La Santísima Virgen María y el Año Santo

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La Santísima Virgen María y el Año Santo

Instrucción pastoral, de abril de 1974, publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, mayo 1974.

Queridos diocesanos: De nuevo me dirijo a todos vosotros para continuar las reflexiones iniciadas hace algún tiempo al anunciar la programación del Año Santo en nuestra Archidiócesis de Toledo. Porque no se trata únicamente de la celebración de determinados actos, sino de meditar en el interior del espíritu de cada uno sobre la profunda y trascendente finalidad asignada por el Santo Padre a este singular acontecimiento de la vida de la Iglesia. Los propósitos de renovación y reconciliación con Dios y con los hombres, tan constantemente repetidos, deben apoyarse, para ser eficaces y sinceros, en la contemplación de Dios y los misterios revelados. Quisiera insistir en esto, invitándoos una vez más a meditar en la acción del Espíritu Santo en nuestras almas para poder conseguir la obra de renovación interior. Quisiera también, como os lo prometí anteriormente, ponderar con más detenimiento el significado y la misión de la Santísima Virgen María como auxilio eficacísimo en nuestra acción religiosa renovadora. A su intercesión ha confiado el Papa el éxito espiritual del Año Santo1.

Cuando esta instrucción llegue a vuestras manos, estará ya próximo el mes de mayo, época propicia para que empiecen a hacerse peregrinaciones, de las parroquias y demás instituciones, a los lugares señalados en la Diócesis para ganar las gracias del Jubileo. Debemos aprovechar también ese mes, que la piedad cristiana ha ofrecido siempre a María, para honrarla y seguir su ejemplo, seguros de que Ella nos facilitará el encuentro con Dios y nos alcanzará las gracias para amarnos más unos a otros.

La «Renovación» que trae el Espíritu #

En Pentecostés –«que podemos definir como la natividad histórica de la Iglesia»–2, se renovaba la creación entera. El Espíritu de Dios, incubando en las aguas (Gn 1, 2) –nos lo recuerda la liturgia de la Vigilia Pascual–, era el origen de la vida que ponía orden en el caos primitivo. El Padre por el Verbo y para el Verbo (Col 1, 6) creaba todas las cosas, y remataba su acción creadora con el hombre, la obra de sus manos (Job 14, 15), sobre la que el Creador insufló el aliento de su propio espíritu (Gn 2, 7). Así, el hombre, «centro y cima de todas las cosas» (GS 12), fue creado a imagen y semejanza de Dios.

En Pentecostés, el mismo Espíritu de Dios renovaba la faz de la tierra (Sal 103, 30), comenzando por renovar las almas de los Apóstoles, desde donde la semilla del Hijo de Dios, muerto y resucitado, comenzaba a ser el germen de la renovación del mundo todo. Renovación de la creación, una auténtica re-creación, que llegará a su culminación cuando Cristo, quien «sigue creando todas las cosas» (Canon Romano), lograda su meta de reordenarlas según su destinación original (Ef 1, 10), las ponga en manos del Padre, sometiéndose Él mismo a quien todo se lo sometió a Él mismo, para que Dios sea todo en todas las cosas (1Cor 15, 28).

Pero esta renovación, que comenzaba espectacular y milagrosamente en la Pentecostés primera de la historia, había sido precedida, y era su natural consecuencia, de una reconciliación de la creación con el Creador. La que hizo el Redentor, Jesús, en la Cruz.

A Él, el Padre lo hizo «fundamento de todo, y de su plenitud quiso que participáramos todos. Siendo Él de condición divina, se despojó de su rango; y por su sangre derramada en la Cruz puso en paz todas las cosas» (prefacio común del Misal Romano).

Efectivamente, la creación, que había salido buena de las manos de su Hacedor (Gn 1, 31), fue inmediatamente afeada por el pecado, siendo violentamente distorsionada de la orientación que le era originaria. El hombre había sido creado para que, siendo dueño de todas las cosas a su servicio, sirviera él mismo a Dios en esta vida y luego gozara de Él en la eterna. Pero el hombre, cima y resumen de toda la creación, sintió con el pecado la lucha del desgarramiento interior, y con él todos los seres comenzaron a sentir la violencia de este sometimiento contra naturaleza, del que habla San Pablo (Rm 8, 20), y que está en la base de ese desequilibrio y malestar, cuyo origen y existencia misteriosa no acierta a descubrir el hombre moderno si no se acerca a la luz de Cristo (cf. GS 3-8).

Y de esta distorsión cósmica el exponente máximo es el desgarramiento que experimenta, no sólo el hombre de San Pablo (cf. Rm 7, 13-24), sino el hombre de todos los tiempos, que sufre dentro de sí mismo la dispersión íntima y antagónica que, en fuerza de su cansancio, le hace anhelar por la pacificación interior, la reconciliación de sus tensiones en perpetuo luchar, por esa unidad de vida interior que sólo a costa de dolorosos esfuerzos y con la ayuda de Dios logra conseguir como meta final de su vida (cf. GS 37).

Realidad terrible que comprueba experimentalmente uno de los puntos de la doctrina católica: ese pecado original, cuyas funestas raíces actúan, aun en el hombre liberado por la gracia de Cristo, y cuyas consecuencias dejará de sentir solamente a la hora de la liberación total, en la muerte entre las manos de Dios. Situación que, si ahora la sentimos tan pesadamente, antes de la redención de Cristo revestía caracteres de angustiosa tragedia.

Toda la humanidad, solidaria del primer hombre pecador, había perdido la paz; cada hombre era incapaz de recobrar la paz interior y la pacífica relación filial con Dios, que a pesar de todo seguía en su voluntad de manifestarse, como lo era siempre y totalmente, Padre.

Pues el hombre, al enfrentarse rebelde con el Creador en la dura batalla del poder de las tinieblas que, iniciada al comienzo durará hasta el final (cf. GS 37), se había aliado a la «Serpiente antigua» contra el Germen de Dios, de que nos habla el Génesis. Y sólo ese Germen de Dios, sembrado en la raza de los hombres, podría lograr, con la victoria, la reconciliación de la humanidad con Dios, distanciados en un abismo humanamente insalvable.

