La vida contemplativa, fermento de renovación y de presencia

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La vida contemplativa, fermento de renovación y de presencia

Estudio publicado en el volumen redactado por varios autores: El Papa con las contemplativas en Ávila, Madrid 1983, Editorial Claune.

Es notorio que la vida religiosa contemplativa es objeto de desdén en muchos sectores de la sociedad actual. No pocos juzgan a la religiosa o al monje como miembros perjudiciales para el desarrollo de la humanidad. Algunos estiman su opción respetable, pero errónea, por inútil. No faltan quienes pretenden discernir en tal decisión el síntoma cierto de una personalidad débil, enfermiza, fracasada en las empresas humanas normales, impotentes para afrontar la realidad… Nada de esto puede sorprendemos, a poco que hayamos explorado nuestros ambientes. Son los malos pensamientos mostrencos, que casi todos usan, más o menos, y cuya propiedad nadie reclama. Nacen de la desaforada estimación y la hiperestesia respecto de ciertos valores parciales.

El mundo manipula un surtido de juicios, imprecisos, varios, pero convergentes en el aprecio de las utilidades palpables, que se realizan con operaciones constatables, mediante instrumentos tangibles. Y nada puede entender de la realidad vivida, en sus principios, en sus modos y en sus objetivos, por una comunidad de contemplativos enclaustrados.

Juan Pablo II es perfectamente consciente de tal situación. En su visita al Carmelo de Lisieux, el 2 de junio de 1980, decía a las religiosas: «Aun amando profundamente nuestra época, hay que reconocer que el pensamiento moderno fácilmente encierra en el subjetivismo todo lo que se refiere a las religiones, a la fe de los creyentes, a los sentimientos religiosos. Y esta visión no hace excepción con la vida monástica. Hasta el punto que la opinión pública, e incluso a veces desgraciadamente algunos cristianos, más sensibles al compromiso concreto, se ven tentados a considerar vuestra vida contemplativa como una evasión de lo real, una actividad anacrónica e incluso inútil»1.

Más sorprendente podría ser que tal desdén y tal condenación sean compartidos multitudinariamente por cristianos entusiastas de ejercicios exóticos de oración, como el yoga, el zen, etc. Y aun por quienes deseando sinceramente la contemplación y buscando nuevas formas legítimamente, consideran anacrónicas y desfasadas las formas tradicionales, cuya bondad admiten para tiempos pretéritos.

De todo ello ha hablado más de una vez el Papa. Limitándonos al último aspecto, recordamos sus recomendaciones a la Sagrada Congregación para religiosos: «Quisiera añadir todavía una alusión a las nuevas formas de vida contemplativa que van surgiendo acá o allá… Todas son experiencias interesantes y la Iglesia las sigue con mirada benévola y atenta. Pero me apremia recordar que estas experiencias no deben disminuir en modo alguno la adhesión y la fidelidad a las formas de la vida contemplativa reconocidas por siglos de historia: éstas permanecen siendo fuentes auténticas de oración y escuelas seguras de santidad, cuya fecundidad no ha sido jamás desmentida»2.

No vamos a tratar de justificar frente a sus impugnadores los diversos aspectos de la vida contemplativa, ni siquiera la vida contemplativa en sí misma. En el citado discurso de Lisieux, continuaba Juan Pablo II: «Pero añado también: aceptad el desafío del mundo contemporáneo y del mundo de siempre, viviendo más radicalmente que nunca el misterio mismo de vuestra condición absolutamente original, que es locura a los ojos del mundo y sabiduría en el Espíritu Santo: el amor exclusivo al Señor y en É a todos vuestros hermanos los hombres. ¡Ni siquiera intentéis justificaros! Todo amor, desde el momento que es auténtico, puro y desinteresado, lleva en sí mismo su justificación»3.

Vamos a exponer, muy sumariamente, siguiendo con fidelidad el pensamiento del Papa, el aspecto de fecundidad, de influjo bienhechor sobre la humanidad, que contiene, sin aparentarlo o aparentándolo apenas, la vida religiosa contemplativa. Queremos comentar muy concisamente sus palabras a las religiosas de clausura, reunidas en el Monasterio de la Encarnación de Ávila:

«La Iglesia sabe bien que vuestra vida silenciosa y apartada en la soledad exterior del claustro es fermento de renovación y de presencia del Espíritu de Cristo en el mundo»4.

