Conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI, Madrid, el 24 de mayo de 1982. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, agosto-septiembre 1982.
Introducción
La Iglesia en el período posconciliar #
En la última etapa del Concilio Vaticano II, el18 de noviembre de 1965, el Papa Pablo VI pronunció un discurso, al que pertenecen las siguientes palabras:
«Nos parece que es muy importante que nos demos cuenta de cuál deba ser nuestra actitud de ánimo en el período posconciliar. La celebración del Concilio ha suscitado, a nuestro juicio, tres diferentes momentos espirituales. El primero fue el del entusiasmo. Era justo que fuera así: estupor, alegría, esperanza, un sueño casi mesiánico, acogieron el anuncio de la esperada y, sin embargo, inesperada convocación; una brisa de primavera pasó al comienzo sobre todos los ánimos. Siguió un segundo momento, el del efectivo desarrollo del Concilio, que se caracterizó por la problematicidad; ese aspecto de la problemática era lógico que acompañase al trabajo conciliar, que fue, como vosotros sabéis, inmenso… Pero en algunos sectores de la opinión pública todo se convirtió en discutido y discutible, todo apareció difícil y complejo; se pretendió someter todo a la crítica y a la impaciencia de las novedades. Aparecieron inquietudes, corrientes, temores, audacias, arbitrariedades; todo se hizo dudoso, incluso los cánones de la verdad y de la autoridad…»
«Viene, por esto, el tercer momento, el de los propósitos, el de la aceptación y ejecución de los decretos conciliares. Y éste es el momento para el que cada uno debe disponer su propio espíritu. La discusión acaba; empieza la comprensión. A la acción del arado que revuelve la tierra, sucede el cultivo ordenado y positivo. La Iglesia se reorganiza con las nuevas normas que el Concilio ha dado. La fidelidad la caracteriza: una novedad la califica, la de la conciencia acrecentada de la comunión eclesial, de su maravillosa trabazón, de la mayor caridad que debe unir, activar, santificar, la comunión jerárquica de la Iglesia. Es este el período del verdadero aggiornamento, preconizado por nuestro predecesor, de venerada memoria, Juan XXIII, el cual no quería ciertamente atribuir a esta programática palabra el significado que alguno intenta darle, como si ella consistiera en ‘relativizar’, según el espíritu del mundo, todas las cosas de la Iglesia: dogmas, leyes, estructuras, tradiciones, siendo así que estuvo en él tan vivo y firme el sentido de la estabilidad doctrinal y estructural de la Iglesia que lo constituyó en eje de su pensamiento y de su obra. Aggiornamento querrá decir de ahora en adelante, para nosotros, sabia penetración del espíritu del Concilio que hemos celebrado y aplicación fiel de sus normas, feliz y santamente emanadas».
«Pensamos que en esta línea se debe desarrollar la psicología nueva de la Iglesia: clero y fieles tendrán que desarrollar una magnifica labor espiritual para la renovación de la vida y de las acciones según Cristo Señor; y a esta labor invitamos a nuestros hermanos y a nuestros hijos; aquellos que aman a Cristo y a la Iglesia estén aquí con Nos en la profesión más clara del sentido de la verdad propia de la tradición que Cristo y los apóstoles inauguraron, y con él el sentido de la disciplina eclesiástica y de la unión profunda y cordial que nos hace confiados y solidarios como miembros de un mismo cuerpo».
«Y para que todos seamos confortados en esta renovación espiritual, proponemos a la Iglesia recordar piadosamente las palabras y los ejemplos de dos de nuestros últimos predecesores, Pío XII y Juan XXIII, a quienes la Iglesia y el mundo tanto deben, y disponemos a este fin que sean iniciados canónicamente los procesos de beatificación de estos Sumos Pontífices, tan piadosos y excelsos y tan queridos para nosotros»1.
Al final de su vida, mes y medio antes de morir, en discurso dirigido al Colegio Cardenalicio, como haciendo examen de conciencia ante la muerte ya próxima, Pablo VI proclamaba con énfasis que había luchado intrépidamente para mantener la doctrina tradicional de la Iglesia Católica, de la que había sido el primer servidor. Se adivinaba en estas palabras como un lamento por no haber podido conseguir que en la época del posconcilio la Iglesia toda avanzase conforme a lo que él había dicho tantas veces.
¿Qué había ocurrido? #
Como consecuencia de la nueva actitud de diálogo, discernimiento y aproximación al mundo moderno, a la cultura del hombre contemporáneo, a sus luchas políticas, a las diversas confesiones cristianas, a las demás religiones de la tierra, en grandes sectores de la Iglesia fue extendiéndose una actitud nueva, no totalmente, puesto que tenía precedentes en los años anteriores al Concilio (sacerdotes obreros de Paris, Nueva Teología…), pero sí en la intensidad con que se manifestaba. Tales eran los cambios que querían introducirse en las expresiones dogmáticas de la fe, en la observancia de las leyes divinas, en la moral pública y privada, en el culto litúrgico y en las formas de piedad y devoción, y, como consecuencia, en el talante y estilo con que se contemplaban las instituciones y estructuras de la Iglesia: Magisterio y obediencia al mismo, jerarquía y autoridad correspondiente, ordenes y congregaciones religiosas, noviciados y seminarios, actuaciones concretas en el modo de realizar la acción apostólica, límites entre la predicación y la actuación política, disciplina en el comportamiento externo de clérigos y religiosos, etc. Tales eran los cambios, tantos, y en tantos sitios a la vez, que el desconcierto y la confusión más dolorosos se hicieron dueños del espíritu de muchos.
