Pregón de la Semana Santa, de Medina del Campo, marzo de 1986, edición de la Junta Local de Semana Santa de Medina del Campo, 1986.
No he podido negarme a la amable invitación que me hizo vuestro párroco, don Félix Garnacho, para venir a pronunciar este pregón de la Semana Santa.
Si no hubiese otros motivos, me bastaría evocar años ya lejanos en que desde Valladolid, cuando allí ejercía mi ministerio sacerdotal, vine a Medina con frecuencia como Consiliario Diocesano de los Hombres de Acción Católica. Prediqué en varias iglesias, hablé en algún teatro, promoví la construcción de un pequeño grupo de viviendas sociales, y uní mis esfuerzos a los de los sacerdotes y hombres seglares de aquí, afanosos de demostrar que queríamos ver confirmadas las palabras con las obras, aunque fuese tan modestamente como podíamos hacerlo.
En cierto momento se produjo aquí una situación poco grata, como consecuencia de la actitud adoptada por algunos ante el deseo manifestado por el señor arzobispo don Antonio García y García, de trasladar por razones pastorales el mercado de los domingos a otro día de la semana. El arzobispo me llamó y quiso nombrarme Arcipreste de Medina, aun residiendo en Valladolid, con el encargo de trabajar en una determinada dirección hasta resolver el conflicto. Respetuosamente le hice ver la no conveniencia de tal designación, y pronto las aguas volvieron a su cauce para seguir discurriendo con tranquilidad. Muchas veces, al pasar por aquí en mis viajes a diversos lugares de España, ha vuelto a mi alma el recuerdo de aquellos días en que estuve a punto de quedar vinculado canónicamente a Medina más que como ya lo estaba espiritual y pastoralmente. No soy un extraño entre vosotros, sino uno más de la familia.
Todavía hay otra razón que ha influido poderosamente en mí para vencer todas las dificultades que normalmente me hubieran impedido venir. A vuestro párroco, don Félix, lo conocí hace ya muchos años cuando era un joven seminarista, despejado, inteligente, generoso, decidido, lleno de arrojo y simpatía. Llegada su ordenación sacerdotal, me invitó a que predicase en su primera misa, en Arrabal de Portillo, y así lo hice, con la satisfacción que podíamos sentir en aquel día de gloria que un sacerdote no olvida jamás, mientras dura su existencia. No podía negarme a aceptar la invitación de ahora recordando el gozo que tuve al aceptar la de ayer. Hablo, pues, de la Semana Santa y de la vida cristiana de hoy con el deseo de que mis palabras sean expresión de los sentimientos que llenan mi alma ante un tema tan delicado y tan profundo.
La primera Semana Santa #
Los cristianos sabemos que ha habido una primera Semana Santa, tal como nos la ofrecen, con datos históricos reales, los Santos Evangelios.
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, sus visitas y predicaciones últimas en el templo, la institución de la Eucaristía en el Cenáculo, la oración en el huerto de los olivos, el prendimiento, las escenas ante Anás, Caifás y Pilatos, su condenación a muerte y el camino con la cruz a cuestas hasta el Calvario, su muerte y sepultura, su resurrección gloriosa, no son hechos inventados por nosotros, sino que constituyen el proceso veraz y auténtico de lo que sucedió aquellos días últimos de su vida en la tierra.
Los primeros cristianos, apenas pudieron, lo recordaban, hablaban de ello en sus reuniones y pronto se fijó una especie de calendario que permitía recordar la vida de Jesús y las escenas de su pasión y su muerte salvadora. Primero en sus hogares y donde podían reunirse. Después, a partir del siglo IV, en sus capillas y templos, y más tarde en la calle. Nació la liturgia, es decir, el culto público y oficial de la Iglesia que viene desde los tiempos apostólicos, desarrollado después en monasterios y catedrales a medida que el cristianismo iba haciéndose presente en todas las dimensiones de la vida social de un pueblo.
