Sermón pronunciado el Viernes Santo, 12 de abril de 1968, en la Plaza de la Catedral, ante la venerada imagen del Santo Cristo de Lepanto.
No hay ningún hogar en Barcelona donde no haya una cruz; en las casas lujosas de las calles céntricas, en las habitaciones humildes de los barrios más apartados, lo mismo en los palacios que en las chabolas y barracas, en todos los hogares hay una cruz. Puede estar formada por la materialidad del hierro, de la piedra, de la madera, del oro o de la plata: o puede estar formada por las lágrimas, por el abatimiento y la tristeza, por la soledad, por la enfermedad, por el dolor y por la muerte. Esa cruz que hay en todos los hogares nos sirve para darnos la vida o para crucificarnos en la desesperación. Todo depende de que esté ella sola, en su propia materialidad, o de que sobre ella esté clavado Jesucristo. Si sobre la cruz está Cristo, sirve para darnos la vida, porque desde la cruz Cristo nos habla con palabras de vida eterna. Hoy esa cruz, como otros años, sale a la calle, y aquí está, la cruz del Cristo de Lepanto, que quisiera representar a todas las cruces de todos los hogares de Barcelona. No es una cruz vacía, en ella está Cristo crucificado, y nosotros nos disponemos a oír sus palabras, las palabras de vida que Él pronunció al morir, en las cuales tenemos confianza, porque ellas nos ofrecen el camino de la salvación.
Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen #
La primera palabra que pronunció fue ésta: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Es la palabra del perdón, porque era la hora del perdón y del gran amor. No esperéis encontrar en esta frase la lógica del raciocinio. Es más bien una incontenida explosión de amor y de redención. El raciocinio falla en esa palabra de Jesucristo. Daos cuenta de lo que dice: Perdónales, porque no saben lo que hacen. Si no saben lo que hacen, no necesitan ser perdonados. A lo sumo, podría pedirse que se reconozca su incapacidad o su impotencia. Pero era la hora del gran perdón y del gran amor, y Él tenía que elevar su súplica al Padre no sólo por los que estaban allí, con sus nombres propios, sino por todos los demás que ni siquiera habían nacido. Por todos los hombres de todos los tiempos, levanta Cristo su voz para pedir perdón al Padre que está en los cielos. Es lo que había hecho toda su vida desde que vino al mundo: amar y perdonar. Y ahora, al llegar el momento final en que se ventila con absoluta seriedad todo lo que ha constituido la trama de una vida, se reafirma el propósito, se manifiesta nuevamente el sentido de aquella existencia preciosa del Hijo de María. Él no vino más que para eso; y a toda la humanidad pecadora extiende su perdón y su amor. Esta es la religión de Jesús.
Todo hombre necesita ser perdonado. Hermanos míos: no nos basta el perdón del amigo, de la esposa, de los hijos, de la sociedad. Necesitamos el perdón de Dios, un perdón que limpia del todo, que llega a las zonas más profundas de nuestro ser, aquellas que no puede tocar nadie. En los reductos más secretos del corazón humano es donde aparecen las fuentes de la alegría más pura o del pesar más hondo, y es ahí donde únicamente la mano de Dios puede llegar para decir a un hombre: Vete en paz, tus pecados te son perdonados (Jn 8, 11). Si no oímos la voz de Dios que nos perdona, todos los demás perdones son insuficientes, se limitan a una palmada de reconciliación externa, a un estrechar las manos que acaso luego después se levantan para golpearse mutuamente. El perdón de Dios, sí, llega hasta las fibras más delicadas del alma, pacifica al hombre, levanta su conciencia religiosa, le restituye hacia ese camino de retorno al Padre, que es el que perdemos tantas veces en la vida.
El perdón y el amor: así es de fuerte el cristianismo. Esta es la religión en que se ama; no es la religión del odio, ni de la violencia. Odiar es muy fácil, como es fácil también descargar el hacha del verdugo sobre la cabeza del mártir, puesta en el tajo. Lo difícil y lo valiente es poner la cabeza y recibir el golpe por amor, perdonando. Sin embargo, a pesar de ser tan difícil, es necesario. El mundo necesita del perdón y del amor. Nada ni nadie podrá sustituir a la religión de Cristo; y lo mismo en la civilización del bienestar como en la del comunismo, aniquilador de los valores humanos, aparecen los síntomas que oprimen al hombre, hijo de Dios. Sin perdón y sin amor, la vida se derrumba. Por eso la religión del perdón y del amor es necesaria hoy como siempre.