De ahí la necesidad de que el Verbo, hecho hombre y cabeza de la humanidad renovada, muriera en expiación de los pecados del mundo,borrando el acta de los decretos que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz(Col 2, 14), pacificando por la sangre de su cruz todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo(Col 1, 2).

Presencia de la Mujer #

Y es precisamente en estos dos momentos cruciales –Calvario y Pentecostés– cuando encontramos significativamente presente a la Mujer. A raíz justo de la primera prevaricación, se escuchan los términos de la promesa: Pondré enemistades entre ti y la Mujer, su descendencia y la tuya; ella aplastará tu cabeza (Gn 3,15). El hombre había caído, a instigación y al lado de la mujer. Pues ya –comenta San Bernardo– no se levantará sino por medio de la mujer. Así, a la hora cumbre de esta reconciliación de la humanidad con Dios, en el Calvario, al lado de Jesucristo, que moría como hombre e hijo de María, y nos salvaba como Dios-hombre en una sola persona, estaba María, su Madre.

Y «no sin un designio divino» (LG 58). Gracias a su fe, en uso de su plena libertad, de su obediencia al designio salvífico de Dios, y a su encendida caridad (cf. LG 53. 56. 61), el Verbo se había hecho hombre, «uniéndose en cierto modo con cada hombre» (GS 22). Y esta es la razón profunda de que María pertenece a esta nueva humanidad, el «hombre total» de que habla San Agustín, Cristo, Hijo del Padre celeste y de María nuestra «hermana», en cuya persona divina se habían reconciliado definitivamente, hasta hermanarse de modo indisoluble, la divinidad y la humanidad. Y en esta humanidad renovada en Jesús, María es nada menos que el instrumento, libre y consciente, de todo el misterio de la reconciliación: la Madre de esa nueva humanidad.

Por eso María está ligada «con estrechos e indisolubles vínculos» (LG 53) a la historia de nuestro destino, a la historia de la salvación. Por eso estaba en el Calvario, no en una mera actitud de pasiva Dolorosa, sino de paciente y amorosa cooperadora, asociada a la persona y obra de Cristo (LG 56. 58). Era nuestra Corredentora.

Pues el «desquite» de Dios había escogido este plan salvador: si la separación original se había realizado por un hombre, con la intervención de la mujer, la reconciliación de todos en un solo cuerpo con Dios (Ef 2, 16) se haría de un modo similarmente inverso: por medio de una mujer, haciendo en sí mismo de los separados un hombre nuevo (Ef 2, 15). Por eso mismo, la Madre que introdujo a Dios entre los hombres, y que a la hora suprema de la reconciliación universal estaba a su lado cooperando maternalmente, a la hora de la renovación, ya en el tiempo de esa humanidad reconciliada, tenía que estar presente la Madre de Jesús (Hch 1, 14).

Lo relatan los Hechos de los Apóstoles y lo recalca el Vaticano II, haciéndonos caer en la cuenta de la íntima relación existente entre estas dos presencias renovadoras del Espíritu Santo: «En Pentecostés comenzaron los hechos de los Apóstoles, como al sobrevenir el Espíritu Santo sobre la Virgen María se había obrado la concepción de Jesús» (AG 4; cf. LG 59). «Envía, Señor, tu Espíritu, y serán creadas las cosas, y renovarás la faz de la tierra» (Antífona de Pentecostés). Algo así sería la plegaria de los Apóstoles, tan empapados en Sagrada Escritura; plegaria que repite la Iglesia en su liturgia, que aprendió de los Padres de la fe, quienes, unánimes, unían su fervor a la «omnipotencia suplicante» de la Madre de Jesús.

Año Santo, renovación y reconciliación #

Doble finalidad, o mejor, dos son los aspectos de la finalidad que al Año Santo ha propuesto, desde su anuncio, Pablo VI: renovación y reconciliación.

Por descartado, que la apelación a esta finalidad religiosa ha de desarrollarse –insiste en ello el Papa– en dos campos, que se sitúan concéntricamente, el uno en la órbita del otro. «El primer campo es el corazón del hombre», «centro íntimo, libre, profundo, personal, de nuestra vida interior». Este hondón de la personalidad humana, donde a partir de nuestro bautismo, si no lo rechazamos por el pecado mortal, habita el «dulce huésped del alma». Pero la acción de este Espíritu de Cristo, normalmente, sólo se realiza dentro del único organismo divino-humano, el «Cuerpo místico», que, por la misma ley de vida divina –lo mismo Jesús, nacido de Santa María Virgen– en todo y por todo se mueve por el Espíritu Santo (Rm 8, 14). Y es aquí donde hemos de situar precisamente el único punto de mira de la solemne apelación a la renovación conciliar de este Año Santo. Sin caer en un espiritualismo descarnado, tenemos que admitir que toda la obra de Cristo se hace en, por y con el Espíritu Santo. Y así, sólo dejándose llevar de ese Espíritu, podemos llamarnos cristianos. Si alguien –afirmaba San Pablo– no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm 8, 9).

Es, pues, evidente que, a larenovación de mentalidada que constantemente nos invita el Vaticano II, ha de preceder lógicamente unareconciliacióncon Dios en el Espíritu.Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas(Ef 4, 22-24).Estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, pues el Espíritu de aquel que resucitó de entre los muertos habita en vosotros (Rm 6, 11; 8, 11).

No se puede ser miembro vivo de Cristo sin vivir su vida en el organismo vital de su Iglesia. Ella es el «sacramento de nuestra unión con Dios y con todos los miembros del género humano» (LG 1). Comenzando con Dios.

Por ello, supuesta la reconciliación liminar del bautismo, hemos de mantener –o recuperar– esa unión con Dios por la vida sacramental (Penitencia, Eucaristía, raíz y meta de nuestra permanencia en Cristo) activa a lo largo de toda nuestra existencia con el desarrollo de toda esa actividad religiosa que llamamos vida interior, o vivencia personal, renovada conscientemente, del trato con la Santísima Trinidad, en quien vivimos.

