Conferencia pronunciada el 5 de marzo de 1971, viernes de la primera semana de Cuaresma.
Las culturas se suceden, las civilizaciones se levantan unas sobre las ruinas de las otras y siempre la misma búsqueda: la salvación del hombre. No hay otra cuestión ni otro problema que supere a éste en interés e intensidad dramática. Es el objetivo de todos los humanismos que se plantean en unos términos o en otros.
El viernes pasado nos detuvimos en este mismo punto, el hombre: capaz y ansioso de verdad, paz, vida, amor, poder, belleza, bondad. Temor al sufrimiento, al fracaso, a la muerte. Necesidad de encuentros, diálogo, expresión, apertura, realizaciones. Perseguido por el dolor; ceñido por unas limitaciones que siempre le parecen excesivas; esclavizado en todas las épocas por unas estructuras, sean las que sean. Con una vida en las manos que le ha sido dada, sin preguntarle si quiere morir. Ciertamente todo esto aparece en la historia de cada hombre. La preocupada angustia por la salvación mueve al hombre en su gran tarea de superación para conseguir la libertad.
¿Salvar al hombre de qué? ¿Y salvar para qué? #
¿Salvar al hombre de qué? De su limitación, de su finitud, de su dolor, de su angustia por la posesión de una vida que siempre tiene incierta. Salvarle del odio, del resentimiento, de la amargura, del poder de hacer el mal. Salvarle del temor, de la inseguridad, de la incertidumbre de perder lo que ya ha sabido y experimentado un poco lo que es: el gozo del conocimiento, la plenitud de la realización, la admiración de la belleza, la fidelidad y el descanso de la amistad, el éxtasis y la inundación del amor. Salvarle de la amargura de no poder llegar a ser y poseer lo que ansia, teniendo en sí capacidad para ello.
¿Salvarle para qué? Precisamente para el pleno desarrollo de esa capacidad, para la vida sin muerte, para el amor en el que se instalará, para la verdad en la que verá y contemplará la totalidad y cada una de las partes. Hay que salvarle de lo que le encadena y angustia, y hay que salvarle para lo que le da su plenitud de ser. Y aquí está el núcleo central: ¿Qué es lo que le encadena y angustia? ¿Qué es lo que le realiza y da su plenitud?
No voy a entrar en el examen de las grandes filosofías y movimientos, que a lo largo de la historia han ido dando soluciones a este gran problema de salvación en torno al cual giran todos los demás. Os invito sencillamente a reflexionar sobre la salvación que ofrece el mundo y la salvación de Dios.
Hablo de “mundo” en el sentido que Cristo utiliza esta palabra, cuando dice que su reino no es de este mundo: criatura de Dios caída bajo el dominio de Satán y que está esperando como con dolores de parto la gloria de su redención. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él, y el mundo no le conoció (Jn 1, 10). Jesucristo no es de este mundo de lo puramente terreno, del poder del más fuerte, del dominio del más astuto, de este mundo de exigencias, de comodidad y placer, del relativismo que no quiere “Un” camino, “Una” verdad y “Una” vida, el mundo de las conductas acomodaticias. Yo me voy y vosotros me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado. Adonde yo voy vosotros no podéis venir. Los judíos se decían: ¿Es que se va a suicidar?, pues dice: Adonde yo voy vosotros no podéis ir. Jesús añadió: vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo (Jn 8, 21-23).
Cristo no es del mundo y tampoco lo son los que quieren seguirle.No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como yo no soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo(Jn 17, 15-58). Por eso el cristiano no tiene que extrañarse de verse incomprendido, de sentirse hasta ajeno e incluso odiado por los de su propia carne y sangre:Si el mundo os odia, sabed que a mime ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de las palabras que os he dicho: el siervo no es más que su señor. Si a mime han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra(Jn 15, 18-19).
Y por este mundo Cristo da su vida, por su salvación, para que renazca a una nueva vida.