Nosotros estamos aquí, porque creemos en el amor, porque necesitamos el perdón, porque queremos perdonar. ¡Qué belleza hay en la frase de todo hombre arrepentido cuando vuelve de sus extravíos y recita el Padrenuestro! Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 16, 12). Perdón que es amor, amor que es vida y esperanza, esperanza y vida que son orientación y luz para la vida que hemos de vivir todos cuantos tenemos que cumplir nuestro destino en el mundo. Escuchemos esta palabra de Jesús como escuchamos las demás, con actitud religiosa, con afán purificador de nuestra conciencia, con deseo de integrarnos en esa corriente perdonadora que Él abrió, y que ya no se interrumpirá jamás.
Hoy estarás conmigo en el Paraíso #
Habla y practica el perdón: a su lado estaban también crucificados dos ladrones. Uno de ellos blasfemaba, y decía: Si es Hijo de Dios, que baje de la cruz y se salve Él, y nos salve también a nosotros (Lc 23, 39). Es la queja de la humanidad clavada a la cruz. Si Dios es tan bueno ¿por qué permite el sufrimiento? No se dan cuenta los que prorrumpen en esta queja amarga que el problema no está en si el sufrimiento existe o no, sino más bien en si tiene o no tiene un sentido. Ahora bien, desde que Cristo ha muerto en una cruz, ya no podemos dudar. El sufrimiento tiene una significación y un sentido; hay que soportarlo porque purifica, engrandece y redime, cuando ese sufrimiento se soporta en unión con Jesús, nuestro Señor, nuestro Dios. Todos tenemos que hacer lo posible para aliviar los sufrimientos del mundo y de los hombres que en el mundo habitan; pero aun así desde el día en que uno nace hasta que muere forzosamente aparecerán las estaciones del propio Via Crucis.
Lo importante entonces es saber elevar la mirada y comprender que este sufrimiento tiene un sentido. El mundo se siente acompañado por la voluntad torcida del hombre que le lleva al mal y al pecado; el mundo tiene que estar acompañado también por el sufrimiento que redime. Por eso, ¡oh, ladrón desconocido!, no se trataba de que Cristo bajase de la cruz, no; se trataba de comprender qué significa aquello. Y lo comprendió el otro ladrón que aquí estaba, el ladrón bueno. Éste, retorciendo un poco su cabeza, como queriendo mirar al compañero un poco alejado, le dice: ¿Ni siquiera en estos momentos temes a Dios? Nosotros pagamos nuestras culpas, pero éste ¿qué mal ha hecho? (Mt 23, 40-41). Y dirigiéndose luego a Jesús, que en silencio escuchaba aquel diálogo, le dice: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino (Lc 23, 42).
Daos cuenta de las palabras de este hombre de corazón bueno: hay en primer lugar una invitación a su compañero a que reconozca la propia maldad; hay después un reconocimiento de sus propias culpas, de los dos; hay temor de Dios y hay una defensa de Cristo. Este ¿qué mal ha hecho? Y por fin, hay una súplica humilde, humildísima. Solamente dice: Acuérdate, Señor, de mí, cuando estés en tu reino. No pide un puesto más cerca o más lejos, no; no pide nada, simplemente: acuérdate de mí; con que te acuerdes de mí me basta: no quiero otra cosa. Y, al instante, la voz de Jesús: Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43). Esta es la respuesta del que perdona, el perdón rápido, total, generoso hasta lo infinito. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Se le abre a aquel hombre el camino del cielo; es el primero de quien tenemos constancia que goza de los frutos de la Redención, allí, junto al árbol de la vida, ladrón bueno que supo arrebatar el Paraíso en el momento en que moría.
El otro no, se quedó con la oscuridad de su propia tiniebla, se desesperaba, gemía iracundo y protestaba; morir ahora, cuando él podría caminar tan a gusto por el mar sin riberas de sus desenfrenos. La queja y la protesta de siempre, del hombre que quiere convertir su propia voluntad en único dueño y señor de su destino humano; hacer lo que quiera, que no haya cruz, que no haya limitación, que no haya nada que me lo impida, que me salve alguien, el que sea, pero no para seguir el camino del bien, sino para bajar de la cruz; es esto únicamente lo que busco. Y no es éste el sentido de la vida. Bajar de la cruz podemos pedirlo, sí; pero apartarnos del sufrimiento con Cristo, nunca. Y es entonces cuando el Señor nos ofrece el Paraíso también ya en este mundo, puesto que ya en este mundo pone en nuestro corazón el germen de la esperanza. ¿Cómo es posible que este ladrón bueno se sintiera movido a hacer este maravilloso reconocimiento de Cristo? Sin duda es la gracia de Dios la que tocó su alma. Pero yo pienso que también pudo existir otro motivo en el arrepentimiento profundo de su alma.