Y ahí, como primer objetivo, nos lleva la acción sacramental de la Iglesia, campo éste más amplio, que señala el Papa, donde ha de realizarse el programa del Año Santo.

Pero, naturalmente, y como refluencia de nuestra unión con Dios, viene la reconciliación con nuestros hermanos, los hombres, si es que hay algo que nos distancia de la «comunión de los santos», que es la Iglesia, o de la solidaridad más amplia de la humanidad entera. La paz entre los hombres, que no es sólo la mera ausencia de la guerra, es el fruto del respeto a los demás, de la justicia y, sobre todo, del amor (GS 78). Y la reconciliación universal, a la que aspiramos, base de esa paz que parece cada vez más lejana, ha de eliminar las causas de esa perpetua discordia –distancia de corazones–, que son, en definitiva, todas las formas de egoísmo o negación del amor (cf. GS 83).

Y si esto es absolutamente cierto a escala internacional, es más que evidente en el campo de los corazones de quienes forman la Iglesia del Espíritu. No se puede ser miembro vivo de Cristo sin ser miembro vivo de los otros miembros. La indiferencia, el desprecio, el odio, la falta positiva de amor efectivo a los «hermanos», segrega automáticamente de la «comunión con Cristo». Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos… Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos (1Jn 3, 14; 5, 2).

Dios es caridad (1Jn 4, 16) y la derrama, mediante su Espíritu, en los corazones de quienes se incorporan al Verbo encarnado (Rm 5, 5). Y sin la caridad o amor cristiano, ni la justicia, ni la promoción humana, en todo el abanico de sus amplias posibilidades –cultura, bienestar, convivencia y corresponsabilidad ciudadana y política–, valen algo de cara a Dios. Recordemos las rotundas afirmaciones de San Pablo (1Cor 13). Amputada conscientemente de esta inserción en Dios, nuestra actividad no es capaz de trascender el nivel de la pura dimensión humana. En cambio, un auténtico amor a Dios jamás nos esteriliza encerrándonos en un aislacionismo egoísta; el amor a Dios de verdad nos empuja a desvivirnos en un real y efectivo servicio a los hombres: la caridad de Dios nos urge (2Cor 5, 14). En favor, primero, de los hermanos en la fe (Gal 6, 10). En favor, después, y al mismo tiempo, de todos los «otros» cristianos, de todos los creyentes, de todos, en fin, con quienes nos sentimos solidarios por saberlos hechura de Dios, nuestro Padre, y rescate de la sangre redentora de Cristo nuestro hermano.

Y es a partir del amor a Dios cuando la renovación, iniciada en el bautismo, irá desplegando todas sus posibilidades, en nosotros y respecto a los demás, dependientemente de nuestra docilidad a ese Espíritu que nos inhabita y que derrama en nosotros la caridad divina, siempre operante. En un proceso que, por su dinámica interna, nos lleva a la plenitud de esa nueva creatura (Gal 6, 15), de ese hombre nuevo que cada día hay que ir construyendo en nosotros (2Cor 4, 16), y que viene a resultar la imagen del cristiano que ha trazado el Vaticano II.

La novedad que ilumina la imagen de María #

Este hombre –que quiere realizarse no para sí mismo, sino consciente de que no «puede encontrar su propia plenitud sino en la entrega a los demás» (GS 24)– lejos de menospreciar los valores humanos, «ama apasionadamente el mundo», porque se sabe colaborador con Dios en la tarea de devolver a la actividad humana la dimensión divina que tuviera originariamente, y que, radicalmente, se le ha restituido en la reconciliación de Cristo.

«Él, que es imagen de Dios invisible (Col 1,5), es al mismo tiempo el hombre perfecto, que ha restituido a los hijos de Adán su imagen divina, ya desde el principio deformada por el pecado. Pues si en Él la naturaleza humana fue, no suprimida, sino asumida, por ello mismo también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime. Pues Él, Hijo de Dios, en su encarnación, se unió en cierta manera a cada uno de los hombres. Trabajó con manos de hombre, pensó con mentalidad humana, actuó con voluntad humana, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado» (GS 22).

Y entonces, desde Cristo, la vida humana adquiere un nuevo sentido (ibíd.), esa novedad que se presenta como programática en el Apocalipsis (21, 5), y que determina una constante renovación como exigencia de la acción del Espíritu de Cristo. Y este hombre nuevo que propone el Vaticano II es el que sabe redescubrir en una normal unidad de vida (GS 43; AA 7) –a imagen de Cristo, hombre y Dios en unidad de persona– la inseparabilidad de su propia vocación, divina y a la par humana (GS 22), y que no es otra que el llamamiento a la santidad.

«Todos los fieles de cualquier estado o condición –cada uno por su camino (LG 11)– están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad que, aun en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir» (LG 40). En cualquier circunstancia, oficio o condición de vida. Y es precisamente esa circunstancia, oficio, condición, el medio que Dios pone en manos del hombre para que pueda llegar a la perfección que el Dios perfecto le señala como ideal (LG 41, 10). La competencia profesional, el trabajo bien rematado, el encargo escrupulosamente cumplido, la atención amable a la clientela, en una palabra, el exacto cumplimiento de las obligaciones en cada estado y situación, será el medio de santificarse, y con ello, no sólo de cooperar al mayor bienestar común, sino de acercarse cristianamente a los que con nosotros conviven y trabajan, para dar razón de nuestro comportamiento y de nuestra esperanza (1P 3, 15; cf. LG 10, 33-36; AA 2, 7).

Con ello los cristianos tratan de llevar todas las cosas al ámbito de la reconciliación de Cristo y se esfuerzan por sembrar la paz y la alegría cristiana en el medio donde viven y actúan. Como exigencia normal del bautismo recibido, que siembra en el cristiano el germen de la renovación universal a que conduce la acción escatológica de Cristo en su Iglesia.

Por eso, un cristiano, ese hombre nuevo, es automáticamente apóstol; un llamado por Cristo a anunciar su paz a los de lejos y a los de cerca, pues por Él tenemos los unos y los otros el poder de acercamos al Padre en mismo Espíritu (Ef 2, 17-18). Cada uno por su camino. Cada uno desde su sitio.