Impresiona y conmueve, hasta hacer enmudecer, la meditación sincera sobre el Evangelio, tan lleno de humanidad, de historia personal de salvación. Frente a las diversas filosofías de soluciones contradictorias e irreconciliables, en el Evangelio encontramos una persona y una vida que salvan. Late en el Evangelio de Cristo la profundísima fuerza del hombre que anhela la salvación, y brilla la deslumbradora sorpresa de un Dios que la presenta como real. Es el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios que habla de la salvación con una visión y una claridad nuevas para el mundo. Antes, nunca se había hablado así ni se volverá a hablar jamás.Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en Él, no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Y la condenación está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz(Jn 3, 17-19).
Leedlo a solas. No hay filosofía, ni religión que pueda comparársele por transcendencia y por cercanía, por grandeza y por la ternura y delicadeza de sus detalles.
Mirad las aves del cielo que no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis mucho más que ellas? (Mt 6, 26).
Y al llegar a casa se le acercaron dos ciegos, y Jesús les dice: ¿Creéis que puedo hacer eso? Le dicen: Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos diciendo: Hágase en vosotros según vuestra fe. Y se abrieron sus ojos (Mt 9, 27-29).
¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide pan, le da una piedra; o, si un pescado, en vez de pescado le da una culebra, o si pide un huevo, le da un escorpión? Si pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Lc 10, 11-13).
Soy yo. No tengáis miedo (Jn 6, 20).
Mujer, ¿dónde están?, ¿nadie te ha condenado? Ella le respondió: Nadie, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más (Jn 8, 10-11).
Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas (Jn 10, 11).
Leed a San Juan y San Pablo, los grandes mensajeros de la salvación del mundo. No hay filosofía existencialista, ni pensador que encierre tal conciencia del drama que es el vivir, ni tal preocupación por la salvación del hombre. No hay realismo más fuerte y descarnado, más real y sincero, ni idealismo que tenga tal conciencia de unidad y plenitud.
Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo (Ef 2, 4-6).
Por tanto, mortificad vuestros miembros terrenos: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos y la codicia, que es una idolatría, todo lo cual atrae la cólera de Dios, y que también vosotros practicasteis en otro tiempo, cuando vivíais en ellas; despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador (Col 3, 5-10).
En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él (2Cor 5, 20-21).
No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí. Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17, 20-21).
La salvación que ofrece el mundo y la salvación de Dios #
¿El mundo ofrece realmente una salvación? ¿Puede ofrecerla? Antes de llegar a un terreno común, pensemos en nuestro caso particular y concreto. Es mejor no señalar datos. Cada uno conocemos los nuestros personales.
¿Qué solución puede darme el mundo a todo mi problema personal, a mi inquietud, a mi búsqueda? No soñemos en otras circunstancias, en otros condicionamientos; lleguemos a las últimas consecuencias dentro de lo que realmente nos ha sido dado y está al alcance de nuestra mano, de nuestro poder. Si en algún momento hemos podido sentir el amor, la verdad, la belleza, el bien, la bondad, a través de personas, conocimientos, hechos, creaciones, ¿no hemos sufrido en seguida por la limitación del tiempo, de la situación, de la falta de plenitud, del anhelo de más? ¿No sentimos la necesidad precisamente entonces de ser redimidos, liberados de esa finitud y limitación, para gozar siempre? ¿Qué nos ofrece el mundo para acércanos más a los demás, para encontrarnos con los demás hombres en una verdadera compenetración, para realizar más plenamente nuestro ser? Es falsa la idea del encuentro entre los hombres para progresar –en el sentido que corrientemente hoy entendemos por “progreso”–; el encuentro entre los hombres tiene que ir orientado a la realización en y para el amor y la libertad.
