando me abro a él, veo que todo está iluminado por él. Para el problema hay técnicas adecuadas, en función de las cuales se define; pero el misterio trasciende toda técnica.
La Redención es misterio tremendo de amor. Y no es nebuloso, ni difuminado, ni incognoscible. La bondad y el amor de Dios fluyen al encuentro del hombre y éste puede recibirlos y hacerse partícipe de ellos. La experiencia humana va arrojando luz sobre la zona de lo problemático, las adquisiciones logradas se acumulan y quedan al alcance de quien las estudia; y aunque aparezcan líneas desconocidas y márgenes de error, lo desconocido puede ser cubierto y el margen de error corregido. El misterio del amor de Dios jamás lo dominamos, ni podemos situarlo dentro de unos límites. No podemos ponernos fuera del misterio del amor de Dios sin que se nos escape el mismo sentido de nuestra vida. El que se siente así inmerso en el misterio del amor de Dios, se siente verdaderamente llamado por su nombre, reconocido por Alguien que le guarda y le salvará de una vez para siempre. Sólo por el amor de Cristo, y a través de su amor, poseeremos la realidad de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser.
En el misterio del amor redentor de Dios revelado por Jesucristo somos insistentemente llamados a la realización nunca soñada, ni imaginada de nuestro ser. Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento humano qué cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman; mas a nosotros nos lo ha revelado Dios por medio de su espíritu, pues el espíritu todas las cosas penetra, aun las más íntimas de Dios (1Cor 2, 9-10). Cuando nos abrimos al amor redentor vemos que todo está iluminado por él, y el ser amado ya es respuesta a toda pregunta. Un redentor sometido a las normas humanas de lo posible, de lo probable, de lo conveniente, no es tal Redentor. No hay ninguna norma aplicable al amor de Dios revelado en Jesucristo. Él mismo es el amor que se revela y no se puede ir hacia Él con medidas, criterios y pensamiento humanos.
Dios ha traducido sus pensamientos a nuestro lenguaje, ha vivido un destino humano por el que nos abre la puerta de la eternidad. Pero su revelación no la podemos abordar con datos e informaciones. La situación de la adhesión por la fe es siempre la misma en lo esencial. Lo que se impone a la conciencia del cristiano no es «una verdad», ni un valor, sino la realidad del Dios santo, vivo y revelado en Jesucristo. Tener fe significa captar esta realidad, unirse a ella y fundamentarse sobre ella. Los hombres y mujeres que vivieron en tiempos de Cristo no nos aventajaron en nada. Siempre hay algo que manifiesta y algo que vela. Lo que importa es que el hombre esté dispuesto a acoger la Revelación. Cuando se acerca un hombre de lejos en medio de la niebla no le reconocen todos, sólo hay dos tipos de personas que lo hacen: el que le ama y el que le odia. La mirada del amor es la que reconoce. Hay situaciones difíciles, dolores profundos, situaciones oscuras y casi humanamente absurdas que renacen constantemente; su finalidad es purificar más y más la fe. En todo, el amor de Jesucristo fue por delante: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya. Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 26, 42 y 27, 46).
La acción del amor redentor de Cristo
se comunica por medio de los Sacramentos #
La prolongación sensible de este misterio de amor de Cristo se realiza a través de los sacramentos. «La vida de Cristo se comunica en este cuerpo a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo paciente y glorificado por medio de los sacramentos»15. Estos continúan en el tiempo la obra de la salvación, son acciones reveladoras del amor divino. No son ni pura espera, ni completa posesión: Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que hemos de ser algún día (1Jn 3, 2). Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, nuestra vida, también nosotros nos manifestaremos en Él (Col 3, 4). El sacramento corresponde al tiempo de nuestra vida cotidiana, en el que vivimos la historia de nuestra propia salvación, tiempo en el que las grandes obras de Dios se realizan a través de los humildes símbolos del agua, aceite, vino, pan. El que se atiene a las apariencias no ve el misterio que alienta en ellos. Pero en el sencillo derramamiento del agua del bautismo nos configuramos con Cristo. «Con este rito sagrado se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo: con Él hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte; mas si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección»16.
