Homilía pronunciada en la Misa concelebrada el 26 de agosto de 2002 en el convento de la Encarnación
Queridos hombres y mujeres devotos de Santa Teresa, que os reunís aquí año tras año y a los cuales puedo yo contemplar, con la devoción que me sugieren las personas que escuchan con tanta reverencia esta narración que hacemos, tomada de la Vida de Santa Teresa. Se toma la narración y se celebra una fiesta; es una fiesta espléndida, original. No puede tener una imitación en sí misma; pueden suceder fenómenos parecidos a este que narra Santa Teresa.
Sufrir y gozar #
Amaba mucho, y ese amor creciente en su alma cada día, la fue disponiendo para poder recibir de Dios una caricia inefable. No se ha producido otra cosa igual. Ella dice que fue verdad, que lo sintió, que los que lo duden, ojalá puedan tener el mismo fenómeno sobre su ser propio. Y entonces verán lo que hay de verdad en lo que parece una ficción. Un día orando, transportada al cielo de su oración, vio venir un ángel de los que llaman querubines, que lanzaba un dardo de oro que fue a clavarse en su corazón… Dejémosla así, dejémosla así, que sufra y que goce, las dos cosas a la vez. Porque el sufrir en ella, por eso, va a servir para amar más y el amar ahora, sirve ya para que el sufrimiento no sea excesivo. Hermanos míos, ¡qué persona Santa Teresa, maravilla de ser humano, de mujer!
Se ha escrito tanto sobre ella y se ha pretendido por tantos autores indagar hasta lo más profundo de su ser, y la posibilidad de este acontecimiento, que tendríamos que acudir a las academias para tratar de discutir el tema. No, aquí no estamos para eso, y yo ni discuto ni rechazo, ni pongo ni quito. Santa Teresa sintió que un dardo venía y atravesaba su corazón, dejémosla… ¡Santa Madre Teresa, piadosa hija de la Iglesia! Yo vengo aquí ya, después de treinta y tantas veces que estoy predicando en esta fiesta, gracias a la bondad de las religiosas y de su capellán, don Nicolás. Tantos años ya, sin más contemplaciones, me rindo del todo ante lo que ella diga, y no sé explicarlo ni cómo hay que interpretar esta parábola. Dejémosla…
A la cumbre del amor #
En cambio, voy a hacer una reflexión por otro camino, queridas monjas de la Encarnación. Sí. Yo no voy a invitaros a que esperéis que el dardo llegue a vuestro corazón. No; pero sí os invito a que vayáis recorriendo un camino en vuestra vida, que os permita ascender a la cumbre de una vida de amor. En lugar del dardo o en sustitución del dardo, pedid eso: “¡A la cumbre del amor, Dios mío! Quiero vivir esto en mi vida de carmelita, en este convento que lleva sobre sí la historia de varios siglos de fuerza celestial sobre cuantos vienen aquí. ¡Quiero llegar a la cumbre! A la cumbre ¿de qué? Pues, en lugar de la cumbre del dardo que atraviesa mi corazón, quiero llegar a la cumbre del amor hasta la muerte, amándote cada vez más, Jesús mío, Jesús querido, Cristo bendito, amándote cada vez más, por los caminos que tengo que recorrer… “¿Cuáles son? Y aquí viene mi explicación de hoy.
Los sacramentos #
Los caminos que tenéis que recorrer son tres para ir subiendo a la cumbre:
1º. El camino sacramental, el de los sacramentos que habéis recibido. Hay varios sacramentos: bautismo, confirmación, penitencia, eucaristía y, llegado el caso, disposición de nuestra vida en manos del Señor que la llama para sí. ¿Por qué no se valoran más los sacramentos? ¿Por qué no trabajáis más, religiosas, sobre lo que significa el don que os ha hecho Dios, el dardo de daros y darnos los sacramentos? (Prescindo de otros sacramentos en el caso vuestro, porque no estáis llamadas a ellos; me he fijado en los que recibís normalmente: bautismo, confirmación, penitencia y eucaristía.)
Bautismo. ¡Pero si lo recibió el Señor! No es que Él lo recibiera porque lo necesitara, pero lo necesitaba la Iglesia que iba a fundar; y empieza a pedirle al Bautista que lo bautice a Él, porque es Él el que está llamado también a recorrer el camino. Y de esa manera traza, para toda la Iglesia, esa marcha valiente y fervorosa, de los pocos años que vivió en la tierra, de los muchos años que vivimos nosotros.
