Las enseñanzas del Señor

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Las enseñanzas del Señor

Conferencia pronunciada el 12 de marzo de 1971, viernes de la segunda semana de Cuaresma.

Mi propósito hoy es hablaros de las enseñanzas del Señor. De algunas de las más fundamentales, porque es imposible pretender hacer una exposición completa en una o en muchas conferencias que pudiera pronunciar. Las enseñanzas del Señor constituyen el tema único de la predicación de la Iglesia a lo largo de los siglos. Desde que Cristo subió a los cielos, los Apóstoles y todos sus sucesores en el tiempo vienen predicando las enseñanzas del Señor. Son antiguas, son siempre nuevas, son inagotables.

¿Qué puedo deciros hoy, mis queridos oyentes, los que estáis aquí en la Catedral y los que escucháis a través de la Radio, sobre lo que Cristo nos mostró y nos reveló? Intentaré ofreceros algunos de los puntos más esenciales y más vivos de su mensaje.

Fe en la persona de Cristo #

El que crea en Mí tendrá vida eterna(Jn 6, 40).

He aquí la primera y más fundamental afirmación que Jesús hace de Sí mismo, la de mostrarse como plenitud de verdad, que nos lleva a la vida eterna.

Para cada uno de nosotros, ¿qué es la verdad? No sé realmente qué es para vosotros. Cuando reflexiono honda y sinceramente, sí que sé lo que es para mí.

¿Es la verdad una convicción a la que hay que responder con la vida? No, eso será una consecuencia de la verdad poseída. ¿El saber, la ciencia, la técnica, el progreso, la comodidad, el bienestar personal, un amor, la ayuda mutua, el servicio, la superación, el poder? No, estas pueden ser manifestaciones, complementos, actitudes vitales, exigencias de la verdad.

Para Cristo la verdad es una persona: Él mismo. Yo soy la verdad (Jn 14, 6), fuente y origen de todas las realizaciones concretas y visibles. Cristo, que vimos era “afirmación de Dios”, lo primero que nos enseña es a creer en Él, como base y fundamento de todo su mensaje.

La buena nueva de Cristo, el Evangelio tal como nos lo exponen sus cuatro narradores, nos quiere llevar a esto precisamente: a creer en Jesucristo. El Evangelio de San Juan, por ejemplo, presenta toda la realidad exterior, los detalles más anecdóticos, como signo de otra realidad más profunda: la vida, la verdad, la luz que es Cristo.

La enseñanza del Señor no es un sistema doctrinal abstracto, es su propia persona:Yo soy la luz del mundo, el que me siga no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida(Jn 8, 12).Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os librará(Jn 8, 31-32).Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?(Jn 8, 46).En verdad, en verdad os digo, si alguno guarda mi palabra jamás verá la muerte(Jn 8. 51). Creer en Jesucristo no es sólo creer que es verdad lo que Él dijo; eso es si queréis, o bien un punto inicial para llegar a lo más hondo, la afirmación de que Él es la verdad, bien una consecuencia de esta misma afirmación.

Ha habido muchos maestros que han enseñado cosas verdaderas. No basta afirmar que Cristo es el más grande maestro de la verdad. Si sólo fuera eso, Él mismo estaría sometido a la verdad que enseñaba. Hay que afirmar que es la verdad misma; y, en consecuencia, creer en Él es creer que Él es la verdad y seguirle, hacerse discípulo suyo con toda la vida: conocimiento, sentimiento, tendencia, actividad.

Creer en Jesucristo es enfocar realmente todo, absolutamente todas nuestras realidades y problemas con su propia luz, y vivir conscientes de que es vida lo que Él nos dice que es vida, y muerte lo que nos dice que es muerte. Creer en Jesucristo es creer que todo lo que ocurre en nuestra vida, no son sólo hechos naturales, hijos de nuestra situación concreta y producto de la historia; todo es amor, prueba, ayuda, sacrificio, gloria, mensaje que viene de nuestro Padre Dios. Jesucristo lo llama: providencia, voluntad, amor, camino, ley de Dios, que todo es uno. Por eso el Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla de nuevo… tal es el mandato que del Padre he recibido (Jn 10, 17-18).