Durante toda la Edad Media fueron surgiendo hermandades, cofradías y asociaciones que conmemoraban estos y otros misterios de la vida del Salvador y de su Madre Santísima, la Virgen María. En algunas naciones como España, Italia, Francia, estas manifestaciones externas de la fe alcanzaron gran esplendor y fueron testimonio elocuente de la piedad del pueblo, que buscaba, a través de las imágenes labradas por los mejores escultores y en los desfiles procesionales, dar satisfacción a sus sentimientos religiosos y celebrar pública y comunitariamente lo que sentían en el interior de su corazón. Así surgieron las cofradías de Valladolid y, sin duda alguna, las de Medina del Campo, antiquísimas también, como lo demuestran documentos que pueden presentarse para dar fe de los hechos. Hubo como dos Semanas Santas: una en el templo, otra en la calle; una que consistía en la celebración de los Oficios, otra en los desfiles procesionales; una estrictamente litúrgica, otra popular y clamorosa; una en que se meditaba en silencio y se participaba en la adoración conmovida y fervorosa, otra en que las madres con sus hijos, los hombres y los jóvenes, los cofrades y los espectadores simples miran a las imágenes que pasan, forman en el cortejo procesional, o simplemente contemplan respetuosos el bello paisaje religioso de la procesión que despierta emociones y anhelos en el interior de las conciencias.
No hay por qué contraponer o excluir la una en nombre de la otra. Ambas se complementan, la del interior del templo y la de la calle.
La primera, por supuesto, la litúrgica, es la raíz de todo, y de ella no puede ni debe prescindir un cristiano consciente y bien formado. La segunda, la popular, es un tributo de la sensibilidad humana que se ofrece, conforme a las leyes de la psicología religiosa de las muchedumbres y simplemente de la comunidad, al misterio que se celebra, cuando conmemoramos la institución de la Eucaristía, cuando adoramos la luz, cuando recitamos el relato de la pasión, o cuando nos rendimos abrumados por el peso de nuestros pecados ante el Cristo que muere regalándonos el perdón divino y alimentando nuestra esperanza de inmortalidad.
Detrás de cada una de esas dos Semanas Santas está el drama de valor infinito de la muerte redentora de Cristo, luz suprema de nuestra vida cristiana.
Valores de la Semana Santa #
Defiendo, pues, la Semana Santa, la de nuestras ciudades, nuestros pueblos, nuestras pequeñas aldeas perdidas en valles y montañas. Proclamo, ante todo, la necesidad de que el pueblo participe en los oficios litúrgicos en el interior de los templos y escuche la palabra de Dios bien predicada; pero no menosprecio la actuación piadosa de las cofradías y hermandades, los desfiles procesionales, los pasos con sus imágenes rodeadas de luces y flores, porque tienen su valor también no sólo como manifestación pública de los sentimientos religiosos, sino por lo que valen la mirada de los niños, la oración que musitan los labios de los ancianos, la atención respecto a los hombres y mujeres durante mucho tiempo alejados de Dios.
Basta en ocasiones un suspiro del alma, que brota incontenible ante la imagen de Jesús Crucificado o de la Virgen de los Dolores, para iniciar un camino que nos lleva a recobrar la inocencia perdida. Están nuestras calles tan llenas de profanidad, tan ocupadas por los instintos y los anhelos de goces inmediatos, sea como sea, que hemos de agradecer las pocas oportunidades que van quedando, para que la llamada de lo alto resuene en nuestra conciencia dormida, y nos haga abrir los ojos a la realidad misteriosa de Dios y de Cristo Redentor.
La Semana Santa no es más que un breve lapso de tiempo en el calendario, pero es a la vez la culminación y la síntesis, la fuente y el origen de todo lo que a lo largo del año celebramos los cristianos en nombre de nuestra fe. Del Corazón de Cristo muerto y resucitado han brotado la Eucaristía y los demás sacramentos; de su oración en el huerto de los olivos la profunda capacidad del cristiano para aceptar las adversidades de la vida sin desesperarse; de su diálogo con Pilatos la proclamación hecha por Jesús de que Él vino al mundo para dar testimonio de la verdad; de su serenidad divina para sufrir las vejaciones y tormentos a que fue sometido, la fuerza de los mártires de todos los tiempos; de su marcha hacia el Calvario y su suplicio en la cruz, la energía espiritual sostenida por la gracia para dominar el desenfreno loco de las pasiones.
