- María y el humanismo cristiano
- La condición humana de María
- Sacrificio y docilidad, olvidados en el humanismo actual
- El humanismo actual necesita de la más perfectaencarnación del sacrificio y fidelidad: María, la Virgen fiel
- La vida de María, predicación viva de la fe en Dios
- La Virgen María y la Iglesia hoy
- Amor y pequeñez humana ante el misterio de María y de la Iglesia
- Reflexión final
Conferencia leída en el acto de clausura de la XXXI Asamblea de Estudios Mariológicos, celebrado en Zaragoza (16-21 de octubre de 1972). Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, noviembre 1972.
María y el humanismo cristiano #
Hace poco más de un mes, afirmaba muy acertadamente el P. J. A. de Aldama en una de sus conferencias pronunciadas en la V Semana de Cuestiones Teológicas de Toledo, que si prestamos atención al Concilio Vaticano II, al Magisterio posterior de la Iglesia por parte de los obispos y sobre todo del Romano Pontífice y a las manifestaciones del pueblo católico, no se puede hablar de crisis de la Mariología, ni de disminución o menor aprecio del culto y la piedad hacia la Santísima Virgen María. Es evidente.
Sin embargo, hay una zona intermedia, no pequeña, en la Iglesia de hoy, formada por personas responsables de la educación y mantenimiento de la fe del pueblo, en la que sí aparece esta crisis, la cual, se manifiesta en silencios, displicencias, reproches indiscriminados a lo que ellos llaman excesos o deformaciones de la piedad mariana; abandono de prácticas tradicionales, y a veces, en menor escala por supuesto, ataques velados o abiertos a ciertos dogmas y formulaciones de la doctrina católica relativa a la Virgen María. Artículos en revistas y periódicos, exposiciones de cátedra, predicaciones en algunos templos o ausencia de las mismas, determinadas orientaciones que se dan en algunos colegios de la Iglesia, repulsa o al menos falta de participación en actos externos y colectivos que hasta hace poco se consideraban normal expresión de una fe y de unos sentimientos dignos de ser respetados, aparecen aquí y allá en número suficiente como para poder decir que en esa zona amplia a que me refiero, existe una crisis en la Mariología y en el culto mariano que forma parte de la crisis general que padece la Iglesia en cuanto a la transmisión de su doctrina y la incorporación de la misma a la vida de culto y la piedad. No es sólo mera desorientación, sino auténtica crisis.
Como causas desencadenantes de este fenómeno, creo que pueden señalarse estas tres:
- Una influencia de la teología protestante, al menos en el sentido de querer atenuar los obstáculos que de parte católica, según los que así piensan y obran, se oponen al progreso de la causa ecuménica.
- Una absorbente y polémica entrega por parte de muchos a lo que podíamos llamar cristianismo periférico, denominación en la cual incluyo tantos y tantos esfuerzos como se hacen en orden a revisión de estructuras, cuadros organizativos, conceptos de Iglesia, comunidades, pedagogía de la fe, búsqueda de la autenticidad, etcétera, todo lo cual quema energías, produce irritaciones y descontentos, fomenta esperanzas, fundadas unas veces y vanas muchas otras, y aparta la atención de algo que por su naturaleza, como es el misterio de la Virgen María, requiere, para ser contemplado, mucha sencillez de alma, mucho silencio, amor manso y tranquilo, y, sobre todo, paz.
- Una exaltación exagerada, que quiere ser religiosa, de los valores del humanismo, que, prescindiendo de casos extremos ya incompatibles con la doctrina católica, se manifiesta en una cristología que acentúa lo humano de Cristo, en una teología de la liberación de las miserias terrestres, en una oposición a hablar del pecado actual u original, en una valoración desmedida de la libertad, en relación con todo lo cual, la figura de la Virgen María, tan humilde, tan esclava del Señor, tan sin pecado, tan llena de silencio y de gracia sobrenatural, parece a los cantores de este humanismo una abstracción idealizada e inactual.
Merecería la pena estudiar la figura de María y el culto a su persona santísima en relación con cada una de estas tres causas que influyen en la crisis de que hablo. No puedo hacerlo. Limitaré mi examen solamente a esta última y, en síntesis, la afirmación fundamental que va a presidir mi exposición es ésta: que precisamente en la Virgen María encontramos uno de los más excelsos motivos para un humanismo cristiano y que sólo la falta de reflexión sobre lo que significa María en la historia de la salvación del hombre puede inducir a algunos a olvidarla, cuando se proclaman estos entusiasmos humanistas que, por otra parte, suelen terminar en trágicas desilusiones.
La condición humana de María #
Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatara los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva(Gál 4, 4-5).La realidad de todo el misterio de la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y de los hombres, está enraizada en lo más profundo de la condición humana: ningún hombre puede nacer sin madre. El Verbo participó de nuestra condición asumiendo la naturaleza humana en el seno de una mujer virgen que concibió por obra del Espíritu Santo. Cristo, como todos los que creen en su nombre y son por adopción hijos de Dios, no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios (Jn 1, 13).
María es de nuestro linaje, tiene nuestra propia condición humana, pertenece a la gran familia de los redimidos y toda su grandeza le viene, como a todo hombre, de la redención de Cristo, su Hijo, nacido de su mismo ser. No podemos olvidar la Persona, la Mujer que es María y que no puede ser un simple instrumento impersonal, con lo que se disminuiría la misma realidad de la encarnación divina al hacer de ella una «aparición de Dios en el mundo» y no su encarnación humana: Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, del mismo linaje de Adán, Primogénito de la gran familia, único que por sí mismo adora al Padre en espíritu y en verdad, el Hombre que mostró a todos cómo en la obediencia absoluta al Padre está la libertad, el Verbo que se hizo hermano nuestro para hacernos hijos del mismo Padre y de la misma Madre, el Salvador que murió para que resucitáramos.
