Las obras del amor

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Las obras del amor

Conferencia pronunciada el 13 de marzo de 1970, viernes de la cuarta semana de Cuaresma.

Unos pocos días más y de nuevo nos reuniremos para celebrar el misterio de Cristo muerto y resucitado que la Iglesia conmemora en la Semana Santa. Completemos las reflexiones hechas en días anteriores con las que hoy quiero exponeros y las que en la próxima semana habrán de ser el final de las que, por este año y en relación con el tema de la caridad, deseo haceros.

Juntamente con este amor a Dios de que os hablaba en las últimas conferencias, el amor al prójimo es obligado, es indispensable, es esencial en la vida del cristiano si éste quiere seriamente ser discípulo de Cristo. Y es también la única manera de asegurar nuestra salvación eterna. Nosotros creemos que Jesucristo ha venido al mundo a redimirnos del pecado y a ofrecernos la eterna salvación en el cielo: ésta es nuestra fe y ésta es nuestra esperanza. Y debemos estar preparados para cuando llegue la llamada del Señor. Nos lo dice Él mismo.

Leamos el capítulo doce del evangelio de San Lucas. Dice el Señor: Estad con vuestras ropas ceñidas a la cintura, y tened en vuestras manos las luces ya encendidas, semejantes a los criados que aguardan a su amo cuando vuelve de asistir a una boda, a fin de abrirle prontamente, luego que llegue y llame a la puerta. Dichosos aquellos siervos a los cuales el amo, al venir, encuentra así velando: en verdad os digo que, arregazándose él su vestido, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirles. Y si viene a la segunda vela, o viene a la tercera y los halla así prontos, dichosos son tales criados. Tened esto por cierto, que si el padre de familia supiera a qué hora habría de venir el ladrón, estaría ciertamente velando, y no dejaría que le horadasen su casa. Así vosotros, estad siempre prevenidos, porque a la hora que menos pensáis vendrá el Hijo del hombre (Lc 12, 35-40).

Y esta venida del Hijo del hombre se produce en el momento de la muerte. Nunca la muerte es considerada en el Evangelio como el final triste y sombrío de una vida humana que no tuviera otro destino que el de desaparecer en la corrupción del sepulcro. No. Es, por el contrario, el comienzo de una nueva etapa en que hace su aparición el Hijo del hombre, que viene a juzgarnos y a pronunciar su sentencia de eterno premio o de condenación eterna.

¿Qué hacer para estar preparados cuando llegue este momento supremo? La pregunta es de una importancia definitiva para todo hombre, incluso para los incrédulos, que no dejan de hacérsela en muchos momentos de su vida, aunque no lo confiesen ni siquiera a sus amigos. Pero, a medida que van pasando los años, se interrogan a sí mismos cada vez con mayor angustia sobre el sentido de la vida, sobre el destino del hombre. ¿Qué hacer para estar preparados?

Pero si ésta es una pregunta de importancia suprema para todo hombre, para un cristiano es, no ya importante, sino absolutamente obligada, como lógica exigencia de su fe. Y aquí viene una vez más mi preocupación de pastor de la diócesis. ¿Por qué se habla tan poco hoy –ha dicho recientemente el Papa– de la gracia santificante? ¿Por qué casi no se habla nada del cielo y del infierno? Un silencio sistemático sobre estas cuestiones tan importantes de nuestra fe puede traer gravísimas consecuencias para la vida del pueblo cristiano. Ya lo estamos viendo. Se extiende cada vez más el concepto de una religión de mera fraternidad social, de preocupación de signo humanista por las necesidades de índole terrestre, como si la predicación de Jesucristo y los Apóstoles y su obra redentora no tuviesen otro objetivo que procurarnos aquí abajo un mundo más feliz. Debemos oponernos a esto con todas nuestras fuerzas, no porque no haya que procurar un mundo más feliz, sino porque, al procurarlo, no debemos olvidarnos jamás de nuestro destino eterno. Si nos olvidamos de este destino y no lo predicamos, fieles a lo que el Señor nos ha mandado, engañamos al hombre y desobedecemos gravemente a Dios, porque no nos preocupamos a la vez del doble horizonte: el de la tierra y el del cielo.