Necesidad de la vida religiosa contemplativa #

Ante todo, es preciso tener presente que la doctrina de la Iglesia, ciertamente secular, pero mantenida para nuestros tiempos expresamente por el Concilio Vaticano II y afirmada reiterada y vigorosamente por el actual Pontífice, enseña la necesidad imprescindible y el valor fundamental de los institutos religiosos contemplativos para la realización plena de la misión de la Iglesia en el mundo.

Recordemos a modo de ejemplo algunos textos conciliares:

«Los institutos que se ordenan íntegramente a la contemplación, de suerte que sus miembros vacan sólo a Dios en soledad y silencio, en asidua oración y generosa penitencia, mantienen siempre un puesto eminente en el Cuerpo Místico de Cristo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función (Rm 12, 4), por mucho que urja la necesidad del apostolado activo. Ofrecen, en efecto, a Dios un eximio sacrificio de alabanzas, ilustran al Pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad, lo mueven con su ejemplo y lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica. Así son honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes» (Perfectae caritatis, 7).

«La vida contemplativa pertenece a la plenitud de la Iglesia. Por ello es necesario establecerla en todas las Iglesias nuevas» (Ad gentes, 18). «Los institutos de vida contemplativa tienen importancia máxima en la conversión de las almas con sus oraciones, obras de penitencia y tribulaciones» (ibíd., 40 b).

Juan Pablo II ha recordado repetidamente estos textos y otros semejantes, confirmándolos desde los diversos puntos de vista posibles. Anotemos, como ejemplo, unas palabras del mencionado discurso a la Sagrada Congregación de religiosos:

«En el decreto Perfectae charitatis, el Concilio Vaticano II no se ha limitado a afirmar que los institutos contemplativos conservan también hoy un significado y una función plenamente válidos; ha dicho que el puesto que ocupan en el Cuerpo Místico es eminente (praeclara pars)».

«Ciertamente, las exigencias que plantea hoy a la Iglesia la evangelización son múltiples y urgentes. Pero se equivocaría quien, partiendo de la comprobación de las necesidades incluso urgentes del apostolado de hoy, juzgase superada una forma de vida, dedicada exclusivamente a la contemplación. Los Padres conciliares, al afrontar en el decreto Ad gentes el problema del anuncio de la Buena Nueva a todos los hombres, han querido subrayar, en cambio, la contribución eficaz de los contemplativos a la actividad apostólica (cfr. n. 40) y han expresado el deseo de que en las jóvenes Iglesias, entre las diversas formas de vida religiosa, se establezcan también comunidades de vida contemplativa, para garantizar “una presencia de la Iglesia en su forma más plena” (cfr. n. 18)»5.

Y después de aludir a la experiencia histórica, que muestra el florecimiento de la vida contemplativa en las épocas de máximos apremios pastorales, concluye: «¿No se debe ver en esto una indicación del Espíritu Santo, que nos recuerda a todos, tentados frecuentemente por las sugestiones de la eficiencia, la supremacía de los medios sobrenaturales sobre los puramente humanos?»6.

Creo que podemos enunciar la doctrina expuesta en las siguientes escuetas proposiciones: Frente a la mentalidad actual, frecuentemente hostil, y en medio de las urgencias reales de la actividad apostólica, el Magisterio de la Iglesia de hoy nos enseña: la necesidad imprescindiblede los institutos religiosos de vida contemplativa para la realización plena de la misión de la Iglesia, y ello porque realizan una función fundamental dentro de esta misión.

Razón de estas afirmaciones #

El hombre, distante de Dios por su ser de creatura, y alejado de Él por su condición de pecador, sólo puede ser salvo, unido con Dios como hijo, según los designios eternos del Padre (cf. Ef 1, 3ss), por Jesucristo sumo y eterno sacerdote, único Mediador entre Dios y los hombres. El cual nos une consigo, comunicándonos su mismo Espíritu.

Cristo realizó su obra salvífica en la tierra, durante los días de su condición mortal, desde la concepción hasta la resurrección. Pero ahora continúa su obra sobre cada uno de nosotros, haciéndonos partícipes de sus frutos, incorporándonos a Sí.

Mas Cristo sólo se hace presente en la tierra actuando en la Iglesia. Digamos que de modo análogo con su operación primera. Jesús no obraba sin la intervención de su cuerpo: bendiciendo, hablando, mirando. Así ahora actúa con los miembros de su Cuerpo Místico y no actúa sin ellos.