Nacido de mujer. María es una persona humana. La vida terrena de Cristo es descendimiento de una persona eterna en el tiempo. La de María es como la nuestra: ascensión progresiva desde el tiempo a la eternidad. Es la Madre y Esposa en la historia de la salvación, no un simple instrumento. La condición verdaderamente humana de su persona es riqueza nuestra de la que parte nuestra dignificación; la plenitud de la gracia de Dios en esa misma condición humana nos engrandece también a nosotros. Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada (Lc 1, 48). Existe una persona totalmente humana que creyó, esperó y amó a Jesucristo con toda la fuerza de su ser: la Virgen María, una criatura sujeta a las limitaciones de nuestra propia condición, a las circunstancias históricas de su patria y de su raza, al momento presente, sin conocimiento del futuro y que, por tanto, supo de la incertidumbre, de la inquietud, de la angustia. Conoció el dolor, el desprendimiento, el trabajo, la separación y muerte de los seres queridos. Sintió el peso de la contradicción. Cumplió fielmente las exigencias de mujer, madre y esposa «cristiana», girando, eso sí, dentro de un misterio que confería a estas misiones humanas una plenitud y singularidad que la hacen distinta, pero no extraña a nadie.
Dios quiere el amor libre del hombre y su mirada inteligente. Ninguna condenación pesa, pues, sobre los que están en Cristo Jesús (Rm 8, 1). Para la libertad nos liberó Cristo (Gál 5, 1). Dios es Dios de vida, de verdad, de inteligencia, de libertad y de voluntad, y si nunca convertirá a los hombres en puros instrumentos, porque les negaría lo mismo que les ha dado, su imagen y semejanza, ¿cómo iba a hacerlo con la que iba a ser Madre del Redentor? En donde está el Espíritu del Señor, está la libertad (2Cor 3, 17). Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo… El Espíritu Santo vendrá sobre ti (Lc 1, 28 y 35). María vivió su vida con toda la fuerza de su condición humana de mujer, y con la plenitud de la gracia en Ella, puesta totalmente al servicio de Dios: He aquí la esclava del Señor (Lc 1, 30). Las gracias, prerrogativas y privilegios que parecen separarla de nuestra condición humana, manifiestan en Ella la realidad de la salvación de nuestro linaje y la gloria de nuestra resurrección. Hemos sido salvados, pero en esperanza (Rm 8, 24).
Sacrificio y docilidad, olvidados en el humanismo actual #
María es nuestra madre, presente y activa en el nacimiento del Primogénito de los hijos de Dios, en su vida pública, en su muerte, resurrección y ascensión, en el nacimiento de la Iglesia. Su presencia es siempre fe, abnegación, entrega: Hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). A ella hemos sido confiados todos: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre (Jn 19, 26-27). Es fácil decir así con una sola frase lo que fue su vida: aceptar y vivir desde su condición humana la vida de Dios en Ella. ¿Es que acaso no se nos pide a nosotros lo mismo? ¿Es que no aceptó Ella ser madre y ayudarnos? ¿Es que la plenitud de gracia y vida de la madre no es para el bien de los nuevos hijos? Si el grano de trigo no muere, queda infecundo (Jn 12, 24). El humanismo actual está olvidando la noción de sacrificio, porque los hombres de todos los estamentos y ambientes rompen sus lazos más sagrados y sus fidelidades más caras. ¿Y qué humanismo es entonces? Ahí está la raíz de esa «deshumanización» de nuestro humanismo.
El humanismo actual comprueba las contradicciones del hombre en su zona más personal; sabe de su dominio, de su lucha, de su poder, de su angustia, de su inquietud y de su dolor; sabe de su optimismo y de su depresión, de su éxito y de su fracaso, de sus complejos y de sus evasiones. No en balde las ciencias del espíritu humano avanzan penetrando en el mundo inmenso de la persona. Tenemos el sentimiento de estar viviendo un cambio sin precedentes; no hay aspecto de la realidad al que esta mutación no afecte. Hemos visto cambiar en nuestra propia vida humana la realidad histórica, diferentes sistemas, diferentes políticas, planes que se suceden unos a otros. Con mucho fundamento se habla al tratar de la educación de nuestros niños y de nuestros jóvenes de una «pedagogía para el cambio». Vivimos una gran época científica y de una técnica aplastante. El pensamiento contemporáneo es el reflejo de un mundo en crisis. Todo contribuye a hacer del hombre un ser inquieto y preocupado por su futuro, inquieto y preocupado por su propia imagen. Un humanismo serio y profundo sabe que el hombre que trabaja sólo por los bienes materiales construye su propia prisión. Los hombres tienen siempre necesidad de «algo» más que la dicha sensible que se deshace entre las manos. ¿Dónde encontrar este «algo» más? Sólo es dado en la fe.
Nuestros sabios y científicos no están seguros de que la línea de la ciencia y del progreso sea paralela de hecho a la línea de la felicidad y del bienestar humanos. La auténtica felicidad brota del espíritu; hay que sacrificar todas las apariencias de felicidad que no son más que simples goces. Todos nos preguntamos cómo esa fuerza y esa energía natural conquistadas, ese progreso y avance logrados no se insertan en la vida de la humanidad para mejorarla en todo su crecimiento y despliegue. Pero en cada uno de nosotros tenemos la contestación: egoísmo, ambición y orgullo. La gran labor de una época no está en que sus hombres logren sólo un progreso y un bienestar material, un dominio de la naturaleza cada vez mayor, sino en lograr una forma de vida humana cada vez más digna y más rica. El humanismo de una época como la nuestra, con unas realidades ya efectivas y con unas posibilidades todavía mayores, tendría que tener una ética humana, unas costumbres, una vida interior a la misma altura por lo menos que su propio avance material y científico; pues ¿para qué sirve todo si el hombre no es cada vez más rico en su propia sustancia y cualidad, cada vez más grande en su libertad? El poder en sí no es ningún valor. Tiene que ser poder «para algo». Y ahora, la pregunta a nuestra época: «el poder ¿para qué?». «En la vida del hombre actual –especialmente de aquel que tiene la responsabilidad y ejerce la decisión– debe insertarse algo que puede ser descrito del siguiente modo: en él debe formarse una auténtica interioridad, que pueda oponerse a las tendencias superficializadoras y dispersoras de la época. El núcleo personal debe experimentar una consolidación que, partiendo en cada caso de la conciencia de verdad, le haga capaz de establecer una posición más fuerte que las consignas y la propaganda… El futuro del hombre descansa realmente en que alcance la capacidad de sujetar la tendencia al poder y a la ganancia, mediante la superación de sí mismo»1.
