Conferencias Cuaresmales para familias cristianas, Toledo, Iglesia de los Jesuitas, 24 de Marzo de 1972
Saludo a la ciudad de Toledo y a todos aquellos a quienes, lejos de aquí, pueda llegar mi voz. Y agradezco nuevamente a la emisora Radio Toledo el que nos preste amablemente este servicio de cooperación a una tarea apostólica del obispo en su diócesis.
La semana pasada me encontraba aquí con los jóvenes de la ciudad, recibiendo de ellos, merced al mensaje vivo de su presencia, un aliento confortador y estimulante, ya que veía en ellos, en cuanto puede ser apreciado externamente, una generosa actitud de comprensión y de interés positivo en los temas religiosos y profundos. A ellos he dado mi bendición con honda alegría espiritual y con mucha esperanza. Y ahora con vosotros, familias de Toledo.
Van pasando los días, no muchos, desde que hice mi entrada en la diócesis, y agradezco al Señor que me ofrezca la oportunidad de este primer contacto vivo con las familias católicas de Toledo, para reiteraros mi voluntad y afán de servicio, y mi deseo de ofreceros la riqueza de doctrina y de vida que un obispo de la Iglesia debe daros. No tengo otros tesoros, pero lo que tengo lo doy.
Lo digo, sobre todo, y con ello voy a explicaros la razón de lo que va a ser el tema de hoy, porque me parece muy importante que desde los primeros días en que un párroco llega a su parroquia, o un obispo a su diócesis, exponga aunque sea brevemente, cuáles son las líneas fundamentales de su modo de pensar.
Ahora estoy muy ocupado con la visita pastoral al Seminario, después seguirá la misma visita pastoral a la Curia Diocesana y a la Catedral, y no podré tener, durante estos primeros meses, los contactos inmediatos que desearía tener con asociaciones de apostolado seglar, con familias y con grupos diversos. Tengo que marcar un orden en el trabajo, porque las fuerzas humanas no permiten atender todo a la vez. Y no me gusta hablar de ninguna cuestión sin haberla conocido a fondo en su situación y en sus problemas, y en las esperanzas que pueda ofrecer para el trabajo apostólico.
Por eso, en esta ocasión me resulta particularmente grato estar aquí y de alguna manera iniciar un conocimiento que se ha de prolongar después en predicaciones y en reuniones con vosotros, en tanto en cuanto pueda y me lo permitan mis habituales trabajos.
Sucede hoy un fenómeno curioso en la Iglesia. Un párroco va a su parroquia, un obispo a su diócesis, y enseguida surgen las clasificaciones, los comentarios sobre si es conciliar, no conciliar, progresista, conservador, moderado, atento a este aspecto o a aquel otro, si más abierto, si más cerrado, etc. Todo esto frivoliza tristemente nuestra situación en la Iglesia de hoy. Son comentarios nocivos, por la ligereza con que suelen producirse. Y por eso, al hablar de temas religiosos, como voy a hablaros estas noches, yo considero necesario en esta primera conferencia ofreceros una visión de la situación de la Iglesia hoy, para que comprendáis el punto de partida y el porqué más tarde voy a insistir en algunos puntos, que considero fundamentales, atento exclusivamente a lo que es la situación de la Iglesia, tal como yo la veo.
Mi pregunta esta noche es ésta: ¿Qué está pasando en la Iglesia hoy? ¿Por qué ocurren estas cosas, que nos producen cuando menos una auténtica molestia, por no aludir a las divisiones, los recelos de unos para con otros y los desórdenes manifiestos que van apareciendo en diversos aspectos de la vida de la Iglesia? ¿Por qué? Si acertamos a responder a esta pregunta, probablemente comprenderemos la razón de las conductas posteriores; y también en el momento en que un obispo llega a su diócesis y quiere entregarse a sus diocesanos, también se acertará mejor a comprender las razones de un futuro posterior comportamiento en su misión apostólica.
Una fecha inolvidable: 8 de diciembre de 1965 #
Empezaré por recordar una fecha: 8 de diciembre de 1965, final del Concilio Vaticano II. Era aquella mañana en que el Santo Padre nos convocó a todos los obispos que habíamos participado, y al pueblo de Roma y a representaciones diplomáticas del mundo entero, para asistir a la Santa Misa que se celebraba, al aire libre, en la plaza de San Pedro.
