Las Bienaventuranzas, comentario a las lecturas del IV domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

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Las Bienaventuranzas, comentario a las lecturas del IV domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

Comentario a las lecturas del IV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 28 de enero de 1996.

Todas nuestras expectativas giran en torno a la felicidad. Su búsqueda es el afán supremo de la vida humana. Todo lo que hacemos es porque estamos necesitados de esa plenitud, que nos proporciona –así lo imaginamos– ser felices. Dios nos creó anhelosos de felicidad, con capacidad para lograrla y nuestro fin es la bienaventuranza eterna.

Nuestra vida puede ser magnífica, pero la adulteramos y la convertimos en un ídolo, “la vida”, al que sacrificamos nuestra existencia. Y estamos dormidos o enajenados por falsos dioses, y vivimos de manera que se nos oculta la realidad auténtica. Somos ciegos y sordos o pobres videntes, que escuchamos y tratamos de atisbar raquíticas promesas. Quizá de vez en cuando, una vibrante llamada, una rica experiencia, un chispazo de amor auténtico nos sacude. Pero la rutina, las diversiones, la propaganda, los programas de placer y bienestar, los dolores inesperados, los fracasos nos despistan, nos desilusionan, nos llenan de congoja.

Jesucristo, en los albores del tercer milenio, proclama, como ayer, la vigencia de las bienaventuranzas y de todo cuanto pronunció en el Sermón de la Montaña. A nosotros, ricos en tantos maravillosos logros del esfuerzo humano, sumergidos también en tantas angustias, violencias y decepcionantes fracasos, nos ofrece una nueva existencia, a la que cada uno de nosotros hemos de aspirar. Ahí está nuestra responsabilidad y el ejercicio de nuestra libertad. Nuestras acciones no sólo tienen que ser libres, sino generadoras de libertades para nosotros y para los demás.

Y seremos bienaventurados en tanto en cuanto aprendamos a caminar en esa dirección. Ello nos exigirá a veces nadar contra corriente. Habrá que hacerlo. Y lo han hecho millones de discípulos seguidores de Jesús, que han dado la vuelta a sus vidas, situándolos en la cumbre de la grandeza humana.

El cristianismo no es una serie de rígidas fórmulas morales. El Nuevo Testamento, el Evangelio, el Sermón de la Montaña quiere hacernos comprender el sentido mismo de nuestra vida, que ha de entenderse desde su raíz en función del amor de Dios Padre, de nosotros hacia Él como hijos, y de hermanos entre nosotros con Jesucristo.

“El Sermón de la montaña –dice Papini– es el título más grande de la existencia de los hombres. De la presencia de los hombres en el infinito universo. La justificación de nuestro vivir. La patente de nuestra dignidad de seres provistos de alma. La prenda de que podemos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más que hombres. La promesa de esta posibilidad suprema, de esta esperanza: de nuestra ascensión sobre la bestia”.

En realidad, las bienaventuranzas desmontan los ídolos, los falsos dioses, las falsas felicidades, la idolatría del dinero, de la avaricia, del afán de poseer, del egoísmo, de la injusticia, de la esclavitud de la carne, del orgullo, del respeto humano que impide confesar a Cristo, de la venganza. Las bienaventuranzas son locura a los ojos de cierta sabiduría humana, pero hace felices en esta vida a los que las practican; y ayudan a construir una sociedad sana y vigorosa. Porque son felices los que están disponibles en su alma y abiertos para caminar junto al hermano hacia Dios. Los que no viven atados y temerosos de perder sus posesiones y sus cosas. Los humildes, los sencillos, los de corazón bueno capaz de comprender, de amar, de perdonar, los que no se dejan llevar por la envidia ni las dobles intenciones, los que tienen hambre y sed de justicia y ponen su alma al servicio de todas las causas nobles, los que padecen persecuciones, pero saben que éstas no son la última palabra de la vida. Las bienaventuranzas son “sabiduría, justicia, santificación y redención”, son la vida de Cristo, como dice san Pablo en la carta a los corintios. Dios se nos ofreció en Jesucristo humildemente y ese es el motivo de su dignidad.