La vocación a la santidad en la Iglesia, Pueblo de Dios

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La vocación a la santidad en la Iglesia, Pueblo de Dios

Conferencia pronunciada el 27 de abril de 1964 en el Salón Borja, Madrid, de la Casa Profesa de los PP. de la Compañía de Jesús dentro del ciclo de conferencias sobre el Concilio Vaticano II, organizado por la Unión Nacional del Apostolado Seglar. Texto publicado en el Boletín Oficial del Obispado de Astorga, agosto 1964.

Con la humildad que corresponde a ese don Marcelo, a quien Ud. se refería, querido amigo Antonio, y con la sencillez que sobre ese título personal corresponde a un obispo que está aprendiendo en el Vaticano II, yo me presento aquí, ante ustedes, agradeciendo profundamente las palabras de amable cortesía que acaba de pronunciar el Sr. García de Pablos, y gratamente impresionado por esta presencia multitudinaria y suficientemente expresiva, por lo mismo, del interés que han despertado estas conferencias sobre el Concilio felizmente organizadas por la U.N.A.S.

Lo único que yo lamentaría, sería el que no pueda ser digno continuador de quienes hasta ahora os han hablado. Si así fuera, confío en que vuestra benevolencia sabrá dispensarme.

En efecto, voy a hablar de este tema que me han señalado: La vocación a la santidad en la Iglesia, Pueblo de Dios.

Es un tema interesantísimo. Podemos decir, sin exageración ninguna, que es el tema central del Concilio Vaticano II y espero que no han de ser muy laboriosos los esfuerzos necesarios para demostrarlo. Basta con que emprendamos juntos una meditación que va a discurrir sobre caminos muy sencillos. Pero permitidme que, como introducción y por vía de contraste, manifieste antes algunos sentimientos que ocupan mi alma y que no solamente me corresponden a mí, sino que son compartidos también por muchos, por muchísimos, creo que por la totalidad de los obispos que participan en el Concilio Vaticano II.

El peligro del Concilio #

El gran peligro que podría presentarse a este Concilio, creo yo, consistiría en la falta de respuesta por parte de cuantos estamos comprometidos en él –y lo estamos todos, absolutamente todos–, en la falta de respuesta a las exigencias de santidad que la Iglesia está hoy proclamando. Si tal sucediera, el Concilio no conseguiría una modernización fiel y exacta de la Iglesia, el «aggiomamento» que pedía el Papa Juan XXIII, sino a lo sumo un modernismo «snobista» y debilitador.

Si tal sucediera, más que hablar de renovación auténtica, habría que hablar de modernismo complaciente; más que de una asunción de los valores del mundo, en lo que tienen de dignidad y de conquista, para enriquecerlos con las aportaciones de la gracia, habría que hablar de una cobarde concesión a ese mismo mundo.

Y este peligro existe, ciertamente existe, y nace, a mi juicio, de varios factores que concurren a su aparición. Uno de ellos es la superficialidad del hombre de hoy para pensar en las cosas del espíritu. No quiero pronunciar ninguna palabra ofensiva, porque no le hago al hombre de hoy culpable de este particular estado de su espíritu. No sé quién tiene la culpa, pero el hecho es así. Vivimos muy de prisa, envueltos continuamente en el vértigo de las preocupaciones y aun de los ambientes de tipo material que nos arrastran y nos dominan. Por todas partes vamos caminando precipitadamente; unas veces es el ansia de confort, otras la preocupación bélica, hoy el crecimiento de la gran ciudad, mañana el turismo, luego la emigración. Por cualquier motivo, parece que al hombre de hoy por todos los caminos le están asaltando fuerzas que impiden la concentración necesaria para que el espíritu, con la serenidad que estos asuntos requieren, haga examen de conciencia y se plantee a sí mismo, con toda libertad y con toda nobleza también, las exigencias de santidad que una espiritualidad cristiana auténtica trae consigo.

Hay otro factor además; y creo que podría ser expresado con estas palabras: la tentación del confusionismo.