La mayor novedad consistía en que todo eso sucedía en el interior de la Iglesia. No obedecía a imposiciones desde fuera, ni a legislaciones coactivas de poderes extraños; se pensaba en contra de las advertencias de los Papas, que traería resultados beneficiosos para la evangelización del mundo. Se comprende que se hayan escrito libros en estos años como La descomposición del Catolicismo, de Bouyer; o ¿Se ha vuelto loca la Iglesia Católica?, del inglés John Eppstein; El Caballo de Troya en la ciudad de Dios, de Von Hildebrand; El Campesino del Garona, de Maritain; Getsemaní, del Cardenal Siri; La Iglesia, esperanza del mundo, del Cardenal Wrigth; El retorno de Poncio Pi/ato, del Obispo de Estrasburgo, Elchinger; Nuevo Profetismo, A.C. de Madrid, 1969; Córdula, de von Balthasar…
Pero de estos libros apenas se ha hablado. La conjuración del silencio, auténtica tiranía en la época de la libertad, ha caído sobre ellos.
Y tampoco se ha querido oír la voz del mismo Pablo VI, que, con más autoridad que todos ellos, decía en 1964, en la encíclica Ecclesiam Suam: «Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestades, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre… Un peligro de vértigo, de aturdimiento, de aberración que sacude la solidez de la Iglesia e induce a muchos a ir tras los más extraños pensamientos, como si la Iglesia debiera negarse a sí misma y abrazar novísimas e impensadas formas de vida» (Ecclesiam Suam, 20).
En otras ocasiones insistió sobre esto mismo: «No se puede demoler la Iglesia de ayer y de hoy para construir una nueva; impugnar lo que la Iglesia ha enseñado hasta ahora, ni abandonar como viejos y superados los cánones dogmáticos» (17-9-69). «Se diría que a través de alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbres, problemática, inquietudes, insatisfacciones, confrontaciones. Ya no se confía en la Iglesia… Ha entrado la duda en nuestras conciencias y ha entrado a través de ventanas que debían estar abiertas a la luz» (Homilía 27-6-72.)
El actual Pontífice, Juan Pablo II, no ha utilizado el lenguaje lamentativo y doliente de Pablo VI, pero ha ido más lejos en el reconocimiento del drama interior de la Iglesia. Concretamente, en un punto central de la fe católica, la Eucaristía, ha llegado a pedir perdón en nombre de la Iglesia, por los graves desórdenes que se han producido.
«Llegado ya al término de mis reflexiones, quiero pedir perdón –en mi nombre y en el de todos vosotros, venerables y queridos Hermanos en el Episcopado– por todo lo que por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento. Y pido al Señor Jesús para que en el futuro se evite, en nuestro modo de tratar este sagrado Misterio, lo que puede, de alguna manera, debilitar o desorientar el sentido de reverencia y amor en nuestros fieles. Que el mismo Cristo nos ayude a continuar por el camino de la verdadera renovación hacia aquella plenitud de vida y culto eucarístico, a través del cual se construye la Iglesia en esa unidad que ella misma ya posee y que desea poder realizar aún más para gloria de Dios vivo y para la salvación de todos los hombres»2.
Y en su magisterio normal y ordinario, desde Roma, y en sus viajes por todo el mundo, está repitiendo incansablemente las verdades fundamentales del credo y la ley moral de la Iglesia Católica, no ya clásicas y tradicionales, que eso es decir poco, sino permanentes e inmutables.
Esta consideración que he hecho, referida en términos generales a la Iglesia de los años posconciliares, tiene perfecta aplicación a España. También entre nosotros ha habido sectores muy influyentes en la Iglesia que han querido cambiarlo todo. El resultado ha sido el mismo que en todas partes: desconcierto y pesadumbre en muchos, y reacción hostil en otros, que se han incapacitado para captar la sana brisa de renovación que el Concilio traía. Y en esta situación nos encontramos hoy.
Como digo, este fenómeno, que no es privativo de España, afecta a la vida católica de los creyentes, y no debe explicarse con apelaciones simplistas a la dificultad de adaptación, a la impreparación de los fíeles para asimilar la doctrina del Concilio, al aislamiento en que vivíamos los españoles con anterioridad al mismo, etc. Estas no son explicaciones honestas.
Y basta, para demostrarlo, tener en cuenta que el fenómeno se ha dado en casi todos los países católicos, y que los Papas y los Sínodos han hablado sin cesar, condenando los abusos a que me refiero. Porque es de esos abusos de lo que estoy hablando, no de las auténticas y deseadas renovaciones conciliares
Lo que ha faltado es la fidelidad y la adhesión religiosa al Magisterio de la Iglesia, y concretamente el Magisterio Pontificio, que era bien fácil de conocer y, de hecho, se conocía. Y no ha sido el pueblo católico en general, que seguía dispuesto a observar y seguir las orientaciones de los Papas, sino grupos minoritarios dentro de la Iglesia, que disfrutaban de cauces eficaces por donde hacer correr y propagar sus personales y muchas veces insolentes provocaciones y desobediencias. A Pablo VI, el Papa del Concilio y de las más valientes y dignas aperturas, se terminó por despreciarle como a un hombre acobardado y temeroso. A Juan Pablo II, que fue recibido con tan clamorosa adhesión por las circunstancias que concurrieron en su elección para el Pontificado, se le empezó a calificar de involucionista al día siguiente de sus llamadas a la fidelidad. Esta es la realidad. Lo demás son ganas de perder el tiempo.
Lo que ha surgido en España, y seesta extendiendo en la opinión pública de grandes sectores de la sociedad, es otra cosa. Es la idea de que el catolicismo, que tanta influencia ha tenido en nuestra cultura y vida social; el catolicismo hispánico, nuestro catolicismo, ha contribuido notablemente a generar ese fenómeno de la llamada intransigencia española, que dificulta la convivencia nacional. En periódicos y revistas, en asambleas y coloquios, en cátedras y círculos académicos, y –¿por qué no decirlo? – en templos y confesonarios –estos últimos donde se usan– ha ido extendiéndose la idea de que hay que predicar un catolicismo fácil, cómodo, muy dialogante y comprensivo, nada dogmático, respetuoso de la modernidad, adecuado a los tiempos y a las exigencias de la cultura actual, suave descanso para el corazón atribulado de los hombres como la música de una sonata, puramente testimonial y liberado del fárrago de una doctrina insoportable, despojado de esa pelambre áspera e hirsuta que le ha ido creciendo merced a las lociones que manos españolas han ido aplicando a su cabellera (contrarreforma, inquisición, oscurantismo, prepotencia clerical, ansia de dominio, ignorancia científica, etc.). De todo esto se escribe y se habla sin cesar.