Y en torno a la Semana Santa del Evangelio, concretamente de la resurrección de Cristo con la que se cierran esos días sagrados, brotan todas las fiestas del año, o como anticipación o como consecuencia, y todos los honores y alabanzas que tributamos a la Virgen María y a los santos, Madre del Redentor la una, y fieles imitadores de sus virtudes los demás.
Y porque creemos en Cristo muerto y resucitado, acudimos los cristianos a la oración y rezamos al Padre Nuestro como Él nos enseñó, procuramos la catequesis y la enseñanza religiosa para nuestros hijos, defendemos la existencia de la familia sólidamente constituida frente a todas las corrupciones desintegradoras a que está expuesta, clamamos por una juventud generosa y limpia en sus costumbres, y afirmamos la existencia de una moral católica que eleva al hombre a su más alta dignidad. Esta moral no es un catálogo de pecados que se deben evitar. El cristianismo no es primariamente ni una filosofía, ni una ética, ni un movimiento social. El cristianismo es fundamentalmente la intervención de Dios en la historia humana por medio de Cristo. La moral católica es orientación radical de toda nuestra vida hacia Dios, nuestro Padre, en Cristo Jesús por el Espíritu. La moral católica es una moral sobrenatural en el origen y en los fines. El hombre nuevo, creado a la imagen de Cristo, no se descubre sino en la filiación divina, que nos revela el Evangelio. De ahí la necesidad de una profunda vida interior alimentada por los sacramentos, la oración individual y litúrgica, la devoción a la Virgen, la mortificación.
Tal es la belleza de la moral como vida; y sus exigencias, compromiso personal con Cristo. El nuevo Pueblo de Dios «tiene por cabeza a Cristo; por condición, la dignidad y la libertad de los hijos de Dios; por ley, el mandato del amor; como fin, el dilatar más y más el Reino de Dios» (LG 9).
Y esto es lo que llamamos la vida cristiana de los hijos de la Iglesia. A vivir esta realidad estamos llamados los creyentes venciendo el egoísmo que nos ata a la tierra. No nos oponemos a ninguna clase de progreso en el orden social, ni a una más justa distribución del bienestar y la riqueza, ni a un desarrollo progresivo de la persona humana hacia las más altas cotas de su dignidad, pero queremos que Dios esté presente en la vida como lo que es: nuestro Señor y nuestro Padre, no un huésped indeseado o un recuerdo molesto de nuestra historia lejana. Cristo no pasa de moda, porque es el centro de la historia y de la vida, y sus palabras llevan en sí mismas la luz de la verdad. Alejados de Él y del Dios que nos reveló en el Evangelio, los hombres nos hacemos autosuficientes, nos persuadimos falsamente de que se puede vivir sin religión, despreciamos con altanera arrogancia a quienes practican, y poco a poco, sin darnos cuenta, caemos en las esclavitudes de siempre, tan antiguas como las viejas miserias de todos los tiempos, aunque lleven nombres modernos; las de la avaricia y el consumismo; las del sexo, la droga y el alcohol; las del divorcio y el aborto; las de la degradación de las costumbres similar a la que San Pablo describía ya en su carta a los romanos. Eso en el orden individual y familiar. En el social y político venimos a caer, por virtud de esa autosuficiencia excluyente, en un continuo enfrentamiento entre los diversos bloques existentes, que hace que se gasten cada minuto un millón de dólares para mantener una paz precaria mediante el equilibrio del terror. Nuestra época no puede sentirse orgullosa de sí misma, a pesar de tantos progresos materiales y de la conquista ya comenzada del espacio. Aumenta en el hombre moderno un sentimiento de tristeza, de desasosiego, que le hace dudar cada vez más de que el camino que seguimos pueda llevarnos a buen fin. Hay que reaccionar contra estas tendencias y buscar con empeño el encuentro con el Dios de la verdad y de la vida que nos ayudará a construir lo que Pablo VI llamó civilización del amor.
La vida cristiana hoy, en España y en el mundo #
Permitidme ahora una reflexión que se inspira en la realidad de lo que está sucediendo en España y en el mundo contemporáneo en relación con la vida cristiana.