Amor al hombre como hijo de Dios #

Las obras del amor al hombre, exigencia del precepto de la caridad para con el prójimo, deben atender al bien íntegro del hombre, procurando hacerle todo el bien a que tiene derecho y al que, como hermanos unos de otros, estamos obligados. Debo insistir en esto, porque es una grave obligación de mi conciencia de pastor diocesano. Es cierto que no podemos desentendemos de las angustias y las tragedias de los hombres en el mundo, pero menos aún podemos olvidarnos del destino eterno de todo ser humano, consintiendo en que se haga un triste y espeso silencio sobre las verdades fundamentales de la religión, tal como Jesucristo las expuso. Procuremos el bien del hombre, sí, pero el bien íntegro y completo.

El hombre es, a la vez, hijo de Dios y destinado a la salvación eterna, y por otra parte, ciudadano de este mundo. Bajo este doble aspecto hemos de contemplarle si queremos de verdad servirle y amarle como Cristo nos amó. La más grande manifestación de amor al prójimo es ayudarle con todas nuestras fuerzas a que encuentre el camino de la salvación. Podrá ser necesario, para ello, ofrecer también, en cuanto de nosotros depende, la ayuda para que el hombre pueda resolver sus problemas humanos; pero, como última intención, un cristiano que quiere hacer el bien a sus semejantes se preocupará de su salvación eterna porque un cristiano debe amar a los hombres como Cristo los amó, y Cristo quiere la salvación de todos, puesto que por todos quiso morir para obtener el perdón y la reconciliación.

Nos dice San Pablo en su primera carta a Timoteo: Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 4). Que se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, no solamente cuando estén ya salvados, en posesión de la verdad de Dios contemplada cara a cara, sino que lleguen al conocimiento de la verdad aquí, porque ya aquí, en la tierra, el conocimiento de la verdad salvadora, del depósito de la revelación facilita el camino para salvarse. No podemos olvidarnos nunca de estas palabras.

Recordemos también las últimas palabras de Jesucristo a sus Apóstoles en el sermón de la Cena, momentos antes de salir al Huerto de los Olivos. Capítulo diecisiete del evangelio de San Juan:Levantando los ojos al cielo, Jesús dijo: Padre mío, la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti, pues que le has dado poder sobre todo el linaje humano, para que dé la vida eterna a todos los que le has señalado. Y la vida eterna consiste en conocerte a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste. Yo por mí te he glorificado en la tierra; tengo acabada la obra cuya ejecución me encomendaste. Ahora, glorifícame Tú, ¡oh Padre!, en Ti mismo, con aquella gloria que tuve yo en Ti antes que el mundo fuese. Yo he manifestado tu nombre a los hombres que me has dado del mundo. Tuyos eran y me los diste, y ellos han puesto por obra tu palabra… Por ellos ruego Yo; no ruego por el mundo, sino por éstos que me diste, porque tuyos son; y todas mis cosas son tuyas, como las tuyas son mías; y en ellos he sido glorificado… Mas no ruego solamente por éstos, sino también por aquéllos que han de creen en Mí por medio de su predicación; que todos sean una misma cosa; y que como Tú, ¡oh Padre!, estás en Mí y yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en Nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que Tú me diste(Jn 17, 1-22).

¿Qué gloria había dado a los discípulos, si éstos seguían siendo unos pobres hombres, llenos de ignorancia, expuestos a todas las persecuciones, incapaces de solucionar ningún problema temporal? Y, sin embargo, Yo les he dado la gloria que Tú me diste. Porque les ha dado la fe, porque ha puesto en ellos la vida divina, es decir, lo que Él ha venido a traer, la esencia del cristianismo,para que sean una misma cosa en Nosotros. Yo estoy en ellos (v. 23); he aquí la frase grandiosa que resume toda la religión de Jesucristo.Y Tú estás en Mí, a fin de que sean consumados eh la unidad y conozca el mundo que Tú me has enviado (v. 24). ¡Oh Padre, yo deseo que aquellos que tú me has dado estén conmigo allí mismo, donde yo estoy, para que contemplen mi gloria cual Tú me la has dado, porque Tú me amaste desde antes de la creación del mundo!Sublimes palabras que parecen reflejar la realidad eterna de la vida de Dios comunicada a unos hombres miserables, capacitados sin embargo para recibir y tener dentro de sí lo que el mundo no puede dar: la gloria de Dios, merced al don de Cristo.¡Oh Padre justo! El mundo no te ha conocido; Yo sí que te he conocido y éstos han conocido que Tú me enviaste. Yo, por mi parte, les he dado y daré a conocer tu nombre, para que el amor con que me amaste en ellos esté y yo en ellos.Después continúa San Juan:Y dicho esto, marchó Jesús con sus discípulos a la otra parte del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró Él con sus discípulos(Jn 18, 1).