Los médicos y los educadores ponen constantemente de manifiesto, aunque parezca paradójico y contradictorio, que el hombre está cada vez más solo y aislado. Hay muchas «masas», muchas reuniones, muchas asambleas, pero hay poca «comunidad». Aun sin saberlo, y de una forma inconsciente, parece que en el momento actual vuelve a levantarse el criterio de la Gaya Ciencia de Nietzsche: el hombre es un sí y un no, idea o realidad que no tiene nada que ver con el Evangelio: si el grano de trigo no muere queda infecundo, el que quiera salvar su vida la perderá. Aquella, la de Nietzsche, es una ética de la voluntad de poder, de las fuerzas irracionales del alma, y concretamente del instinto natural de vida y felicidad. Una ética que hace desaparecer los valores evangélicos, porque disminuyen la virilidad del hombre y lo esclavizan. Desde luego que no es lo mismo que el hombre sea a imagen y semejanza de Dios, o que él cree continuamente su propio ideal. No es lo mismo que el hombre se realice según Dios, o que él trate de ponerse en su sitio y suplantarle.
El humanismo actual necesita de la más perfecta
encarnación del sacrificio y fidelidad: María, la Virgen fiel #
He dicho que sacrificio y fidelidad están olvidados o son despreciados en el humanismo de hoy y que aquí está la raíz de nuestros procesos. La verdadera transformación se ha de producir en el interior de la persona. A pesar del afán de sensacionalismo, de figurar, de triunfar, de la inundación de palabras e imágenes de la publicidad, y de la agitación a la que todos contribuimos, sentimos desconfianza y amargura por todo ello; nos produce malestar quizá porque en nuestros momentos de sinceridad y lealtad vemos la inanidad de este esfuerzo. Los hombres de hoy sabemos muy bien, aunque no lo vivamos, que nuestra grandeza no es nada cuantitativo y externo, es cuestión de vida interior, de riqueza y honradez, de cualidad y nobleza humana. De ahí vienen tantos fallos en la vida familiar y matrimonial, en comunidades religiosas, en sacerdotes, en el trabajo… ¡Cuántas veces he oído esta expresión dolorida en los más diferentes ambientes!: «¡Es cuestión de “personas”!».
Se necesitan santos de lo ordinario, de lo cotidiano; se necesita la más difícil honradez, «la de todos los días», y la más difícil grandeza, la de ser «persona». Se necesita un humanismo cristiano sencillo, real y práctico: el del sacrificio y la fidelidad, el de la responsabilidad personal en el oficio, trabajo y misión de cada uno, y el de la «responsabilidad de la fe». No está el mal, lo hemos oído muchas veces, en la incredulidad, sino en la falta de responsabilidad de la fe en los que, creyendo, no realizan su vida y acciones a partir de esta responsabilidad de la fe, sino por ventajas personales, por buscar lo fácil, o por otras miras por el estilo. La más perfecta encarnación de este humanismo siempre nuevo es María, la Virgen fiel. Ella es su realización concreta y clara. Un humanismo así transforma todo, porque transforma la raíz de lo que se ha de transforman el corazón y el espíritu del hombre que de este modo se pone a disposición de Dios. Las posibilidades realmente salvadoras y liberadoras residen en el interior, en la conciencia del hombre ligado a Dios.
María significa el humanismo opuesto al orgullo, a la altivez, a la afirmación y apoyo de sí mismo, que en último término lleva a la desesperación. Su vida fue todo lo contrario a la ambición, egoísmo y voluntad de poder. Su responsabilidad se concretó y actualizó en cada momento de su vida y se hizo sensible en las obligaciones que se impuso; la vivió a través del sacrificio, del despojamiento y del don, es decir, de la entrega de todo su ser a la tarea que Dios le confió. La fidelidad, fruto de su amor a Dios, fue su ley y su guía. ¡Ah! esa Virgen María de la historia real y vivida, del momento presente, de Nazaret, de Belén, de Egipto, de la vida monótona y cotidiana, de la vida pública de Cristo, de las bodas de Caná, de las bienaventuranzas, esa Virgen que ha reflexionado en su corazón ¡cómo tiene que iluminar nuestra vida!
María es la afirmación de la gracia de Dios, de su eficacia y realidad en un mundo en el que, según la afirmación de Camus, «el problema que domina es cómo vivir sin gracia»2. Su grandeza es una realidad viva frente a todas las filosofías y posturas que sólo creen en el hombre y en el esfuerzo del hombre. ¿Somos los cristianos capaces de admirar, creer y vivir de la gran lección de María: entregarse a la gracia de Dios y proclamar siempre su humanidad resplandeciente de vida divina? El amor es más fuerte que el poder, y el verdadero señorío no es el de la violencia, sino el de la verdad. Tengamos muchos ratos de reflexión junto a María, nuestra Madre, para que se disuelva la opresión sorda y pesada que nos agobia, consecuencia de nuestra falta de sacrificio e infidelidad y Ella hará que nuestro corazón se penetre de cómo son las cosas de verdad a la luz de la fe.
La vida de María, predicación viva de la fe en Dios #
El hombre de fe espera contra toda esperanza, contra todas las señales externas que parecen estar en contradicción con su fe, no aguardando pasivamente, pero sí aceptando que la luz plena esté actualmente escondida. No, la fe no es pasiva ni inerte. Lejos de cruzarse de brazos, el hombre que cree siente la urgencia de su responsabilidad y de todo su esfuerzo, pero está pronto a aceptar que las cosas no se le arreglen a su gusto y que los sufrimientos le hieran. Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! (Lc 2, 34-35). Todos sentimos enfrentarse las realidades de la fe y de la vida, las promesas de esperanza y los bienes materiales. Esperar en medio de los sufrimientos no es una pobre resignación que hace perder la grandeza humana, por el contrario, es abandonar el orgullo que nos enajena y volver a tener un corazón puro.