Y el modelo acabado de esta actitud fundamental es María, la Reina de la paz, Madre de la Iglesia, y por ello su modelo e imagen, en donde todos pueden mirarse a la hora de vivir y actuar en cristiano. Lo afirma expresamente el Vaticano II, a renglón seguido de haber expuesto la pauta de una espiritualidad auténticamente secular: «El modelo perfecto de esta vida espiritual y apostólica es la bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual, viviendo en la tierra una vida igual a los demás, entregada plenamente a las ocupaciones y trabajos de su familia, estaba siempre en su interior íntimamente unida a su Hijo, cooperando de una manera totalmente singular a la obra del Salvador» (AA 4).

Las dificultades de la reconciliación #

«Dios no está de moda», reconoce el mismo Pablo VI3. Y, considerando la situación real que vivimos y de la que tenemos noticias alarmantes casi a diario, podría venirnos la tentación de pensar que la convocatoria del Año Santo se reducirá a un gesto hermoso e ineficaz, de antemano condenado al fracaso. Dios no está de moda: «Dios ha muerto». Porque, no sólo lo matamos en el Calvario, sino que lo estamos eliminando de la vida, de la ciencia, de la cultura. La creciente secularización o arrinconamiento de toda forma religiosa se inserta en esa creciente marea negra que nuestra sociedad «permisiva» proclama como meta parcial conseguida hacia la consecución de la meta final, la liberación total de cuanto venía alienando al hombre e impidiendo su plena realización humana. Ya no sólo es pragmatismo arreligioso el que empapa la vida personal y de relación a nivel de conciudadanos del mundo y fabricadores de un porvenir de justicia. Es que ese arrinconamiento hasta del mismo nombre de Dios trae como consecuencia una exaltación del hombre, que por la lógica del orden existencial, lleva al autoaniquilamiento. «La creatura –dice el Vaticano II– sin el Creador se esfuma» (GS 36).

Y de hecho la identidad del hombre ha entrado en esa tremenda crisis a que el Papa alude al decir que «el hombre está narcotizado por dudas de todo orden»4. Dudas de su propia eficacia. Dudas de sus propios recursos espirituales. Dudas incluso del sentido de su propia existencia.

«Desde el final de los años sesenta –escribe un filósofo alemán– la experiencia de la crisis ha alcanzado a la gran mayoría de los estratos sociales. Ha penetrado en la conciencia de todos una especie de realidad monstruosa: el hecho de que estamos estrangulados por nuestra propia técnica, nuestra propia ciencia y nuestra propia organización; el hecho de que nos amenazamos a nosotros mismos de mil maneras distintas, porque el saber y el poder humanos se han desarrollado de tal modo que desbordan por completo la medida humana»5.

Es, en definitiva, una como desesperanza total, que se manifiesta a veces violentamente, en esa situación de protesta general contra todo. Y que no es otra cosa que la proyección hacia el exterior de la duda interna del hombre, que ha perdido todo apoyo al querer montar su seguridad sobre sí mismo, ignorando o queriendo ignorar su radical contingencia, la necesidad insoslayable del asidero original, que es Dios. Hasta a la «fe» cristiana se la ha querido convertir en una vivencia de oscuras inseguridades.

Sin ese Dios, Creador y Padre providente, el hombre quiere erigirse en centro de convergencia del universo entero, y cada uno pretende utilizar a los demás para su propio servicio. Y, cuando más se airean los estereotipos que suenan tanto y tan halagüeñamente, como «solidaridad humana universal», «cooperación supranacional hacia la liberación y el progreso de los pueblos», más se recrudece el egoísmo, tanto personal como nacionalista, que arroja como saldo esta grave situación que vivimos, y que no hace mucho impulsaba a decir a Pablo VI: «Nos sentimos humillados y empavorecidos. Es posible que sea éste un mal incurable de la humanidad. En este caso, debemos observar la desproporción congénita de la humanidad entre su capacidad idealística y su actitud moral a mantenerse fiel y coherente a sus programas de progreso civil»6.

Y es que, marginando a Dios, cerramos la puerta a la auténtica pacificación. Cristo es nuestra paz (Ef 2, 14). Y toda la buena voluntad humana es incapaz, sin Cristo, de extirpar del corazón de los hombres los gérmenes de la guerra o de la violencia, «envidia, desconfianza, soberbia y toda forma de egoísmo» (GS 83).

«La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, reconcilió con Dios a todos los hombres por medio de la cruz, y, reconstituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo, en su propia carne dio muerte al odio, y, exaltado en su resurrección, derramó en el corazón de los hombres el Espíritu de caridad» (GS 78). Es cuestión, pues, a la hora de un decisivo esfuerzo por la reconciliación universal, de abrirse a esa acción del Espíritu de Cristo.

«La tierra nueva y los cielos nuevos» #

Por eso mismo, y en medio de tan estremecedoras perspectivas, Pablo VI apoya su esperanza para los frutos del Año Santo en la acción del Espíritu. Y al mostrarnos el campo de su esperanzadora panorámica, nos demuestra, como lo debemos tener todos los cristianos, un corazón universal dilatado (2Cor 6, 11-13).

Se trata de conseguir «la reconciliación a todos los niveles: de la vida familiar; la vida comunitaria; la vida nacional, eclesiástica, ecuménica, e incluso social»7.

Nosotros hemos de compartir, activamente, sus esperanzas. La hermosa y estimulante virtud de la esperanza, que es como el sistema vertebral de nuestra actividad estrictamente cristiana. Es la que sostiene la fe y hace que no desfallezca la caridad en la tarea de santificar toda la actividad humana con la mirada hacia el cielo, al tiempo que esa actividad se vierte en lograr, con el esfuerzo propio, un mundo cada vez más humano, una tierra renovada con la renovación de los espíritus en busca siempre del Paraíso perdido.

Naturalmente, entendido en sentido cristiano. Sentido que ha impulsado e impulsa a la Iglesia, a partir de Pentecostés, a trabajar sobre la tierra en la realización consumada de ese Reino que inauguró Cristo (LG 5), y que en la literatura profética se dibuja como un Paraíso: una situación terminal donde la paz, asentada en la más conseguida justicia, será el clima de serenidad imperturbable, que con imágenes poéticas describen los profetas para la edad mesiánica, para decirnos que «su bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano» (GS 39).