La vida eterna, la vida cristiana, la vida de Jesús, que quiere darse a los hombres. Esta oración solemne de Cristo en el momento en que va a salir de este mundo, teniendo a la vista aquel pequeño grupo de hombres escogidos, que serán los Apóstoles del Evangelio, está expresando lo que ha de ser, a lo largo del tiempo, el amor de la Iglesia y el amor de todo hijo de la Iglesia a los hombres, sus semejantes. Si de verdad los amamos, habremos de aspirar a que brille en ellos la gloria de Dios, aquí y en la eternidad, una gloria distinta de todos los bienes de la tierra.

Caridad y apostolado #

Brotan de aquí diversas consecuencias:

  • Primera: La naturaleza misionera de la Iglesia.
  • Segunda: La obligación del apostolado como empeño del amor cristiano.
  • Tercera: El deber de ser fieles al depósito doctrinal y a las normas morales que la Iglesia ha recibido.

En la atención al hombre, bajo ese aspecto suyo de hijo de Dios, si el cristiano no es apóstol, no ama de verdad, porque deja de ofrecer lo mejor que él tiene: su fe.

Si la Iglesia no es misionera, por un mal entendido respeto a la conciencia, traiciona el mandato de Cristo y no libera a los hombres del pecado que les hace esclavos. No podemos dejar de predicar el nombre de Dios y de exponer nuestra santa religión. Nunca coacciones, pero siempre predicación y llamada al hombre para el encuentro con Dios.

Y, si se mutila el mensaje, o se deforma, o se silencia, se comete un abuso inadmisible, porque lo que predicamos no es nuestro y no podemos, conforme a nuestro arbitrio y medida, recortarlo, disminuirlo o desfigurarlo. No es nuestro. Es el legado doctrinal de la Revelación cristiana. En esta triple actitud, la del cristiano apóstol, la de la Iglesia misionera y la de la fidelidad en la transmisión de la doctrina revelada está, aunque muchos lo olviden, lo más vivo del amor cristiano al hombre.

Es importante reflexionar hoy sobre esto, cuando prende más vivamente en nuestra conciencia, porque son urgentes las necesidades y nos agrada más ver los resultados inmediatos, la idea de hacer el bien temporal a los hombres y cómo promover el desarrollo de los pueblos, e instaurar un orden político y social más justo en todos los ambientes. Y no es que debamos despreocuparnos de esto, no. Pero yo pregunto: ¿Se reduce a eso el mensaje cristiano? La Iglesia misionera, ¿no tiene otra cosa de qué ser misionera? ¿Puede limitarse a esto? El Papa, en la encíclica Populorum Progressio, cuando habla del ideal a que hay que tender y de las circunstancias necesarias para el desarrollo, dice así: “Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimun vital, y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen de abuso del tener o del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin y especialmente: la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo. Padre de todos los hombres’’1. Pues bien, esa fe hay que predicarla.