Hay una presencia principal del Señor entre nosotros, estrictamente sacramental, y que se realiza casi totalmente por el ministerio de los «sacerdotes», obispos y presbíteros: sólo ellos pueden celebrar el sacrificio sacramental de la Misa y administrar los demás sacramentos. Decimos casi totalmente, puesto que en el sacramento del matrimonio no son ministros ni el obispo ni el presbítero, y el bautismo lo puede administrar válidamente incluso un no cristiano.

Pero partiendo de esta presencia fundamental. Cristo se hace presente en los miembros de su Cuerpo Místico ya «sacramentalizados», y obra en ellos y con ellos. Pues cualquier cristiano debe poder decir vive Cristo en mí (Gal 2, 20); de modo que sus actividades, teniendo por principio vital el Espíritu de Cristo, tengan consiguientemente fecundidad espiritual.

Y como el religioso ha sido asumido por la Iglesia de un modo particular, sus operaciones tienen –si él no pone obstáculos– particular eficacia. Pues cuando la Iglesia consagra a una persona por la «aceptación» de los votos, lo que sucede en realidad es que Dios, que tiene siempre la iniciativa en las múltiples realizaciones del único pacto de amor con la humanidad en Cristo Jesús, lo eleva en el nivel de lo sagrado, de lo santo, de lo divino. Queda, hablando de una manera más personal y, por consiguiente, más exacta, más unida a Cristo, y por ello más impregnada de la Unción de Cristo: del Espíritu Santo. De manera que es capaz de realizar obras más eficaces espiritualmente. La unión con Cristo, por la acogida de su Espíritu como principio vital propio, se hace más inmediata, más total, más explícita, exclusiva. Y como Cristo es el enviado a los hombres, quien ha sido levantado a tal unidad con Él, quien ha recibido más perfectamente su Espíritu como principio de vida, queda capacitado, por un dinamismo irrevocable, para una actividad de enviado hacia los hombres más cristiana, más espiritual, más divina. Más inmediata, total, explícita y exclusiva.

Cierto que mientras dura la condición terrena el hombre puede detener tal dinamismo. Pero la condición de suyo es así.

Juan Pablo II explica a este respecto: «Dejadme aún que os asegure –en nombre de la Tradición constante de la Iglesia– que vuestra vida no sólo puede anunciar el Absoluto de Dios, sino que posee, además, un maravilloso y misterioso poder de fecundidad espiritual (cfr. Perfectae caritatis, 7). ¿Por qué? Porque el mismo Cristo integra vuestra oblación de amor en su obra de redención universal, un poco como las olas que se funden en las profundidades del océano… Habéis elegido vivir, o más bien, Cristo os ha elegido para que viváis con Él su misterio pascual a través del tiempo y del espacio. Todo lo que sois, todo lo que hacéis cada día, sea el Oficio salmodiado o cantado, la celebración de la Eucaristía, los trabajos en la celda o en equipos fraternales, el respeto a la clausura y el silencio, las mortificaciones voluntarias o impuestas por la Regla, todo es asumido, santificado, utilizado por Cristo para la redención del mundo. Para que no tengáis ninguna duda a este respecto, la Iglesia –en el nombre mismo de Cristo– tomó posesión un día de toda vuestra capacidad de vivir y de amar. Era vuestra profesión monástica. ¡Renovadla a menudo! Y, a ejemplo de los santos, consagraos, inmolaos cada vez más, sin pretender siquiera saber cómo utiliza Dios vuestra colaboración. Mientras que en la base de toda acción hay siempre un objetivo y, por tanto, una limitación, una finitud, la gratuidad de vuestro amor está en el origen de la fecundidad contemplativa»7.

Tal como nos hemos expresado, nuestras afirmaciones pueden aplicarse a la vida religiosa en general. Y evidentemente también a la vida religiosa contemplativa. Lo cual, al menos, la libra de cualquier actitud de desdén o condenación por ineficacia o egoísmo.

Mas si tenemos en cuenta que tal consagración, tal asunción peculiar por parte de Cristo se realiza en personas humanas, limitadas, progresivas, falibles, habremos de concluir que cada persona recibe esta elevación consecrativa, de una manera limitada, progresiva, falible. Cada una irá progresando –¡y con desfallecimientos! – en esta faena unitiva; pero, además, si ella está totalmente influida por Cristo, por el Espíritu, de manera que al alcanzar su última perfección no existan en ella movimientos que no procedan inmediatamente del Espíritu Santo, como verdadero principio vital, inmediato, como alma de su personalidad entera; aun así, el Espíritu Santo, y Cristo, no pueden expresarse totalmente en ella.