La certeza de la fe se sitúa más allá de la oscuridad, de la angustia y de la duda, más allá de la noche de los sentidos y del espíritu, porque viene de Dios. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena… Cuando Jesús tomó el vinagre dijo: Todo está cumplido. Inclinó la cabeza y entregó el espíritu (Jn 19, 25 y 30). Como para María, para el cristiano la fe es la única llave del universo, el significado de toda la existencia humana, la respuesta a todas las preguntas: el camino, la verdad y la vida. Todo cristiano sabrá lo que es el sacrificio de un hijo, una familia, una esposa, una buena posición, un nombre, una realidad, un proyecto, porque Dios se lo pide, y sólo conocerá la alegría de la esperanza cuando se haya echado en los brazos de Dios. La que se hizo esclava del Señor nos dice: Haced lo que Él os diga (Jn 2, 5). La fe en Dios ahonda más y más en la grandeza interior del hombre, porque la fe impide dormirse en las provisiones hechas y le hace ir viendo siempre más y más la capacidad de su ser. Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava…, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen (Lc 1, 46-50).
Todos los autores que han escrito sobre la Virgen hacen esta afirmación: la maternidad de María es fruto de la fe. «María –dice San Agustín– fue más dichosa recibiendo la fe en Cristo que concibiendo la carne de Cristo… El vínculo materno de nada hubiera servido a María si no hubiese sido más feliz al llevar a Cristo en su corazón que llevándole en su carne»3. María afirmó con todo su ser que Jesús era la verdad; su vida fue una completa sumisión en la fe a todo el misterio de Cristo; orientó su pensamiento, su corazón y su sentido en la misma dirección que la enseñanza del Maestro. Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron. Pero él dijo: Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11, 27-28). La fe de María estaba en las fuerzas vivas de su corazón y de su espíritu. El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mt 12, 50).
Si hay algo que revela la grandeza de María es la exclamación de su prima Isabel: Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor (Lc 1, 45) Estas palabras incluyen las otras: Ellos no entendieron lo que les decía. Y su madre conservaba todo esto en su corazón (Lc 2, 50-51). María tiene fe, y su fe va creciendo y fortaleciéndose y es más honda que la de cualquier otro ser humano. Abraham es grande y sublime por la firmeza de su fe. Pero a María se le exigió más que a Abraham, porque se le pidió que no dudara de «lo santo» a quien había dado vida y que iba creciendo y separándose de Ella al sumergirse en la lejanía. Y se le pedía que, como mujer, no se desorientase ante la grandeza de Aquel a quien Ella había dado a luz y criado y visto en el desamparo de la niñez, y que tampoco se desorientara en su amor, al ver que se sustraía de su protección, y creer que todo estaba bien y que en ello se cumplía la voluntad de Dios, y, con todo, no cejar ni empequeñecerse, sino perseverar y seguir la ruta incomprensible, trazada por su Hijo, alentada por la fuerza de la fe.
He aquí su grandeza.
«La Virgen dio con su fe los mismos pasos que el Señor iba dando para llegar a su destino divino. La fe de María no se vio transformada en comprensión hasta el día de Pentecostés. Entonces entendió cuanto había guardado en su corazón mediante la fe. Por esta fe se encuentra más cerca de Jesús y de su obra redentora que por todos los milagros presentados por la leyenda»4.
No sólo en el caso de María la fe es decisiva en la historia; ciertamente en ella significa el acontecimiento central de la historia de la salvación. Pero la historia la vamos haciendo hombres y mujeres concretos y la fe de cada uno de nosotros tiñe esa historia y la orienta. Cada uno de nosotros tiene un radio de influencia; nuestra fe tiene que iluminar de tal manera que a la luz de ella los pensamientos queden mejor orientados y las acciones sean más rectas.
El hombre que cree es fuerte, porque radicado en la realidad de Cristo y fortalecido con su gracia, lleva, sabiendo a dónde camina, todo el peso que la vida tiene. Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe (1Jn 5, 4). El creer es ya realmente una victoria sobre todo lo que se opone a Dios y a su revelación. Creer es admitir una realidad más grande que todo lo que nos rodea, vivir sabiéndose hijos de Dios y con una tarea entre las manos de la que se nos pedirá cuenta. En Él tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra (Ef 1, 7-10). Esto es decisivo en la historia porque se traduce en el actuar y se vive tomando las cosas como realmente son, y no embriagados, sumergidos o hastiados de ellas.
El hombre que cree tiene mucho más abiertas todas las posibilidades de la historia, de la ciencia, de la investigación, del arte, porque su ámbito no se limita a lo que toca y palpa ahora, en este momento o en aquel. El hombre que cree siente la responsabilidad más fuerte que puede sentirse en la historia: su propia salvación y la de los demás hombres. Él es Imagen del Dios invisible. Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas… Él es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia: Él es el principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues el Padre tuvo a bien que en Él habitase toda plenitud y reconciliar consigo y por Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos (Col 1, 15-20). El hombre que cree sabe que hay una vida más plena, más rica, más noble que la que siente, y esto le estimula. Puede caminar, no es un horizonte cerrado: la Vida, el Amor, la Verdad, la Belleza es la verdadera realidad, la existencia plena porque DIOS ES. Y he dicho la Vida, el Amor, la Verdad, la Belleza ES, así, en singular, porque todo es lo mismo en la posesión de Dios.
Ciertamente la fe es factor decisivo en la historia, porque el hombre que cree sabe que «el mundo», el momento histórico que le toca vivir, es su tarea. Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestaren nosotros: pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto(Rm 8, 18-22).