No basta el testimonio ni el ejemplo. Es necesaria la palabra, porque ¿cómo creerán, dice San Pablo, si no se les predica? (Rm 10, 14). No hay que confundir, ciertamente, acción misionera con proselitismo coaccionante. No. Y, si en algún momento de la historia, que habría que juzgar con el criterio propio de la época, no con el de la nuestra, se han producido abusos, lo lamentamos. Estos son problemas que el historiador tiene que discernir y el cristiano comprender y sufrir; pero de ningún modo autorizan a adoptar una actitud de indiferencia que permita confundir la verdad de la religión de Cristo con cualquier otro sistema religioso. Y el cristiano, el misionero, el Papa, el obispo, el hijo de la Iglesia que tiene conciencia de la verdad que posee, porque Cristo la ha transmitido, no disimulará esa verdad; no dejará de respetar a los demás, pero tampoco caerá en tolerancias que signifiquen confusión. Su actitud será de puro servicio, que le libra de todo orgullo institucional al defender la verdad que él cree poseer en la religión de la que es discípulo. No lo hace con ninguna arrogancia, ni con discriminación religiosa. Lo hace, como decía San Pablo, para hacerse todo para todos; judío con los judíos, griego con los griegos, es decir, hombre con todos los hombres, para servirles a todos.

Si no tenemos ideas claras en esta materia, causaremos daños a nuestra religión, dejándonos llevar de pensamientos, nobles desde un punto de vista estrictamente humano, pero que no responden a la realidad de una revelación cristiana tal como Cristo la ha ofrecido. Tenemos que servir a esa Revelación siendo sus testigos, predicadores y apóstoles, porque así es como de verdad amamos al hombre, a quien Dios ama. No hay que omitir nada de lo que nos ha sido transmitido, con el pretexto de que así amaremos mejor.

Conclusión importante: la jerarquía y el Magisterio de la Iglesia están al servicio de la verdadera libertad del hombre. Y cuando en la Iglesia católica vemos al Santo Padre actuar como centro de unidad, con el poder particular que corresponde al Primado del Romano Pontífice, como Vicario de Cristo, en el Magisterio y en la disciplina, lejos de considerar esto un abuso de autoridad, hemos de estimarlo como un servicio a la libertad y a la verdad, porque, de lo contrario, se produciría una funesta disgregación que arrojaría al hombre en las sombras de la duda religiosa y le sometería al despotismo de los grupos y las sectas. La autoridad ejercida por la jerarquía y por el Papa es un auténtico y humilde servicio de amor al hombre, necesitado en todo instante de esta unidad y de esta conjunción íntima con el misterio de Cristo.

Amor al hombre como ciudadano del mundo #

Mas este amor al hombre como hijo de Dios no nos dispensa de amarle también en su otra condición de ciudadano de la tierra. Todas las miserias del mundo son consecuencia, directa o indirecta, del pecado original, que ha introducido el desorden y el egoísmo en la vida, y de los pecados actuales, que acumulan incesantemente, por omisión o por acción, motivos de desgracia y de dolor. Hay, pues, en las angustias y desdichas de los hombres una, diríamos, involuntaria relación religiosa y teológica de signo negativo, en cuanto que sobre ella se cierne siempre la sombra del pecado, con todo lo que éste tiene de ruptura con el orden querido por Dios. De ahí que haya también una relación entre miseria y misericordia. La miseria, como carencia; la misericordia, como acción compensatoria y de restauración.

Cuando Cristo cura a un enfermo, no solamente trata de aliviar la desgracia de un ser humano del que siente compasión, ni realiza únicamente un signo mesiánico inteligible para quienes le esperaban; pone de relieve también, con su inclinación sobre la desgracia y el sufrimiento, la actitud paternal y amorosa de Dios, que no olvida que aquel hijo que sufre es una víctima del gran enemigo del hombre, el pecado, como agente remoto, al menos, de la desgracia actual. No caerá, ciertamente, en la fácil inculpación de atribuir a ese pobre enfermo o a sus padres la responsabilidad directa por el dolor que sufren. No es por el pecado suyo o de sus padres, dirá a propósito del ciego de nacimiento, sino para que las obras de Dios resplandezcan en él (cf. Jn 9, 3).