Es cierto que siempre hay que distinguir con cuidado exquisito, para jamás equipararlos, crecimiento del reino de Cristo y progreso temporal (GS 39); y todavía más cuidado hemos de poner para no ilusionarnos jamás con una utópica consecución de una sociedad perfecta, que podría llamarse reino de Dios. No obstante, la Sagrada Escritura nos asegura que la redención total de Cristo no sólo afectará a nuestras personas, almas y cuerpos resucitados, sino a toda la creación, sometida a una violenta servidumbre por el pecado del hombre. Será el momento de la reconciliación definitiva y total, de la renovación universal con que se cierra el anuncio del Apocalipsis (21, 5).

Pero, queridos, contra toda tentación de utopía terrestre, Cristo mismo con su enseñanza, y sobre todo con su muerte, resurrección y ascensión a los cielos –de donde volverá a la hora de establecer definitivamente su reino que no tendrá fin–, nos señala la meta y el lugar definitivo de la plenitud de la renovación, que aquí en la tierra vamos consiguiendo, en dramáticas alternativas, con éxitos a veces deslumbradores y a veces en oscuridad casi desesperante.

El éxito dependerá de la ayuda singular de la Virgen #

Se ve, entonces, claro que una meta tan alta y tan maravillosa, pero tan ardua de alcanzar, dada la triste comprobación de nuestra actitud y las realidades que vivimos, sólo puede ser el resultado de un poder que está por encima de los simples esfuerzos humanos.

Y ésta es la razón, volviendo a lo que señalábamos al principio, de que Pablo VI haya colocado el comienzo del Año Santo en la fiesta de Pentecostés. «El ejecutor principal de los frutos, que el Papa espera, es, sin duda, el Espíritu Santo»8.

Pero es claro también, para quien vive la fe, que nada puede el Espíritu, habida cuenta del «respeto que Dios tiene a nuestra libertad», sin «el juego mismo de nuestra cooperación, aun cuando no sea otra cosa que condición de la acción divina en nosotros»9.

Ahora bien, esta misma libre cooperación nuestra es otro fruto del Dador de todos los demás. Y que, dentro del conjunto de la economía concreta de nuestra salvación, ha dispuesto Dios no concedérnoslo sino por mediación de Santa María, la hija predilecta del Padre, Sagrario y Esposa de ese mismo Espíritu divino, singular cooperadora a la obra salvífica del Redentor, que perpetúa a través de los tiempos la Iglesia, de quien la Virgen es Madre.

«María Santísima –nos recuerda el Papa– ha sido constituida administradora y dispensadora generosa de los tesoros de su misericordia» (Mense maio). De aquí que el poner en manos de Nuestra Señora y Abogada el éxito de cualquier empresa religiosa sea la actitud normal de una lógica vivencia del Misterio de Cristo, en el cual la Virgen ocupa un puesto central y en cierto modo indispensable.

En efecto, Cristo, el nuevo Adán, y que, a partir de su resurrección, ha sido constituido espíritu vivificante (1Cor 15, 45), principio constantemente renovador de su Iglesia –madre siempre joven y fecunda–, realiza su obra de reconciliación «en» y «con» su Madre. Ya se entiende que jamás en plano de igualdad. María –la «obra maestra» de la Santísima Trinidad–, preservada del pecado original y llena de gracia en el primer instante de su ser original, en virtud de la redención anticipada de Cristo «único mediador», esta Mujer excelsa, la que ha recibido más gracia de Dios que todas las creaturas, no pasa jamás la linde de ser una pura creatura.

Pero, creatura perfecta y toda santa, por la acción divina y su absoluta y perfecta correspondencia, «nueva Eva y madre de los vivientes» (LG 56), fue asociada «íntima e indisolublemente» a la persona y obra de su Hijo, el Redentor (LG 53. 56), en la tarea de la total reconciliación y renovación de la humanidad.

Permitidme insistir en este punto, medular en el misterio de la Iglesia. Esta asociación de María a la obra redentora, que depende de la total iniciativa de Dios, supone una colaboración libre y consciente por parte de la Virgen, a la que de ninguna manera podemos imaginar instrumento ciego o pasivo de su responsabilidad en la misión a Ella confiada. Por ello es el modelo más eficaz de nuestra cooperación, ya que la suya «ha sido elegida en la historia de nuestros destinos cristianos, primera por su función, dignidad, eficacia, no puramente instrumental y física, sino como factor predestinado, pero libre y perfectamente dócil»10.

La Encarnación fue el momento histórico, decisivo y cardinal, de esa reconciliación del hombre con Dios –distanciados por el pecado–, que se reencontraban nada menos que en el Hijo de María, perfectus Deus, perfectus homo, subsistentes la divinidad y la humanidad en la única persona de Jesús, y que venía a ser, Verbo encamado, el abrazo de la definitiva reconciliación del Padre y del «hijo pródigo».

Pero esta reconciliación no se hizo sin que «el Padre de las misericordias pidiera su libre aceptación a la que había sido predestinada como Madre de Jesús» (LG 56).

Cierto que el momento cumbre –la «hora» a que citaría a su Madre en las bodas de Caná– se sitúa en el Calvario: donde el Mediador, con su propia muerte, consumaría el sacrificio sacerdotal, en el cual su propia sangre aplacaría la «ira justa del Creador». Y en ese momento «por designio divino, al pie de la cruz, estaba su Madre, asociándose con corazón maternal a los dolores y el sacrificio de su Hijo» (LG 58). En ese momento cimero, radicalmente, la reconciliación de la humanidad con Dios se había realizado de una vez para siempre (Hb 9, 10).

Pero a esta reconciliación le faltaba aún la manifestación solemne. La venida sobre la humanidad rescatada –Iglesia ya y Esposa resplandeciente de Cristo– del Espíritu que renueva la faz de la tierra. Y en este momento, en medio de la comunidad eclesial, «implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo» (LG 59), estaba la Madre de la Iglesia.