Y esto es lo peligroso, a mi juicio. Porque después nadie concreta en qué ha de consistir ese catolicismo fácil, ni de qué debe abdicar para ser a la vez moderno y fiel a su identidad. El resultado es que sustituyen las creencias por las actitudes, el depósito de la fe por las ambigüedades, la caridad por el irenismo, los mandamientos por los manifiestos, los sacramentos que son signos y realidades a la vez por puros símbolos a los que cada uno trata como quiere. Y como la idea en si es atractiva –¿a quién no le agrada hacer un catolicismo fácil? – se multiplican las facilidades hasta límites inconcebibles, por ejemplo: absoluciones colectivas con quebranto evidente de las normas dadas por Pablo VI, porque es mucho más fácil un catolicismo en que no haya que acudir a confesar los pecados personales; ocultación o evitación de las fórmulas del Credo, en que confesamos a Jesucristo como Hijo de Dios, porque es mucho más fácil decir que en Él Dios se ha hecho presente de una manera única; impugnación de la Iglesia como sociedad jerárquica con Papa y Obispos de institución divina, porque es mucho más fácil a los hombres de hoy y más grato a los grupos cristianos no católicos hablar de comunidad de creyentes que caminamos hacia la verdad liberadora; valoración de la sexualidad como factor integrante de la condición humana, en tales términos que se consideran las prohibiciones de la Iglesia Católica como restos atávicos de una moral judeocristiana anticuada y pobre. y por lo mismo repudiable, porque así es mucho más fácil que la juventud llene los espacios vacíos de los templos con las canciones de su alegría…
Puestos a dar facilidades, se llega a la trivialización de todo y se termina creando un catolicismo que ya no hay quien lo conozca. Da lo mismo exégesis bíblica protestante que católica; utopía marxista que ideal cristiano; Evangelio que libertad; libertad que subjetivismo; subjetivismo que anarquía. Y en otro orden de cosas, da lo mismo vida eterna que progreso indefinido; paraíso que liberación terrestre; infierno que congoja o frustración humana.
Y como las ideas necesitan de instrumentos y medios adecuados para difundirlas, aparecen los libros de temas religiosos, en que cada cual dice lo que se le antoja, incluidos textos de Religión, las catequesis para grupos, las revistas ciclostiladas, las charlas radiofónicas, los coloquios televisivos. Todo ligero, todo frívolo y desvergonzado, todo sometido a la manipulación y presentación arbitraria de unos cuantos directores y directoras de programas que, al amparo de una cierta facilidad de palabra y de gesto, trituran las más sagradas instancias de la fe y de la dignidad del comportamiento moral, tal como en un artículo memorable lo evocaba no hace mucho Luis María Ansón, titulado Descristianizar España3.
No es que ataquen directamente al catolicismo –alguna vez también lo hacen–, sino que intentan hacerlo todo fácil, eliminar las presencias de un Dios revelador tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, quedarse con las palabras que les convienen y suprimir las demás, y así seguir cantando el estribillo de que un catolicismo, que no se acomoda a eso que llaman ellos cultura de hoy, no es de recibo. No importa que la familia, los niños, la juventud, la ética de la convivencia, los valores tradicionales y contrastados del pueblo terminen siendo desintegrados y reducidos a polvo. ¡Hay que hacer un catolicismo más fácil y democrático! ¡Hay que dejar a un lado las tinieblas del oscurantismo hispánico! ¡Hay que cerrar la puerta a los abanderados de la intransigencia y la caverna! etc. Entonces marchará todo bien y nos situaremos con plenitud en conjunción armónica con los países europeos, y aún –¿quién sabe? – les daremos lecciones de progresismo siempre ascendente, haciendo que nuestra Constitución, nuestros consensos ideológicos, nuestros filósofos y ensayistas, nuestros teólogos (¿dónde estarán, Dios mío? ) y comentaristas de la religión, en periódicos y revistas; nuestros sociólogos y cultivadores de las ciencias antropológicas, nuestros humoristas tan ingeniosos y agudos, asombren al mundo con la forja de una España nueva sacada, a golpes de intuición y de coraje, de la fragua incandescente de las nuevas generaciones ya para siempre liberadas.
Podríamos aducir datos sin fin, en confirmación de lo que estoy diciendo. Sólo me voy a referir a uno. Cuando se proyectaba la promulgación de la ley del divorcio; hubo algunos Obispos que hablaron muy claramente sobre el tema, presentando la doctrina de los Papas, algunos de éstos tan «antiguos» y «medievales» como Pablo VI y Juan Pablo II. Estos Obispos fueron atacados desde todos los ángulos, civiles y eclesiásticos. No es extraño, por lo que se refiere a los críticos que procedían del ámbito civil. Lo extraño es que, en las impugnaciones y ataques que sufrieron de parte eclesiástica, ninguno se refirió a la línea de argumentación de esos Obispos, a saber: que la enseñanza que brindaban era enteramente doctrina pontificia. ¡Era más cómodo olvidarlo, para poder hacer un catolicismo fácil, y así evitar la guerra religiosa que la intransigencia española está siempre dispuesta a declarar!
Análisis del tema de fondo #
Descrito el fenómeno, debo entrar en el análisis del tema de fondo, que subyace en el enunciado de mi conferencia. Se hace necesario contestar a tres preguntas: 1ª ¿Existe una intransigencia española propia y exclusiva? 2ª ¿Puede contribuir un catolicismo fácil a disiparla? 3ª ¿Puede darse un catolicismo fácil? Contestaré brevemente.
Intransigencia española #
¿Pueden acusar a España de intransigencia los demás países de Europa que, en el espacio de treinta y un años, en pleno siglo XX, han consentido en ser aplastados por dos guerras que llegan a ser mundiales como consecuencia de la ambición, los rechazos y los odios de unos y de otros? La intransigencia ¿es fenómeno español o simplemente humano?
