Comentario a las lecturas del XXIV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 14 de septiembre de 1997.
En este domingo celebramos la fiesta de la Exaltación de la Cruz. Toda la liturgia de hoy se centra en el misterio de la cruz.
En la Sagrada Escritura, la palabra “misterio” no alude a una doctrina o afirmación oscura que supera nuestra capacidad de comprensión, sino a la eterna decisión salvadora de Dios, inescrutable para nosotros y revelada por Él. Jesucristo experimentó en su humanidad el insondable misterio de Dios y su voluntad salvífica. En la carta de san Pablo a los filipenses se nos presenta a Jesús, sometido a este doble proceso, de cruz hasta la muerte y de glorificación divina. “Cristo, a pesar de su condición divina, se despojó de su rango, se rebajó hasta entregarse incluso a la muerte y a una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua le proclame Señor”.
La teología del sufrimiento aparece clarísima en el Antiguo Testamento, aplicada al siervo de Dios. Pero el judaísmo jamás aplicó estas afirmaciones del sufrimiento al Mesías esperado. Le parecía inaceptable ver sufriendo, anonadado, a quien había de ser un rey temporal más poderoso que cualquier otro de la tierra. Pero Jesús sí se aplicó precisamente a sí mismo todos los rasgos del siervo de Yahvé, para hacer más intuitiva su misión redentora. La cruz de Cristo fue la llave que abrió la interpretación del Antiguo Testamento a ese horizonte de la purificación mediante el dolor que redime y nos acerca a Dios.
San Pablo constantemente desarrolla y abunda en estos pensamientos. Y Jesús, en el evangelio de hoy, habla de que tiene que ser puesto en lo alto –en cruz–, “para que todo el que crea en Él, tenga vida eterna”. Y trae a colación el episodio de los israelitas en el desierto, que protestan airados contra Dios porque se sentían extenuados, y Dios los castiga duramente permitiendo que muchos mueran por la picadura de serpientes venenosas.
Pero enseguida la misericordia: También hizo Dios que se levantase un mástil, y sobre él una serpiente de bronce, y que dirigieran a ella su mirada, se curasen de las heridas causadas por el veneno. Era el símbolo de la cruz redentora, que levantada en alto y sobre ella el cuerpo sacratísimo del Redentor, traería al mundo el fruto de la Redención.
La paradoja de la cruz es reveladora del amor de Dios que supera toda comprensión. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito. Jesucristo, clavado en la cruz, es la radicalización del mensaje de amor, que transforma el mundo. Es el amor que reconcilia, que une, que es comunión con todo el dolor y sufrimiento de cada persona que quiere unirse a Él.
Desde la cruz de Cristo oímos palabras, que pueden orientar definitivamente nuestra vida y llenarnos de consuelo. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. El Sacerdote eterno que nos bendice y perdona. Asistimos también a la primera canonización, la de un ladrón crucificado que le mira, se arrepiente y cree en Él. “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Y a la formación de la familia de los cristianos en el mundo, en la que invocamos a Dios como Padre, a Cristo como Hermano mayor que a todos nos ofrece la salvación, y a María nuestra Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu madre”.
Nos enseña, en fin, a vivir y a morir. “Padre, en tus manos estoy, a tus manos entrego y encomiendo mi espíritu”. La cruz de Cristo expresa su sabiduría para con nosotros, pues como dice san Pablo, habiendo Él sufrido tanto, puede comprendernos y ayudarnos. Su cruz no es un absurdo, ni una ignominia, sino resolución y voluntad del Hijo de Dios. En ella se manifiesta de modo definitivo quién es Dios amando al ser humano y lo que es el mundo que le crucificó.