¿Cómo es la justicia del mundo, su sinceridad en el bien, su comprensión y su perdón? ¿Cuáles son sus valores perennes? ¿Cómo soy yo cuando me dejo llevar por sus exigencias, por sus ideologías? ¿Qué hace con los que se dejan influir por su propaganda, con los que quieren hablar su lenguaje, con los que quieren vivir en su vaivén? ¿Qué respuesta tiene para esas preguntas, para esas inquietudes que laten en el interior del hombre cuando no se le ha drogado y atrofiado?
La grandeza nunca ha surgido de la claudicación ante las inclinaciones y apetencias que ofrecen un breve reinado de dominio, de placer, de orgullo satisfecho. El tiempo y la historia son a su manera un juicio, aunque no sea más que porque ha dan como pasados esos efímeros triunfos.
¿Cuándo nos sentiríamos salvados? Cuando nos sintiéramos libres de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo, de nuestro sentimiento, de nuestras limitaciones personales, y cuando, liberados de nuestra finitud, sólo viviéramos para siempre amando y en el conocimiento de toda verdad, bondad y belleza. Sólo Dios puede salvar así. Lo ha recordado Pablo VI.
“El mundo, no. Arrastrado por las propias fuerzas ciegas que lleva dentro de sí, el mundo no es capaz de salir de sí mismo para ofrecer a los hombres una posibilidad real y auténtica de poseer el bien y la verdad. En el mundo, ante todo se quiere gozar de la vida, incluso cuando se propone un programa de dignidad y de honradez.
“Se intenta disfrutar todo lo posible, al menos dentro del límite de lo justo y de la decencia. Acortar la vida, jamás. Tal es –según creemos– la mentalidad humanista y hedonista hoy tan difundida. Esta mentalidad está entrando –y a menudo con llaves auténticas– en la concepción cristiana de la vida contemporánea. ¿No es el cristianismo –se pregunta muchas veces– la forma mejor de nueva existencia? Y ¿no pretende precisamente el cristianismo resolver todos los problemas que hacen injusta e infeliz las condiciones de esta existencia? ¿Acaso el ideal cristiano no intenta consolar todo sufrimiento y calmar cualquier ansiedad? ¿Y no es incluso el cristianismo el que nos enseña hoy día a mirar con simpatía las maravillas de esta tierra que la ciencia, la técnica y la organización civil han hecho tan fecunda y tan pródiga en cosas útiles, bellas, interesantes? También el cristiano se reclina placenteramente sobre el lecho suave de las comodidades que la civilización ofrece en nuestro tiempo.
“No nos detendremos –por el momento– a hacer un análisis crítico de esta mentalidad, que resulta censurable cuando llega a convertirse en prevalente y exclusiva. Todos estamos convencidos –según creo– de que una tal mentalidad en lugar de contribuir al engrandecimiento del hombre puede, por el contrario, empequeñecerlo. En efecto, es propio de esta mentalidad restringir su visión preferentemente al campo de lo externo, al reino de los sentidos, al hombre instintivo, al ideal burgués y cómodo, al corazón estrecho y egoísta. Digamos también que la mentalidad hedonista no proporciona la felicidad al hombre, sino que más bien le convierte en un ser insaciable y propenso hacia la ilusión o hacia el pesimismo. Esto es lo que dicen hoy los pensadores, los literatos y los artistas. Nosotros lo habíamos intuido también, quizá sin haber caído en la cuenta. Jesús nos había advertido ya que, aunque se tenga mucho, no está la vida del hombre en la hacienda (Lc 12, 15).
“No es posible poseerlo todo, ni gozar de todo. Se impone una elección. El reino de los cielos es semejante–nos dice también el Señor–a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende todo cuanto tiene y la compra(Mt 13, 45-46).
“Este concepto de la elección, en el que está incluido también el de renuncia, aparece varias veces en el Evangelio: Nadie puede servir a dos señores (Mt 6, 24); entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición (Mt 7, 13)”1.