Pienso que el error más grave que se está cometiendo en la vida española actual es el de olvidar o querer destruir nuestra propia cultura, es decir, nuestro modo de ser y de interpretar el sentido de la existencia. Comprendo que para la buena marcha de un pueblo, como para la de una persona, por el camino que ha de recorrer, mientras quiera seguir siendo tal pueblo o tal persona, le es absolutamente necesario revisar con frecuencia la propia marcha, para incorporar a su esfuerzo de caminante de la historia los hallazgos que encuentra en su camino, rectificando lo que sea necesario, para seguir adelante, según sea el horizonte, el clima, el suelo, la estación, es decir, según las épocas y las dificultades que se presenten o las metas que se desea alcanzar. Esta tarea de eliminación de obstáculos o de allanamiento de senderos, de rectificación o purificación de propósitos, en un hombre o en un pueblo, es al fin y al cabo una consecuencia que nace de la solidaridad humana, del influjo inevitable de unos sobre otros, dada la común condición, de las leyes y condicionamientos del progreso.
Pero una cosa es enriquecerse en la marcha propia con las aportaciones que llegan de los demás, en un sentido o en otro, y otra muy distinta cortarse los pies para caminar mejor con el pretexto de que duelen o de que estorba el calzado que se lleva en aquel determinado trecho del camino.
Esto es lo que está sucediendo en España. Nuestro pueblo tenía –y tiene todavía– una cultura cristiana y católica. Más que tener, deberíamos decir que vivía y en gran parte vive de ella y en ella. Pero se la está olvidando y empobreciendo de una manera deliberada y consciente. Diversos factores concurren, en mi opinión, a producir este hecho doloroso de los cuales enuncio los siguientes:
- Las leyes que, partiendo de una determinada filosofía política, quieren construir un tipo de hombre español nuevo, con total olvido de lo que la ética cristiana señala, o a lo sumo con atención casi exclusiva a un aspecto –importantísimo, sí, pero no único– de la ética social, referida a la distribución de la riqueza y el bienestar.
- La tremenda frivolidad y ligereza de nuestros conciudadanos en este orden de cosas, que les hace capaces de inclinarse al cambio por el cambio, sin pensar en qué va a consistir ese cambio, o creyendo, porque así les parece a la hora de votar, que se va a limitar a lo que los votantes les agrade que cambie.
- Ciertas actitudes de la propia Iglesia española, que ha tenido que esperar a que viniese a España Juan Pablo II para que se dijeran al pueblo español las claras y estimulantes palabras que él pronunció sobre nuestra historia de pueblo católico, sobre las relaciones entre fe y cultura, y sobre cómo hay que conciliar el respeto a una situación nueva, originada por la separación de Iglesia y Estado, con el mantenimiento de la identidad católica sin ambigüedades ni confusionismos.
- Una absoluta falta no ya de originalidad, sino de confianza en nosotros mismos, que nos hace incurrir en el absurdo papanatismo de la llamada progresía, en virtud del cual no se hartan de imitar lo peor y más vulgar de lo que ven fuera de aquí, confundiendo moral con religión, Iglesia con clericalismo, libertad con anarquía, apertura con desvergüenza y procacidad. Causa sonrojo leer la mayor parte de los periódicos y revistas españoles de hoy, y no digamos ver la televisión o escuchar la radio.
Una ley orgánica de la educación que impida prácticamente a los padres elegir el tipo de educación que desean para sus hijos es monstruosa. La despenalización de la droga multiplica la delincuencia, no favorece a nadie, y hace preguntarse a los ciudadanos para qué sirve la libertad tan proclamada, si no se puede usar de ella con tranquilidad y con decoro. Socavar, por un lado, la institución familiar, y privar, por otro, a la juventud de las defensas que necesita para protegerse de las tempestades propias de esa edad, lleva fatalmente a la ruina moral de una nación, porque destruye sus cimientos.
Esta ruptura con el sentido cristiano de la vida que ahora irrumpe en España bajo la bandera de la modernidad y del progreso, tiene mucho de antigualla académica desde los tiempos de la Ilustración, y de reivindicación social apasionada y turbulenta desde la Revolución Francesa. Se ve que no hay más remedio que tener que aguantar y sufrir esas gangas de los ateísmos teóricos y prácticos junto a los legítimos esfuerzos de clarificación que se encuentran en la primera; o de las luchas tan duras y agotadoras que acompañan a la segunda, en medio de lo que tienen de legítimo anhelo de justicia. Lástima que los hombres no seamos capaces de servir a una causa, al menos parcialmente justa, sin hacernos esclavos de otra que no lo es; y que para curar una enfermedad haya que esperar a que se produzcan muertes. Pero así parece que es el destino fatal de la pobre condición humana.