Era una mañana gloriosa. Un sol tibio acariciaba tímidamente, ponía una brisa reconfortante en aquel ambiente frío que presagiaba la proximidad del invierno. Se celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción de María. Un espectáculo religioso maravilloso, no tanto por el aspecto externo con que se producía, cuanto por ser el final, intenso y profundo, de unos años de trabajo, agotadores, en la vida de la Iglesia. Aquel día era un día de gozo. El Papa pronunció su homilía y también aquellos mensajes a los gobernantes, a los hombres del pensamiento, a los artistas, a los jóvenes, a las mujeres, a los trabajadores. Mensajes bellísimos, en los que daba a conocer la esperanza de la Iglesia en aquella hora. Se acercaba al altar, recuerdo, en nombre de los pobres y los que sufren, un ciego conducido por su lazarillo; en nombre de los pensadores, el filósofo Jacques Maritain; y así diversas personas, en cada una de las cuales se quería como buscar la representación de un sector del mundo vivo y operante.
Terminaba la ceremonia y los obispos nos despedíamos llenos de emoción, unos para con otros, y de amor a la Iglesia, para volver a nuestras diócesis. Y creíamos que iba a empezar un momento trabajoso, por supuesto, pero lleno de entusiasmo creador. Había hecho la Iglesia un esfuerzo tan colosal para acercarse al mundo, que estaba justificada la esperanza de que ahora llegaba ya el momento de empezar a recoger los frutos de esa atención tan generosamente prestada a las necesidades del mundo. No ha sido así, no ha sido así. ¿Qué ocurrió? Muchas cosas, por supuesto; pero, a mi juicio, hay algo de tipo espiritual que ha condicionado muchos comportamientos posconciliares; algo de tipo espiritual en lo que no se repara fácilmente, no se le presta atención. Yo lo designaría con esta palabra: apareció algo que era muy ajeno al Concilio, un triunfalismo posconciliar. En un Concilio en el que se había hablado tanto contra el triunfalismo altivo como defecto que había que corregir en la Iglesia, se produce después, a poco de terminar las reuniones del gran Sínodo, por parte de diversos grupos dentro de la Iglesia, una inflación triunfalista, verdaderamente antievangélica, que impide que florezca en el espíritu de los hijos de la Iglesia del posconcilio una virtud fundamental: la humildad.
Buscando al hombre, pero pensando en Dios #
El Concilio, repito, había sido un esfuerzo grandioso, en relación no sólo con la vida interna de la Iglesia en su propio misterio, plasmado en la constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia misma. ¡Maravilloso documento! Y los demás documentos que han sido promulgados en relación con los obispos, los seminarios, la educación cristiana, etc., atentos a la vida interior de la Iglesia. No sólo éstos: el Concilio había prestado su atención generosa también hacia fuera. Y así había tratado de dialogar con el mundo moderno: la constitución pastoral Gaudium et spes, que es un coloquio generoso y espléndido con todas las manifestaciones del hombre en la vida actual, con su cultura, orden político, económico, social, etc. Diálogo con el mundo moderno.
Segundo. El Concilio había iniciado también otro diálogo con las religiones, con las no católicas e incluso con las no cristianas: ecumenismo en el que se trata de buscar la unión con los cristianos, de los que estamos separados, protestantes y ortodoxos. Y también, digo, con religiones no cristianas, cuando se buscaba el diálogo también con los que pertenecen al judaísmo o a otras religiones orientales. E incluso con los no creyentes; otra postura de generosidad, nacida del espíritu evangélico que debe animar a todo apóstol de Cristo, y por consiguiente a la Iglesia santa.
Y tercero. Diálogo con la dignidad del hombre. No sólo la cultura en la cual el hombre se expresa y realiza; no sólo las religiones diversas de la religión católica, sino con el hombre mismo, en su propia condición: decreto de libertad religiosa, en el cual se examina todo ese conjunto de exigencias radicales que brotan del hecho del ser humano, merecedor de todo respeto y, por consiguiente, libre, como debe estar, de toda coacción, para el ejercicio de una actividad religiosa.
Eran tres diálogos los que la Iglesia iniciaba, grandiosos por sus perspectivas, por su compromiso, por su profundidad, por su rica aventura. Sólo la Iglesia de Cristo es capaz de comprometerse, siendo tan débil como es, puesto que carece de medios temporales, en un diálogo que puede llegar hasta las últimas consecuencias, en la exposición de los pensamientos que lógicamente han de contrastarse con estos aspectos tan vivos en el mundo de hoy. Pero la Iglesia lo hacía, como repitió el Papa Pablo VI en sus últimos discursos, porque busca al hombre, porque es un deber suyo de caridad pastoral, y porque busca al hombre como término hacia Dios trascendente. Ese es el humanismo de la Iglesia.
El Papa Pablo VI ha dado después un ejemplo maravilloso de comportamiento práctico y de consecuencia con esto que el Concilio buscaba. Viaje a Palestina; viaje a la India, mundo oriental desconocido con el que apenas la Iglesia había tenido contacto, más que a través de sus misioneros. Viaje a la ONU, en donde pronuncia aquel discurso que nunca olvidarán los hombres de buena voluntad. Otros viajes, por ejemplo, a Ginebra o a la Oficina Internacional de Trabajo; a Portugal, para demostrar así su devoción a la Santísima Virgen María; y el último a Australia y Filipinas, a recorrer, como un nuevo misionero del mundo, esos continentes remotísimos y predicar allí la palabra de Cristo.
