Comentario al evangelio del III domingo de Cuaresma. ABC, 10 de marzo de 1996.
En este tercer domingo de Cuaresma el fragmento evangélico que leemos, es de san Juan. Se trata del diálogo de Jesús con la Samaritana, la mujer pecadora, hacia la que nadie que haya leído la narración evangélica completa, habrá dejado de sentir simpatía. Hay en ella una mezcla de desenvoltura, de sincera humildad, de actitud femenina deseosa de saber, más bien que frívolamente curiosa, de religiosidad a pesar de su vida manchada, que conmueven.
Cuando le dice al Señor: ¿cómo tú siendo judío, me pides a mí que te dé de beber, a mí que soy samaritana?, no hay en ello ninguna negativa o rechazo; de sobra se ve que le va a ofrecer el cántaro o la vasija de agua fresca que ella ha sacado del pozo. La pregunta es referida a un hecho social, que está ahí, en medio de ellos, la separación radical entre samaritanos y judíos, que llega hasta ese extremo. El hecho social, que tantas veces se interpone entre los hombres o los pueblos, y estorba todo intento de acercamiento hasta hacer imposible la convivencia fraterna.
Aquí era la tradicional enemistad entre samaritanos y judíos. Pero Jesús no permitió que el diálogo derivase hacia tan mezquinas referencias. Clavó sus palabras directamente en el corazón de aquella mujer, que no era mala. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, le pedirías tú y Él te daría agua viva”. Ya está inquieta la mujer. Va desapareciendo de ella toda sombra de arrogancia o de ligereza. Jesús sigue hablando del agua viva, que Él puede dar, que salta hasta la vida eterna. “Señor, le dijo ella, dame de esa agua para no tener más sed, ni tener que venir aquí a buscarla”. ¡Cuántas veces un grito o un susurro parecido, que apenas se ha hecho sentir en la oscuridad silenciosa de muchos templos, ha servido para que alguien se acerque a un pobre confesionario y se libere de la pesada carga de la carne, que le tenía esclavizado! ¡Dichoso si en ese momento encuentra a un sacerdote “fatigado junto al pozo”, pero que sabe hablar sin reñir, y ofrece un poco de agua fresca a los labios del penitente!
Ella pone su alma al desnudo ante el suave impulso de la gracia, que llega a ella en forma de invitación: “Anda y llama a tu marido y vuelve”. Y al decir “no tengo marido”, Jesús rompe definitivamente la suave coraza, con que ella se protege acogida a un pudor, que aún no ha perdido y contestó: “Bien dices, porque has tenido cinco maridos y el que tienes ahora no es tuyo”. Todo lo demás aparece ya tocado por la gracia de la conversión.
La Samaritana va corriendo al pueblo y grita a unos y a otros: “Venid a ver un hombre que me dicho todo lo que he hecho”. ¿Qué le importa a ella que los demás piensen de su vida lo que quieran? Lo que en el fondo de su corazón anhela es saciarse del agua viva, que el desconocido ofrece. Tenemos derecho a suponer que, si samaritanos y judíos se hubieran reconciliado, esta mujer habría sido una de las que siguieron a Jesús hasta el Calvario. No fue así. Pero logró que muchos creyeran en Él. La pecadora se transformó en apóstol del Señor. Y cuando el paso de los años la dejó oprimida por sus dolencias, no nos la imaginamos abatida y triste por su vejez, sino gozando del recuerdo imborrable de aquel que la había dicho palabras tan hermosas.