Y con el bautismo, la confirmación. ¡Oh, la confirmación! El don del Espíritu Santo es la fuerza de Dios que viene al alma del que lo recibe. Pueden ser niños pequeños, pueden ser adolescentes, ya con suficiencia en ellos, pueden ser adultos, pueden ser ancianos que por la razón que sea no lo recibieron antes. Pero es el Espíritu Santo el dardo que va hasta ahí. Hoy, en virtud de lo que se está extendiendo tan ligeramente entre los jóvenes, oigo con pena a muchos sacerdotes lamentarse de que muchos muchachos y muchachas hasta que se confirman, acuden presurosamente a recibir las instrucciones necesarias; desde la confirmación, lo dejan todo. ¿Por qué? ¿Por qué? Si lo que tenéis en ese momento no os lo puede dar el mundo, vale más que todo lo que llevéis; más que el vigor vuestro, muchachos; más que la belleza vuestra, muchachas, vale un poquito del Espíritu Santo que se recibe en la confirmación. Teníamos que estar dando gracias a Dios toda la vida por el Espíritu Santo que hemos recibido. Y, sin embargo, lo recibimos, se celebró una pequeña fiesta en la parroquia, habló el señor cura, y ya no se hace más. Muy pronto se olvida el hecho y las circunstancias en que se realizó, y nos quedamos desprovistos de una fuente de energía, con la cual, bien educados, si se nos instruyera bien en lo que hay que hacer, se podía asegurar que íbamos a tener para toda la vida un caudal de energías espirituales, vencedoras del pecado y alentadoras de nuestra espiritualidad católica. ¡Espléndido!
Recibir el perdón #
Ya tenemos dos caminos: éste el que señala el bautismo; el que vuelve a señalar la confirmación. Y seguimos, seguimos por ese camino primero, dentro del cual han ido surgiendo caminos más pequeños: la penitencia. ¡Oh Dios mío! ¡La penitencia! Religiosas, hermanos, hombres y mujeres, aquí hay que cambiar todos, ¡todos! Y recibir la penitencia, recibir el perdón, recibir la reconciliación con Dios, porque él se coloca en esa aptitud de perdonarnos. El perdón de Dios, a pecados graves y a pecados leves, los que sean. Si los hemos cometido, basta eso tan sencillo: arrodillarse ante el sacerdote, casi ni hablar. Hay que hablar, hay que decir, pero poco, lo necesario para entendernos. Pero habría que quedarse en silencio; en silencio el sacerdote y en silencio el penitente, y ambos decir: aquí está cayendo sobre ti como un dardo de oro el perdón de Dios que atraviesa tu alma. La penitencia es un sacramento colosal. ¡Oh! Se está despreciando y desestimando todo, y nos encontramos ya con muchas parroquias en que, los hombres sobre todo, a lo mejor hace veinte, treinta años que no se confiesan; y ya todo es rutina, todo es miseriuca espiritual, están envueltos en una torpe cadena de caídas y levantamientos progresivos, y vueltas a caer. Pero cuando ya han pasado veinte, treinta años, un acontecimiento especial que se produce, o porque ha venido tal imagen, o porque se habla de la aparición de la Virgen María, el corazón siente una llamada y se acerca; otros, nada, absolutamente nada. Hermanas, éste es un camino que lleva a la cumbre, hay que estar dando gracias a Dios constantemente por el don del sacramento de la penitencia, porque nos perdona. Perdón, Señor, perdón, yo te pido perdón por mí y por cuantos están aquí, que hemos recibido el sacramento de la penitencia y no lo utilizamos como un camino para llegar hasta la cumbre.
La visita al sagrario #
Y por fin la Eucaristía, ¡la Eucaristía! Aquí me callo, aquí no hay más que, con fe, actuar, abrir los ojos y abrir los labios, y si el sacerdote es como tiene que ser, dejar a ese hijo de Dios, de conciencia restablecida para la paz y el amor, dejarle que camine, y que sea un alma eucarística. ¡La misa, la visita al sagrario! Aquel hombre, amigo mío, ingeniero –murió su mujer en plena juventud–, volvía todas las tardes a casa, donde le esperaban los dos niños que tenía; pero antes entraba en una iglesia y estaba media hora, adorando al Señor. Se había quedado tan solo, sentía tan hondamente la ausencia de su mujer querida, que lo único que hacía era seguir de rodillas. Un día me dijo que es que…, hundía las rodillas en el suelo. “¡Qué vas a hundir! –le dije yo–, tú no hundes nada, tú te elevas; es Dios el que te está elevando hacia la altura cuando haces esa labor de adoración para encontrar consuelo a tus ojos. Las lágrimas que corren por tus mejillas, se convierten en perlas, perlas de amor, como las que diste un día a la que entonces era tu novia”. La Eucaristía, ¡santo Dios! ¡Que tengamos ese tesoro en la Iglesia, y tengamos a la vez tantos sagrarios abandonados!