Es decir, el abrazo a las culturas y civilizaciones más diversas en nombre del Señor. Buscando al hombre, pero pensando en Dios.
El drama de un atroz confusionismo #
Pero esto no ha sucedido después, entre nosotros, con la misma pureza de intención y con la misma exactitud. Y es donde aparece, en escritos teológicos, en reuniones de laicos, de sacerdotes y, a veces, hasta de obispos; en manifestaciones, en entrevistas, en coloquios, es en donde, repito, ha aparecido un triunfalismo orgulloso, un creer que este diálogo con esos tres bloques –el hombre en su dignidad, única y múltiple en sus manifestaciones; las religiones diversas; la cultura moderna– podía tratarse a la ligera. Y aquí ha estado el drama. Porque el Concilio no hacía más que poner los gérmenes para el nuevo camino, abrirlo, iniciar una marcha, en la cual teníamos que aprender a caminar, porque llevábamos siglos de mutuo desconocimiento respecto, por ejemplo, a los demás cristianos, y no digamos a las otras religiones. Y con relación a la cultura moderna, de mutuo desconocimiento no, pero de separación radical en muchos aspectos, sí; y no se pueden romper los muros tan fácilmente. Mucho peor, si para ganar etapas lo que se hace es confundir ideas.
No era eso lo que quería el Concilio. Y ha habido mucha presunción por parte nuestra, en el sentido de que todo podía ser fácil, desde el momento en que la Iglesia se colocaba en esta actitud coloquial y abierta. ¿Era eso lo que pedía el Concilio? ¿La apertura iba a consistir sencillamente en la demolición de lo que la Iglesia misma podía ofrecer? ¿Sobre qué bases se iba a montar un diálogo franco y honesto, si empezábamos por desconocer o recluir en el olvido los elementos característicos de nuestra religión y de nuestras exigencias evangélicas? ¿Es que era digno, para ir hacia el mundo del ecumenismo, disimular nuestros dogmas católicos? ¿Era conveniente, con el fin de acercarnos más, dejar de hablar de la Eucaristía y de nuestra fe en el dogma de la presencia del Señor en ese sacramento adorable? Luego, ha tenido que venir a recordar a los católicos un protestante, como Oscar Cullman, uno de los grandes teólogos que tiene el protestantismo actual y que asistió al Concilio, ha venido a recordarnos, en un artículo que ha dado la vuelta al mundo, estos fallos de los católicos.
Hemos querido quemar etapas alocadamente, pensando en que todo lo íbamos a arreglar con mucha facilidad; y como las dificultades tenían que surgir, frente a esos avances precipitados tuvo que levantar su voz la Jerarquía que pedía moderación, reflexión, calma; y entonces brotó lo inesperado: la acusación a la Jerarquía. No se nos comprende –dicen los nuevos críticos, los portadores del nuevo triunfalismo–; todo son obstáculos, se ponen barreras innecesarias, se mantiene un juridicismo funesto y esterilizador, se vive en una Iglesia anacrónica, anclada en sus instituciones fixistas, ahí no hay vida, es una esclerosis de defensa, es una cerrazón hostil, carece de la apertura y del espíritu de Juan XXIII, no tiende puentes. Y lógicamente, de parte de los órganos más responsables de la Iglesia empieza a surgir la preocupación; tras la congoja de las advertencias, vienen las desobediencias, tantas veces multiplicadas; la Jerarquía se encuentra confundida, teme los cismas y los rompimientos; se produce la inhibición a veces, en ocasiones la claudicación en el cumplimiento de nuestros deberes, se crea una psicosis de impotencia, en medio de tanta algarabía, para poder definir con claridad y abrir las líneas por donde hay que avanzar. Un confusionismo atroz, que no sofocará jamás la interna vitalidad de la Iglesia de Cristo, pero que nos está haciendo sufrir indeciblemente.
Y yo me pregunto: Ante el recuerdo de aquella mañana, que viví y gocé llorando con mis hermanos obispos de todos los continentes, ¿qué se ha hecho de las esperanzas que abrigábamos? En los años del Concilio yo tuve a mi lado siempre a un obispo belga y a otro africano. Los tres éramos hermanos y vivíamos con nuestras naturales divergencias, más que divergencias, matizaciones en el pensamiento, conscientes plenamente de nuestro amor a la Iglesia, de nuestro deseo de trabajar con humildad, y del reconocimiento de nuestra debilidad y de nuestra impotencia. Pero, como discípulos humildes de Cristo, ninguno de nosotros pensaba ser conquistador del mundo, ni del mundo del trabajo, ni del mundo de la cultura, ni con capacidad para transformar el ordenamiento político. Nos sentíamos sencillamente colaboradores de Dios, pobres, dispuestos a pronunciar la palabra que se nos puede pedir, a modificar en lo posible, dentro de nuestra condición humana, nuestras propias conductas, a seguir revisándonos siempre, para ser eso: sencillos, pobres, humildes, trabajadores, dignos sin demagogias ni aparatosidades, ni de derechas ni de izquierdas, buscando la paz. Y así pensábamos todos.