El objeto de nuestra fe es el plan de Dios hacia nosotros. Aparece claro a través del sentido y significación de la gracia, la vida de Dios, que se nos da en los sacramentos: regeneración por el agua para sensibilizar nuestra incorporación a Cristo; acrecentamiento de la vida de Dios en nosotros por la acción del Espíritu Santo a través del sacramento de la confirmación; gracias al sacramento del orden un hombre, con toda su limitación y debilidad, es sacerdote de Cristo, le representa y participa de su poder redentor. A través de él, los hombres reciben la obra de Dios realizada en Cristo: el sacerdote ofrece el sacrificio eucarístico, administra los sacramentos, es predicador del Evangelio y ejerce los ministerios que requiere esta misión específica suya de ser colaborador directo de Cristo. Bautismo, confirmación y orden conceden al hombre de una vez para siempre una semejanza a Cristo totalmente determinada e imborrable, una unión con Cristo en cuanto Primogénito y Cabeza de ese Cuerpo Místico que es la Iglesia; por eso se reciben una sola vez y no pueden ser repetidos.
El Papa, en su Encíclica Redemptor Hominis, al exponer la misión de la Iglesia, que es su solicitud por la vocación del hombre en Cristo, dedica especial atención a la Eucaristía y a la Penitencia. «Todos en la Iglesia, pero sobre todo los obispos y los sacerdotes, deben vigilar para que este sacramento de amor sea el centro de la vida del Pueblo de Dios, para que, a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo amor por amor, para que Él llegue a ser verdaderamente vida de nuestras almas. Ni, por otra parte, podremos olvidar jamás las siguientes palabras de San Pablo: Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz. Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era arrepentíos y creed en el Evangelio, el Sacramento de la Pasión, de la Cruz y Resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, la vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el arrepentíos… En Cristo, el sacerdote está unido con el sacrificio propio, con su entrega al Padre; y tal entrega, precisamente porque es ilimitada, hace nacer en nosotros –hombres sujetos a múltiples limitaciones– la necesidad de dirigirnos hacia Dios de forma siempre más madura y con una constante conversión, siempre más profunda»17.
La Eucaristía y la Penitencia nos dicen la actitud que debemos adoptar ante Jesucristo: no tenemos que situarnos delante de Él, sinoen Él. Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará… Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado, permaneced en mí, y yo en vosotros… Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor(Jn 15, 1-10).
El sacramento del matrimonio instaura una nueva etapa de vida que se consagra a Dios. Cristo aporta a la unión del hombre y la mujer la gracia, algo que pasa de Cristo a los esposos y les dilata el corazón, moviéndoles a abrirse y a darse. Dios ha penetrado de modo único en la vida del género humano: hasta en las raíces de su ser y de su vitalidad. Al establecer el sacramento del matrimonio ha santificado a la humanidad en sus fuentes. Todo ser humano tiene que realizarse en el amor, y debería ser hijo del amor. Cristo no está sólo junto a los esposos, sino en ellos, y desde ese interior quiere purificar y ennoblecer cada instante de su vida matrimonial. Al mundo que grita porque necesita paz, amor, justicia, libertad para la realización personal, la Iglesia de Cristo ofrece el mejor remedio: hogares cristianos en los que se viva la paz, el amor, la justicia, un ambiente que permita y posibilite la realización personal. El matrimonio cristiano es la lenta transformación de un hombre y de una mujer, operada al contacto de la experiencia cristiana vivida en común. Requiere energía, corazón animoso, generosidad para vencer el egoísmo y el espíritu de dominación. Es el género humano en el que la forma natural de amor se transforma en una forma superior de amor, fruto de esfuerzos en común, de sacrificios y de renuncias.