Pues bien, esta renovación o re-creación, que en Pentecostés tuvo su consagración solemne con la bajada visible del Espíritu Santo, la sigue realizando ese mismo Espíritu por mediación de la que sigue siendo Madre de esa humanidad, que en la de Cristo encontró la reconciliación fontal.

María es totalmente madre, y sólo por su función maternal tiene su razón de ser en los planes de Dios y en su paso por la historia. «Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar, desde que prestó fielmente su asentimiento en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilación al pie de la cruz, hasta que se realice la perfecta consumación de los elegidos todos» (LG 62).

Nacimos en Cristo a la vida de Dios, y nacemos, uno a uno por ese «influjo salvífico» (LG 60) que sigue ejerciendo dentro de la Iglesia, donde vivimos –desarrollando esa vida o recuperándola– gracias también a la «caridad o amor de Madre», que contribuye al desarrollo del Cristo místico (LG 62. 63. 65).

Por ello fue asunta en cuerpo y alma a los cielos: siempre asociada a su Hijo, ahora vencedor del pecado y de la muerte. Reina del Universo (LG 59), «se preocupa de los hermanos de su Hijo que peregrinan aún y se debaten entre peligros y angustias hasta que sean llevados a la felicidad de la patria» (LG 62). Y allí interpone a favor nuestro su «múltiple intercesión» (ibíd.).

Como la de Cristo, su misión es la de interceder por nosotros (es la palabra precisa que usa la liturgia), hijos suyos, pero pecadores que necesitamos constantemente la misericordia del Padre, a quien seguimos ofendiendo con nuestras flaquezas y pecados. Abogada con el Abogado, potencia con sus méritos la intercesión de todos los santos (LG 49. 69), interponiendo ante la justicia del Dios ofendido su dignidad de Madre de Dios junto con los merecimientos de una vida en entrega total al servicio de la salvación y reconciliación de los hombres. Cristo presenta al Padre las cicatrices que conserva eternamente en su cuerpo glorioso. María, Madre y Abogada –comentan los escritores cristianos desde muy remota antigüedad–, muestra al Padre esos pechos que la Iglesia, con las palabras de la mujer del Evangelio, proclama bienaventurados por haber amamantado al Redentor del mundo.

Y otros autores, para ilustrar el modo y la eficacia de esa «omnipotencia suplicante», acuden al ejemplo de aquella hábil mujer que ante David se presentó para interceder por la vida de Absalón. Tenía la mujer dos hijos: uno de ellos habría muerto a manos del otro, y la justicia del clan familiar exigía, en justo castigo, la muerte del superviviente. Ellos –decía la mujer– quieren matar la brasa que resta a mi esperanza de descendencia… Que el vengador no aumente mi ruina y acabe con la vida del hijo que me queda (2Sam 14, 4-11).

Tal sería la función de medianera celeste que ejerce la Virgen ante el Rey de la gloria: apaciguar, pacificar, conseguir que llegue a su coronamiento feliz la reconciliación que Cristo, a quien se asoció su Madre dolorosa, había ganado para todos los hombres.

«Por eso la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Ayudadora y Medianera» (LG 62). De aquí que toda empresa cristiana dependa, si bien mediatamente, de la intercesión y valimiento de la Madre de misericordia, cuya protección maternal la Iglesia proclama solemnemente experimentar de continuo en su vida toda (LG 5). Y a esta seguridad recurre la piedad de Pablo VI al «recordar y afirmar que eléxito renovador del Año Santo dependerá de la ayuda superlativa de la Virgen»11.

María, ayuda y tipo de renovación programada #

«Tenemos necesidad de su asistencia, de su intercesión», afirma en consecuencia el Papa. Y, si bien es cierto que, aun antes de que nosotros lo hagamos, Ella intercede por nosotros, sin embargo, es de justicia y agradamos en ello a quien nos la ha dado como Madre y Abogada, que seamos conscientes de la necesidad de recurrir a su mediación. Y, aparte el culto particular que se programe oficialmente, cada uno por su parte ya debe comenzar a rezarle por los frutos del Año Santo.

«Debemos reverdecer nuestra devoción a la Virgen», insiste el Papa. Y sabemos que la devoción implica no sólo la invocación y el culto, sino el amor también, que, normalmente, busca tenerla contenta, tratando de imitarla. «Si tuviéramos la mirada fija en María podríamos reconstruir en nosotros la línea y la estructura de la Iglesia renovadora»12.

Pues Santa María, por Madre de la Iglesia, es un modelo viviente, molde diríamos, donde el Espíritu Santo nos va modelando a imagen del hombre nuevo, el hombre celestial, Jesucristo. Y es entonces no sólo su intercesión celeste la que garantiza el éxito del Año Santo, tanto a nivel personal como a nivel eclesial. Es que, además, todo programa de acción que se señale, que proceda del impulso del Espíritu, lo podemos ver realizado ya de antemano en nuestra Madre y Maestra.

«El Año Santo –asegura Pablo VI– tiene exclusivamente una finalidad religiosa»13. Lo primero, pues, que se impone es reencontrar a ese Dios con quien estamos en dependencia, seamos o no conscientes, lo aceptemos o rechacemos: reencontrarle a cada momento, máxime si lo hemos perdido o arrinconado. Hemos de encontrarlo, o mejor dejarnos encontrar, y entrar en un vivo y personal coloquio con Él. Rezar, en una palabra. Y preguntarle con toda sinceridad qué nos pide como acción urgente que realizar.

Como Santa María, cuya actitud fundamental fue la de esclava, la que en todo momento, y en las opciones fundamentales de su vida, fue un absoluto hágase en mí según tu palabra. Oró siempre por conocer la voluntad de Dios, y, una vez que la descubría, fue siempre la Virgen fiel que escuchaba la palabra de Dios y la ponía en práctica (LG 58). «No tienen vino», fue la oración lacónica y desinteresada, esperando contra toda esperanza. Y Jesús, a su ruego, hizo el primer milagro, «signo» que despertó la fe de sus discípulos. Oraba la Virgen, presidiendo el colegio apostólico, y descendió sobre la Iglesia la plenitud del Espíritu septiforme, comenzando con su impulso «los hechos de los Apóstoles».