La práctica de la voluntad de Dios, ésta es realmente la vida cristiana. Creer en Jesucristo es creerle como verdad e imitarle. Con Él, por Él y en Él entrará en el reino de cielos el que haga la voluntad del Padre: no todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial (Mt 7, 21); el que oiga mis palabras y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca (Mt 7, 24). Entrará en el reino el que haga de la voluntad de Dios su alimento cotidiano: mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra (Jn 4, 34). El que la haga ley de su vida: no busco mi voluntad sino la voluntad del que me envió (Jn 5, 30).

El ejemplo de Cristo nos enseña una norma y un camino muy concretos para nuestra vida y una actitud fundamental en nuestra oración: Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya (Lc 22, 42) y hágase tu voluntad así en el cielo como en la tierra (Mt 6, 10). Sólo así se irá abriendo nuestro sentido cristiano de la vida; sentiremos una nueva energía para luchar primero contra nuestro propio egoísmo y orgullo, y después contra las dificultades; viviremos con la alegría, fruto del sacrificio y del esfuerzo, del que noble y lealmente cumple la ley de Dios, su voluntad, que le da plenitud y perfección; nos iremos sintiendo con la fuerza que da la potestad de ser hijos de Dios (Jn 1, 12). Imitar a Cristo en vida y en muerte, para poder decir como Él: todo está cumplido (Jn 19, 30), Padre, en tus manos pongo mi espíritu (Lc 23, 46).

El reino de Dios #

Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino (Mt 4, 23). El reino de Dios informa toda la actividad de Jesucristo, es el centro de su doctrina y de su propio destino. Siempre habla de su reino, y nos lo hace pedir constantemente en nuestra oración: venga tu Reino (Mt 6, 10; Lc 11, 2). Su naturaleza y sus exigencias son claras para los que las quieren escuchar: evangelizar a los pobres, a los que se sienten y saben criaturas pecadoras, llevar la libertad a los oprimidos y esclavizados, dar luz a los ciegos, saciar el hambre y la sed de los que tienen hambre y sed de justicia, dar paz a los que padecen persecución por la verdad.

Hay que creer en Jesucristo para que venga a nosotros el reino de Dios. Porque sólo Él conoce al Padre, cuyo es el Reino que ofrece. Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar(Mt 11, 27);nadie va al Padre sino por mí; si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto(Jn 14, 6-7).Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí(Jn 14, 11).

Son afirmaciones limpias, rotundas, cuyo sentido captan las almas sencillas que saben creer y amar. Por Cristo, al Padre. Y se logra el conocimiento y la unión, dicha incomparable de los buscadores de la verdad. El Evangelio es afirmación, no perplejidad ni duda. Damos muchas vueltas y rodeos para llegar a las afirmaciones sencillas del Señor. Nuestro hablar no es ya el “sí” y el “no” limpio y sincero. El Evangelio es una revelación tan honda sobre la naturaleza de nuestra fe, y una demostración tan seria y visible de la realidad del Dios santo y vivo, manifestada en Jesucristo, que muchas veces los hombres no hacemos más que desfigurarlo y deformarlo. Nuestra palabra y nuestros escritos tendrían que ir siempre precedidos de una oración de humilde escucha al mensaje cristiano. Jamás hablar, ni escribir bajo la tentación de la polémica mezquina en que nuestro yo lo mancha todo, o por afán de espectacularidad y brillantez.

Exigencia del Reino es la sinceridad en el bien.Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos…; cuando hagas limosnas que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha…; cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres;… y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados…; si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial…; cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres noten que ayunan…; cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto…; no os amontonéis tesoros en la tierra… no podéis servir a Dios y al dinero(Mt 6, 1-21).Si tu ojo derecho es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti…; si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti(Mt 5, 29-30).

El Reino sólo podrán acogerlo en su corazón los sencillos, los humildes. Los sabios y prudentes de este mundo están demasiado llenos de sí mismos, de sus ideas, de sus seguridades, de su sentido común, de su inteligencia eficaz y práctica, de su misión en la sociedad. Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños (Mt 11, 25).

El reino de Dios es el tesoro escondido en el campo, la perla preciosa que al encontrarla hay que vender todo cuanto se tiene para poseerla.El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder y, por la alegría que le da, va, vende cuanto tiene y compra el campo aquel. También es semejante el Reino de los cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que al encontrar una de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra(Mt 13, 44-46).El hombre que de verdad hace esto es el que ha descubierto que todo cuanto posee y pueda poseer no es nada ante el valor excepcional del reino de Dios que se instaura en su vida.