El matrimonio cristiano resurge vigoroso siempre de la superación de las dificultades. Ciertamente, el matrimonio otorga fecundidad y perfección, algo que rebase las posibilidades individuales de cada uno. Pero esto no se consigue con el mero goce y la actividad febril, sino por el sacrificio que impone la superación del instinto, de la inconstancia del corazón, las decepciones mutuas y los cambios producidos por los acontecimientos. Ante la realidad que Cristo ofrece en el matrimonio se toman miserables y pretenciosas las objeciones presentadas por muchos hoy. El matrimonio cristiano sólo puede ser vivido si Jesús está entre esos dos seres, si ellos responden a la gracia que les confiere para amar y sufrir.
La importancia y la dignidad del amor humano, del respeto al hombre y de la trascendencia que tiene, aparece claramente en la Iglesia de Cristo: sólo el matrimonio cristiano confiere al hombre y a la mujer su verdadera dignidad, y presenta la verdadera capacidad y posibilidad de realización del hombre. Cuando la Iglesia dice que el matrimonio es un sacramento, esta afirmación contiene más riqueza que todos los nombres con los que la imaginación del hombre ha adornado el amor. Es un acto de Cristo que bendice, santifica, consagra y quiere ese amor. Serán una sola carne por el amor, y engendrarán hijos para Dios. La gracia del matrimonio les da corazón de Dios para amar y transformar ese hijo en un hijo de Dios. La fe que el matrimonio exige del hombre y de la mujer les llama a actuar. Porque toda gracia es estéril sin nuestra cooperación: El que nos redimió sin nosotros no nos salvará sin nosotros. La vida de un hogar cristiano es una vida que viene de Dios, vive de Dios y vuelve a El, como un chorro de agradecimiento, de alabanza, de petición de fuerza o de arrepentimiento. El matrimonio cristiano evoca la unión de Cristo y de la Iglesia como un misterio de fecundidad. El amor no conoce límites, es creador e intuitivo, irradia su fuerza. El amor conyugal irradia sobre los hijos; desde la familia, anima a todos los que tienen relación con ella; llega al mundo del trabajo. Es la célula viva de la sociedad. Como sean las familias será la sociedad. Ahí está la importancia del gran servicio que presta la familia cristiana.
Donde hay amor allí está Dios. Y en el dolor que se ofrece con amor allí está Dios. ¿Está enfermo alguno entre vosotros?, llame a los presbíteros de la Iglesia, y oren por él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor: y la oración nacida de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará: y si se halla con pecado, se le perdonarán (San 5, 14-15). El amor redentor de Cristo nos llega con toda seguridad desde la Cruz; a través de los siglos, se nos aplica en la medida en que participamos de Él. Si hemos muerto con Cristo, también resucitaremos con Él. Podemos sanar o no físicamente de la enfermedad que nos aqueja, pero nuestra salud es segura.
El tremendo misterio del amor de Dios abarca nuestra vida: nacimiento y muerte, vida de familia, hambre y sed, cansancio y debilidad. Su amor nos fortalece siempre. Los sacramentos, la gracia que nos confieren, son la salvación de Dios en el tiempo presente. La certeza de la fe y de la esperanza del amor de Cristo hacen exclamar a San Pablo jubilosamente: Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos lo dará también todo con Él? (Rm 2, 31-32).
A este amor de Cristo sólo cabe una respuesta: la de la vida cristiana como servicio. La dignidad de nuestra vocación se expresa en la disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha venido para ser servido, sino para servir (Mt 20, 28). Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo sólo sirviendo se puede verdaderamente reinar; a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el reinar18. Es la sabiduría de Dios que ningún príncipe de este mundo ha entendido; y nuestra sabiduría se apoya en el saber de Dios y es iluminada por su amor.
La Redención de Cristo, entendida como lo que es, misterio tremendo de amor, nos permite ver las dimensiones reales de la relación del hombre con Dios. Es un amor eficaz que lo restaura todo, que devuelve a la creación el orden perturbado, que sitúa al hombre en su puesto de imagen de Dios y cantor de su gloria. La historia humana tiene entonces un sentido y cuanto hay de dolor y de lucha sirve también para un progreso constante de la humanidad que pasa por la cruz del Calvario, pero en camino hacia la resurrección, es decir, hacia una mayor plenitud que empieza por ser solidaridad y hermandad en este mundo y glorificación total en el otro. No se trata de un amor complaciente, fácil refugio para nuestros egoísmos, sino lleno de luz y de nobles exigencias. La luz permite ver en ese misterio que Dios mismo ha sufrido y muerto por nosotros. La exigencia, mil veces proclamada por el mismo Cristo, contiene una llamada apremiante a todos y cada uno de nosotros mismos a insertarnos como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, haciendo nuestros sus propios sentimientos, como decía San Pablo. El hombre no puede aspirar a una mayor dignidad que ésta en su condición humana.