En María se hizo vida que Dios es el Señor de la historia. Ella es la realidad concreta de cómo ha de vivirse la fe, la esperanza y la caridad; es modelo perfecto de la Iglesia y es personalmente lo que la Iglesia ha de ser. «Entre la una y la otra no hay solamente mera semejanza. Es debido a una razón de conexión íntima, objetiva, que todo lo que conviene a la Iglesia, madre del Cristo colectivo, se haya realizado primeramente en la existencia personal de María»5. Están tan unidas María y la Iglesia que una es figura de la otra. Hay un libro que ha tenido mucha divulgación en España desde que se tradujo y publicó en 1966, cuyo título es ya muy significativo, seguramente muchos de vosotros lo habéis leído: María, madre del Señor, figura de la Iglesia. Es de Max Thurian, teólogo protestante que no tiene ninguna intención polémica. «De una a otra página –como advierte don Casimiro Morcillo en la presentación del libro– la lectura nos va convenciendo de que el diálogo ecuménico, llevado como lo lleva Max Thurian, es posible, es útil, es constructivo y puede, bajo la acción del Espíritu Santo, conducirnos a resultados ardientemente deseados por los mejores». «María, madre de los creyentes, es figura de la Iglesia, muestra a ésta el camino de la fe, fruto de la gracia recibida en la pobreza, expresándose en un acto de ofrenda, de obediencia y de confianza en Dios».
«La Iglesia sólo puede vivir de la fe y por la fe, y en caso contrario aparece como una sociedad religiosa con más o menos poder temporal para apoyar sus pretensiones de dominio. Y esta fe de la Iglesia es, como la de María, ofrenda, obediencia y confianza. La fe de la Iglesia se expresa en su ofrenda litúrgica y diaconal, es Esposa de Cristo, al que adora en su culto en espíritu y en verdad: es la sierva de los hombres, a los que ama en su caridad y compasión. La fe de la Iglesia es obediencia a Dios, no a los hombres; respecto a filosofías y poderes humanos, la Iglesia es libre; sólo es sierva de la verdad revelada en Jesucristo, del amor y justicia manifestados en Él; no acepta trabas de ninguna clase, ni del espíritu ni de la carne, que le impedirán proclamar el Evangelio o defender la fraternidad y la justicia entre los hombres. La Iglesia defiende la integridad de la palabra de Dios al mismo tiempo que la libertad y felicidad de todos los hombres. La fe de la Iglesia es confianza en la palabra y promesa de Dios. Sabe que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; es el Cuerpo de Cristo, lleva en sí misma la Palabra divina, los sacramentos de su presencia, particularmente el Cuerpo y Sangre del Resucitado, para darlo como alimento a los creyentes. En su humana pobreza, es rica de Dios, y puede caminar con toda confianza entre los obstáculos históricos, traiciones, infidelidades, persecuciones»6.
La Virgen María y la Iglesia hoy #
En todas las consideraciones anteriores tenía presente ésta en que ahora me centro: la Virgen María y la Iglesia hoy. Ciertamente, al hablar de la condición humana de María, de la gracia de Dios en Ella, de la necesidad que el humanismo actual tiene de su vivencia del sacrificio y de la fidelidad, de su vida como predicación viva de la fe en Cristo, pensaba en la Iglesia de hoy, y en nosotros, los hijos de esta Iglesia. Pensaba en todo lo que podemos esperar de ella, en lo que tenemos que exigirnos y en lo que tenemos que darle. «La fe católica en la Santísima Virgen resumen simbólicamente, en su caso privilegiado, la doctrina de la cooperación humana a la Redención, ofreciendo de esta suerte como la síntesis o la idea madre del dogma de la Iglesia»7. «Todo se sostiene con la lógica más sólida en el sistema romano. La Iglesia de Roma, por una profunda necesidad interna, es toda en una pieza la Iglesia de la cooperación humana a la Redención; la Iglesia de los méritos, la Iglesia dispensadora de la salud y la Iglesia de María»8. Por eso se ha podido incluso afirmar que ambas tienen que sostenerse o hundirse juntas. No hay, pues, por qué extrañarse de que la historia nos las muestre constantemente asociadas, y que los desenvolvimientos que ellas adquieren en la conciencia común vayan frecuentemente a la par. Nuestra época nos ofrece un nuevo ejemplo de ello. Pero no se llega a discernir toda la razón de esto, mientras no se haga otra cosa que constatar entre la una y la otra una analogía de funciones más o menos exterior. Los lazos que existen entre la Iglesia y la Virgen María no son solamente numerosos y estrechos, sino también esenciales. Están íntimamente entretejidos. Estos dos misterios de nuestra fe son más que solidarios: se ha podido decir que son «un solo único misterio». Digamos al menos que es tal la relación que entre ambos existe, que ganan mucho cuando el uno es ilustrado por el otro; y aún más, que para poder entender uno de ellos es indispensable contemplar el otro. Y es el Vaticano II el que nos habla de esa unión íntima de María y la Iglesia: «La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio, la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo, tanto de la virgen como de la madre… La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera» (LG 63-64).
La Iglesia, hoy, siglo de la gran época científica, del avance gigantesco de la técnica, de las más diversas cosmovisiones y concepciones antropológicas, de las grandes y nobles inquietudes sociales, presenta a María, en quien la Iglesia ha llegado ya a la perfección y está limpia de cualquier limitación, mancha o arruga, como faro que guía y luz que ilumina. Todos los hombres tienen que elevar sus ojos a María: los que luchan por un mundo mejor y por crecer en santidad venciendo el pecado, los que sufren por dolores físicos o morales, los que vacilan y dudan en su fe, los que sienten dificultades en su vida familiar o matrimonial, los que consagrados a Dios sienten su yugo. María resplandece para todos llena de ese humanismo sencillo basado en la fidelidad y en el sacrificio, y llena de la gracia de Dios que a nadie falta. «La Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace más semejante a su excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad y buscando y obedeciendo en todo, la voluntad divina. Por eso también la Iglesia en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).