Tentación la llamo, porque ya el confusionismo no es solamente un hecho que tengamos que lamentar con frecuencia, sino que incluso tiene una fuerza seductora y es como consecuencia de esta apertura lógica, que es un valor del mundo actual, a tantos pensamientos, preocupaciones, valores, inquietudes, afanes que se le presentan al hombre moderno. Parece que en este orden del pensamiento el hombre de hoy tiene entre sí, como podría tenerlo en un gran almacén o en una feria universal en donde todo apareciese conjuntado, todos los ensayos filosóficos, religiosos, científicos, culturales, morales, que pueden producirse y, con una facilidad de que antes carecía, examina sin tiempo para hacerlo con calma, todo ese escaparate o muestrario gigantesco que le ofrece el mundo de hoy. Por esos viajes, eseturismo, esa comunicación continua de unos con otros, esas más fáciles lecturas, esa extensión –cada vez más rápida– de los valores culturales en todos los ambientes, a los hombres de hoy se les presenta ante sus ojos, muy rápidamente, muy deprisa, este conjunto de aspectos y valores que encierra la vida moderna. Y como al hombre le es grato buscar siempre relaciones de armonía, trata de hacer compatibles las cosas más contradictorias que en el orden del espíritu se le van presentando.

Entonces, el confusionismo aparece como un resultado fatal, pero no sólo así, sino como una seductora tentación. Y es éste un fenómeno particular de nuestra época, el que sintamos la tentación de vivir lo grato –¡lo grato!– del confusionismo. Compromete poco y por eso hay muchas personas a quienes se les pasa la vida ensayando sin adoptar líneas de compromiso fijo con una idea que, tratándose de la transformación de la conciencia cristiana, exige la adopción de determinaciones muy definitivas y muy firmes para poder imprimir un rumbo fijo a la existencia.

A este factor se añade otro que tiene también su valor, y es la esperanza casi mesiánica que muchos hombres han puesto en el hecho conciliar en sí mismo, sin más, como si pensaran que, por una fuerza mágica de no se sabe qué naturaleza, los Padres conciliares reunidos en Roma, simplemente por ese hecho, iban a ser capaces de transformar el mundo. Cuando después aparecen los resultados y se ve que no es así, estos hombres de la esperanza mesiánica infundada sufren una defraudación dolorosa en su alma y consideran que el Concilio no ha logrado los fines que ellos esperaban.

A esto se refería precisamente –me vais a permitir que las lea por el valor extraordinario que encierran sus palabras– el entonces Cardenal Montini en el famoso documento que escribió como preparación al Concilio: Expectaciones arbitrarias. Decía así: «Nos parece oportuno observar cómo el anuncio del Concilio Ecuménico ha levantado en los ánimos de todos los hombres expectativas, imaginaciones, curiosidad, utopías y veleidades de todo género, fantasías múltiples. También en los fieles la espera del Concilio ha despertado deseos y esperanzas en gran mayoría. Este estado de expectación está justificado y honra a los que lo cultivan. Podemos esperar del Concilio grandes cosas: gracias, luces, energías espirituales y también renovaciones en la disciplina, en la administración de la Iglesia, en sus contactos con el mundo moderno y en el acercamiento de los cristianos separados. Pero es preciso evitar que se alimenten deseos caprichosos estrictamente personales, arbitrarios. No ha de pensarse que el Concilio responderá a nuestros puntos de vista particulares. Somos nosotros los que debemos más bien entrar en las perspectivas generales del Concilio; creer que el Concilio pondrá remedio a la fragilidad humana y traerá súbitamente la perfección a la Iglesia y al mundo es un sueño ingenuo. Creer que remediará tantos inconvenientes prácticos y también tantas imperfecciones teóricas de la vida católica, como cada uno puede encontrar en su experiencia de miembro o de observador de la sociedad eclesiástica, es pretender demasiado. Asimismo, creer que el Concilio realizará todas las bellas ideas que pueden ocurrírsele a cada cristiano o a grupos religiosos particulares, es también excesiva esperanza»1.

Son palabras que debieran estar escribiéndose y meditándose constantemente en toda la literatura conciliar que se hace en torno a la gran asamblea.

Estos factores, digo, el de superficialidad en el pensamiento para las cosas del espíritu, el de la tentación del confusionismo y el de una esperanza mesiánica que trata de evitar el esfuerzo personal, evidentemente contribuyen a que se produzca ese peligro a que antes apuntaba.