Tanto en el Occidente, con sus libertades, como en el bloque oriental, con su ateísmo militante y su marxismo al servicio del imperialismo soviético, aparecen rupturas con la presencia de Dios en la sociedad; y proclamaciones, no del todo involuntarias, de la necesidad de ese Dios que es rechazado. Víctima de esas contradicciones, y en nombre de una cultura que quiere ser nueva, en una parte y en otra, tienen muchos la impresión, o creen tenerla, de que el cristianismo ya no sirve y que hay que buscar otra cosa. Pero se equivocan los que piensan así. Porque luego resulta que los adoradores de la libertad sin límites terminan en las filosofías de la nada o de la náusea; y los de la revolución del igualitarismo planetario asfixian a media humanidad con su totalitarismo aborrecible.
En estas circunstancias uno se pregunta qué suerte puede correr ese cristianismo con el que se ha roto, en tantas manifestaciones de la nueva cultura del hombre, a cuyo amparo se alimentan tantas expectativas de futuro, o en virtud de la cual simplemente se camina sin preguntar ni esperar nada, gregariamente, en las diversas «granjas» y los diversos «1984» que se han escrito con más o menos dotes de profecía y de ingenio. Y desde luego el que discurra desde su fe en Dios y en Jesucristo, del cual sabe que ha sido «enviado para recapitular en Él todas las cosas», no puede aceptar ninguna clase de fatalismo nihilista, así como así.
Por lo pronto, estamos viendo que, por primera vez en la historia de los siglos, un hombre que desde el primer día de su pontificado gritó con fuerza: «Abrid las puertas al Redentor», está llamando a todas esas puertas, también las del mundo africano o asiático, como nadie lo ha hecho hasta aquí. No disimula ni oculta nada. Se presenta como lo que es, el Vicario de Cristo en la tierra. Esas puertas no se le cierran. Y si alguna vez sucede, él espera siempre, y vuelve a llamar. No lleva otra riqueza que ofrecer sino la palabra de Cristo. Y regresa al Vaticano, por supuesto, sin haber bautizado a los pueblos ni haber convertido a los emperadores. Ya no hay Constantinos en Roma, ni Recaredos en España, ni Clodoveos en Francia.
En el mundo de hoy, hay, en cambio, en medio de tantas tinieblas, unos valores de magnitud creciente y auténticamente redentores de la humanidad. Son, por ejemplo:
- El mayor acercamiento de los pueblos, que lleva a un mejor conocimiento y puede fomentar la amistad.
- La conciencia cada vez más viva de los derechos humanos.
- El anhelo de paz y la posibilidad de actuaciones colectivas para manifestarlo, sin que quede como materia reservada a los gobernantes.
- El oleaje de las solidaridades que hacen sufrir más que ayer con los sufrimientos de los demás y querer ayudar más y mejor a los que necesitan ayuda.
Esto lo sienten los pueblos de hoy más que nunca. El Papa también lo predica. A primera vista parece que no son valores cristianos. Pero resulta que cuando se buscan sus raíces más sólidas y su fundamento último, los derechos humanos no tienen sentido si no se apoyan en la dignidad del hombre, y esta dignidad no se explica más que admitiendo que el hombre es hijo de Dios. La solidaridad que hace sufrir con los que sufren y ayudar al que lo necesita, es amor. La paz, sin la cual no se puede vivir, es exigencia de la justicia, del perdón, de la grandeza de corazón, de la bienaventuranza evangélica que habla de los pacíficos.