La salvación que ofrece Dios no puede darla ningún hombre #
La salvación que diera un hombre sería pasajera, limitada, desde una perspectiva particular, desde su momento histórico, siempre incompleta y parcial. ¿Verdad que ninguno de nosotros, incluso en una dimensión puramente humana, aceptaríamos habernos quedado en el punto marcado por cualquiera de los pensadores de los siglos pasados?
En cambio, la salvación que nos predican Cristo y sus Apóstoles se ofrece con validez permanente y eterna. Nadie podrá modificar o completar su contenido.Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema! Porque, ¿busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo. Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí, no es cosa de hombres, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo (Gal 1, 9-12). Sólo Cristo es nuestro gran Dios y Salvador, salud y salvación para todo el que cree en Él.
La salvación es la gloriosa libertad de los hijos de Dios que nos redime para vivir en y de su vida misma. La libertad es un concepto básico en el Nuevo Testamento: Para ser libres nos libertó Cristo (Gal 5, 1). Habéis sido llamados a la libertad (ibíd. 13). Evidentemente también es distinta la libertad que predica el mundo, de la libertad de Dios y de los hijos de Dios.
La libertad de los hijos de Dios no es el derecho a la arbitrariedad. La libertad para el cristiano es la liberación de sus deseos de venganza, de su avaricia, de su ira, de su lujuria, de su pecado. Por eso, de la misma manera que como reflexionábamos los días anteriores, no “somos” cristianos, vamos siéndolo, tampoco somos libres, nos vamos liberando. Y esta libertad aumenta en la medida en que aumenta nuestra fe, que es creer e imitar, y nos da valor para llegarnos confiadamente a Dios (Ef 3, 12). No hay oposición en los conceptos de salvación cristiana y libertad. Son intrínsecos uno al otro, la salvación es la libertad, y la libertad es nuestra salvación.
Salvarse el hombre de su propio pecado, de su propia esclavitud es la única manera en que el hombre puede realmente entregarse a los demás. Nadie da lo que no tiene. Por eso Cristo nos ha dicho:Amaos como yo os he amado(Jn 15, 12).Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas tas cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad… Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu que distribuye a cada uno según quiere(1Cor 12, 4-11).
Salvados del pecado y redimidos de él, tendremos la libertad de hijos de Dios que sacrifica y ofrece gustosa sus legítimos derechos en servicio del prójimo: Servíos por amor los unos a los otros, pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo… Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza (Gal 5, 14-24).
Dios nos salva para nuestra plena realización. La salvación que Dios nos ofrece no es algo ajeno a nosotros mismos, no se nos va a escamotear nuestra responsabilidad, nuestra inteligencia, nuestro amor, nuestra libertad, en fin, nuestra condición humana. Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios (Rm 6, 8-11). Cristo es hombre verdadero, en él son redimidas y salvadas todas las criaturas.
El modelo elegido para nuestra salvación y santificación es el de la filiación divina; la fuente y modelo de esta filiación es Jesucristo, el Hijo Único. Nos ha elegido en Él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor. En Él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él se propuso de antemano para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra(Ef 1, 4-9).
La historia de la humanidad es la historia de la salvación, porque todos los hombres experimentamos la necesidad de ser salvados de nuestro dolor, de nuestras limitaciones, de nuestros fracasos y de nuestra muerte. Suplicamos salvación a las criaturas humanas y no la encontramos. No es posible encontrarla. El mundo es eminentemente pobre para poder ofrecérnosla y va proclamando, con sus hechos, su propia pobreza. Hoy, como ayer, y como sucederá mañana, necesitamos que Dios venga a nuestro encuentro. Y viene con Cristo, Dios y Hombre, cuyo secreto es su plenitud, de la cual todos recibimos (cf. Jn 1, 16).