Esta superioridad del reino de los cielos es absoluta, por encima del amor, de las relaciones humanas, del trabajo, de la creación artística. Si por una llamada, por una exigencia de Dios fuera necesario dejar, sacrificar algo, incluso recto, grande, noble, bueno, habría que hacerlo. Por encima de lo más recto, de lo más grande, de lo más noble, de lo más bueno en el orden humano, está el reino de Dios. Es la realidad esencial que hay que conseguir a costa de todo lo que sea, sin condiciones. Si alguno va a Cristo y no se desprende de sus padres, de sus hijos, de su marido, de su mujer, de su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26-27).

Es quizá ésta una de las enseñanzas más fuertes, y también de las más hermosas, del Evangelio. Es la clave para distinguir a los verdaderos seguidores de Jesús. Los que se han encontrado frente a este “absoluto” del Reino, tan exigente y comprometedor, y se han decidido a comprar la perla y a buscar el escondido tesoro, no lo han hecho sin lágrimas nunca, y acaso sin sangre, pero el rostro de su alma ha ido bañándose poco a poco en una luz divina que el mundo sólo puede conocer a través de ellos. Para éstos, los verdaderos héroes, aunque esta palabra les causa hastío por estar tan profanada, no hay turbaciones de ningún Concilio Vaticano II, no hay Iglesia atrasada y anacrónica, no hay alienaciones deformantes en la práctica de la virtud. Están por encima de los concilios, ¡cuánto más por encima de la algarabía y el reformismo de los posconcilios!

El reino de Dios penetra en el corazón humano, se enraíza en él como la semilla depositada en la tierra y como ella crece y se desarrolla. Está en el corazón en un continuo devenir hasta colmar la posibilidad de nuestra realización. No es un reino abstracto, vive en la “vida” de los hombres, en su inteligencia, en sus amores, en sus trabajos: vive y fecundiza con esta vida nuevas ramas. Sabremos en qué medida reina Dios en nuestro corazón según sea la medida de sus exigencias reales en nuestra vida cotidiana; en la medida en que tengamos conciencia de Él, en la medida en que nuestras formas de actuar y pensar estén conformes con Él.

Lo hemos oído muchas veces y teóricamente lo sabemos. Son dos programas de felicidad muy distintos los que nos dictan Cristo y nuestra prudencia humana. Para el mundo, en el sentido en que hablaba de él el viernes pasado, es feliz el que nada en la abundancia, en el dinero, en el placer, el poderoso, el que triunfa, el que domina, el que se impone, el que no sufre, el que no tiene dolor.

En el reino de Dios serán bienaventurados los sencillos, los que reconocen su limitación, los que por su pobreza se colocan en actitud de humildad y dependencia del Padre, los que vencen por el silencio interior, por la bondad y misericordia de su corazón, los que tienen hambre y sed de justicia –justicia que sólo puede ser “plenitud y justicia” cuando está cimentada en la caridad–, y los que padecen persecución a causa de esa misma justicia; es decir, son bienaventurados aquellos hombres y mujeres que tienen pureza interior y paz. Ésos son los verdaderamente fuertes, porque su mirada, reflejo de su corazón, es limpia, y porque luchar para fundar y vivir una paz verdadera es mucho más difícil y arriesgado que desencadenar una guerra, una controversia, un conflicto de intereses que pueden separar hasta el odio, el rencor y la venganza.

Cristo habla de la actitud personal, la que hemos de tener cada uno de nosotros. Es fácil exigir y condenar a los demás; lo propio de la responsabilidad y cualidad humano-cristiana es exigirse a sí mismo y ser misericordioso con los demás. Los que viven en esa bienaventuranza evangélica poseen una fuerza profunda, interior, liberadora y vencedora que se va adueñando de ellos, y suyo será el reino de los cielos, poseerán la tierra, serán consolados, alcanzarán su plenitud, la misericordia, verán a Dios y serán hijos suyos.

El Dios que Cristo revela es: Padre, Hijo y Espíritu Santo #

Nos lo ha manifestado el Señor: Dios es amor, relación; Dios es Padre, Hijo y Espíritu de bondad, de santidad, de verdad y de vida. Todo amor, toda relación de Dios hacia nosotros es hija de la vida trinitaria. En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo (1 Jn 4, 10). El que ama conoce a Dios porque Dios es amor y quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor (1 Jn 4, 8).