Durante el siglo XIX hemos sufrido en España las guerras dinásticas, en alguna de las cuales el factor religioso aparece en primer plano, es cierto. Pero en ese mismo siglo, en Inglaterra siguen en vigor las leyes intransigentes contra el acceso de los católicos al Parlamento y a determinados oficios, intransigencia que se mantiene hoy con relación a algunos altos cargos; en Alemania la intransigencia se dio en las luchas con motivo del Kulturkampf de Bismarck; en Francia, al final del siglo pasado y principios del presente, con las leyes laicistas y persecutorias de los gobiernos hostiles a la Iglesia; en Italia, con motivo del despojo de los Estados Pontificios y la unificación nacional; y en todo Europa, la intransigencia y la venganza se han dado después de la última guerra mundial, en el ámbito interno de cada nación, con actitudes equivalentes a las de una auténtica guerra civil, sólo que no han tenido observadores desde la frontera, como los que desde Hendaya contemplaban con sus prismáticos de turistas a los combatientes de nuestra contienda en Irún y montes próximos.
Lo que aquí ha habido, como fenómeno propio, ha sido vehemencia ardorosa y disposición proclive a resolver las diferencias por procedimientos contundentes en el ámbito local, regional y nacional. Ha habido más ignorancia en el pueblo en cuanto a modos de desarrollo político y social, más hambre, más distanciamiento entre las clases dirigentes y el pueblo. Y como el sentimiento católico y las actitudes emocionales que acompañan a un determinado sentido religioso de la vida eran más densas y arraigadas que en otras partes, cuando surgían los conflictos sociales o políticos, que llevan siempre consigo un determinado concepto de la vida y favorecen cambios radicales, lo católico hacía acto de presencia inevitablemente, o para modificarlo según querían unos, o para defenderlo según querían otros; pero no era la causa de la intransigencia. Originado el conflicto o en curso ya el desarrollo del mismo, los comportamientos prácticos se multiplicaban, obedientes a los sentimientos religiosos en muchas ocasiones. ¡Ojalá siempre hubiera sido con acierto! Pero ¿en qué país y en qué época histórica se ha logrado eso siempre? Yo no defenderé nunca la intransigencia; sí que defenderé siempre la coherencia con los principios religiosos en que se cree. Y para defenderla hay muchos procedimientos que no son la guerra. Pero, desde luego, tampoco son aptos el disimulo, la ocultación, la ambigüedad o la difusión de un catolicismo fácil, que va vaciando la fe de contenido y después quiere justificarlo diciendo que los contenidos no son la fe.
Que esa vehemencia y fogosa pasión no son exclusivamente nuestras, lo prueban estas palabras del ex presidente de la República francesa, Giscard d’Estaing: “En Francia todo ocurre como si el debate político no fuese la competición entre dos tendencias, sino el enfrentamiento de dos verdades que se excluyen mutuamente. Su estilo no es el de una deliberación de ciudadanos que resuelven juntos sus asuntos, sino el de una guerra de religión apenas mitigada por la convivencia. Ese estado de cosas tiene su origen en nuestro temperamento y en nuestra historia. Nuestra vida política ha sido siempre exaltada por la pasión mediterránea y el absolutismo latino: el grito de Voltaire contra la intolerancia sigue siendo la voz que clama en el desierto”4.
¿Puede contribuir a disiparla un catolicismo fácil? #
No es posible. Sencillamente porque no será catolicismo. La persona humana y su trascendencia, la familia y sus propiedades esenciales, la sexualidad y su regulación, el culto a Dios y el respeto a lo sagrado, la educación de los niños y la orientación de la libertad en los jóvenes y los adultos, la caridad en el sentido en que la proclama Juan Pablo II, los derechos humanos correlativos de deberes ineludibles, la justicia social en el ámbito de cada nación y en la relación de naciones ricas y pobres, no son realidades para declararlas sueltas y exentas de mandamientos, a merced del mejor postor.
Sobre cada una de ellas, como sobre el sentido de la vida y de .la muerte, el catolicismo, en lo que tiene de doctrina revelada, trasmite una palabra que está dicha en lo fundamental por el Hijo de Dios. Podrá aclararse, explicarse mejor, inculturizarse, pero no modificarse de modo que se altere lo sustancial de lo que ha sido revelado. Si se hace así, ya no queda catolicismo. Será únicamente el monumento o el libro, el archivo o el documento de papel, de piedra o de color; pero no será la vida, que es lo que dijo Jesús de sí mismo. Será, como dijo Renán, el perfume de un frasco vacío; pero no será la Iglesia de Cristo, Redentor de la Humanidad.
¿Puede darse un catolicismo fácil? #
Mi respuesta hoy, en el contexto de las consideraciones que vengo haciendo y en un análisis forzosamente breve de la realidad social del catolicismo en la vida de un pueblo, es que el catolicismo no es ni fácil ni difícil. Porque no lo entiendo como un mero hecho sociológico segregado por la evolución histórica de un pueblo o de una cultura determinada que se decanta en instituciones y costumbres creadas por el genio y la raza. Entendido así, ciertamente podemos hablar de catolicismo hispánico, francés, italiano, etc., y descubrir peculiaridades propias, pues no en vano el catolicismo es también un modo de vivir y de pensar, en el que cada pueblo pone su huella propia. Ni aun en ese sentido puede acusarse a la nación española de mayores intransigencias que las que en otras partes se han dado, con una u otra religión, ni de mayores confusiones entre Iglesia y Estado que las que durante siglos se han dado en toda Europa.
Pero ahora no hablo de esto. Hablo de la crisis posconciliar a la que están refiriéndose los Papas, y que es el tema que me ha traído aquí. Si me he referido al catolicismo español es porque lo tachan de particularmente intransigente y afirman que, eliminadas esas intransigencias, quedará un catolicismo más puro, y que será más fácil, y ayudará más a la convivencia democrática. Este es el nudo del problema, la tentación en que podemos caer los católicos, hijos de la Iglesia, contra la cual hay que ponerse en guardia, so pena de consentir en una disolución y desmembramiento progresivos del credo, que ni corregirá lo que tengamos de intransigentes ni será ya catolicismo.