Propósito fundamental. Un Concilio nacido entre dolores #

La única actitud eficaz para conjugarlo es la de aquel que sabe captar el sentido íntimo del Concilio y en el interior de su alma se dispone a acoger con humildad la invitación ardiente que la Iglesia viene haciendo a la reforma de la conciencia y del corazón.

Porque éste es el propósito que el Concilio tiene, no otro; de esto se ocupa, de la reforma del corazón, de la reforma de la conciencia de todos cuantos somos Iglesia. El Concilio ha nacido de un dolor inmenso; es el dolor que la Iglesia viene sintiendo al ver y comprobar cómo el mundo moderno, en un desgarrón de sus entrañas, se le ha ido lejos de casa como un hijo pródigo. Y la Iglesia sufre por eso.

Los últimos Pontífices de la época contemporánea han mantenido una actitud espiritual, y algunos de ellos han formulado incluso explícitamente ya el deseo, una actitud espiritual equivalente a la de los Padres conciliares de hoy en el Aula Vaticana. Ya León XIII manifestaba el dolor de la Iglesia, cuando, al hablar de las cuestiones sociales, se refería a la separación y a la pérdida de los hijos de la clase obrera que cada día se alejaban más de aquel hogar en donde tenían que vivir, porque sólo en él hubieran encontrado el amor necesario para soportar las desgracias de la vida.

Y le siguió Pío X, el santo Pío X, con su rostro lleno de lágrimas y de dulzura, partido el corazón por las desgracias que, año tras año, acentuaban esa separación, cada vez más viva, entre el mundo y la Iglesia. Y siguieron los demás Pontífices, Benedicto XV, lacerada su alma, al contemplar los estragos de la guerra europea; y Pío XI, el intrépido y genial, que llegó a pensar en el Concilio, preocupado por el mismo dolor y sentimiento. Y ¿cómo no recordar los gestos patéticos, dolorosos, que en el exterior traducían el alma atormentada por este mismo sufrimiento, de Pío XII? Y después, Juan XXIII, el Pontífice del optimismo, sí, y de la sonrisa continua, pero de la tristeza inseparable. No os extrañe esta frase: Juan XXIII tenía dentro de su alma una honda tristeza como continua compañía. Es la tristeza que tienen los padres buenos cuando ven que su hijo se ha ido lejos de casa. Como son buenos, siguen con dulzura y con bondad esperándoles, pero, como tienen ya experiencia de la vida y saben lo que es y lo que representa esa ausencia, sufren dentro de sí mismos. Y Pablo VI, el intelectual Pablo VI, en su peregrinación a Palestina, en sus intervenciones en el Concilio, en las decisiones que va tomando, en los discursos continuos que pronuncia, se advierte en todo él como un temblor dramático llevado a la máxima expresión de finura y de delicadeza, incluso en su estilo literario, porque hasta esas frases cinceladas que escribe, están indicando la tensión de espíritu en que continuamente vive al ver y comprobar la separación entre el mundo moderno y la Iglesia.

De este dolor ha nacido el Concilio, y la Iglesia viene sufriendo al comprobar esta separación, no precisamente porque no pueda ofrecer al mundo arte, civilización, técnica, valores culturales y humanos, lo cual el mundo lo tiene en abundancia colmada; por lo que sufre la Iglesia, al comprobar esta separación, es porque ve a este mundo huérfano y desprovisto de las riquezas sobrenaturales de la gracia divina, que son las riquezas de que ella es portadora y las que querría comunicar constantemente para que los hombres sientan la alegría de considerarse y verse a sí mismos como hijos de Dios.

Este es el propósito del Concilio, no otro. Por eso, para que el mundo crea en Aquel que me ha enviado (Jn 17, 23), es decir, para que se disponga el mundo a aceptar este fulgor de santidad que la Iglesia quiere mostrar, para que el mundo entre por esos caminos. La llamada más vehemente del Concilio es ésta. A todos sus hijos, los hijos de la Iglesia, los que forman el pueblo de Dios, les está llamando a la santidad, a la jerarquía y a los súbditos, obispos, sacerdotes, religiosos y seglares, a todos, con el fin, de que «hermoseado el rostro de la Iglesia», como decía Juan XXIII, pueda ésta presentar la singular belleza de su fisonomía a un mundo que ha perdido el contacto con Dios y, al verla tan hermosa, sienta el deseo de acercarse a ella para compartir y, vivir de los tesoros que ella guarda.