Y al terminar aquella mañana grandiosa volvemos a nuestras diócesis y empiezan esos fenómenos nacidos de la intemperancia del espíritu, de la falta de reflexión sobre lo que el Concilio ha enseñado. Ha habido encuestas enormemente reveladoras: preguntad cuántos han leído todos los documentos del Concilio, incluso a los sacerdotes, y veréis en las encuestas que incluso un sesenta por ciento de los preguntados respondían que no los habían leído. Y así, con esa falta de conocimiento, con esa carencia de reflexión y de atención profunda, pretenden iniciar y llevar a cabo el delicado diálogo de la Iglesia con el mundo moderno, con la cultura, con las religiones, con todo…
Nos hemos olvidado de la cruz #
Y mientras tanto uno pensaba en San Pablo, en su primera carta a los corintios, cuando dice:Yo, hermanos, cuando fui a vosotros predicando el testimonio de Cristo, no fui con sublimes discursos, ni con sabiduría; puesto que no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros, sino a Jesucristo y éste crucificado. Y mientras estuve entre vosotros, estuve siempre con mucha pusilanimidad, mucho temor y en continuo susto; mi modo de hablar y mi predicación no fue con palabras persuasivas de humano saber, pero sí con los efectos sensibles del Espíritu y de la virtud, para que vuestra fe no estribe en saber de hombres, sino en el poder de Dios. Esto no obstante, enseñamos sabiduría entre los perfectos; mas una sabiduría no de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, los cuales son destruidos con la cruz, sino que predicamos la sabiduría de Dios recóndita, la cual predestinó Dios antes de los siglos para gloria nuestra; sabiduría que ninguno de los príncipes de este siglo ha entendido, ya que si la hubieran entendido nunca hubieran crucificado al Señor de la gloria, de la cual está escrito: ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento, cuáles cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman(1Cor 2, 1-9). ¡La cruz de Cristo! Nos hemos olvidado de la cruz de Cristo en esta época posconciliar.
Ya Juan XXIII en sus discursos del primer año del Concilio y en su convocatoria del mismo nos recordó estas verdades. Y Pablo VI nos las ha estado recordando constantemente. Pero, por no querer predicar esta cruz, hemos creído preferible predicar una religión en el posconcilio, muy alegremente interpretada con arreglo a los criterios subjetivos y personales de cada uno. Una religión reivindicadora, temporalista, acusatoria. Y así no se puede caminar con la bendición del Señor.
Cuando los más obligados al apostolado empiezan a decir unos de otros: éstos tienen la culpa, éstos son los que me estropean mi labor; mientras no suprimamos esto o aquello, no hacemos nada; forzosamente hay que barrer tales o cuales instituciones; la Iglesia actual no nos sirve; los seminarios no nos sirven; la piedad no nos sirve; malo; cuando se empieza así, digo, no se empieza con la cruz de Jesucristo. Más humildad era necesaria.
Empezaron a aparecer excesos litúrgicos, doctrinales, en Holanda, en Francia; menos, pero también en Bélgica, en Norteamérica. La liturgia: la hace el hombre –dicen–, tiene que ser algo vivo, muy accesible, ha de ser creativa, hemos de construirla cada día. ¿Y dónde está el respeto al misterio de lo sagrado? ¿Y de quién es la liturgia? ¿Con qué derecho hablas tú de esto? La liturgia es del entero Pueblo de Dios, orgánicamente constituido, con su Jerarquía. De manera que, cuando la Iglesia, Pueblo de Dios con su Jerarquía, ha hablado ya y ha determinado las actuaciones litúrgicas, y ha dicho cómo debe realizarse el culto que ella señala para dirigirnos a Dios, quebrantar lo que la Iglesia señala, por parte de un sacerdote o de un laico, es no solamente una injusticia, sino un atropello a la expresión viva de los dogmas y una falta de respeto al Pueblo de Dios. Porque la liturgia no es de ningún grupo, es de todo el Pueblo de Dios, cuando aparece ya claramente determinada en las expresiones con que ese Pueblo de Dios, con la Jerarquía, las manifiesta y las determina.