Al acabar este texto del Vaticano II, permitidme una digresión seguramente un poco salida de tono, pero que me ha venido al pensamiento al contemplar a María, como faro y luz de nuestro momento actual, llena en su misión de ese amor maternal del que es necesario que esté animada toda la misión apostólica de la Iglesia. Paul Valéry en 1919, frente a la sociedad que intentaba encontrar de nuevo el optimismo desaparecido por la guerra, señalaba con fuerza los hechos que eran claros y despiadados: miles de hombres muertos; perdida la ilusión de una cultura europea; la ciencia alcanzada mortalmente en sus ambiciones morales y deshonrada por la crueldad de sus aplicaciones; un idealismo difícilmente vencedor, casi marchito, responsable de sus sueños; un realismo engañado, abrumado de crímenes y faltas; las creencias confundidas, cruz contra cruz y creyente contra creyente. Los hombres con un esfuerzo siempre creciente luchaban por encontrar un sentido a la existencia. Después vino la segunda guerra mundial. Un autor, también francés, no cristiano, ante tal panorama quería «hacer llover sobre los hombres y la tierra algo semejante a un canto gregoriano» (era Saint-Exupery, el autor de Terre del hommes y Le Petit Prince). «Hacer llover sobre los hombres y la tierra algo semejante a un canto gregoriano» … esta es la expresión causa de mi digresión. Hacer llover sobre los hombres y la tierra tan reseca por el orgullo y por el egoísmo la caridad de María, su humildad, su sacrificio y su fidelidad.
Sí, y es una afirmación taxativa por todos ratificada; la historia nos muestra a María y a la Iglesia constantemente asociadas, y el despertar y desenvolvimiento de ambas en la conciencia común van a la par. Guardini, hace unos cuarenta años, dijo que la Iglesia se había despertado en las almas y que su realidad se iba haciendo más íntima en la conciencia cristiana. Pío XII publica en 1945 la Mystici Corporis, encíclica valorada, como dijo en 1946 C. Lialine, como una nueva etapa en la eclesiología católica. El Vaticano II ha sido un concilio centrado en el misterio de la Iglesia. «Esperamos que la doctrina sobre el misterio de la Iglesia, ilustrada y proclamada por este Concilio, tendrá desde ahora feliz repercusión en el corazón, ante todo, de los católicos… Quisiéramos… que la doctrina de la Iglesia irradiara también, con algún reflejo de atracción, al mundo profano en el que vive y del que está rodeada; la Iglesia debe ser el signo alzado en medio de los pueblos para ofrecer a todos la orientación de su camino hacia la verdad y la vida… Es la primera vez –y decirlo nos llena el corazón de profunda emoción– que un Concilio ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Esto corresponde a la meta que este Concilio se ha prefijado: manifestar el rostro de la Santa Iglesia, a la que María está íntimamente unida, y de la cual, como egregiamente se ha afirmado, es “la parte mayor, la parte mejor, la parte principal y más selecta”».
«En verdad, la realidad de la Iglesia no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos ni en sus ordenanzas jurídicas. Su esencia íntima, la principal fuente de su eficacia santificadora, ha de buscarse en su mística unión con Cristo; unión que no podemos pensarla separada de aquella que es la Madre del Verbo encarnado y que Cristo mismo quiso tan íntimamente unida a sí para nuestra salvación. Así ha de encuadrarse en la visión de la Iglesia la contemplación amorosa de las maravillas que Dios ha obrado en su Santa Madre. Y el conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María será siempre la llave de la exacta comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia»9.
Amor y pequeñez humana ante el misterio de María y de la Iglesia #
Por poco inteligentes que seamos, somos conscientes de la limitación, pequeñez y deficiencia propia en nuestro mismo campo de trabajo humano, en la tarea que realizamos, en el mundo que construimos y habitamos, en las circunstancias concretas que vivimos. Y es la gran paradoja, como ocurre en todo el maravilloso misterio del ser del hombre, que experimentamos más esta pequeñez y limitación en lo más grande que vivimos y precisamente cuando más plenamente lo vivimos: amistad, amor, contemplación, investigación de la verdad, creación de belleza, lucha y esfuerzo por lo bueno y lo justo. Por eso, lo más grande que vive el hombre le hace humilde y le da un conocimiento más diáfano de la realidad. Al sentirnos inmersos en la grandeza que experimentamos, quisiéramos como desbordar lo que en ese momento sentimos como límite o pequeñez de nuestra capacidad para dar más, para ser más, para hacerlo mejor, para expresarlo más claro. Y esto no es de ninguna manera orgullo, todo lo contrario, ya he dicho que nos hace humildes y sencillos; ni produce amargura o insatisfacción, es estímulo, es visión fecundísima de nuestra propia realidad.
¿Somos conscientes de nuestra limitación y pequeñez, de la nuestra propia y personal, en nuestro servicio a la Iglesia y consecuentes con ello, o estamos constantemente viendo la limitación y pequeñez en el otro, la paja en el ojo ajeno? ¿Somos capaces de vivir todo eso de que hemos hablado en el plano humano en nuestro servicio a la Iglesia? El Espíritu de Cristo es el alma de la Iglesia, los miembros somos los hombres, y ya sabemos que nunca estamos a la altura de la misión divina que nos ha sido confiada. Somos la Iglesia peregrina que camina hacia el cielo por la tierra. «La Iglesia, a la que todos estamos llamados en Cristo Jesús y en la cual conseguimos la santidad por la gracia de Dios, no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (Hch 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera, que está íntimamente unida con el hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovada en Cristo» (LG 48).
De esa mezcla de amor y pequeñez humana están entretejidos nuestro comportamiento y nuestra actitud ante el misterio de María y de la Iglesia. Pero esforcémonos para que no se vuelva contra la Iglesia o contra María, en sus hijos, lo que es pequeñez nuestra o lo que, a pesar de nuestra deficiencia, se hace con la buena intención de servir mejor. No identifiquemos por pequeñez de miras nuestras causas, nuestras visiones e interpretaciones particulares con la causa de María y de la Iglesia. Ni ante la Madre, ni ante el mundo al que hemos de dar testimonio de amor: en eso conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros (Jn 13, 35), vivamos ridiculizándonos y buscando las interpretaciones más peyorativas e irónicas; dejemos de convertir todo, por un extremo o por otro, en materia de denigración y caricatura. María nos ve y nos siente hijos, ¿por qué hemos de enfrentarnos los hermanos teniendo todo en común y sólo separándonos las pequeñeces y limitaciones propias?