Es decir, que para que la Iglesia pueda llevar a ese mundo alejado lo que ella tiene que llevar, no otra cosa, la santidad de Dios, ha empezado por proclamar, en un acto de virtud formidable, con una humildad ejemplarísima, sus propios defectos; y de una manera pública, en esa inmensa asamblea conciliar, está diciendo a sus hijos: vamos a reformarnos nosotros, vamos a procurar, ante todo y sobre todo, vivir la santidad que nos corresponde vivir por ser el pueblo de Dios. Sólo entonces es cuando tendremos derecho a exigir al mundo alejado que entre por esos caminos, cuando nosotros podamos decir que estamos recorriéndolos plenamente.

Tan es así que esto es lo que busca la Iglesia, que no estará de más –y precisamente para aquellos que al hablar de Juan XXIII enseguida se fijan en los aspectos exteriores que han acompañado a su figura amabilísima– recordar también algunas palabras de las muchas que pronunció claramente manifestativas de este propósito del Concilio Vaticano II.

Decía así en el documento que publicó la víspera de Pentecostés, en 1960: «La Iglesia se preocupa ante todo del espíritu. Las preocupaciones ordinarias de la vida cotidiana le interesan también y las puede y las quiere santificar. Pero eso lo realiza ella invitando al cristiano a guardarse de ellas en cuanto le pueden distraer de Dios, principio y fin, de Jesús salvador y de todo lo que Jesús representa. El Evangelio, la vida de Cristo en nosotros y la vida nuestra en Él, esto significa, queridos hijos, disponernos al Concilio con un sentido de elevación sobrenatural, según el espíritu de la Santa Iglesia, guardándonos de confundir lo sagrado con lo profano, las intenciones del orden espiritual con los esfuerzos humanos, aunque sean dignos de respeto, dirigidos únicamente a la búsqueda de los placeres, los honores, la riqueza, la gloria y otros bienes de orden material»2.

Sentido sobrenatural positivo, declaración clara y rotunda de que lo que la Iglesia puede dar –no tiene otra cosa– es la vida de Dios; afirmación explícita también por parte de la Iglesia de que este mundo de hoy, tan rico en valores humanos, que deben ser asumidos y consagrados, es pobre, inmensamente pobre, en aquello que más necesita, la vida de relación con el Dios creador y redentor.

El eje de los esquemas conciliares #

En estas dos afirmaciones viene a resumirse lo más sustancial y fundamental que está buscando la Iglesia en el Concilio de hoy. Si os dais cuenta, el esquema fundamental de todos los que se tratan en el Aula conciliar –recordemos la observación hecha por el Cardenal Montini en la primera sesión del año 1962, cuando decía que faltaba, en aquellos esquemas que se habían presentado, algo que fuera como el eje y fundamento vertebrado de todos los demás que en el Concilio se tratasen–, el fundamental de todos, al cual todos convergen y confluyen, es el que trata de la Iglesia en sí misma.

Y dentro de este esquema de la Iglesia, el núcleo más trascendental es el que se refiere a las riquezas interiores de la misma, no los otros, que han podido acaso producir polémicas más ruidosas, que han servido para que, al ser traducidas a la calle, hayan suscitado comentarios más enconados y más vivos. Pero un testigo del Aula conciliar tiene que decir, si quiere ser honrado en su información, que dentro del esquema de Ecclesia, las discusiones más jugosas, más profundas y más inspiradoras, fueron las que se referían precisamente a estos aspectos: a los de la Iglesia considerada en sí misma como Cuerpo Místico de Cristo, y a los de la vocación a la santidad a que todos, absolutamente todos, estamos llamados. Los demás esquemas convergen aquí.

Examinad, por ejemplo, el de la Liturgia:

¿Qué se ha pretendido en el esquema de la Liturgia? ¿Creéis que se contenta con ofrecer posibilidades de adaptación de los ritos o fórmulas más sencillas, introducción de lenguas vernáculas y proclamación simple, sin otro fundamento ni motivo ulterior, de la palabra de Dios? ¿Qué se va buscando con todo esto?

Sencillamente, abrir caminos que faciliten al hombre la participación en la vida de Cristo. Y esto es la santidad.