Pero habrá que hacer las misas –según los innovadores de la creatividad– con ese capricho desordenado y loco, con esas lecturas, inventando los cánones e incluso, a veces, hasta las fórmulas de la consagración,tratando de borrar diferencias, porque así se iba a atraer –según ellos– al mundo moderno. No, no se atrae al mundo moderno disimulando o negando los perfiles propios de lo que tenemos que ofrecer a ese mundo moderno.
El Catecismo holandés nos presenta un caso más del fenómeno que indico, con esa polémica incomprensible, tan largo tiempo sostenida, entre las advertencias que está haciendo Roma y las respuestas de ciertos grupos de teólogos holandeses. Y enseguida el coro orquestado, abierto en todos los países para hacer causa común, porque ese Catecismo y otras expresiones parecidas facilitaban mejor las creencias al hombre moderno.
Ahora, por ejemplo, hace unos días, ha tenido que salir un documento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, recordando la doctrina católica sobre el misterio de Jesucristo y de la Santísima Trinidad1. El Papa Pablo VI, en uno de sus discursos que pronunció a la semana siguiente, en el Ángelus del domingo dijo: “Habéis recibido esta noticia. Daos cuenta de que el hecho tiene mucha importancia, porque si no mantenemos en toda su pureza nuestros dogmas, sufre la vida eclesial, sufre la causa del ecumenismo, sufren las generaciones futuras, puesto que ni sabemos qué fe les vamos a ofrecer, ni sabrá la Iglesia cuál es la fe que tiene que vivir. Por consiguiente, no es en modo alguno cosa baladí que la Iglesia se preocupe con razón, por la clara afirmación de sus dogmas, en su estricto contenido2.
No hace muchos años, cierta persona de Holanda, un laico distinguido, padre de familia, que ocupaba un puesto de cierta importancia, hablaba con algunos sacerdotes, uno de los cuales es quien me lo refirió, y les decía: “Mis hijos ya no se han casado, no han recibido el sacramento del matrimonio, no; los domingos no van a Misa, dicen que no, que la liturgia nueva queda muy atrasada, que ellos quieren su propia liturgia. Tengo otro de mis hijos, este sí es piadoso y consagra y recita la fórmula de la consagración en unión con el sacerdote”. Y cuando el sacerdote con el que el seglar hablaba le decía: “Pero bueno, ¿cómo es posible esto? ¿Usted que tiene una formación católica, no sufre al contemplar esto?”, el padre de familia respondió: “¿Cómo no voy a sufrir? Estoy simplemente refiriéndole las consecuencias últimas a las que hemos llegado”. Y le añadió: “Pero tengan cuidado ustedes, que acaso dentro de tres o cuatro años en España lleguen más lejos”.
Y también ha quedado afectada por la ola del desconcierto la vida religiosa. Los votos, la observancia, la obediencia, se dice, son totalmente contrarias a la dignidad humana. La libertad del hombre pide otra cosa. Por consiguiente, salidas, contactos, espectáculos, relajación, en una palabra; de observancia de las reglas nada, eso es opresor, despersonaliza, aliena, no sirve para nada.
Interpretación de la Escritura. Jesucristo, bueno, pero hay que desmitificar la figura de Jesús. En consecuencia, vamos a leer en lugar del Evangelio, frases de los poetas, de los revolucionarios, incluso de los marxistas. ¿Qué vamos a ofrecer así? ¿Qué se puede hacer así, cuando esto se extiende y llega a producir en unos ambientes y en otros esta confusión fatal?
Crítica despiadada a la Jerarquía, operaciones colectivas organizadas en las diócesis por un lado y por otro. Escritos ciclostilados que llegan a todos los rincones para mentalizar, para crear conciencia de un papanatismo alocado. Porque ahora sucede en España que cuando ya en Alemania y en Francia empiezan a estar de vuelta de todos estos excesos, aquí se están manifestando, al menos en estas últimas temporadas, con una virulencia agresiva en el orden litúrgico, en la predicación, en la catequesis, en los comentarios. Espectáculo verdaderamente desconsolador.
Y mientras tanto, uno dice: ¿A dónde tenemos que dirigir nuestra mirada? Y yo respondo: al Papa y a los obispos en comunión con el Papa.
El Magisterio de Pablo VI #
La doctrina del Papa. ¿Pero es que alguien puede acusar a Pablo VI de hombre que no entiende el mundo moderno? ¿De hombre que no vive el Concilio? ¿De hombre que no conoce las exigencias de la cultura moderna? ¡Si nos ha dado a todos y nos está dando, aún en su ancianidad, el ejemplo de audacia apostólica más hermosa que podía darse en la Iglesia contemporánea! Pero al mismo tiempo, ¡con qué equilibrio, con qué profundidad!