En el famoso libro Meditación sobre la Iglesia, de Henri de Lubac, hay dos capítulos que merecen toda la atención: «Nuestras tentaciones sobre la Iglesia» y «La Iglesia y la Virgen María»10. Es pequeñez y limitación humana hacer de la Iglesia un determinado orden de cosas en las que uno se instala, vive familiarmente y cuanto «le» perturba, perturba a «su» Iglesia, es contra la institución divina. Pequeñez confundir la fidelidad con una adhesión mezquina al pasado, y si a título de intransigencia y firmeza en la fe queremos imponer nuestras ideas y gustos o nuestra propia visión de Iglesia. Ella no es esclava de nadie, ni de épocas, ni de civilizaciones, ni de situaciones sociales. Está fundada sobre la fe de Pedro en Jesucristo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Tomando entonces la palabra, Jesús le respondió: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos (Mt 16, 16-20). Es amor no dejarse contaminar por espíritus e ideologías ajenos al Espíritu del Evangelio; es amor no dejar reducir el misterio de la Iglesia a una mera sociología o a una ética natural. Es amor no quebrantar los fundamentos tradicionales, porque el Espíritu es siempre nuevo y siempre igual a Sí mismo.
Es pequeñez no discernir lo que debe conservarse y lo que debe cambiar, la vana agitación, la falta de competencia, la poca oportunidad en las soluciones tomadas, la falta de confianza en la Iglesia. Es pequeñez, por un entusiasmo ciego, juzgar las cosas con criterios superficialmente modernos, el deslumbrarse ante valores profanos y dejarse arrastrar con un pobre complejo de inferioridad ante los representantes de esos valores. Es pequeñez cuando la plegaria se convierte en recriminación humana. Es amor un esfuerzo personal de realismo en la acción, la decisión de renunciar a cuanto uno no puede justificar como auténtico, el examen humilde impulsado por la inquietud apostólica y la exigencia espiritual siempre en guardia. Es amor la insatisfacción ante lo hecho, el deseo de superación, la independencia en la voluntad para romper con lo injusto y con los abusos. Es amor no cerrar los ojos a las insuficiencias y a los fallos y luchar por superarlos. Es amor servir a la Iglesia procurando que su acción se adapte a las necesidades de los hombres, reflexionando serenamente para lograr una intuición justa de las necesidades. Es amor emplear todos los medios, manteniéndose siempre en su puesto de servicio al Espíritu de Dios.
Pido ardientemente a María, Madre de la Iglesia, que nos amemos de verdad unos a otros, que reconozcamos en los demás el amor con el que la sirven y quitemos de cada uno de nosotros, en la medida de nuestras fuerzas, lo que hay de pequeñez y deficiencia en nuestro trabajo por la Iglesia. Fe y confianza en la Iglesia que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1Cor 11, 26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos» (LG 8).
Reflexión final #
Con mucha frecuencia oímos decir hoy que en la presentación del misterio de María a la piedad del pueblo e incluso en los estudios mariológicos hemos insistido demasiado en la exaltación de los privilegios que la acompañan, contribuyendo así a una «celestización» deshumanizadora de la figura de la Santísima Virgen. Tanto ha sido el honor tributado a su grandeza singular, que la hemos alejado de nosotros, convirtiéndola en un símbolo y desfigurando su realidad. Así se dice. Y se invoca el Concilio Vaticano II, en el que la tensión que surgió entre las dos conocidas tendencias se resolvió por el camino de una mayor integración del misterio de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Se logra así –dicen– una mayor exactitud en el encuadramiento de María dentro del Pueblo de Dios, al que pertenece como la primera redimida, con redención ciertamente única. Esto –se añade– es también más conforme con la mentalidad moderna, en cuanto a la pedagogía de la fe, mentalidad a la que resulta menos grato ponderar privilegios que comprobar proximidades. La misión de la madre y de la esposa, los valores de la mujer, incluidos los del sexo, el trabajo, la responsabilidad consciente, los esfuerzos de la fe laboriosa y de la esperanza militante y luchadora, encuentran en María una expresión cabal y sublime que, sin merma de las riquezas con que fue adornada, la hacen más real y la sitúan más cerca de nosotros.
De aquí el nuevo enfoque que debe tener la piedad mariana y el discreto abandono de las exuberancias de otro tiempo. Más sobriedad, más geometría, más exactitud, más humanismo y habremos logrado una nivelación mayor sin fisuras ni rompimientos en lo que debe ser mantenido, pero también sin montañas inaccesibles, coronadas de flores, las flores y las glorias de María.
Parecería que dentro del campo de mi reflexión en esta conferencia –María y el humanismo cristiano– yo habría de considerar preferible esta nueva pedagogía que se nos quiere ofrecer. Pero no me es posible hacerlo, porque creo que es incurrir en una simplificación abusiva.
1º. No hay humanismo cristiano sin que brille la luz de la gracia. Cuando ésta se extingue, el humanismo ya no es cristiano. Si la gracia y las gracias son singulares, lo humano no deja de estimarse al reconocer estos favores, sino que aparece más encendido de fulgores divinos. Los dones de María son inabdicables, porque se los ha ofrecido Dios por ser madre suya. Su condición humana es real, pero igualmente lo es su «status» privilegiado en la historia de la salvación. Hay que unir las dos realidades, no separarlas.
2º. Indudablemente, hemos de insistir cuando eduquemos al pueblo en la piedad mariana, en la proximidad de María a nosotros como mujer, como hermana, como madre de familia, llena de fe, de esperanza, de caridad y de afán de servicio a la Iglesia y a los hombres; pero haciendo ver también que estos ejemplos que nos da, a los que acompaña siempre el mérito de una libertad personal en sus respuestas generosas, están indefectiblemente unidos con una elección por parte de Dios para hacerla madre de su Hijo y con una consiguiente exaltación que invade todo su ser y la hace inmaculada, llena de gracia, virgen perpetua, libre de todo pecado, misericordiosa, intercesora, cooperadora singular de la Redención.