Recientemente, en coloquios televisivos de gran audiencia, han aparecido hombres y mujeres jóvenes, representantes de la cultura de hoy. El espectáculo era tan soez y tan bárbaro que causaba sonrojo. Insultos, imprecaciones, procacidades, gestos iracundos, rechazos de pequeños déspotas unos contra otros, eso es lo que afloraba como manifestación de la nueva cultura de la transigencia y el respeto. ¡Allí no influía para nada el catolicismo hispánico! Eran las lacras de siempre: ignorancia, pasión incontrolada, aplastamiento del antagonista o simplemente del interlocutor, vehemencia incendiaria, insultante descaro.
El catolicismo no es ni fácil ni difícil, repito. Porque es ante todo una Vida y una Palabra que nos ofrece el Dios de la Verdad y del Amor revelado en Jesucristo. Cuando ese mensaje de verdad y de vida se va asimilando con fe y con la ayuda que prestan los sacramentos y la oración dentro de la comunidad de la Iglesia tal como Cristo la instituyó, el creyente se encuentra con un Dios cercano, que le ofrece un corazón que ama, el del propio Jesucristo. Entonces comprueba el hombre que ese yugo es suave y esa carga ligera. La ley moral se contempla entonces como una exigencia del verdadero amor, que redime del peso de la miseria y eleva el espíritu. En las dudas, vacilaciones, dificultades y fracasos, el hombre creyente termina por decir como el Apóstol Pedro cuando le preguntó Jesús: ¿Y vosotros también queréis iros? –Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna. Ese es el catolicismo que termina haciéndose fácil, no que es fácil o que nosotros, con nuestras adulteraciones y ambigüedades, queremos que lo sea, según nuestra pasión o cobardía. Ese es el catolicismo en el que yo creo, el de la fidelidad y la delicadeza en el tratamiento y transmisión de algo que no es nuestro, sino de Cristo. Es el de la integridad en la fe, no el de los integrismos que rechazan el Concilio Vaticano II porque no les gusta, ni, por supuesto, el de los comportamientos sucios e irreverentes en el interior de la Iglesia.
Nada hay auténticamente humano que no halle eco en el Corazón de Cristo y, por tanto, en el de su Iglesia. Los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias, sobre todo de los pobres y afligidos de toda clase, son los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de la Iglesia de Cristo. Así comienza la Constitución Pastoral del Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual, y así quiero hablaros yo a todos vosotros, como Pastor de la Iglesia de Cristo.
La Iglesia está en medio del mundo. Por el solo hecho de su presencia pone en él una inquietud incurable. Perpetuo testigo de Cristo que sacudió los cimientos de la vida humana, movió los ánimos, convirtió hombres e hizo de ellos el Reino vivo del Padre, la Iglesia aparece como signo de contradicción. Puesto está este Niño para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción, y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35). «¿No incluyen en una síntesis maravillosa estas palabras pronunciadas ante el Niño Jesús, lo que nos afecta tan profundamente y tan de continuo nos preocupa? ¿No son un signo particular de nuestros tiempos, o, al menos, la clave para entender los diversos síntomas de la vida moderna, de los cuales se ocuparon el Concilio Vaticano II, el Sínodo de los Obispos y continuamente se ocupan la Santa Sede y todos los Obispos junto con el Pueblo de Dios? ¿No son acaso estas palabras una particular definición de Cristo y de su Iglesia: Signo de contradicción… para que se descubran los pensamientos de muchos corazones?«5
Nuestra Iglesia es peregrinante y, por tanto, militante. No se puede olvidar este aspecto, porque es esencial. Hemos sido injertados en Cristo por el bautismo y la confirmación. El gran combate continúa desarrollándose entre los hombres a través de los tiempos (Ap 11, 7 y 12, 7). La Iglesia no nos permite ignorar que es imposible conciliar la justicia con la iniquidad, ni la luz con las tinieblas, ni conformar a Dios con las idolatrías, ni a Cristo con las falsas sabidurías (2Cor 14-16). Las palabras de Cristo son espíritu y vida (Jn 6, 63) y el que las escucha y pone por obra será un hombre prudente que edifica su casa sobre sólidos cimientos. El que hace lo que Cristo ha dicho no verá jamás la muerte. Cristo exige explícitamente que los hombres le sigan, en el sentido fuerte y comprometido que comporta el seguimiento de Cristo. Y exige que el hombre se pronuncie por Él sin condiciones, sin facilidades, tanto interna como externamente. Y de ello hace depender la salvación: Aquel que se declare por Mí ante los hombres, Yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré Yo también ante mi Padre (Mt 10, 32-33). El que no está conmigo está contra Mí, y el que no recoge conmigo, desparrama (Mt 12, 30).
La Iglesia de Cristo se siente íntimamente unida con la humanidad y con su historia (GS 1) y, como conoce las dificultades de cada momento histórico, ayuda a los hombres en este peregrinar hasta la Casa del Padre. Ella da el perdón; suscita hogares, pequeñas iglesias domésticas, que son luz y sal de la tierra; desenmascara las tinieblas en que nos adormecemos; da luz en los momentos de dolor y desesperación; defiende al hombre contra sus propias debilidades, transigencias y ambiciones. La Iglesia es Sacramento de Salvación para todos los hombres, y por eso tiene el deber de escrutar los signos de los tiempos y de interpretarlos a la luz del Evangelio. Una Iglesia de puertas abiertas, como los brazos de Cristo en la cruz, para que entren todos, pero sin desvirtuar la sal, porque no serviría nada más que para ser pisoteada, pues ya no preserva de la corrupción; ni esconder su luz, porque entonces sería como un ciego que conduce a otro ciego.
No es, pues, el catolicismo obstáculo alguno para la convivencia respetuosa dentro de la nación española; ni es remedio adecuado para disipar nuestras intransigencias la reducción del credo y la norma de vida católica a un catolicismo fácil y placentero que lo disimula todo, y que no se atreve a proclamar su identidad.