¿Es que Pablo VI no nos ha recordado sin cesar el misterio de la Eucaristía, como sacrificio y como sacramento? Su Encíclica Mysterium fidei, sus discursos en las festividades del Corpus, su intervención personal en las procesiones del Corpus, de Roma. Hijo de la Virgen Santísima –antes os recordaba su viaje a Fátima–: apenas hay una alocución en las audiencias de los miércoles o de los domingos, cuando habla desde su ventana, que no termine con una referencia a la Virgen. ¿Pero es que el Concilio no nos pide que recemos por medio de la Virgen? Nos la ofrece como modelo de fe, pero nos la pone también para que le demos culto, para que busquemos su intercesión, para que imitemos sus virtudes, para que cantemos sus alabanzas, para que gocemos con sus glorias. Todo esto lo dice, y con absoluta claridad, el Concilio Vaticano II, y, sin embargo, se ha producido un arrasamiento feroz en muchas iglesias y en muchas parroquias, en la vida de las comunidades cristianas, en España, en Francia, en Italia y en todas partes, en relación con este dogma tan vivo y vivificante de nuestra Iglesia católica.
¿Y sobre la oración? ¡Los discursos del Papa sobre la oración! Suman miles, no exagero, son miles los pasajes que ha dedicado a la vida de oración. Porque el día en que se haga balance de todas las manifestaciones orales de este Pontífice, nos vamos a encontrar con una sorpresa que nos dejará asombrados, aturdidos de respeto, porque el Magisterio sobre la oración lo ha ejercido continuamente. Y siempre está advirtiendo: oración litúrgica, sí, pero también oración personal, contemplación, meditación de los misterios de Dios. ¡Y todo esto se ha de despreciar por la frivolidad y menosprecio de algunos por la vida interior!
Lo mismo sobre la penitencia, sobre el sacramento de la Penitencia y la virtud de la penitencia; y la mortificación de nosotros mismos.
La Misa diaria, lo ha recordado a los sacerdotes en muchas ocasiones. La obediencia; la corresponsabilidad sí, según el nivel y la misión que cada uno tiene, pero obediencia última a la palabra que pueda pronunciarse por quien tiene la misión de pronunciarla. Y nos la pide a nosotros, los obispos, respecto a él; y la pide a los sacerdotes respecto al obispo; y la pide a los laicos respecto al sacerdote. El sacerdote no es un camarada en el camino, no es un igual, es el rector del Pueblo de Dios, como dice el Concilio. No puede haber en la Iglesia un democratismo que destruya la esencia de la misión apostólica que el Señor nos ha confiado. Defender esto no es defender privilegios, es defender la verdad, aunque uno se haga impopular.
El recogimiento en la vida religiosa. El año pasado publicó Pablo VI un documento capital, la Evangelica testificatio3, dirigido a las personas consagradas a Dios. ¡Hermoso documento sobre la vida religiosa! Enseguida, a los pocos días de promulgarlo, ya empezaron los comentarios adversos en artículos, escritos en diversas revistas, en reuniones y coloquios: que no se han tenido en cuenta –dicen– tales advertencias, que es anticuado, que no conoce la psicología del hombre actual, que de esa manera la vida religiosa no puede continuar. ¿Pero a dónde vamos a parar? Nada de lo que haga hoy la Jerarquía resulta grato.
El celo misionero, la ordenación de los obispos, el sacerdocio, los seminarios. Son más de doscientos los discursos que Pablo VI ha dedicado al sacerdocio y a los aspirantes al sacerdocio. Y también este sector de su Magisterio es objeto de reticencias y desobediencias. No se leen esos documentos. Los nuevos espíritus fuertes los desprecian. Prefieren la voz de un teólogo, o pseudo-teólogo, que escribe y habla de las exigencias psicológicas de la juventud de hoy, del inconformismo como valor creativo, de la capacidad critica como manifestación de la dignidad humana. ¿Pero dónde está la cruz? ¿Dónde está el misterio del Señor?
Sigue habiendo en la Iglesia una luz poderosa #
Termino mi reflexión. Os decía al principio: Pero ¿qué ocurre en la Iglesia de hoy? ¿Es que podemos seguir perdiendo el tiempo así, en estas clasificaciones, en estos juicios ligeros, en estas frivolidades? Mientras se nos despueblan los seminarios, mientras los noviciados se quedan vacíos, mientras avanza la oleada del materialismo y del sentido marxista de la vida, ¿es que vamos a reducir el misterio de Cristo a eso, a la presencia de un ser desdibujado, incoherente, junto a nosotros, del cual recordamos ciertos rasgos, que invocamos según la situación nos lo aconseja, pero disimulando los aspectos más gravemente exigentes del Evangelio, los cuales, sin embargo, han sido los únicos capaces de prender en el corazón de los pueblos cristianos, a pesar de todos los pecados y de todos los defectos?