No comento el otro sacramento, la unción de los enfermos. Es otro gesto de misericordia precioso, que nos regala Cristo y que no hay que temer, de ninguna manera.
Religiosas queridas, ¿decís que no hay medios fáciles para santificarse? Pues primero, el de los sacramentos, éste. Pensad ahí, echad vigor, el que brote de vuestro corazón, y recorred el camino.
La Iglesia #
2º. Y pasamos al segundo, porque hay otros. Pero ahora voy a citaros otro camino, que nos puede llevar también a la cumbre, para que el amor, como un dardo, nos atraviese. Un segundo camino, sí. En el Evangelio se dice hoy: “El que me ama guarda mi palabra, y Dios, mi Padre, vendrá a él, y estaremos con él”. ¿El dardo? No. Estaremos nosotros, el Padre y el Hijo; lo dice Jesús. ¿Con quién? ¿Por qué? ¡Ah, hermanos! El camino que yo tengo que indicaros esta tarde es la Iglesia. Hablo de la Iglesia en general, la Iglesia que ama, la Iglesia que sufre, la Iglesia de los niños, la Iglesia de los jóvenes, la Iglesia de los matrimonios, la Iglesia de las familias, la Iglesia de los sacerdotes, la Iglesia de los obispos, la Iglesia de los sínodos, la Iglesia del Concilio, la Iglesia de la misericordia, la Iglesia de la paz, la Iglesia de los santos, la Iglesia de la liturgia, la Iglesia de las fiestas, la Iglesia que nos congrega a todos cuando todo falla, la Iglesia que pone su mano bendita sobre nuestra frente sudorosa cuando estamos ya próximos a la muerte, la Iglesia santa, la Iglesia que se construye en una ciudad rica o en un lugar muy pobre, la Iglesia que abre sus puertas siempre para que entren los que buscan la paz, la Iglesia que aparece con todo su esplendor en una catedral, y que igualmente se hace infinitamente amable siendo una iglesita pequeña, porque no se puede hacer más grande, la Iglesia que, teniéndolo todo, no puede disponer de dinero para hacer algo mejor, y se conforma y sufre y ama. ¡Iglesia Santa! La Iglesia del Papa Juan Pablo II, que va recorriendo el mundo entero y entrando en iglesias de todos los estilos, para rezar allí y ofrecer su oración, en lugar de nosotros tan olvidadizos y que nos quedamos a un lado.
La Iglesia santa, católica, apostólica. La Iglesia bendita, la Iglesia llena de fuerza, la Iglesia llena de amor. La Iglesia que bautiza, que confirma, que da la Eucaristía, que da la ordenación sacerdotal al que se ordena para ejercer después el sacerdocio. ¡Esa Iglesia! Hay que recorrer ese camino y pensar mucho en ella, mucho. En sus diversos aspectos, en sus riquezas propias, que nos las da: son para nosotros. Es un gozo inefable entrar en una iglesia, ponerse de rodillas, pedir perdón una vez más, y sentarse un poco a hablar, ¿con quién? Con Aquel que dijo: “Yo edificaré mi Iglesia sobre ti, Pedro, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.” Y así, se ven persecuciones constantes, martiriales; y, sin embargo, la Iglesia sigue adelante cada vez con más fuerza. Si se hunde en un sitio, en el otro crece y va apareciendo la Iglesia misionera, con los medios que hay hoy, superiores a los que había ayer, pero no en el amor, con unos hijos y con otros. Es la Iglesia de Santa Teresa de Jesús y la Iglesia de Santa Edith Stein, la alemana condenada a sufrir los tormentos de la cámara de gas, la profesora de Filosofía, que Hitler ordena que asesinen de esa manera tan inicua. Y murió dibujando en su rostro una sonrisa, que no podía señalar con claridad, porque ya no tenía fuerzas para ello, pero con sus manos podía coger todavía algo: el Evangelio que llevó tan acertadamente en su explicación y en su vida. ¡Iglesia querida, Iglesia santa!
Para nosotros, los sacerdotes, es nuestra de una manera particular, es nuestra. La fábrica no, el templo no; somos pobres, y si algunas veces tenemos un templo rico, porque nos lo ha dejado el curso de los siglos, decimos: Ahí está, pues Jesús es hermoso, lo merece todo; que merezca también ese templo tan precioso, esa catedral, lo que sea. Cuando entremos en una iglesia, digamos, de manera que no me oiga nadie, solamente yo: “Madre, soy hijo tuyo, hijo de la Iglesia, ¡benditas seas, Madre mía!”