Con ocasión de la carta abierta al Papa que escribió Hans Küng en Alemania, decía el Cardenal Wolf, de Maguncia: «Para mí, es una carta equivocada, porque entiendo que el futuro del cristianismo no puede ser más fácil, como él pide, sino más arduo, más difícil, más comprometido. Lo dice el Papa y lo decimos todos. El camino justo es el de la exigencia y el del compromiso. La prueba está en que los monasterios de clausura y de austeridad están llenos en Alemania y no pueden admitir más peticiones».
Esta tendencia hacia lo fácil, con exculpación de toda responsabilidad en lo que se dice, se predica, se escribe y se practica en el interior de la Iglesia, es propio de sociedades decadentes y enfermas. Cuando la tendencia a rebajar el vigor del credo y de la moral católica viene de fuera de la Iglesia, de grupos políticos y seudoculturales, de sociólogos, ensayistas, periodistas, etc., se comprende mejor; pero que se consienta en ello, para hacernos más simpáticos y agradables al mundo de hoy, es ignorancia y suicidio. El catolicismo adulterado y facilón, es decir, sin obediencia al Papa, ni firmeza en los dogmas, sin respeto a la liturgia, sin coherencia en la moral individual y social, es tan ilusorio como una pompa de jabón; en cuanto el niño que juguetea con ella, porque la fabrica a su antojo, sopla un poco más para que suba más alta o llegue más lejos, se deshace.
Se lanzan reproches continuos contra nuestra educación ascética y moral, y se oculta que muchos de nuestros libros de devoción y de ascética, y nuestros manuales de teología moral del siglo pasado y de los primeros cincuenta años del presente, son traducciones o acomodaciones de autores franceses, belgas, italianos y de algunos alemanes. De manera que no hemos sido nosotros los que hemos maleducado al pueblo en la fe. Nuestros párrocos y muchas comunidades religiosas o miembros aislados de ellas, esparcidos o peregrinando por los lugares más inverosímiles de la geografía española, sin comunicación apenas con sus compañeros, o con el obispado a que pertenecían, han realizado una labor prodigiosa de conservación de la esperanza y la alegría; de acercamiento en la discordia; de facilitación del perdón, y de ayuda a la humildad para pedirlo; de mantenimiento de una moral de la familia, de la juventud, de la educación de los niños y adolescentes, que, además del mantenimiento de la fe, ha originado la consolidación de una cultura del pueblo, que es mucho más rica y profunda que la mera instrucción escolar, necesaria por supuesto. Todo está empezando a convertirse en añicos, y los chicos y chicas de nuestros pueblos ya dicen y hacen lo mismo que nuestros universitarios. Y añaden que han oído esto o lo otro a tal cura o religioso que ha ido por allí a dar conferencias, o que en la «tele», cátedra para la educación de la libertad, se induce o se defiende abiertamente tal modo de proceder.
Cuanto se haga en España para educar a los ciudadanos en la convivencia respetuosa de unos y de otros, está justificado, como lo está en todas partes, en donde a pesar de más prolongadas experiencias democráticas, surgen también las discrepancias con apasionamiento y acritud. Al recibirnos el Papa el pasado mes de marzo a los Obispos de la Provincia Eclesiástica de Toledo, nos decía: «Las circunstancias del presente imponen un examen realista y bien actualizado de la situación, mirando sobre todo al futuro, para que en las nuevas condiciones en las que han de vivir vuestros fieles, puedan éstos responder plenamente a su vocación cristiana, en un clima de diálogo dentro del contexto cada vez más pluralista de la sociedad española. Sin perder, no obstante, la clara visión de su propia identidad cristiana. Sin olvidar las exigencias que de ella derivan, no sólo en la esfera de la propia conciencia, sino también en el de una actuación práctica de esos principios morales, que no son solamente cristianos, sino humanos, y que deben estar en la base de la convivencia cívica, de la solidaridad comunitaria, de la ordenación jurídica de la familia, de la escuela, de la legítima participación de cada uno en la guía de la sociedad… Han de empeñarse en la construcción de una sociedad democráticamente respetuosa de todo ciudadano o grupo social, han de fomentar en la comunidad contenidos crecientes de justicia y auténtica libertad, pero sin hipotecar su identidad cristiana, sus deberes y derechos; sin falsos rubores, sin poner trabas al dinamismo interno y externo de la propia fe, antes bien, viviéndola como inspiración a la fraternidad, a la honestidad, al compromiso en favor del bien de todos, sin fronteras interesadas o parciales»6.
Y es que hay principios de vida, nacidos de la fe, ante cuya anulación o menosprecio no se puede menos de ser intransigentes, es decir, no cabe otra postura que la de proclamarlos y defenderlos. Eso, más que intransigencia, es firmeza en la fidelidad y servicio a Dios y a los hombres. Son cuestiones que deben estar fuera de toda discusión si se quiere mantener y respetar un concepto católico de la existencia humana en la tierra. Los pueblos que llevan grabados en la conciencia estos principios harán bien en tratar de impedir, por procedimientos justos, que se les atropelle, so pretexto de que en otras partes están ya atropellados y no pasa nada; y si se les dice desde el interior de la Iglesia, en contra de lo que están diciendo los Papas, que es mejor ser transigentes para ser civilizados, deberán contestar que en esos casos no se trata de ser o no ser transigentes, sino de ser o no ser católicos. Así de sencillo.
Otra cosa es la postura de los gobernantes en relación con el bien común, cuando los pueblos que gobiernan están divididos en múltiples y plurales tendencias. No es éste el tema que yo examino. Hablo exclusivamente de la tendencia existente hoy en muchos católicos a reducir las exigencias de su fe por motivos culturales o de convivencia social, y del peligro que se da para la fe en el interior de la Iglesia por las malas interpretaciones del Concilio Vaticano II, como si éste fomentase un catolicismo fácil.