Se dice: es que no queremos vivir de la hipocresía anterior; las comunidades cristianas católicas, nuestras parroquias, nuestras diócesis, nuestro cristianismo, todo ha sido una falsedad, una apariencia. Pero, ¿de veras alguien puede sentirse autorizado para juzgar así a los demás hombres? Desde el momento en que alguien tenga tal atrevimiento habría que recordarle una frase del evangelio: no juzguéis y no seréis juzgados (Mt 7, 1). Más respeto; dejad que en la conciencia de cada uno entre solamente Dios, no hablad de hipocresía tan a la ligera, y sobre todo, no condenad a los que pasaron, mientras no se ofrezca en la actualidad un ejemplo de santidad y de pureza interior, que si se da, empezará por exigir humildad y respeto con relación a los demás.
¿Qué pasa en la Iglesia? Confusionismo y desorden, sí; pero también algo más. Porque, por encima de todo, sigue habiendo en la Iglesia una luz poderosa, y es a la que ahora me acerco.
Yo amo el Concilio desde la primera letra hasta la última. Sé que viva los años que viva, puedo hacer muy poco por la Iglesia; porque las posibilidades de un hombre son siempre escasas. Nunca me he creído que por ser obispo, ahora y aquí, antes en otras diócesis, yo podía ser un agente transformador del mundo, no. Trabajaré incesantemente por transformarme a mí mismo y trataré de predicar la Palabra santa de Dios, ofreciéndola a los que quieran escucharla, para ayudarles con amor a la necesaria transformación. Pero pensar que yo, sólo por mí mismo, voy a cambiar las circunstancias de la vida de una diócesis, haciéndola de hipócrita, sincera; de rutinaria, consciente; de falsamente piadosa, responsablemente comprometida; de religiosa aparentemente, sincera con sinceridad evangélica, no, no lo puedo pensar. Amo el Concilio, y pienso que es un tesoro que la Iglesia tiene en este tiempo moderno, pero pienso que tenemos que mantenerlo en su integridad. Y desde el momento en que situara yo mi línea de trabajo dejando a un lado algo de lo que el Concilio me pide, ya estaría falseándolo.
Me pide que trabaje por todos, en relación con el mundo, con la Iglesia en su propia constitución interior, en su desarrollo orgánico, en sus estructuras, pero no derribarlas, sino perfeccionarlas; y esto es tarea que exige tiempo, reflexión, calma, paciencia, no precipitarse, ser muy sinceros unos con otros, esforzarnos por colaborar para que nuestra contribución se ponga a la altura necesaria que el perfeccionamiento del orden social y político requiere, pero sin fomentar odios, sin provocar nada que pueda conducir a la subversión, sin querer que por remediar un problema caigamos en otros más graves. Yo pienso en nuestro Señor Jesucristo, que veía problemas inmensos a su alrededor; podía haberlos solucionado todos de una vez y no lo hizo; plantó en el corazón del hombre la semilla de la fe y del amor, y le pidió una incesante conversión del corazón. Y así, pienso, que debemos seguir haciendo.
Nosotros, los primeros, exigiéndonos mucho en nuestra vida interior de sacerdotes. Seminarios, sacerdotes y órdenes religiosas, somos los primeros que tenemos que reformarnos por dentro, con más oración, con más recogimiento, con más austeridad de vida, con más atención a los valores del espíritu, con más respeto a las leyes de la Iglesia, con más amor a la disciplina que ésta nos señala. Buscando ser, en nombre de Cristo, no en nombre nuestro, con sus palabras, sal de la tierra y luz del mundo (Mt 5, 13). Y aportando después, con este esfuerzo y con los sacramentos que administramos y con la Palabra que predicamos, todo este tesoro a los fieles, porque lo tenemos para vosotros, pero nos lo ha dado Dios; somos administradores, dispensadores de los dones de Dios.
Hay una diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial nuestro y el sacerdocio de los laicos, y estamos aquí para ayudar a todos, todos unidos, al Reino de Cristo; sin violencias, sin agresividades, sin matar la piedad, sin caer en beaterías, por supuesto, manteniendo las santas tradiciones, perfeccionándolas en cuanto se pueda, vigilándonos continuamente para poner más justicia en la vida del trabajo, en las relaciones profesionales, en el cumplimiento del deber, porque todo esto predica la sinceridad de nuestra vida religiosa. Pero teniendo presente que el primer mandamiento es amar a Dios; y Dios no es, pura y simplemente, el conjunto de los hombres. El no está ausente de nosotros, pero tiene su vida trinitaria propia, que no se puede reducir a esto, al rostro del prójimo, a este humanismo religioso, según el cual, para muchos Dios, Jesucristo, no sería más que esto: la nueva humanidad, la realización de la justicia en la tierra, por los caminos que sea. No. A Dios no se le puede reducir a eso. Está por encima de todo, es Creador. Cristo vino del cielo a la tierra, es el Hijo Unigénito de Dios, que vino a redimirnos. Nacido de María, predica su evangelio y nos habla de sus preceptos fundamentales, pero nos habla también de la cruz, de la muerte, de la resurrección. Y subió a los cielos, en donde nos espera.
