Comentario a las lecturas del III domingo de Cuaresma. ABC, 2 de marzo de 1997.
Nuestra relación con Dios no puede limitarse a actos de culto exterior, por muy frecuentes que sean, ni a moralismos pobretones, que encogen el alma. Las lecturas de hoy son una llamada a vivir en verdad, con lealtad, a vivir el auténtico culto a Dios, aceptando sus normas y preceptos como fundamento y principio de la mejor y más rica fecundidad. Solo la verdad nos hará libres. Y esa verdad descansa en Dios y de Dios llega a nosotros por la Revelación y sobre todo por la gracia, que su Hijo divino nos hace llegar.
La primera lectura es del Decálogo, que es una rica y positiva ley natural fundamental para la convivencia humana. La ley de Dios, bien entendida, aparece como fuente de libertad, la mía y la de los demás, es decir, como lo que exige nuestra condición de personas creadas a imagen y semejanza de Dios. No a los ídolos. No a las falsas imágenes de Dios y del hombre.
La historia de la salvación es una historia de libertad, de conversión continua, de perfeccionamiento progresivo, que hace caminar hacia adelante, rompiendo cada día los muros, que se oponen a penetrar cada vez más en el misterio del amor, que cambia al hombre como individuo y ser social. De la vida de un hombre o una mujer esclavos de lo que el mundo regala, a la de un san Francisco de Asís o santa Clara en el uso de la libertad, hay una distancia sideral.
La ley del Señor es descanso del alma, instruye al ignorante, alegra el corazón, da luz a los ojos. Ofrece una existencia nueva. Por lo cual, entender el Decálogo como un legalismo opresor es una inmensa torpeza, que rompe el equilibrio de la condición humana.
Sobre la ley del Decálogo viene el mensaje cristiano, mucho más elevado en su contenido y aspiraciones. Ya no basta con no matar. Es necesario perdonar incluso a los enemigos, y no una vez sino setenta veces siete. Los que se escandalizan del Sermón de la montaña no son los únicos que lo interpretan mal, sino también los que reflexionan poco, los que lo aceptan sin vivirlo, o los mediocres, o los que encubren su debilidad ridiculizando sus exigencias.
Por esta sabiduría y por esta fuerza somos renovados y enriquecidos con una vida que hunde sus raíces en Dios mismo. La locura de Cristo, su sabiduría y su fuerza se manifiestan en su invitación a ser una misma cosa con Él. Esta realidad puede ser mía y tuya, lector, si somos suficientemente valientes para ser tal como Jesucristo nos indica. Tenemos que ser humildes, pero no timoratos en nuestras aspiraciones espirituales. Es el mismo Cristo el que nos marca la cima.
Jesús, el verdadero templo de Dios, nos hace entender que nuestro culto ha de ser en espíritu y en verdad, no en acciones meramente ritualistas. Él se enfrentó a todo ese mercado en que convertimos la casa del Señor. La actuación de Jesús frente a los mercaderes es una llamada a nuestro interior para decirnos que no basta llenar su casa, ni cumplir un precepto. El templo ha de ser un lugar de encuentro con Dios y los hombres para vivir una vida nueva.