Por eso hacen tanto daño a la humanidad, de un lado, los humanismos ateos, y, de otro, los cristianismos reducidos o mutilados, es decir, falseados. Los primeros no creen en una redención hecha por Dios, y fomentan, quiéranlo o no, una lucha implacable que lleva al odio y a la destrucción de unos contra otros, y al imperialismo de unas ideologías o de unos sistemas políticos, de grupos y naciones sobre otros grupos y naciones, como lo estamos viendo en nuestros días. Los segundos, creyendo facilitar una mejor intelección y un más rápido acercamiento al mensaje de Cristo, reducen el sentido de la Redención a una liberación meramente terrestre, contra lo cual han tenido que levantar su voz repetidamente los Sumos Pontífices Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, este último en sus intervenciones en Méjico y en tantas otras ocasiones.
La liberación realizada por Cristo es, sobre todo, de orden religioso. Jesús no quiso nunca comprometerse en una tarea política y rechazó los intentos de sus discípulos o del pueblo para arrastrarle hacia un mesianismo terreno o nacional. Cuando habló de la liberación, se refirió a la verdadera esclavitud de que hay que liberarse, la esclavitud espiritual de los que cometen el pecado, el cual no puede identificarse simplemente con la injusticia social.
Conclusión #
Al llegar al término de estas reflexiones sobre el misterio tremendo de amor que supone la Encarnación del Verbo de Dios y la Redención operada por Jesucristo en favor de todos y cada uno de nosotros, podemos hacernos la misma pregunta que se hace el Papa en su Encíclica programática, objeto de este ciclo de conferencias que hoy clausuramos. Supuestas las orientaciones por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia ¿cómo seguir esas orientaciones? ¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al final del segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama Padre Sempiterno: PATER FUTURI SAECULI?
Y el mismo Sumo Pontífice nos da la respuesta fundamental y esencial, que recogemos y aceptamos con viva fe e inmenso agradecimiento: «Mirar hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo: a Él queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Debemos tender constantemente a Aquél que es la cabeza (cf. Ef 1, 10, 22; Col 1, 18); a Aquél de quien todo procede y para quien somos nosotros (1Cor 8, 6); a Aquél que es al mismo tiempo el camino y la verdad, la resurrección y la vida (Jn 14, 6; 11, 25); a Aquél que viéndolo nos muestra al Padre (cf. Jn 14, 9); a Aquél que debe irse de nosotros, para que el Abogado venga a nosotros y siga viniendo constantemente como Espíritu de verdad (Jn 16, 7, 13). En Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col 2, 3), y la Iglesia es su Cuerpo (Rm 12, 5; 1Cor 6, 15). La Iglesia es en Cristo como un «sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, 1), y de esto es Él la fuente. ¡Él mismo! ¡Él, el Redentor!»19.
1 ABC, 6 octubre 1980.
2 Redemptor Hominis, 10.
3 LG 22. Cf. Redemptor Hominis, 8.
4 Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 2 y 8: BAC 2127, Madrid 1972, 491 y 494.
5 RH 7.
6 Ibíd., 10.
7 RH 15.
8 R. Guardini, El Señor, I, Madrid6 1965, 149.
9 RH 10.
10 RH 13. Cf. GS 24.
11 R. Guardini, El Señor, II, Madrid6 1965, 715.
12 RH 12.
13 B. Russell, Historia de la filosofía occidental, Buenos Aires 1972.
14 G. Marcel, L’iconoclaste, París 1923, 147.
15 LG 7.
16 Ibíd.
17 RH 20.
18 Cf. RH 21.
19 RH 7.