La relación de la enfermedad o del dolor con el pecado es más alta y profunda, y no tiene nada que ver, muchas veces, con las actitudes personales de quienes han de sufrirlas. Es una relación pesada y oscura que afecta a la naturaleza humana, a la humanidad pobre y herida, como consecuencia de una situación introducida por la libertad desordenada de los hombres, al margen de la santa voluntad de Dios. Ese desorden ha producido y producirá sus frutos amargos siempre, y bajo su peso camina el hombre sin cesar, queriendo ser libre y queriendo ser feliz. Dios le acompaña con su misericordia y su perdón, y hasta tal punto le sigue con amor en su marcha, que llegará un momento en que, incluso, el dolor de los hombres podrá ser asociado a los padecimientos de Cristo Redentor, dando así un nuevo giro al sentido de la desgracia y las penas de la humanidad.

Sólo en la otra vida el orden quedará completamente restaurado. En ésta, porque así lo exige la santidad de Dios, se cumple inexorablemente la sentencia dictada contra el pecado, al que siguen el dolor y la desdicha. El hombre, solidario de sus semejantes en la acción pecadora, puede serlo también de Dios en la acción misericordiosa y redentora, porque está llamado por el mismo Cristo, no solamente a poner sus sufrimientos junto a los suyos, sino a ejercer también con los demás hombres, sus hermanos, ciudadanos del mundo, las obras de la caridad y del amor.

En el día del Juicio #

En el día del Juicio el Rey pondrá a su derecha a aquellos a quienes antes habrá dirigido estas palabras: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo; porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era peregrino y me hospedasteis, estaba desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis, encarcelado y vinisteis a verme(Mt 25, 34-36).

Palabras impresionantes del Señor que nos hacen entender, según la explicación que Él mismo nos da, que Cristo está en el que sufre, en el pobre, en el desgraciado, y lo que se haga con éste se hace con Él.

Pero hay algo más. Cuando nos acercamos al prójimo que sufre y tratamos de aliviar sus desgracias, no por un motivo meramente humano, sino obrando como Cristo obró con él, no solamente curamos el dolor que le aflige, sino que con una acción semejante a la de Cristo, devolvemos al corazón del afligido la paz, la esperanza, el amor, la alegría, es decir, todo lo que hubiera existido en el mundo si no se hubiera producido el pecado.

Nuestras obras de amor no solamente ven a Cristo en el que sufre, son también como actos del mismo Cristo a través de nosotros.

A la luz de esta doctrina se comprende el profundo sentido de la constitución Gaudium et Spes del Vaticano II. Si la Iglesia habla del orden político, social, económico, no es porque entre en terrenos que no son suyos. Al proclamar los principios y al urgirlos, lo hace como maestra de la verdad religiosa. Quiere aliviar las desgracias del hombre en este mundo, no sólo para que, como tales desgracias, desaparezcan o se atenúen, sino para que, desaparecidas o aliviadas, renazcan en el hombre el orden, la paz, la alegría, la esperanza, es decir, todo aquello que, situado en una justa relación con Dios, viene a ser como un eco de lo que hubiera sido el paraíso sin el pecado original.

Este es el secreto más hondo de las obras de misericordia espirituales y corporales bien entendidas. Este es el motivo por el que hemos de preocuparnos siempre por lograr un mundo mejor en el que la justicia y el amor nos guíen. Este es un aspecto fundamental de la teología de las realidades terrestres. El cristiano quiere un mundo mejor, no sólo como hombre, sino como cristiano. Sabe o debe saber que el reino de Dios empieza a realizarse aquí, en la tierra, por la justicia, por el amor y por la gracia santificante. Lo que haya de auténtico y verdadero progreso en la tierra pertenece también al Reino, como fase previa en que el hombre se realiza como criatura de Dios en este mundo.

Dos posturas son, igualmente, lamentables en este orden de cosas: la de los que no hacen nada por mejorar la condición de sus hermanos los hombres, y la de los que tanto quieren hacer que se pasan la vida hablando de reformas de la humanidad y del mundo sin prestar atención, con modestia y realismo, a la reforma del pequeño sector de la vida que ellos pueden abarcar. Lo primero es egoísmo; lo segundo puede ser utopía y evasión igualmente egoísta.

He aludido a las obras de misericordia. Nuestros viejos catecismos las formulaban así.