Es decir, un mundo que parece tan alejado de lo cristiano, busca cada día, como el hambriento el pan, soluciones que son, en el fondo, cristianas, no sólo humanas como aspiración de la humanidad; y un hombre que puede dirigirse a ese mundo con el lenguaje con que lo hace el Papa, habla también de esos temas –la paz, el trabajo, la familia, la limpieza de costumbres, el sexo, la solidaridad, la dignidad de las personas, etc.– como de algo que pertenece al patrimonio de su mensaje propio. Sólo falta que se termine hablando, en un lenguaje común, de la necesidad de un Redentor, en el cual creer con amor y esperanza. Ese mundo todavía no lo hace. El Papa sí, y no parece que esté equivocado. Mucha atención a este fenómeno, del que nosotros estamos siendo testigos. Quizá nosotros no, pero las generaciones que nos sucedan van a ser también beneficiarias de este singular encuentro de la necesidad que clama con dramatismo y de la palabra que se ofrece con mansedumbre evangélica, frente a los sistemas políticos de una y otra parte, ambos incompletos; y frente a las rupturas de uno y otro proceso histórico, ambas decepcionantes.
Por eso es tan doloroso comprobar que en un país de tan vieja y espléndida tradición y cultura cristianas como España, a pesar de nuestros fallos personales y colectivos, se presente, como solución reclamada por la modernidad, una ruptura pedante y ciega con las fuentes de donde mana ese sentido de la vida, que se apoya, en último término, en la revelación del Hijo de Dios. Aquí se sembró hace mucho tiempo una semilla. Ha dado, a lo largo del tiempo, muchos frutos. Se mantiene una herencia. Dilapidarla tontamente es como arrancarse los ojos creyendo que vamos a ver mejor. Por el contrario, el marxismo envejece inexorablemente y los restantes materialismos sólo se mantienen por el poder del dinero.
La sociedad española necesita tener confianza en su tradición cristiana y vivirla con autenticidad. Ahí está la solución. Se necesitan, sí, partidos políticos que luchen con intrepidez y sagacidad en este frente. Pero creo que se necesitan, aún más, asociaciones y grupos intermedios, culturales, históricos, vecinales, deportivos, familiares, de adultos, de ancianos, de jóvenes, etc., etc. Todo esto serviría para robustecer una sociedad desvertebrada, pero no vacía. La fe cristiana no es para mantenerla pasivamente, sino para propagarla. Cuando no se hace así, muere inevitablemente y hace del individuo que la posee sólo para sí, un egoísta, que es lo más contrario al Evangelio.
Las más hondas raíces #
Se trata, pues, de que el varón y la mujer cristianos de hoy reflexionen sobre su dignidad y, convencidos de que no se les ha dado la luz para ocultarla, la difundan en torno suyo y la hagan brillar en la vida que les corresponde vivir como ciudadanos de este mundo, sin abdicar en ningún momento de su condición de creyentes en Jesucristo.
En esas asociaciones y actividades, a través de las cuales se va desarrollando la existencia humana, el hombre y la mujer cristianos, hijos de la Iglesia católica, ponen su sello, el de un modo de pensar y sentir que sean conformes al Evangelio. A esto equivale la apremiante exhortación del Concilio Vaticano II cuando pide a los seglares que pongan su empeño en impregnar de sentido cristiano las realidades temporales de este mundo.
Para actuar así, se necesita cultivar el espíritu, ir a las raíces de donde brota la savia que alimenta el árbol de la vida cristiana. Y nuestras raíces son los sacramentos, la oración, el deber de evangelizar y nuestra propia historia. A ella se refirió Juan Pablo II cuando al venir a España, en el mismo aeropuerto de Barajas, pronunció estas palabras: «Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica: Es una tierra objeto de los desvelos evangelizadores de San Pablo; que está bajo el patrocinio de Santiago el Mayor, cuyo recuerdo perdura en el Pilar de Zaragoza y en Santiago de Compostela; que fue conquistada para la fe por el afán misionero de los siete varones apostólicos; que propició la conversión a la fe de los pueblos visigodos en Toledo; que fue la gran meta de peregrinaciones europeas a Santiago; que vivió la empresa de la Reconquista; que descubrió y evangelizó América; que iluminó la ciencia desde Alcalá y Salamanca y la teología de Trento».
«Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes. En efecto, gracias sobre todo a esa impar actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español. Tras mis viajes apostólicos, sobre todo por tierras de Hispanoamérica y Filipinas, quiero decir en este momento singular: ¡Gracias España! ¡Gracias Iglesia de España, por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo!»
«Esa historia, a pesar de las lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro»1.