El comportamiento cristiano de siempre #
Esta es la religión de Cristo; cuando se vive así, uno se siente dichoso de pertenecer a ella. Tendrá sus pecados, sus fallos, sus deficiencias, pero sabe que cuenta con el perdón de Dios, si sinceramente lo busca con arrepentimiento noble y profundo. Valora todo lo que en la tierra hay, como manifestación de esfuerzo y de lucha por un mejoramiento continuo, pero no pierde de vista el cielo, su destino último, hacia el cual va caminando, guiado en sus pasos por la luz de la Revelación. Recibe la doctrina santa de la Iglesia con respeto y no la convierte en una ideología destrozada a base de críticas de cualquier estilo, que son capaces de pulverizar todos los dogmas y de reducir las expresiones de la verdad religiosa al conformismo mental con nuestra época, con el cual se quisiera conciliar absolutamente todo.
Sabe estimar lo que son los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, y trata de vivirlos; y con esa armadura interior se abre al mundo y abre sus brazos y trata con el hermano protestante, con el hermano ateo, no para perder él su propia luz, sino para ofrecer la que tiene y recibir acaso los estímulos que pueden venir de los que no creen, para purificarnos más nosotros. Y se abre al mundo y busca la cultura y la sirve, pero sabe rezar en medio de esas realidades y no se avergüenza de ser hijo de Dios y creyente en Jesucristo, por mucho que sirva al progreso técnico del mundo de hoy.
Y colabora en el orden político, pero no buscando una popularidad demagógica, queriendo remediar hoy de una manera falsa un problema que mañana se encenderá después, como consecuencia de la falsedad del remedio. Aportará lo que pueda, consciente de que no está en su mano transformar el mundo de una manera radical, sino eso, ofrecer algo en unión con los demás para ir haciéndolo mejor, como padre de familia, como esposa cristiana, como hijo de familia, como joven, como adulto, más o menos rico, más o menos pobre. Estima un deber suyo mejorar su condición propia y la de todos los hombres, vivir la justicia, no defraudar a nadie, contribuir al bien común, hacer que las relaciones laborales sean cada vez mejores, procurando atender a los más oprimidos y a los más débiles, viendo cuántas veces la sociedad está montada sobre una estructura radicalmente injusta y haciendo lo que esté en su mano para mejorarla dentro del orden debido, para no estropear más la situación grave que pueda existir.
Todo esto es un cristiano y, a la vez, un hombre que reza, que medita, que coge el crucifijo, que sabe lo que es la Virgen Santísima, que confiesa sus pecados, que adora la Eucaristía, que enseña a sus hijos también a rezar, que cuenta con la acción del demonio, que busca, por consiguiente, el huir de las ocasiones de pecado, que trata de fortalecer su conciencia con los ejemplos de los santos, que sabe que hay un juicio después de nuestra muerte y una vida eterna, o para el cielo o para el infierno. Esto es un cristiano, este es un cristiano posconciliar, preconciliar, del Tridentino, del Vaticano II y del Vaticano IV o X, si los siglos permiten celebrarlos, porque esos son dogmas de nuestra fe.
Esta es la reflexión que yo quería haceros hoy para situar la perspectiva, dentro de la cual contemplo la realidad religiosa de hoy. Así he tenido la oportunidad de presentaros el esquema de mi pensamiento y facilitaros también los puntos de apoyo, sobre los cuales se basa mi esfuerzo, mi propósito de predicar la Palabra de Dios, en el cumplimiento de mi deber y mi acción episcopal en esta diócesis, a la que, como os dije desde el primer día, deseo entregarme en cuerpo y alma.
No quiero vivir el cristianismo de otra manera. No busco las complacencias. No quiero disimular nada. Creo que se está haciendo un daño terrible a la Iglesia, por no tener presente todo el conjunto de su doctrina. El unilateralismo y el parcialismo son funestos, antes y ahora. Busquemos estas líneas santamente integradoras, de la verdad, del pensamiento y de la acción religiosa, para que nuestro trabajo, el de todos, sea eficaz.
1 Declaración para confirmar la fe en los misterios de la Encarnación y de la Santísima Trinidad frente a determinados errores recientes,21 de febrero de 1972: A AS 64 (1972) 237-241.
2 Véase Pablo VI, palabras en el Ángelus del domingo 12 de marzo de 1972: IP X, 1972, 239-240.
3 Exhortación apostólica Evangelica testificatio, 29 de junio de 1971: en Pablo VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios, Città del Vaticano, 1971, 371-398.