  • Espirituales: dar buen consejo al que lo ha menester, corregir al que yerra, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia las molestias de nuestros prójimos y las adversidades, rogar a Dios por los vivos y los muertos.
  • Corporales: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, redimir al cautivo, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, enterrar a los muertos.

Alguna de estas expresiones resulta hoy anacrónica. Pero es fácil formular la revisión actual de ese programa de amor, que no se agota, ciertamente, con tales indicaciones. El que ama de verdad sabe encontrar la ocasión propicia para ello continuamente, sin perderse en una egoísta soledad o en una retórica social ampulosa y meramente acusadora.

La obra de Cáritas diocesana #

Para terminar, quiero referirme a algo que está a nuestro alcance. Obras de misericordia, para que podamos trabajar como demostración de amor al prójimo. La Iglesia nos ofrece un camino; es el de la Cáritas diocesana, con sus organizaciones y con sus obras filiales y coordinadas, en donde pueden volcarse muchísimos esfuerzos generosos para ayudar a ese tercer mundo que tiene cada uno, a veces, a las puertas de su casa. Cáritas diocesana.

Me han sido ofrecidos unos datos sobre la labor de Cáritas de Barcelona en estos últimos años. Y solamente en el período que va desde 1957 hasta el momento, Cáritas diocesana, parroquias y entidades más o menos coordinadas con ella, han distribuido tres mil ciento setenta y nueve millones de pesetas. Detrás de esas cifras, ¡cuántas lágrimas enjugadas y cuántos dolores aliviados! Ese Sanatorio de la Merced, el Hospital del Niño Dios, el Centro de la Inmaculada en San Andrés de la Barca, las guarderías infantiles, y tantos y tantos casos diariamente solucionados gracias a la caridad de tantos colaboradores, enfermeras, de tantos visitadores, religiosas, etcétera.

Y faltan datos de bastantes parroquias e instituciones. No figura aquí, por ejemplo, lo que hacen los colegios religiosos de Barcelona, tan atacados muchas veces, con absoluto desconocimiento de la inmensa labor de beneficencia social que están efectuado silenciosamente. Ni puede contabilizarse lo que significa el esfuerzo personal y gratuito de más de tres mil personas, que colaboran en estas obras de misericordia. Habría, además, que añadir –porque son obras nobles, a las que impulsa también un amor humano y cristiano– campañas como la de la Cruz Roja, del Cáncer, Día del Subnormal, campaña de Radio Nacional de España, hospitales y beneficencia, viudas y huérfanos, y otras muchas que se realizan. ¿Por qué no estimar todo esto como un medio de realizar, de manera inmediata, planes de desarrollo, de ayuda y protección, sin dejar de pensar en la humanidad, en el mundo, en la transformación de todas las condiciones en que vivimos hoy para conseguir una situación mejor? Pero, por lo pronto, atengámonos a lo que está al alcance de nuestra mano.

Barcelona corresponde con generosidad a esta llamada a las obras de misericordia, pero debería hacer muchísimo más, inmensamente más. Esas enormes barriadas en donde viven, muchas veces en condiciones angustiosas, hombres y mujeres venidos de toda España, están necesitadas de escuelas, de centros de cultura y de recreo, que podrían hacer más agradable la convivencia de los hombres y devolver a su corazón la paz, la esperanza y un sentido de fraternidad en las relaciones con los demás. Tiene que hacerlo el Estado. De acuerdo. Ojalá los Estados cumplan con su deber y tengan medios para realizarlo en todo instante. Ahora bien, no podemos dejar de reconocer que mientras en Barcelona faltan escuelas, en otros muchos lugares de España se han cerrado o están casi vacías, porque sus habitantes se han venido aquí. Es decir, que, junto al Estado, la iniciativa privada tiene un campo inmenso de acción.

Todo eso es amor al prójimo. Mucho más es también amor al prójimo. No tiene límites lo que puede decirse en esta materia; pero es interesante recordar lo que he recordado hoy, si queremos ser cristianos. Sigamos adelante con esa fe y nuestro amor a Dios y al hombre, siempre atentos a su doble condición: la de hijo de Dios y la de ciudadano de este mundo.

1 EncíclicaPopulorum progressio,21.