La persona consagrada, viviendo en un nivel espiritual altísimo, también en cuanto a las realizaciones objetivas, no hace nada que no sea de Cristo; pero Cristo no puede realizar en ella toda su operación, ni siquiera cuando la haya levantado a la cima de las posibilidades personales del consagrado.

De ahí que en la Iglesia exista multiplicidad de vocaciones, de modos de realizar la vida de Cristo. Y así en las mismas cumbres de la elevación, en las llamadas vidas consagradas, hay diversidad de modos de actuación.

Para lo que nos importa considerar, solamente hemos de distinguir, dentro de la vida religiosa misma, la modalidad contemplativa.

Algunos aspectos de la vida contemplativa #

Hemos de tener en cuenta, ante todo, la necesidad absoluta de la gracia interior para la conversión continua del hombre hacia Dios. La misma presencia visible de Cristo sería –y fue de hecho– inútil, si no obra interiormente la gracia divina.

La acción pastoral, apostólica, no tiene como primer fundamento la interrogación acerca de los medios que debemos emplear para acercamos a los hombres, para hacerles accesible nuestro testimonio, sino la pregunta respecto de los modos que Dios quiere usar para comunicarse interiormente al hombre.

En su obra salvífica. Dios, con la colaboración infalible y soberanamente eficaz de la humanidad del Señor, requiere siempre la colaboración de los hombres, aun en la tierra. Pero no siempre, ni siquiera principalmente, requiere una actividad con visibilidad inmediata. La misma acción principal de Jesús en el mundo, no fue de eficacia constatable: la crucifixión y la resurrección no produjeron nada inmediatamente sujeto al control humano.

Cristo sigue salvándonos a todos. Obra con la colaboración humana; emplea, pudiéramos decir, todos los medios connaturales al hombre. Mas los principales, los más importantes y los que por ello son principio de los demás, casi siempre en su propia existencia, siempre en su eficacia, no son los más naturalmente controlables, los que podría usar igualmente un hombre –incluso un hombre recto– para sus fines humanos. Los principales, como más connaturales a lo divino, misterioso, son también misteriosos, aparentemente inútiles a los ojos de la carne.

Y tal es la función específica del contemplativo, como contra-distinta de buena parte de las actividades de quienes han sido llamados a la vida activa, o mejor mixta. Sus actos, la textura de su vida, carecen de sentido a los ojos humanos. Su menester peculiar consiste en dejar que Jesucristo haga presente en la tierra el escándalo de la Cruz, el misterio de la Resurrección. Y ello totalmente.

Una tarea educativa, asistencial, tal como la realizan, ciertamente por vocación divina, muchos religiosos de vida mixta, puede merecer la aprobación espontánea de cualquier persona humana no movida por la malicia. Una vida contemplativa es absolutamente ininteligible.

No pretendemos ahora estudiar exhaustivamente, ni siquiera satisfactoriamente, la actividad contemplativa. Requeriría mucho más tiempo del que disponemos y mucho más espacio del que se nos concede. Pretendemos no más ejemplificar, presentar alguna de las modalidades de la vida cristiana, que constituyen la tarea total del contemplativo.

Cristo sacerdote nos ha redimido con su intercesión. No solamente porque ha rogado muchas veces en la tierra por nosotros, sino porque prosigue intercediendo en el cielo (cfr. v. gr. Rm 8, 34); porque glorifica, alaba, agradece al Padre, en nombre de la humanidad entera.

Todo cristiano, si vive como tal, intercede, alaba, da gracias. Pero el contemplativo dedica su vida entera a esta faena de intercesión. Un instituto contemplativo tiene todo su día, su horario, sus restantes tareas, organizadas en vista de que cada miembro de la comunidad pueda mantenerse lo más posible en oración explícita y actual. Y si recordamos los muchos textos del Nuevo Testamento que nos hablan de la eficacia capital de tal ejercicio, entendemos sin más la capitalidad de la función contemplativa.

Citemos no más, siempre como ejemplo, dos frases sagradas:cualquier cosa que pidáis en mi nombre la haré(Jn 14, 14). Si uno se da cuenta de que su hermano peca en algo…, pida a Dios por él, y Dios le dará la vida(1 Jn 5, 16).