María, Maestra de oración #

«¿Sabemos rezar?», se pregunta el Papa. Pues en la Virgen y de la Virgen encontramos la norma y los cauces para esta primordial obligación de un cristiano, la oración, y de la cual el Papa dice: «Es una flor que germina sobre una doble raíz, viva y profunda: el sentido religioso (raíz natural) y la gracia del Espíritu (raíz sobrenatural), que anima en nosotros le plegaria»14. Y en esa oración, o encuentro con Dios facilitado por su Madre, iremos descubriendo, y estimando, cada vez más, el valor de nuestra vida cristiana: vida de amistad con Dios o gracia santificante, pues es la que, en su normal desarrollo, nos lleva a la plenitud de la caridad (LG 40).

María Inmaculada y Purísima, la «sin pecado» y toda santa, nos inducirá, con su ayuda y con su ejemplo, a valorar esa limpieza inicial que Ella tuvo en su primer instante y nosotros adquirimos en el bautismo: limpieza a la que sigue la inhabitación de la Santísima Trinidad, que nos hace participantes de su vida, y, si la perdemos, los méritos de la Virgen Santísima, unidos a la Pasión de su Hijo, nos llevarán, en el sacramento de la misericordia, a la reconciliación con el Padre, que siempre perdona.

Y asociada como está íntima e indisolublemente a la obra de su Hijo, que se renueva en la Santa Misa (SC 2), no sólo nos alimentamos de la Carne que el Espíritu Santo formó en sus purísimas entrañas, sino que compartimos, y avivamos, esa caridad que Ella comparte con su Hijo, en el cual coincidimos todos los hijos de Dios –y los que están llamados a serlo–, pues la Eucaristía, «fruto del vientre generoso», es el sacramento, y, por tanto, la realización anticipadamente perfecta de la unidad del Pueblo de Dios y de todos los hombres en Dios (LG 11; UR 2). Porque, en definitiva, la Eucaristía es la fuente de que brota la unión íntima con Dios y la unidad de todo el género humano, de que es instrumento la Iglesia (LG 1), sobre todo cuando se congrega en comunión jubilosa, «en primer lugar con la gloriosa siempre Virgen María» (LG 50), para celebrar el Santo Sacrificio, en que «con el Cuerpo y la Sangre del Señor se refuerza la unión de toda la fraternidad del Cuerpo» (LG 26).

María está presente a toda la vida sacramental de la Iglesia, de la cual Ella sigue siendo Madre con todo ese «influjo salvífico», cuyos efectos reconoce la Iglesia, que, antes que nada, es comunidad de orantes, convencidos de que sin Dios todos nuestros esfuerzos son puro fracaso, y con esa energía, que nos viene de la unión con Dios en Cristo, todo lo podemos en la fe (Mc 9, 22; Fil 4, 13). Por eso, sin olvidar todo lo que nos compromete hacia la acción en el mundo por nuestro bautismo –vocación de santificarnos santificando todas las cosas en Cristo–; para comenzar, continuar y llevar a buen término cualquier programa válidamente efectivo –no nos cansamos de repetirlo– hay que volver a dar a nuestra vida cristiana la importancia y el lugar que han de ocupar el tiempo y el espíritu de oración. El cristiano que se une a Cristo, en auténtico espíritu de oración, se hace con Él y por Él omnipotente.

El Santo Rosario #

No queremos terminar esta instrucción sin recordaros que, después de la primera y gran oración, que es la liturgia de la Eucaristía y demás sacramentos y el rezo de las Horas, el Santo Rosario –lo repiten insistentemente los Papas– es la fórmula oracional que más eficacia ha demostrado tener, sobre todo en momentos difíciles, y por ello se recomienda a través de los siglos y en el mismo Concilio Vaticano II15.

Meditad estas hermosas palabras de Pablo VI: «Debemos nosotros, también hoy, ser amigos del Rosario: para venerar a la Madre de Dios y para colocarnos nosotros mismos en la mejor perspectiva de la profesión de nuestro auténtico sentido religioso en espíritu y en verdad (Jn 4, 24); para modelar la vida viviéndola sobre las huellas humanísimas y sublimes de María; y para implorar de Ella la asistencia celeste, tanto en nuestras cotidianas y particulares necesidades como en las grandes necesidades del drama histórico en que nos vemos envueltos. El plan de la Providencia, es decir, de la intervención de la acción divina en los acontecimientos humanos, se vale grandemente, en su favorable ejecución, de la plegaria; y mucho más cuando a nuestra plegaria se une la más válida intercesión, la de María, Madre de nuestro Salvador»16.

En este próximo mes de mayo debemos esforzarnos para que en todas las parroquias y lugares religiosos de la Diócesis se rece el Rosario y se hable insistentemente a las familias católicas para que esta práctica tan hermosa vuelva a merecer en los hogares cristianos la atención que siempre tuvo. Que se rece el Rosario en familia, sí. Que padres e hijos juntos, no obstante las dificultades que nacen del modo de vivir en nuestros días, vuelvan a alabar y suplicar a la Reina del Cielo en las casas en que viven, aman, gozan y sufren. Será un medio sumamente eficaz de conseguir silenciosamente los fines del Año Santo en muchas conciencias que, ante el ejemplo de la Virgen María, se dispondrán mejor a la renovación y reconciliación con Dios y con los hombres.

El último documento del Papa #

Cuando este escrito mío estaba a punto de ser entregado a la imprenta, el Magisterio del Papa Pablo VI acaba de ofrecer a toda la Iglesia la espléndida Exhortación Apostólica para la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen María. Nuestra reciente estancia en Roma nos ha permitido conocer muy detalladamente las razones originarias y los propósitos que han movido al Sumo Pontífice a escribir este precioso documento. No puedo comentarlo ahora. Os ruego que lo leáis y estudiéis detenidamente. Una vez más se comprueba que sólo bajo la guía sapientísima del Magisterio se puede lograr la síntesis de lo antiguo y lo nuevo con perfecto equilibrio.