El católico quiere ser un «hombre libre», pero sabe que no se puede hacer de la libertad un manto para tapar las propias ambiciones, las debilidades, las deserciones; para dejar las responsabilidades que le atañen, ni para justificar sus infidelidades y cobardías. Precisamente, la obediencia a la Iglesia es realmente el precio de su libertad y dignidad –sólo la verdad hace libres–, la condición de la unidad con los hombres. El católico distingue la libertad de sus caricaturas; así como la «tolerancia» noble, abierta y positiva, de las cesiones cobardes, de los subterfugios para eludir el cumplimiento de los deberes, de los falsos respetos humanos, de las fragilidades y debilitamientos ante cuestiones en que el ceder es una traición.
El deber de un católico, ante esta situación de una España que quiere ser democrática, tolerante y abierta, debe ser entrar resueltamente en esta civilización, que entre todos tiene que surgir, y llevar a ella el mensaje de Cristo. Pero también está obligado a no ceder ante las ideas, hechos, costumbres que pongan en tela de juicio valores fundamentales. El católico español tiene que tener la valentía de deducir las respuestas que su momento pide, de la gran tradición de la Iglesia de Cristo, de la gozosa confianza en la inteligencia humana iluminada por Cristo, de la espléndida visión que de la vocación humana le da su religión. Esto es lo que está haciendo Juan Pablo II: dar desde Roma sus respuestas, como también en sus viajes a todas las partes del mundo. Un catolicismo rebajado en sus dogmas y en el testimonio de vida que le es propio, no sirve para nada más que para ser arrojado al desván de los recuerdos.
«Las circunstancias de nuestro momento», como pretexto para las exigencias que el Evangelio tiene para el católico, no son ni más desfavorables, ni más favorables que lo fueron en otras épocas, aunque nos parezca lo contrario. Siempre hay contrapesos en la balanza. Analizando bien las diferentes épocas de la historia se pueden equilibrar los factores positivos y negativos de una y otra situación. Las cartas de San Pablo a los corintios nos presentan una corrupción «digna de nuestro momento». Tenemos muchos siglos de historia tras nuestras espaldas para ver y comprender lo que han sido las promesas de las diferentes ideologías, regímenes y sistemas morales. Por una parte, parece que potencian la idea de la dignidad y ciertos derechos inalienables del hombre, como la libertad –yo preguntaría de qué y para qué–, y por otra, van oscureciendo poco a poco el hecho de que esa libertad y esos derechos sólo pueden fundamentarse si él mismo es algo más que un producto casual de la naturaleza, que se hace a sí mismo y a su entorno. La única garantía de la libertad es Dios, Cristo como instancia suprema que nos juzga y ante quien somos responsables. El peligro está en atribuir un carácter último y definitivo a lo que es arbitrario, y quitárselo en cambio a lo que es eterno y absoluto.
Hace cuatro siglos que murió una mujer nacida en Ávila, cuya obra de reforma en la Iglesia ha dado la vuelta al mundo: Santa Teresa de Jesús. Nadie la ha ganado en firmeza de convicciones ni en el rigor de la observancia. Escribió y vivió en clave católica, como nadie, hasta el punto de que se ha dicho de ella que es un fruto, el más preciado, de la Contrarreforma. Hoy es buscada, leída, admirada y aun amada por católicos y protestantes, a pesar de lo que dice en el Camino de Perfección. Según los criterios de hoy, ella habría sido una intransigente típicamente española. En la época del Renacimiento en que le tocó vivir, lo que hizo fue sencillamente mantener su identidad católica. La ciudad de Ávila, en que hizo sus primeras fundaciones, está siendo tan visitada este año como Santiago de Compostela, adonde llegan peregrinos de toda Europa, como siempre en los años jacobeos.
Y en el siglo XIX, el del oscurantismo y las guerras civiles, nacen en España una pléyade de hombres y mujeres santos, que en los campos de la enseñanza, la educación, la beneficencia y la asistencia hospitalaria, tan abandonados por el Estado, significan un avance maravilloso en las realidades sociales del interés por el hombre y del amor a Dios, no superado por ninguna otra nación europea. San Antonio María Claret, el Beato Enrique de Ossó, Santa María Micaela del Santísimo Sacramento, Santa Teresa de Jesús Jornet, Santa Vicenta María López Vicuña, la Beata Molas, el P. Palau, Santa Joaquina Vedruna, etc., con sus Claretianos, Teresianas, Adoratrices, Jesuitinas, Carmelitas de la Caridad, Hijas de María Inmaculada, Hermanitas de los Ancianos Desamparados, Oblatas, se unen por encima del tiempo a San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier, a Santo Domingo de Guzmán y San Juan de Ávila, a Santa Teresa y San Pedro Claver. Y unos y otros, los de ayer y los de más atrás en el tiempo, hacen posible que todavía hoy haya en los países de América de habla española más de 17.000 religiosos y religiosas entregados a la evangelización. Ninguna nación del mundo, excepto Irlanda en términos proporcionales, tienen fuera de sus fronteras tantos hombres y mujeres dedicados a la causa del Evangelio. Pues bien, ninguno de esos insignes hijos de la Iglesia de ayer y de hoy puede catalogarse entre los representantes de un catolicismo fácil que disimulara sus exigencias para adaptarse mejor al mundo contemporáneo. Todos, sin embargo, lucharon por remediar las necesidades espirituales y materiales de su tiempo, y lo consiguieron en la medida que a ellos les correspondía.
Conclusión: No a la tentación de un catolicismo fácil #
Tenemos obligación, los católicos, de mostrar a los hombres la nada de los ídolos que surgen de una sociedad permisiva, consumista o materialista; y, por el contrario, la fuente de vida y de felicidad que brota de la inserción en Cristo. Esto no se logra cediendo a la tentación de presentar un catolicismo fácil. Una forma sutil de barrenar el catolicismo es el de presentarlo, como acontece en el campo político o social, como un «duelo» entre progresistas e integristas; así se desvirtúa la verdadera esencia del catolicismo, se trivializa su verdad. Cristo ha hecho suyo lo que era nuestro, el pecado; y así se ha hecho nuestro lo que era suyo, la vida divina. La Iglesia tiene la única misión de hacer presente a Jesucristo a los hombres; tiene que anunciarlo, mostrarlo y darlo a todos.