3º. El Concilio Vaticano II se mueve en esta línea pedagógica cuando en la Constitución dogmática Lumen Gentium dedica a la Virgen María su famoso capítulo octavo. Aceptemos con gozo, puesto que ha sido decisión de la Iglesia, que el misterio de María haya sido expuesto así, integrado en el gran misterio de amor que es la misma Iglesia, y no en un documento aparte, como otros muchos reclamaban, anhelosos de reconocer también por este procedimiento la singularidad de María. Pero aceptémoslo completo, en todas las afirmaciones, las que señalan la integración de María y las que indican la justicia con que es acreedora a alabanzas incomparables. Está dentro de la Iglesia, pero está con gloria propia, reflejo intransferible de la de Cristo, Hijo suyo. Así es el magisterio del Concilio. Y así viene siéndolo el del Papa Pablo VI desde aquellos mismos días conciliares hasta hoy, sin interrupción alguna.
4º. El pueblo creyente, el que ha honrado siempre a María en las innumerables manifestaciones de su fe y de su piedad, no la ha sentido lejana al ponderar sus privilegios y grandezas. Cuanto más la ha exaltado, más confianza ha tenido en ella. Y nunca le ha faltado docilidad, en medio de cualquier posible exceso, para admitir, a la más mínima advertencia educadora, que el único Mediador es Jesucristo, seguro también de que Ella, la Virgen, ayuda a encontrar al Señor. Más aún, si hemos de hablar de pedagogía de la fe, dudo mucho que las grandes comunidades populares pudieran ser capaces de captar el mérito profundo de los ejemplos de fe, de esperanza y de caridad que María nos da –a lo cual se refiere el Concilio reiteradamente–, si a la vez la Virgen no hubiera aparecido ante él adornada con tan relevantes riquezas. Han sido precisamente éstas las que, al ser conocidas y meditadas por el pueblo sencillo, tal como se las ha propuesto la Iglesia, han sacudido la conciencia popular y han facilitado y abierto el camino a la comprensión de los demás aspectos que en la vida de María se encierran. Un solo privilegio, por ejemplo, el de su concepción inmaculada, ha servido como estímulo poderoso, con fuerza infinitamente superior a todas nuestras pedagogías, para despertar y sugerir en millones y millones de almas creyentes anhelos de pureza, de elevación sobre el desorden moral, de retorno al camino de la virtud; todo lo cual es fe, esperanza y caridad con Dios y con los hombres, como es restauración de la persona, defensa de la familia, purificación del orden social, es decir, humanismo auténtico de signo cristiano.
5º. Por último me pregunto hasta qué punto es lícito entre nosotros, educadores de la fe, condescender tanto en nuestros planteamientos con estas afirmaciones que tanto se repiten: la mentalidad moderna, lo que piensan los jóvenes de hoy, la sensibilidad espiritual y religiosa de nuestro tiempo, etc. No ha sido éste el modo de proceder de Dios en la encarnación de su Hijo, la cual supone una irrupción violenta, con la violencia de su amor, en la mentalidad moderna de los hombres de entonces y de siempre. Los jóvenes de hoy, como los de ayer, aceptarán el mensaje de la fe, si son creyentes, tal como lo presenten la revelación y el magisterio de la Iglesia. A nosotros nos toca no incurrir en infantilismos ni en perniciosas efusiones sentimentales, que tampoco favorecen el verdadero sentimiento de la piedad. Pero igualmente tenemos la obligación de ser justos y equilibrados sin caer en parcialismos ni en silencios deformantes.
La fe de María mereció este elogio de su prima Isabel: Bienaventurada tú que has creído (Lc 1, 41). Pero la misma Virgen Santísima pronunció aquellas palabras que los hijos de la Iglesia repetimos sin cesar: Todas las generaciones me llamarán bienaventurada porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso (Lc 1, 48). Y entre ellas están todas las que la Iglesia proclama en coherencia con la que es fundamental, haber sido elegida para Madre de Dios. En suma, la piedad mariana de hoy habrá de esforzarse por descubrir y vivir dentro del misterio de Cristo y de la Iglesia cuanto hay en María de próximo y cercano a nosotros y, en la medida en que lo haga, más fácilmente comprobará que lo que llamamos sus privilegios sirven precisamente para que nosotros tratemos de acercarnos a Ella por el camino de la imitación, de la intercesión y la súplica, o el de la alabanza. Cada cristiano, en su intimidad personal, y cada pueblo, en su expresión colectiva, tiene el deber y el derecho de proclamarlo así. Y no será nunca la Iglesia de Cristo la que se lo arrebate. Por el contrario, le ayudará siempre para que encuentre en María ejemplos de fe y de esperanza, de fidelidad y abnegación, paz y consuelo, belleza singular, estímulo para la vida de gracia, fortaleza, amor, sentido humano, sentido religioso, sentido sagrado, todo lo cual forma parte del humanismo cristiano.
1 R. Guardini, La preocupación por el hombre, Madrid 1965, 45, 76.
2 Camus, L’homme révolté, en Obras Completas, Méjico 1971, 178.
3 San Agustín, Sobre la santa virginidad, III, 3: PL 40, 397; BAC 121, Madrid 1973, 125-126.
4 R. Guardini, El Señor, Madrid6 1965, 33.
5 Cf. Henri de Lubac, Meditación sobre la Iglesia,Bilbao 1958, 79, quien cita expresamente la obra de Clemente Dillenschneider,Le mystére de la Corédemption mariale.
6 Max Thurian,María, madre del Señor, figura de la Iglesia,Madrid 1966, 95-96.
7 Henri de Lubac,Meditación sobre la Iglesia,Madrid4 1980, 248-249.Cf. J. Hamer, Mariologie et théologie protestante,enDivus Thomas,septiembre de 1952, 359.
8 P. Maury,La Vierge Marie, dans le catholicisme contemporain,en su obraLeprotestantlsme et le Vierge Marie,47.
9 Pablo VI, María, Madre de la Iglesia, discurso en la sesión de clausura de la tercera etapa conciliar, 21 de noviembre de 1964, núm. 12, 16, 21, 22 y 23.
10 Véase la obra citada en la nota 7, 221ss.