El esquema de los medios modernos de expresión busca también la salvaguardia de las normas del derecho natural y de los principios morales fundamentales, para que la vida humana no se oscurezca y el hombre, utilizando las fuerzas maravillosas que el mundo moderno le ofrece para expresar su pensamiento, no impida la marcha ascensional hacia los valores más altos, que vienen después en el orden sobrenatural.

Y el esquema conmovedor del Ecumenismo, en el fondo, busca esto también. Se trata de que los que aman a Cristo no rompan después su amor entre sí, para no incurrir en una especie de traición a Cristo que nos quiere a todos unidos. Y se busca esta unión y esta unidad para que nos ayudemos más, mutuamente, en el conocimiento de Jesús y en la gloría que debemos dar a la Trinidad en su Santa Iglesia. Y esto es santidad.

Y todos los demás esquemas que se han empezado a tratar o que se tratarán, van buscando lo mismo, la facilitación de los caminos –al hombre de hoy– para que pueda adquirir los valores de santificación de su vida que continuamente necesita. El de la presencia de la Iglesia en el mundo moderno, el de los religiosos, el de las misiones, el de los obispos y gobierno de las diócesis, todos tienen un mismo fin El Sr. García Pablos aludía hace un momento a una intervención del que os habla, sobre un punto concreto. Si me referí allí a la comunicación de bienes de unas diócesis con otras y de unas parroquias con otras no sólo dentro de cada nación, como corresponde a la Iglesia universal, como de hecho se está haciendo ya en bastantes aspectos de la Iglesia entre determinados países, si se hablaba de esto, era porque a nadie mejor que a nosotros, se nos puede pedir la aplicación de los preceptos de la justicia social y la caridad que son también indispensables vehículos para vivir una santidad auténtica.

De manera que por dondequiera que examinemos el hecho conciliar vemos que va buscando esto: la santidad de la Iglesia y de cuantos a la Iglesia pertenecen.

Comprometidos en una tarea de santificación #

Señoras y señores: tenemos que examinar nuestra conciencia seriamente. Todos, absolutamente todos. No esperar que el hecho conciliar resuelva por sí mismo las cosas; no esperar que los hermanos separados vengan a nosotros; no limitarnos a esperar que los grupos políticos nacionales o internacionales nos den un mundo más fundamentado en la paz y en el orden de la convivencia social. No. No podemos limitarnos a esto. Tenemos que examinar nuestra conciencia los hijos de la Iglesia. Se nos llama a una auténtica santidad que consiste en una participación de la vida de Cristo, en la práctica de las virtudes que él predicó, no otras; en la utilización de los medios sobrenaturales que él instituyó; en los matices distintivos de cada estado y situación personal, en que nos encontramos; y en un compromiso, sobre todo en esto, en un compromiso, por parte de todo hijo de la Iglesia de hacer, en lo que a él le corresponde, todo cuanto sea posible para establecer el Reino de Dios en la tierra.

Esta es la característica más viva en que yo insistiría si me preguntasen qué entiendo prácticamente por esta apelación a la santidad que el Concilio viene haciendo. Compromiso serio de cada uno de nosotros mismos con lo que llevamos dentro. Lo hemos dejado al margen, porque nos es muy cómodo llevar el nombre de cristianos, simplemente en nuestra frente y en nuestra conducta exterior, pero no actúa dentro de nuestras almas. Ese cristianismo se paraliza muchas veces a las puertas de nuestra conciencia, se queda ahí, no entra para producir en cada uno de nosotros la gran revolución transformadora de nuestras almas. Y esto nos pasa a eclesiásticos y seglares, a unos y a otros; y por eso, con tantas estructuras como aparecen en la Iglesia, de las que habría derecho a esperar una continua inyección de vida sobrenatural en el mundo, nos encontramos, sin embargo, con manifestaciones pobres, porque falta el espíritu interior, esa conciencia en cada uno de nosotros en virtud de la cual debemos pensar que por el bautismo hemos sido ungidos por el Espíritu Santo y somos ya miembros del linaje santo; y por la confirmación, robustecidos para que defendamos la fe; y por la Eucaristía, vivificados para que no nos apartemos de ese tesoro de vida que es Dios mismo comunicándose a nosotros.