Si tuviéramos conciencia viva de la eficacia de la petición, tan reiteradamente inculcada por Jesucristo, no dudaríamos jamás en nuestras preferencias respecto de los valores objetivos de los diversos modos de existencia humana.

Juan Pablo II, en su homilía en Fonte Avellana, el 5 de septiembre de 1982: «En esto consiste la esencia de la vida contemplativa, puesto que gracias a la ferviente oración de alabanza a Dios serán fecundos los esfuerzos de la Iglesia para comunicar al mundo la salvación realizada por el divino Redentor en la cruz». Anteriormente había afirmado: «El compromiso principal de los monjes consiste en la alabanza de Dios»8.

Cristo nos ha redimido, inmolándose por nosotros, ofreciéndose al Padre, muriendo por nosotros, expiando nuestros pecados.

También es menester constituyente de toda personalidad cristiana participar de la cruz del Señor, no solamente recibiendo su fruto en los sacramentos o la contemplación, sino ofreciéndose, sufriendo con Él mientras perdura la condición terrena. Mas también aquí los contemplativos explicitan al máximo esta dimensión, apartándose de todos los goces legítimos –en cuanto es posible– y ordenando la vida para un ejercicio continuo de inmolación, consciente y explícito, lo más manifiesto posible, que expíe los pecados del mundo. La continuidad de la contemplación constituye la continuidad del ejercicio actual de la fe y de la caridad. Y de ahí mana, necesariamente, este deseo de inmolación, con su valor expiatorio, que por vocación peculiar están llamadas a tener la gracia de poder satisfacer.

Dice Juan Pablo II, en su discurso a la Sagrada Congregación de religiosos: «Dirijo mis ojos con confianza hacia estas almas dedicadas con una entrega total a la contemplación, y confío al ardor de su caridad los afanes apremiantes del ministerio universal que me ha sido confiado. Sé lo entusiasmadas que están con su vocación privilegiada, cómo aceptan gozosamente sus exigencias de inmolación cotidiana, cómo saben acoger en su oración el trabajo, las penas y las esperanzas de sus contemporáneos…»9.

Y a los monjes camaldulenses de Fonte Avellana: «La vida ascética, austera de los monjes, con penitencias y flagelaciones, ayunos y oración prolongada, da a entender el aspecto propiciatorio y satisfactorio de su opción»10.

En la vida contemplativa se realiza como función primaria, con la conciencia de ser una de las funciones, no la única, pero sí una de las funciones capitales, del Cuerpo Místico de Cristo, aquella frase tremenda del Papa Pío XII, en su maravillosa encíclica Mystici Corporis:

«Nos proponemos, en efecto, hablar de las riquezas encerradas en el seno de la Iglesia, que Cristo ganó con su propia sangre y cuyos miembros se glorían de tener una Cabeza ceñida de corona de espinas. Lo cual es ciertamente claro testimonio de que todo lo más glorioso y eximio no nace sino de los dolores, y que, por tanto, hemos de gozamos cuando participamos de la pasión de Cristo… Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación de muchos dependa de la oración y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto»11.

Pío XII se dirige a todos los cristianos –cita expresamente a los Pastores y a los padres y madres de familia–; pero son los contemplativos, los que, unidos inmediatamente, total, exclusiva y explícitamente a Cristo, por la elección realizada y correspondida de Cristo mismo, dedican toda su vida a este menester de la oración y el sufrimiento, como tarea constitutiva en la tierra de su crecimiento en la caridad hacia Dios que salva y hacia los hombres que han de ser salvados por Cristo doloroso.

Finalmente, y con penosa concisión, dada la belleza e importancia del asunto, recordemos que los religiosos contemplativos cumplen la misión de «ser testigos» del Señor de la manera más perfecta. No, desde luego, la única, ni desde luego total. Hay algo objetivamente superior: la función ministerial. Mas esta misma tiene que estar interiormente vivificada por el mismo Espíritu Santo, que mueve al contemplativo. Mas en este mundo siempre propenso a la soberbia y a la materia, es absolutamente preciso, según el designio del Padre de salvamos de modo conforme a nuestro estilo actual, para ir paulatinamente levantándonos a ser capaces de recibir su «estilo divino», un testimonio que ponga de manera superlativamente incisiva, radicalmente ininterpretable a modo humano, la presencia de Jesucristo. La vida contemplativa se realiza, según el proyecto constitutivo peculiar, sean cuales sean los matices variables indefinidamente múltiples, proponiendo unas realizaciones sorprendentes para el hombre como tal. El espectador no puede menos de experimentar la sacudida frente a tal forma de vivir. Y entonces el hombre de buena voluntad percibe la verdad de una presencia personal misteriosa: la de Cristo. Y el hombre de mala voluntad no puede menos de condenar el absurdo de tal comportamiento radical y totalmente necio si no se percibe la presencia amorosa del Señor.