Cuidad vuestro tesoro #
Volved a vuestras raíces, medinenses; que también vosotros las tenéis. El nombre de Medina del Campo evoca grandeza y esplendores del pasado. Esa Semana Santa, cuyo pregón me ha traído hoy aquí a vosotros, no es más que una pequeña muestra de una fe religiosa que no debe morir. Porque es un recuerdo emocionado de la pasión y muerte de Cristo Redentor; porque es una oración personal en muchos, y comunitaria y colectiva en todos; porque es el mantenimiento de una tradición cristiana que honra a quien la ha heredado.
No basta, por supuesto. De la imagen hay que pasar a la realidad; del desfile de la procesión al diálogo íntimo con el Señor; del cántico y las plegarias de penitencia a las afirmaciones valientes de la fe.
Medina ha de tener siempre su comercio y su industria, ojalá más florecientes cada día, y su hermoso campo castellano cada vez mejor cultivado y florecido, y sus centros culturales solícitamente atendidos para satisfacer la demanda creciente de instrucción y perfeccionamiento profesional de vuestros hijos.
Pero, aunque lo tengáis todo, que no falte una cosa en el horizonte de vuestra vida: ¡DIOS!
Sin Él esa vida no tiene sentido, y se quedan sin respuesta las preguntas más trascendentales que un hombre puede hacerse a sí mismo y a los demás sobre su origen y destino. Preguntad, preguntad, y Dios os responderá.
Conclusión #
Empecé hablándoos de la Semana Santa, porque ello era el motivo inmediato de mi venida en esta ocasión atendiendo a la invitación que me había sido hecha. Pero el título completo de mi disertación o pregón, como queráis llamarlo, era «La Semana Santa y la vida cristiana hoy». Este hecho, el de la vida cristiana hoy, es mi preocupación fundamental como obispo de la Iglesia. La veo amenazada por muchos factores adversos, de los cuales el principal es esa nueva cultura o modo de entender y expresar la realidad de la vida como si Dios no hubiera existido ni existiese. Es una especie de paganismo ambiental que poco a poco extiende su atmósfera contaminadora y asfixia la capacidad de reacción de nuestro espíritu. Que no se una a la acción perniciosa de esa atmósfera la perezosa comodidad de nuestra desidia.
Vosotros, los padres de familia, tenéis que volver a rezar en el hogar con vuestros hijos, y dar culto a Dios en el templo como pueblo sacerdotal, y proclamar sus derechos en la profesión y en la calle, y cooperar con decisión a que se implanten la justicia y el amor en las relaciones sociales.
Vosotros, los jóvenes, tenéis que persuadiros de que el gran amigo que tenéis es Cristo Jesús, el Dios de la eterna juventud; el que no defrauda ni engaña. Apartarse del camino que Él señaló es muy fácil, está al alcance de cualquiera, pero se cae inexorablemente en el abismo de la propia degradación, de la diversión alocada, de la frivolidad sin sentido, de la vida sin horizonte ni compromisos serios.
Que las cofradías y hermandades de Semana Santa de Medina del Campo aumenten su número y el fervor de sus participantes, que desfilen los pasos del Señor y de María Santísima por vuestras calles y ciudades, que la mirada pura de los niños se levante con ansiedad infantil hacia las imágenes tratando de ver el rostro de Dios y de su Madre bendita.
Pero se necesita también, y más que nada, vivir la vida cristiana con coherencia entre lo que se afirma y se practica; cuidar de la educación religiosa de los hijos, constituir grupos numerosos y bien organizados de apostolado seglar, alentar la formación de asociaciones juveniles católicas, trabajar como catequistas bien preparados en el hogar y en la parroquia; en una palabra, se necesita volver a las raíces que siempre han servido para que el árbol se nutra y dé frutos abundantes de fe y de piedad cristiana.
No se puede perder ese tesoro. Cuídalo con esmero, Medina del Campo. Cuidadlo vosotros, sus hijos. Haced que Medina vuelva a ser un núcleo poderoso de la vida del espíritu, que irradie su influencia sobre todos los pueblos de la comarca y atraiga la mirada de sus habitantes y de cuantos por aquí pasan, no sólo hacia su castillo y sus monumentos, legados de la historia, sino hacia la realidad actual de su servicio al Evangelio.
1 Véase Mensaje de Juan Pablo II a España, Madrid 1982, BAC popular 53, 7.