Mujer, he ahí a tu hijo. He ahí a tu madre #
Desde la cruz estaba viendo allí a una mujer, María Santísima y pudo entender que ella era la Madre del Divino Crucificado. Ese hombre, viéndola a ella, seguramente en su interior pensó: “No puede ser malo el hijo de tal madre”. Porque allí estaba María, hermanos míos, María Santísima. Hay un rasgo en la Pasión del Señor que eleva la sublimidad del dolor hasta lo indecible; y es la presencia de la Madre, la pobre viuda del carpintero, la mujer del pueblo, Inmaculada María, pura e inocente, llorando en silencio, quieta junto a la cruz el tiempo que fuera, cumpliendo el destino que Dios la había señalado, sin renegar ni un instante de todo el misterio que la envolvía, cumpliendo la voluntad del Señor que la llenaba.
Ese rasgo de María Santísima junto a la cruz daba también una calificación al cristianismo. Jesús la vio a ella, y le dice esta palabra: Mujer, he ahí a tu hijo (Jn 19, 26), señalando con la mirada, ya que con las manos no podía, al apóstol Juan. La llama “mujer”, no dice “madre”. Si dijera “madre”, parecería que quería evocar el recuerdo de su intimidad personal; pero era la hora del testamento y se trataba de edificar la Iglesia. Y pronuncia una palabra con sentido de maternidad universal: “Mujer, mujer del mundo, mujer para todos aquellos que tienen que recurrir a tu maternidad, ahí está tu hijo”. Primero se preocupa de que ella mire por ellos, por los hijos, por Juan, en quien estamos representados todos; y después es cuando atiende a que los hijos se preocupen de ella. “Juan” … Tampoco le dijo esta palabra; sin palabra, dirigiéndose al apóstol amado: He ahí a tu Madre (Jn 19, 27), para que la protejas, y cuides de ella.
El perdón de Dios, primera palabra; el camino abierto para el cielo, segunda palabra; la Madre que ayuda a conseguir el perdón y a recorrer el camino hacia el cielo, la tercera palabra; y todo ello forma parte del mensaje de Jesús. Jesús nos salva, Jesús nos redime, con su vida, su muerte y su resurrección; pero El ha incorporado a su Madre en una tarea de colaboración que nosotros no podemos despreciar. Es Cristo el que la encomienda a nosotros, y el que nos señala que en ella encontraremos un camino protector, en la forma y medida en que Él lo señala. Así la recibimos, y así queremos acompañarla siempre. Es Madre de la Iglesia, y por eso la Iglesia entera recurre a María segura de que ella coge nuestros brazos y nos ayuda para lograr mejor la intercesión definitivamente salvadora de su Hijo. Juan, y con él los demás Apóstoles, la recibieron desde entonces, y ella acompañó a todos ellos desde el primer momento. Nacía la Iglesia, y ella estaba allí. Siguió la Iglesia, y con ella siguió; la Iglesia continúa y en la Iglesia está hoy también María, Madre de la Iglesia.
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? #
Estas son las tres primeras palabras de Jesús. Van dirigidas a nosotros. A continuación pronuncia otras dos que se refieren directamente a sí mismo, para poner de relieve sus propios padecimientos. Por un lado, el sufrimiento moral; por otro, el físico. El sufrimiento moral, el desamparo; el sufrimiento físico, la sed. ¡Dios mío, Dios mío!, ¿porqué me has abandonado? (Mt 27, 46). Era ya el momento en que las tinieblas envolvían la tierra. Después se acentuaron a la hora en que, por fin, murió y dio una gran voz, con ese grito que no significa una protesta, sino una plegaria: son las primeras palabras de un salmo, de una oración que Él quiso recitar en la cruz para que se cumpliera la profecía: Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Cristo no pudo sufrir el desamparo en un sentido tal que pudiéramos creer que el Hijo estaba abandonado por elPadre, no. No dejó de existir nunca en Él, ni siquiera en este instante supremo, la maravillosa armonía que se deriva de la unión de su naturaleza divina y de su naturaleza humana en su única persona, no. Es un abandono que consiste en dejar de sentir, porque así lo ha, permitido Dios, la protección que siempre le acompañó. Ya en el Huerto de los Olivos había empezado a sentir este desamparo; ahora culmina, lo refleja de una manera más fuerte y más viva. Estaba consumándose el proceso y tenía que producirse también esto para que no faltara nada: el desamparo de Cristo. El moría por todos los pecadores y allí estábamos también nosotros representados; y por eso de algún modo ese grito no sólo se dirige al Padre, sino también a todos los hombres que con su pecado hacen que Cristo se sienta desamparado y desprovisto del amor que le debemos. Esa fuerza tiene esa expresión; pero Cristo persevera, tiene que mantenerse así para cumplir en todo instante con lo que está señalado a su destino.