Lo decimos, pero lo creemos poco, y esta es la razón de que, en este mundo de hoy, que quiere obras y consecuencias prácticas, que no confía en las palabras, los grupos cristianos influyan poco para transformar esas estructuras del mundo alejado como un hijo pródigo. No tiene la culpa siempre el mundo, la tenemos nosotros, los cristianos, y unas veces con vehemencia –acaso como yo lo estoy haciendo ahora–, otras con dulzura, pero siempre con humildad, la respuesta verdadera que tenemos que dar a la llamada del Concilio es ésta, ésta: la de la reforma interior que nos han venido pidiendo los Romanos Pontífices que lo han convocado y cuantos obispos manifiestan allí su pensamiento.

Esto es maravillosamente conmovedor. Cuando llegamos a la Basílica de San Pedro cada mañana, después de recorrer largas distancias, el Aula conciliar se ve llena de obispos de todo el mundo. Algunos, muchos, ancianos y enfermos. Pero en todos la misma obsesión y santo deseo: el de que la Iglesia de Dios sea conocida y amada por el mundo de hoy para que los hombres puedan vivir los tesoros de la santidad y de la gracia.

No es únicamente en tal o cual discurso del Sumo Pontífice, que por pronunciarse en circunstancias más solemnes parecería propicio para hacer apelaciones de este género. No es en esta o aquella intervención de un Padre conciliar. Es en la conversación continua dentro y fuera de la Basílica, donde se manifiesta de manera vivísima la preocupación de la Iglesia por reformarse y hacer que sus miembros de hoy vivan más santamente. El historiador futuro tendrá que rendir un homenaje emocionado a esta sinceridad de la Iglesia que, en un mundo en que todo se oculta o en el que se exhiben intimidades inconfesables, reconoce públicamente sus fallos y defectos, inherentes a la condición humana, para corregirlos humildemente y hacer que brille más en su rostro la santidad de Dios.

Lo característico del Concilio, repetiré una vez más, es que a todos, eclesiásticos y seglares, nos llama a participar de la misma y única vida de Cristo, y así lograr la santidad de la que Él es modelo en el Evangelio.

Se trata de vivir todos, absolutamente todos, la vida de Jesús. No hay una santidad para seglares y otra para eclesiásticos. No existe: es la misma. Cambian los matices, se diferencian las expresiones externas, se intensifica en unos un aspecto y en otros se intensifica otro, pero todos, absolutamente todos, somos hijos del mismo Dios, redimidos por el mismo Cristo y participantes de los mismos sacramentos, y todos utilizando estas fuerzas y estos caminos podemos llegar a las mismas metas de perfección cristiana.

En esto está insistiendo el Concilio. Y esto es lo que nosotros tenemos que meditar, si queremos ser fieles a la verdad.

Los sacerdotes y el laicado, especialmente los jóvenes #

Permitidme que de manera particular me dirija ahora a vosotros, los jóvenes, y a los sacerdotes que veo en esta sala.

Os están reservadas tareas más fecundas, con tal de que os acompañe siempre una honda fe en lo que piden vuestro espíritu cristiano y vuestra condición sacerdotal.

Hay una ley inviolable en la Iglesia: A mayor libertad, mayor responsabilidad. Y esta ley no puede ser quebrantada so pena de hacer traición a lo que la Iglesia es y significa.

Tenemos que meditar mucho, jóvenes, incluso los escépticos que no creéis en la capacidad de la Iglesia para aportar soluciones a este mundo, que las busca casi con desesperación. Las tiene la Iglesia más que nadie. Es la única capaz de infundir en el hombre de hoy esperanza, sin la cual es imposible vivir. Las tiene la Iglesia y hacéis mal al desentenderos de esta llamada que el Concilio está haciendo.

Esa actitud equivale a una auténtica cobardía. No queréis pensar en la trascendencia de esta solución que da la Iglesia al llamar a la santidad a los hombres, porque exige un compromiso por vuestra parte.