Nadie que lea esta exhortación pontificia, con el reverente obsequio que merece y con la suficiente cultura teológica que debe suponerse, dejará de ponderar las valiosísimas razones que da el Papa para situar el culto a la Virgen María en el lugar exacto en que debe estar dentro de la liturgia de la Iglesia. Nadie, tampoco, dejará de lamentar la insoportable vacuidad y ligereza con que muchos han hablado y actuado estos últimos años con relación al culto mariano y con las formas de piedad y devoción que son patrimonio irrenunciable del pueblo cristiano. Por nuestra parte, queremos rendir público testimonio de gratitud y alabanza a todos aquellos párrocos y comunidades religiosas, y especialmente a las familias católicas, que han seguido honrando a la Santísima Virgen María como la Iglesia lo ha pedido siempre.

Y exhortamos nuevamente a los sacerdotes responsables de la Delegación para la Doctrina de la Fe y de los Secretariados de Liturgia, Catequesis y Enseñanza, a que sigan con empeño renovado el trabajo que les hemos encomendado de revisar y ordenar en los debidos términos todo lo referente a las cofradías de fieles esparcidas por toda la Diócesis, entre las cuales ocupan lugar tan destacado las que tienen como finalidad dar culto a nuestra Madre del Cielo.

Ponemos fin a nuestra exhortación, puesto que del Año Santo hemos querido hablaros, con las siguientes palabras del Papa Pablo VI:

«¿Cuál puede ser el auxilio que nos capacita para atrevernos, para esperar las finalidades del Año Santo? ¿Quién puede obtenernos el éxito prodigioso que, siguiendo las exigencias lógicas del Concilio, nos hemos propuesto? La Virgen, hijos queridísimos, María Santísima, la Madre de Cristo Salvador, la Madre de la Iglesia, nuestra humilde y gloriosa Reina. Se abre ante nosotros aquí un inmenso panorama teológico, propio de la doctrina católica, en el que vemos cómo el designio divino de la salvación ofrecida al mundo por el único mediador, eficaz por virtud propia, entre Dios y los hombres, que es Cristo Jesús, se realiza con la cooperación humana, maravillosamente asociada a la obra divina. ¿Y qué cooperación humana ha sido elegida en la historia de nuestros destinos cristianos, primera por su función, dignidad, eficacia, no puramente instrumental y física, sino como factor predestinado, pero libre y perfectamente dócil, si no es la de María?»17.

El éxito depende de la Virgen #

Aquí el discurso sobre la Virgen no terminaría jamás. Pero ahora, para nosotros, tras habernos basado en la doctrina que la sitúa en el centro del plan redentor como primera y, en cierto sentido, indispensable al lado de Cristo nuestro Salvador, bastará recordar y afirmar que el éxito renovador del Año Santo dependerá de la ayuda singular de la Virgen.

Tenemos necesidad de su asistencia, de su intercesión. Debemos programar un culto particular a la Virgen María si queremos que el acontecimiento histórico-espiritual, para el que nos preparamos, alcance sus verdaderos objetivos.

Nos limitamos ahora a condensar en una doble recomendación el favor de este culto mariano, al que confiamos tantas esperanzas nuestras. La primera recomendación es capital: debemos conocer mejor a la Virgen como el modelo auténtico e ideal de la humanidad redimida. Estudiemos a esta criatura limpísima, a esta Eva sin pecado alguno, esta hija de Dios, en la cual el pensamiento creador primitivo, inmaculado de Dios, se refleja en su inocente y estupenda perfección.

María es la belleza humana no sólo estética, sino esencial, ontológica, en la síntesis con el amor adivino, con la bondad y con la humildad, con la espiritualidad y con la clarividencia del «Magníficat»; es la Virgen, es la Madre en la expresión pura y más auténtica; es la Señora vestida de sol, ante cuya visión se deben deslumbrar nuestros ojos, con tanta frecuencia ofendidos y cegados por las imágenes profanas y profanadoras del ambiente pagano y licencioso del que estamos rodeados y casi atacados.

La Virgen es el «tipo» sublime no solamente de la criatura redimida por los méritos de Cristo, sino el «tipo» igualmente de la humanidad peregrinante en la fe; es la figura de la Iglesia, como la llama San Ambrosio, y como la presenta San Agustín a los catecúmenos: «Demuestra en sí la figura de la Santa Iglesia». Si tuviéramos la mirada fija en María podríamos reconstruir en nosotros la línea y la estructura de la Iglesia renovada.

Y la segunda recomendación no es menos importante: debemos tener confianza en el recurso de la Virgen. Debemos rezarle, invocarla. Ella es admirable para nosotros, es amable para nosotros. Ella, como en el Evangelio, interviene ante el Hijo Divino y nos obtiene, de Él, milagros que la marcha normal de las cosas no admitiría de suyo. Es buena, es poderosa. Conoce las necesidades y los dolores humanos.

Debemos reverdecer nuestra devoción a la Virgen si queremos conseguir el Espíritu Santo y ser discípulos sinceros de Cristo Jesús. Que su fe nos conduzca a la realidad del Evangelio y nos ayude a celebrar bien el Año Santo que se aproxima.

1 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 30 de mayo de 1973, sobre la devoción a la Virgen.

2 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 6 de junio de 1973.

3 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 23 de mayo de 1973, homilía sobre la devoción al Espíritu Santo.

4 Pablo VI, Audiencia General del miércoles 23 de mayo de 1973.

5 Balduin Schwarte, en el Rheinischer Merkur, Köln, 23 de febrero de 1973.

6 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 17 de octubre de 1973.

7 Ibíd.

8 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 6 de junio de 1972.

9 Ibíd.

10 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 30 de mayo de 1973, sobre la devoción a la Virgen.

11 Ibíd.

12 Ibíd.

13 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 13 de junio de 1973.

14 Pablo VI, Audiencia general del miércoles 22 de agosto de 1973.

15 Cf. LG 67; Pablo VI, Christi Matri: AAS 48 (1966) 748.

16 Pablo VI, Alocución en el Ángelus del domingo 1 de octubre de 1972.

17 PabloVI, Audiencia general del miércoles 30 de mayo de 1973.