Nosotros también, cuando tenemos esas horas de desamparo, que acompañan tantas veces en este mundo a los que quieren ser justos y que en su camino fatigoso ansían encontrar la mano de Dios que les fortalezca y sin embargo no la hallan; en ese desamparo, tenemos que vivir de la fe, la fe que nos libra de las tinieblas, la fe que nos fortalece y nos permite seguir seguros de que vendrá después el consuelo.
Hoy la Iglesia vive casi una hora de desamparo. Hay también muchas tinieblas a nuestro alrededor, mucha oscuridad nacida algunas veces de los amigos de las tinieblas, y otras, de los que quieren encender excesiva luz que, en lugar de iluminar, ciega. Y por eso hay muchos hijos en la Iglesia que se sienten turbados. Yo os digo: no os desesperéis en este desamparo momentáneo; la fe tiene que seguir, como siguió Cristo en su desamparo, clavado en la cruz. Ya vendrá, tras la cruz, la luz; y tiene que venir para la Iglesia de Cristo un momento, no sabemos si próximo o lejano, en el cual recojamos con humildad todos los frutos del Concilio. Ahora no sabemos por dónde estamos. Los campos están sembrados y brotan las plantas; pero junto a ellas hay maleza. No tenemos que apresurarnos a cortarlas, para que no se corte ninguna planta buena. La fe nos salvará; la fe en el Magisterio de la Iglesia, la fe en el Papa y los obispos, la recepción de los sacramentos con humildad, la búsqueda de los caminos que la Iglesia señala. Seguid así; veréis cómo el desamparo no se nos convierte en desesperación.
Tengo sed #
Y junto al sufrimiento moral estaba el sufrimiento físico: la sed, una sed desgarradora. La sangre que había derramado desde la noche anterior en el Huerto de los Olivos; luego todas las horas, el largo proceso nocturno, entre befas y escarnios, la corona de espinas sobre su frente bendita, los latigazos en su cuerpo, el camino hacia la cruz; por último la crucifixión le habían hecho derramar mucha sangre. Los crucificados solían morir de asfixia; y se explica perfectamente: el cuerpo pendiente de la cruz tendía hacia abajo, los brazos quedaban más altos y la caja torácica se sentía oprimida, el crucificado no podía respirar a gusto; solamente encontraba algún alivio cuando, apoyándose en los pies, hacía como un esfuerzo de elevación del cuerpo para poder realizar una respiración más fuerte. Pero los músculos de las piernas pronto se cansaban y llegaba un instante en que no obedecían a aquel impulso que tendía a elevar un poco el cuerpo para que los pulmones pudieran respirar. Por eso la respiración era siempre entrecortada, y, poco a poco, iba ahogándose en una asfixia que se convertía en el tormento más inimaginable. Dentro de estas circunstancias, Cristo dice: Tengo sed (Jn 19, 28). Y le dieron a beber vinagre. Ni siquiera un vaso de agua a la hora de morir. Él, que había dicho que del seno de aquel que cree en mí nacerán, como dice la Escritura, ríos de agua viva (Jn 7, 38), Él, que había venido a dar el agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4, 14).