Y por eso viene la evasión, no es otra la causa. Y en mayor o menor medida nos pasa a todos lo mismo. Eclesiásticos, amigos queridos, estamos llenos de esperanza al comprobar los caminos que va a abrir el Concilio. Hemos suspirado por ellos muchas veces y ahora ya se dibujan fórmulas de nuevas estructuras que, concordantes con la doctrina tradicional de siempre en la Iglesia, pueden significar una reforma trascendental en muchos aspectos del trabajo apostólico; de los obispos unos con otros; de los obispos con sus sacerdotes, y del laicado cristiano con sus obispos y con todos los sacerdotes y religiosos. Pueden significar una reforma trascendental.

Las esperamos con gozo y acaso nos prometemos más de lo debido.Pero bien está que el alma se llene de alegría. También para luchar senecesita el entusiasmo, que alienta a quien lo siente y contagia a los demás.

Pues bien, las reformas de las estructuras si se reducen a líneaspuramente externas, no conducirán a nada, absolutamente a nada.Presentaríamos un rostro de la Iglesia, si queréis, más grato al mundomoderno, pero no sería la auténtica fisonomía del Señor. La reformade estructuras puramente exteriores, sin reforma del interior de nuestrasconciencias, serviría únicamente para que la Iglesia fuese mejorrecibida por los defensores de ese vago humanismo cristiano, quebuscan, como la abeja entre las flores, lo mejor que puede tener cadamovimiento, cada institución, cada cultura y cada época.Pero entoncesla Iglesia se habría diluido en el conjunto, y a lo sumo sería compañeraen la marcha con el mundo moderno, dándole el brazo a él,en lugar debuscarle para juntos, la Iglesia y el mundo, ponerse de rodillas ante Dios, que es lo que hay que hacer.

Queridos sacerdotes, queridos seglares cristianos: Invocamos el ejemplo de Juan XXIII, el hombre de la apertura de corazón. Ciertamente lo fue. Pero advertid que ese Papa de los gestos audaces y sencillos, que rompía el protocolo, que iba a las cárceles y a los hospitales, que abría los brazos a los hermanos separados, mantuvo siempre el respeto más delicado a los dogmas: salía y entraba, pero se mantenía en una piedad que le hacía rezar las tres partes del rosario; abría su corazón, pero leía continuamente el Kempis; es decir, a mayor libertad, mayor sentido de responsabilidad y mayor santidad, como se revela en el diario de su alma que ahora estamos leyendo.

Y lo mismo Pablo VI, el actual Pontífice. Ha seguido rompiendo inmovilismos, pero ya veis qué manera de caminar la suya. Es peregrino, marcha a Palestina y va allí a hacer horas santas, a orar y sufrir, en Belén y en el Huerto de los Olivos. Esta es la santidad del Papa que sigue abriendo caminos. Esos son los ejemplos que nos están dando. Como no aprendamos esta lección, no esperemos consecuencias fundamentalmente transformadoras para la Iglesia derivadas del hecho conciliar.

Reflexión final #

El mundo se rinde ante la santidad. Junto al sepulcro del P. Rubio, en Madrid, o de Sor Ángela de la Cruz, en Sevilla, como en mayores proporciones ante el de San Francisco de Asís, en Italia, ante los sepulcros de los santos, los hombres de hoy y los de ayer buscan la vida. Es porque ahí encuentran el secreto de lo que no tienen. Si la Iglesia no se lo ofrece, en vano se presentará diciendo que su mensaje puede transformar las actuales estructuras y lograr para todos un mejor orden de convivencia, de paz y de armonía.

No es esta armonía temporal la que le corresponde establecer a la Iglesia; es la armonía propia del Pueblo de Dios, es decir, aquella que empieza y termina en la relación íntima del alma del creyente que sube hasta Dios, que vive de su vida, y que, iluminado con esa gracia y con esa fuerza, camina por el mundo reformando después todas las cosas que trae entre manos, porque tiene dentro la fuerza inextinguible que le da la unión de Dios. Esto es el Concilio; esto es lo que busca: la unión de la Iglesia y de los hombres con Dios, por medio de Jesucristo, y por eso nos llama a todos a una santidad sencilla, auténtica y profunda.

1 N. del E. Puede leerse el texto íntegro de esta carta pastoral del entonces cardenal arzobispo de Milán en el volumen Giovanni Battista Montini, Discorsi e scritti sul Concilio, Instituto Paolo VI, Brescia 1983, 88-89. Esta carta pastoral lleva la fecha de 22 de febrero de 1962.

2 AAS 52, 1960, 521.