Nuestro Señor Jesucristo, el Señor de nuestra historia personal, nos ha revelado el inmenso gozo que sobre inunda y sobrepasa todo gozo: la comunicación de la vida íntima de Dios que estamos llamados a gozar y a vivir. Dios no es un Dios solitario; es comunión vital en el conocimiento y en el amor. Cristo nos ha revelado su relación con el Padre: se conocen, se aman. En su existencia terrena el Verbo enriqueció la naturaleza humana haciendo siempre lo que era del agrado del Padre. Esta vida de amor y conocimiento es la que nos viene a dar:Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros… Conságralos en la verdad… Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mi y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros…, yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que yo les he amado a ellos como tú me has amado a mí. Padre, quiero que donde yo esté estén también conmigo… Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos(Jn 17, 11-26).

El espíritu de Dios crea y renueva la faz de la tierra, es el Espíritu que mueve e impulsa a Cristo. Él realiza la obra de la encarnación y consagra al enviado del Padre:Bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco(Lc 3, 21-22).Vive en Él y le orienta;Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto(Lc 4, 1).Este mismo Espíritu, el propio Espíritu del Padre y del Hijo es el que Cristo promete:Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa(Jn 16, 13). La Iglesia, nace del Espíritu de Dios y Él la conduce. Élconvencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio (Jn 15, 8).

La Trinidad, el gran misterio de la vida íntima de Dios, no sólo se revela a los hombres, sino que se les da y comunica. El cristiano es el que vive en el amor de Dios y en esa misma fuente alimenta su amor a los demás.

He insistido muchas veces en este punto: el amor cristiano. Es cierto, todos estamos convencidos de que sólo nos salvará el amor, de que sólo crecemos en el amor, de que el amor es la vida y respiración del hombre. Pero el amor que realiza, el amor que salva, el amor que llega a las últimas consecuencias es el amor que nace de Dios y acaba en Dios, el que nace y brota de la única fuente que existe: la vida misma de Dios. El más grande tesoro del cristiano es la caridad. Todas las demás manifestaciones humanas, todas las demás relaciones, todas las filantropías, todos los demás servicios y ayudas son facetas más o menos ricas de la plenitud que es la caridad cristiana. Sólo el amor cristiano lleva a los hombres al total perdón, a la comprensión de unos con otros, a la fidelidad, al encuentro más allá de los intereses personales o de la sociedad en que se vive, más allá de los intereses del partido o de los programas del momento. La caridad cristiana conduce a los hombres a su dimensión más profunda y radical, a quererlos para la salvación, a morir por su redención, a dar la vida para que renazca en ellos la vida de siempre.

El amor cristiano es real, se traduce diariamente en la relación y actitud de unos con otros. Es acogida, respeto a la persona, ayuda, servicio, perdón y comprensión, humildad y admiración. El amor cristiano siempre cree y espera en el prójimo, todo lo espera, todo lo cree, todo lo soporta (1Cor 4, 7).

Niños que pedís amor en vuestra mirada, y que hacéis que muchas veces bajemos la vista avergonzados ante el mundo que ofrecemos a vuestros ojazos abiertos con una inmensidad que conmueve; jóvenes que llenos de ideales ricos queréis el amor por encima de todos los convencionalismos y limitaciones materialistas; hombres y mujeres maduros que necesitáis del amor para vivir y llenar vuestra misión; ancianos que dais una constante lección y testimonio al mundo de lo que el amor pudo hacer en vosotros. ¿No es cierto que por encima y más allá de todos los amores conocidos, experimentáis la necesidad de un amor nuevo que no pueda morir? No bastan las ideologías, ni las experiencias vitales. Sólo el amor que Cristo quiso que nos tuviéramos nos sacia y nos calma. Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí (Jn 7, 37).

El amor es el que nos juzgará, sí, y también el que nos juzga diariamente. No nos juzga la actitud externa, el saber, el poder, las cualidades humanas; en el fondo esto es muy cierto: nos “juzga” el amor. Y nos sentimos juzgados, separados de los demás, egoístas, poco limpios, no leales, no nobles, malos, en una palabra, porque no amamos o cuando no amamos con las exigencias del verdadero y único amor.