Juan Pablo II, después de afirmar esto en diversas ocasiones, desciende a aplicaciones particulares, que hacen más visible, más incisivo este testimonio, y lo aplican a estimaciones cristianas del silencio, la oración, la soledad.

Para terminar, queremos aludir explícitamente a un aspecto de la caridad: el amor es unitivo, nos induce necesariamente a unirnos con los amados. Y parece que el contemplativo, en lugar de unirse, se aparta. Amar al prójimo significa, en suma, y según la enseñanza de la parábola, aproximarse a quienquiera. Y el contemplativo parece alejarse.

Sólo la fe nos hace capaces de entender que la unión real es la unidad en el Espíritu Santo, que siendo un solo principio de vida, numéricamente uno, el mismo para todos –no meramente un principio vital de la misma especie, como es el alma humana–, nos establece en una vida única, nos aproxima de modo inconcebible, indisoluble, eterno. Pero nos aproxima a la personalidad misma, y no necesariamente a los elementos secundarios de la persona, que aquí en la tierra muchas veces encubren o destruyen con su actuación la personalidad real. Con Cristo, dejándole actuar en nosotros, comunicamos el Espíritu Santo, quedando así unificados, hechos una sola cosa, con aquel a quien comunicamos el Espíritu, y sobre todo con Cristo, con quien le comunicamos. Y esto por la fe, por la caridad, pero mediante estas actividades cristianas, que dejando aparte las ministeriales, son precisamente los ejercicios del contemplativo: la oración en toda su amplitud, la penitencia, la mortificación, el sufrimiento en todos sus aspectos. Situándose en el corazón del Señor, formado en el seno del Padre, vivificado por el Espíritu Santo, y fuente de este mismo Espíritu, participa el contemplativo en creciente plenitud de la actividad de amor de Jesús. Y así alcanza a la humanidad en su última intimidad personal y con la eficacia más intensa imaginable.

Terminamos citando de nuevo unas palabras de Juan Pablo II, que aluden a nuestro tema:

«Vivís en el mismo corazón de la Iglesia, y cuando seguís vuestra vocación, fieles a Cristo que os llamó, continuáis estando muy cerca espiritualmente de vuestras familias y de vuestras comunidades de origen. Al vivir vuestra vida, totalmente entregada a Jesucristo, vuestro Esposo, y en favor de todos los que han sido llamados a vivir en Él –la familia cristiana entera–, con razón os podéis sentir cerca de todos los hermanos y hermanas que luchan por la salvación y plenitud de la dignidad humana… Por vuestra vida encerrada, los niños son llevados a Cristo, los enfermos confortados, los indigentes atendidos, los corazones humanos reconciliados, y a los pobres se les predica el Evangelio»12.

1 Juan Pablo II, Viaje pastoral a Francia, BAC popular 28, Madrid 1980,172-173.

2 Juan Pablo II, discurso a la asamblea plenaria de la Congregación para los Religiosos e Institutos seculares. 7 marzo 1980, n. 4.

3 Juan Pablo II, Viaje pastoral a Francia, BAC popular 28, Madrid 1980, 173.

4 Mensaje de Juan Pablo II a España, BAC popular 53. Madrid 1982. 29.

5 Véase el discurso citado en la nota 2, n. 3.

6 Ibíd.

7 Juan Pablo II, Viaje pastoral a Francia, BAC popular 28, Madrid 1980, 174.

8 Véase el texto en la edición española de L’Osservatore Romano, 12 de septiembre de 1982, 9-10.

9 Véase el discurso citado en la nota 2, n. 3.

10 Véase la nota 8.

11 Pío XII, Encíclica Mystici Corporis, 29 de junio de 1943, a 1 y 19.

12 Juan Pablo II, Viaje pastoral a África, BAC popular 27, Madrid 1980, 159.