«Dios no es de derechas ni de izquierdas. La peor confusión radica actualmente en la absurda idea de algunos semi-teólogos, según los cuales la trascendencia de Dios es una idea conservadora, siendo así que el cristiano de izquierdas debe ser horizontalista. Todo cuanto contribuya a fomentar semejante equívoco sería peligroso. ‘El cristiano, decía acertadamente Merleau-Ponty, es un mal revolucionario y un conservador poco seguro’. Eso es su gloria, porque eso quiere decir que ni la tradición ni el progreso constituyen para él unos ídolos, puesto que solamente el Evangelio, y solamente la Iglesia constituyen el último punto de referencia. Por eso el cristiano escapa a las prisiones de derechas o izquierdas, en las que algunos pretenden encerrarlo»7.
La oportunidad del catolicismo en España radica en que se logre una gran renovación espiritual y doctrinal en las personas y en las instituciones. Cada uno ha de renovarse en su puesto, en su ambiente, en su trabajo, en su situación de éxito o de fracaso, de dolor o alegría. Gran renovación que debe barrer las «contestaciones» malsanas y satisfacer las «contestaciones» sanas. Tiene que organizarse en torno a la Iglesia y al Papa Juan Pablo II, Vicario de Cristo en la tierra. Y significa fidelidad a Juan Pablo II, tanto cuando habla de la familia, del derecho sagrado a la vida, de la misericordia de Dios en la misión de la Iglesia, como cuando mantiene el celibato de los sacerdotes, invita al sacramento de la penitencia, sacude las conciencias en torno a los deberes de justicia y aún más de caridad. Apartar al pueblo católico de España de este gran impulso, en provecho de un movimiento particular de derechas o de izquierdas, es falsear su sentido y comprometer su eficacia.
Se da un catolicismo adulterado o fácil en las «idolatrías» de nuestra época: bienestar, poder, deformación de la sexualidad, libertad para el placer. Se da idolatría dondequiera que el hombre espere la salvación personal fuera del poder creador de Dios. Son idolátricas las doctrinas marxistas, que hacen del hombre el creador del hombre, presentando la historia como el proceso mediante el cual la humanidad se crea a sí misma, transformando las condiciones exteriores de su existencia, y al ponernos en el ritmo de la historia, y no en la voluntad de Dios, la norma del bien y del mal. Idolátricas son las teorías que dicen que lo que salva es el esfuerzo de la ascesis, mediante el cual el hombre capta sus energías interiores. O aquellas para las que el pecado no es otra cosa que ignorancia y hacen de la razón la medida de todo lo divino, lo humano y lo moral. Idolátricos son también los que ponen en tela de juicio la razón, y ven en el hombre un ser lanzado al azar o al absurdo. El católico de hoy ha de saber discernir lo que hay de equivocado en el concepto moderno del hombre, eficaz, buscador incansable del bienestar y del placer, de lo verificable y comprobable. Parece que el hombre no es verdaderamente hombre si no se constituye para sí mismo como valor supremo. «La religión del hombre sin Cristo es la gran idolatría de nuestra época». Esta idolatría se da de forma solapada e inconsciente entre los católicos que quieren sólo una Iglesia movida a impulsos de los gustos personales y de las «tiranías» de la época. Digo «tiranías» porque en realidad lo son: hacen esclavos del placer, de la ambición, de los productos que siempre se anhela adquirir, de los egoísmos, de los orgullos personales. Realmente lo que cuenta en la vida no es un «dios humano», sino cosas tan sencillas como la prestación de ayuda mutua, el sacrificio y el esfuerzo en beneficio de los demás, paciencia con los otros y con nosotros mismos, reconocimiento de vínculos, aunque en determinadas circunstancias resulten incómodos o difíciles, honradez en la propia profesión, abnegación y amor en el hogar. Posturas como éstas, en una sociedad humana y a lo largo de generaciones, sólo pueden sostenerse en razón de una fe religiosa, de una esperanza firme en la gracia de Dios, que sirve de ancla vigorosa para el sentido y desarrollo de nuestra vida. Toda la vida tiene que ser determinada por Cristo: situaciones, realidades, valores y empeños sociales que puedan emprenderse.
Por una falsa sensación de culpabilidad, o por una falsa concepción de lo que es contribución al progreso de la humanidad, hay católicos que quieren deformar su sentido de lo que es realmente bueno, moral y cristiano. Se hacen débiles al poner en tela de juicio las exigencias de Cristo respecto al amor conyugal, a la familia, a su responsabilidad de padres, o de hijos con relación a los padres; al uso de los bienes; al respeto a la persona en la dimensión sexual, profesional, de convivencia.
También es un signo de los tiempos nuestro Papa Juan Pablo II, signo concreto de la Iglesia en nuestros días. Hay que escucharle y leer con atención lo que escribe. Como lo es la eterna juventud de esa Iglesia como promesa y realidad de vida, como regeneradora de los hombres. El hombre nuevo del Evangelio se da aquí, en este mundo concreto, en situaciones como las nuestras. Son los santos que se desprenden de lo accidental, de las seudoautoridades, del juicio de los sabios y poderosos de la tierra, del peso de los egoísmos y ambiciones, del miedo a las instituciones económicas, del temor a los peligros que acechan sus vidas, del amor desordenado a los bienes terrenos. Son los que sienten en su vida que la fe vence a todo ese mundo.
1 Concilio Vaticano II, BAC 2528, 1105-1106.
2 Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, 1980.
3 ABC, 28 de noviembre de 1981.
4 Giscard d’Estaing, Democracia francesa, Barcelona 1977, 193.
5 Karol Wojtyla, Signo de contradicción (BAC Minor 50), Madrid 1979, 10.
6 Mensaje de Juan Pablo II a España (BAC Popular 53), Madrid 1982, 300-301.
7 Jean Daniélou, El dedo en la llaga, Bilbao 1970, 124.