¿Cómo está vuestro amor? #
3º. Y por fin, otro camino, un tercer camino para subir a la cumbre; el dardo es la cumbre, el amor. El amor que dice la Carta a los Corintios de hoy, que lo vence todo, y es más que la predicación, y más que la limosna, y más que las palabras y más que el saber. ¡Ah! No sirve nada, si no hay amor no hay nada. Pues bien, hijos, y termino, porque esto es excesivo. El tercer camino nace aquí, dentro de cada uno. La Iglesia es ella, la institución creada por Cristo. Los sacramentos son eso, las fuerzas dadas por Cristo para sostener la Iglesia. La vida personal del cristiano es otra cosa, es la decisión personal, valiente, firme, estable, gozosa, desde que empieza a tener uso de razón. Desde esa pobre niña que nos encanta, cuando está con su madre, porque ya sabe rezar y se pone a rezar haciendo algún gesto precioso con sus manitas juntas, y reza un avemaría o un padrenuestro. Esa niña, uno de vosotros, yo, cada uno, tiene una carrera que hacer. Religiosas, cada una: ¿cómo está vuestro amor?; ¿cómo está vuestra penitencia?; ¿cómo está todo odio a toda presunción vana?; ¿cómo está vuestra entrega total para evitar envidias y recelos?; ¿cómo está vuestra aceptación de los destinos que tenéis dentro de la comunidad?; ¿cómo está vuestra valentía para, sin que nadie lo note, estar mortificándoos, y avanzando en el camino de la penitencia y del rigor en medio de todos los momentos duros que podéis tener?
Éste es el camino de cada uno, el camino vuestro, hombres, mujeres, el camino que os permite seguir también hasta la cumbre. Pero ¿a través de qué?; ¿creando qué? Creando una familia, lo más grande entre los valores humanos que hay en la vida: la familia. Y tenéis el deber de cuidar esa familia, y de tener el valor para, delante de unos y de otros, aunque sea el que ha sido invitado por vosotros a comer a casa, rezar antes, hablar de Dios. Procurad en algún momento, con los amigos que tenéis, sacar el tema de Dios; pensad en alguno de los santos. Pasado mañana estaré yo predicando de San Agustín, porque es el día 28 su fiesta, y me rendiré también ante él, viendo que yo no soy nada de lo que fue aquel hombre; aquel hombre fue un pecador, que se arrepintió y se entregó de una manera tal, que han pasado tantos siglos desde que él vivió y se le sigue citando en el Concilio Vaticano II más que a ningún otro.
Cariño más vivo a Santa Teresa #
Hermanos, hoy he sentido yo una especie de cariño más vivo a Santa Teresa de Jesús, y como tenía que tratar este tema, se me ocurrió establecer este triple camino y decir: seguidle, seguidle y adelante, y que venga el dardo, dejadle. Es decir, que me dispenséis si me he excedido, pero amo mucho a la Iglesia, mucho. Es lo mejor que hay en el mundo para poder dar la paz. La labor que está haciendo sólo el Papa actual, ya casi llegando a los cien viajes por el mundo entero, caminando de esa manera, como que se va a caer en cada paso que da, la labor que está haciendo, ya se notará, ya se notará. Está llegando a muchos corazones que no hablan, les cuesta hablar, porque ellos son tan sabios y tienen tanta fuerza y tanta sabiduría que, para ponerse a hablar de esas cosas, se callan; pero dentro hay algo que hurga su alma y que les hace pensar en que ellos también necesitan este amor, más que el dardo: el amor de Dios.
Soplo del Espíritu Santo #
Monjas de la Encarnación, pedid al Señor que, en lugar del dardo, os envíe un soplo del Espíritu Santo y que os llene del Espíritu Santo, para ser santas de los pies a la cabeza. Y nosotros, sacerdotes, sacerdotes cien por cien, con gozo de serlo; no arrepintiéndonos de nada de lo que la Iglesia decide, y queriendo a la Iglesia, porque es nuestro tesoro, como el que tiene que custodiarlo de noche y de día, cuidando de nosotros y gritando, llenos de amor, una decisión firme de vivir cada vez mejor nuestro sacerdocio de Cristo, soplo del Espíritu Santo también. ¡Iglesia bendita!, que nos conservemos siempre acogidos a su protección y viviendo con sencillez, como unos niños pequeños. ¡Ay, Cristo, Cristo!, que dijiste: Los que no se hagan como estos niños pequeños, no son dignos de mí…
¡Bendita seas, Iglesia! ¡Bendita seas, Teresa de Jesús!, con tu pecho atravesado por el dardo, y con tu amor que llega hasta nosotros año tras año, y hace que también queramos subir a la cumbre.
Mis oraciones hoy son todas para vosotros, los que estáis aquí y las que estáis arriba.
La Iglesia santa, los sacramentos y el amor de la Iglesia Madre. Que ella nos proteja a todos.
26 de agosto de 2002