Comentario a las lecturas del XIX domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 10 de agosto de 1997.
Elías tiene miedo de la muerte que el mensajero de Jezabel le anuncia. Y huye para salvar la vida. Camina por el desierto una jornada y se sienta bajo una retama, ya sin fuerzas, cansado de luchar, y lo que es peor, cansado de vivir. Piensa que todo su esfuerzo es inútil frente a la idolatría: “Basta, Señor, quítame la vida”. Solo, fracasado, desea que llegue la muerte. El gran profeta del Carmelo está intimidado, hundido por la amenaza de una mujer. El que ha afrontado tantos peligros está ahora lleno de angustia. Piensa que su vida no tiene sentido alguno. Su misión no le dice nada.
Y Dios interviene, como siempre, precisamente en esos momentos de humillación, de rendición total, como es posible que nos haya ocurrido en nuestra vida a nosotros mismos, cuando nuestra alma parece sumergida en las tinieblas. “Levántate y come, que el camino es superior a tus fuerzas”. Y con el auxilio del Señor camina hasta el monte Horeb, el monte de Dios que “derriba a los potentados y ensalza a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos”.
Dios interviene en nuestra vida de una manera manifiesta cuando vivimos situaciones como la de Elías. “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y saca de sus angustias”. Las crisis y dificultades son ocasión para revisar seriamente nuestra vida, para descubrir lo que hay de verdadero y de falso, para distinguir el oro del oropel. Desterremos la amargura y la ira. No desconfiemos de la fuerza del espíritu de Dios. Nuestro problema como cristianos es que no contamos con ese Espíritu, ni para nuestras alegrías ni para nuestras tristezas. Ahí está la clave: no creemos, y por lo mismo no confiamos ni amamos. Pero, como dice san Pablo en la lectura de hoy, Él sella nuestra vida, es base y consolidación de nuestro cristianismo, de nuestra aceptación de la cruz, de nuestra generosidad, de nuestra disposición para ser luz y sal de la tierra, de nuestra docilidad para mantenernos serenos en las adversidades y dejarnos llevar por Él como hijos queridos de Dios.
Cristo nos amó y se entregó hasta poder decir con toda verdad: yo soy el pan de vida, el que cree en mí tiene vida eterna. El que come de este pan vivirá para siempre. Gustemos y veamos qué bueno es el Señor. Dichosos seremos si nos acercamos a Él en la Eucaristía. La gran opción es dejarnos guiar por su palabra, alimentarnos de Él en los sacramentos. Robustecidos por la fuerza que baja del cielo, sentiremos que nuestra fe y nuestra esperanza se irán vigorizando día a día y viviremos en el amor de unos con otros, de manera que podamos construir una sociedad mejor.
Nos ha llegado el don de Dios, el mismo Cristo, el que nos resucitará el último día. “Yo soy el pan que bajó del cielo”. Los judíos murmuraban, porque había dicho esto, y decían: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿Cómo dice ‘yo he bajado del cielo’?”
Como nosotros también, que tantas veces nos dejamos llevar por el “sentido común” que duda e incluso niega el gran misterio de fe. Este pan del cielo es la nueva alianza, alimento y garantía de una nueva vida que vendrá. Es Jesucristo mismo, que viene de Dios y quiere así dar vida al mundo. La multiplicación de los panes y todos los signos, que hizo Jesús, fueron anuncio de una profunda y radical realidad: la del amor de Dios que se une a nuestras vidas, para darnos fuerza, cuando estamos a punto de gritar como Elías: ¡No puedo más! Pues sí, con Cristo siempre podemos más.