Salvación eterna #
En efecto, como explica un gran comentador moderno de San Pablo, “la salvación nos preserva de la muerte al mismo tiempo que de la ira, liberándonos del pecado. Por el pecado la muerte entró en el mundo, no sólo la muerte corporal que es su castigo, sino también la muerte espiritual, término de su nefasto reinado. San Pablo considera ya a la una, ya a la otra, ya a las dos a la vez, cuando repite con insistencia que el pecado conduce a la muerte, que la muerte es su estipendio, que el pecado da muerte. Pero, en contraste, afirma siempre que Cristo da la vida y que sólo depende de nosotros el participar en ella. Los predicadores del Evangelio son penetrante olor de Cristo en los que se salvan y en los que se pierden; en éstos, olor de muerte para muerte; en aquéllos, olor de vida para vida (2Cor 2, 15-16). Viviendo según la carne, se muere; pero haciendo morir por el espíritu las obras del cuerpo, se vive y Cristo nos libera, si queremos, de la ley del pecado y de la muerte. El pecado es el aguijón de la muerte y renunciando al pecado se escapa de la muerte espiritual inmediatamente, pero también de la muerte corporal el día de la resurrección.
“El horizonte se extiende aquí hasta la vida futura; uno se salva, en el pleno sentido de la palabra, si evita la condenación eterna, y el Apóstol menciona frecuentemente la posible eventualidad de la condenación. Es un acto de lealtad y un aviso necesario. Los pecadores obstinados son vasos de ira, maduros para la perdición (Rm 9, 22), mientras que se promete la salvación a aquellos que están firmes en la fe del Evangelio y que Dios ha escogido desde el principio para salvarnos. Los otros no escaparán de la condenación eterna, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder (2Ts 1, 9), y la ruina caerá sobre ellos de improviso, como los dolores del parto a la mujer encinta. Aquellos para quienes la cruz es una locura se perderán, mientras los que se salvan ven en ella el poder de Dios. No se consigue la salvación, si no es viviendo con miedo del castigo eterno.
“No obstante, el temor no podría ser para el cristiano una actitud dominante y mucho menos exclusiva. La salvación, que libera del pecado y de los males por él engendrados, es también la posesión de los bienes prometidos por Cristo en esta vida y en la otra, de manera que la esperanza y el amor moderan siempre el miedo. Nadie se libra del pecado y de la muerte sin llegar a la justicia y a la vida: son dos aspectos inseparables, y el Apóstol nunca los disocia en su pensamiento, sino en la expresión. Las promesas divinas sobrepasan todo lo que el hombre podría concebir. Dios promete la vida eterna a aquellos que le aman y perseveran en el bien, y ha querido hacer ostentación de la riqueza de su gloria sobre los vasos de su misericordia, que Él preparó para la gloria (Rm 9, 23). Los beneficios divinos se ofrecen a los creyentes ya en esta vida y les serán concedidos plenamente en la eternidad”2.
Él marca un camino, pero antes ofrece una vida. Al aceptarla, nos convertimos en discípulos suyos, más aún, en hermanos y coherederos suyos, en hijos de Dios. Toda nuestra conciencia se siente tocada a partir de ese momento. Nuestros actos libres, de hombres responsables, nuestras acciones humanas inevitablemente deberán orientarse por los caminos que Él ha señalado para vivir la nueva filiación. Aparecerán así unidas la fe y la moral. En la lucha contra el pecado no se tratará de cumplir un programa o de atenernos a un recetario. Se trata de una exigencia intrínseca del nuevo ser recibido, a quien se le ofrece como ideal ser perfecto como el Padre que está en los cielos. Así va caminando el cristiano, en posesión de una nueva conciencia, que nace de una nueva vida, y se apoya en una nueva seguridad: la de Cristo muerto y resucitado para que la salvación anhelada no sea vana aspiración ni un frustrado anhelo. El cristiano que confía en esa salvación será un noble luchador en los combates de este mundo, pero sin olvidarse de que la patria definitiva está en el cielo.
1 Pablo VI. Homilía del miércoles 11 de marzo de 1970: IP, VIII, 1970, 171-173.
2 F. Amiot, Ideas maestras de San Pablo, Salamanca, 1963, 54-55.