Yo sé que cualquiera de los que estamos aquí, todos, si hubiéramos podido, nos habríamos acercado a Él para llevar un poco de agua a sus labios moribundos. No estuvimos y no pudimos hacerlo; pero ahora sí que podemos hacerlo en los miembros de su cuerpo místico, en todos los que tienen sed, hambre, en todos los que tienen hambre de pan, de agua, de trabajo, de dignidad, de libertad, de justicia. Podemos hacer todos un poco más para crear situaciones mejores y aliviar la suerte de nuestros hermanos. Sí, la caridad, la caridad, hermanos, la virtud fundamental del cristiano. Este que muere en la cruz dijo también que, a la hora del juicio, pondría a unos a la derecha y a otros a la izquierda. Pondría a la derecha a aquellos que realizaron las obras del amor: Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; estuve enfermo y me visitasteis; encarcelado y me vinisteis a ver; lo hicisteis cuantas veces quisisteis hacerlo con estos mis hermanos, con los pequeñuelos, con los pobres, con todos los que sufren (Mt 25, 34-40). Siempre caridad, que es lo mejor para que se cumpla toda justicia. Y por eso yo os exhorto hoy como ayer, día del amor fraterno, a que tengáis caridad, y a que se ejercite la caridad a través de todas las obras de misericordia que la Cáritas pide a todos los hijos de la. Iglesia.
Todo está cumplido #
Llegaba el momento final. Después de haberse referido a estos padecimientos morales y físicos, Jesús dijo esta palabra: Consummatum est. Todo está cumplido (Jn 19, 30). Había venido al mundo para cumplir dos misiones: predicar el Evangelio y consumar el sacrificio de su Pasión. Ya estaba predicado el Evangelio; atrás quedaba el recuerdo de su vida preciosa: Belén, Nazaret, el humilde taller de su trabajo diario, Galilea y Judea, por donde pasó realizando el bien, el Sermón de la montaña, las Bienaventuranzas, el precepto del amor, la parábola del hijo pródigo, la del buen samaritano, la exhortación a la esperanza, las frases que elevaban el corazón del hombre y que hacían exclamar al pueblo sencillo: Nadie ha hablado como Él; atrás quedaba todo ya. Ya está predicado el Evangelio, ya está realizado el sacrificio; el altar es la cruz, la víctima y el sacerdote soy yo: Consummatum est. Todas las profecías se han cumplido.
¡Oh Señor! ¡Quién pudiera decir al final de la propia vida palabras como las tuyas, todo está cumplido y cumplido bien! Y que pudiéramos decirlo todos, los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los laicos seglares, los padres y madres de familia, los hijos, los gobernantes, los súbditos, los patronos, los obreros, los artistas, los hombres de ciencia; que pudiéramos decir: todo está cumplido, y que pudiéramos dar sentido evangélico a esa frase que resumiría así el sentido total de nuestra vida. Cumplido de acuerdo con la voluntad de Dios, porque llegará ese final, inevitablemente para cada uno de nosotros, y es entonces cuando de nada sirven las comedias que tantas veces envuelven nuestras pobres vidas humanas; es entonces cuando se queda la verdad desnuda frente a frente del hombre que muere. Y éste sólo realiza su dignidad plena, si sabe y puede decir como hijo de Dios: he cumplido perfectamente con la misión que Tú me confiaste. Hijos, cristianos, miembros de la Iglesia, fortaleced vuestra fe por encima de todas las diferencias, de todos los odios, de todos los resentimientos, y romped por el camino del amor para que podamos decir al final de nuestra vida: Consummatum est.
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu #
Por último, ya al final, dirigiéndose al Padre exclamó: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46); dobló la cabeza y expiró. En tus manos encomiendo mi espíritu. Al mundo había venido saliendo del Padre, y del mundo salía para ir de nuevo al Padre. Encomendaba su vida terrenal, la que había recorrido las diversas etapas de aquella existencia maravillosa, de la cual seguimos viviendo. Eso es lo que significa la palabra espíritu. Él no encomendaba su alma, como la encomienda un hombre al morir, necesitado de purificación. El era el puro, el infinito e inocente; Él lo que encomendaba era aquella misión, aquella vida concreta e histórica que había nacido del seno de María y que ahora terminaba.
Y todo quedó en silencio. Los hombres bajaban del Calvario dándose golpes de pecho, diciendo: Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios. Enseguida se produjo un terremoto, saliendo de los sepulcros algunos muertos, el velo del templo se rasgó, el cielo se cubrió de tinieblas por completo, y toda la naturaleza gritaba y lloraba por la muerte de Jesús.
¡Oh Jesús! ¡Oh Cristo! Yo quiero dirigirme a ti también en nombre de todos, de todos estos hijos de tu redención, de todos estos que forman parte de la grey que me has encomendado. Y, en nombre de todos, yo te pido, Jesús Crucificado, que no bajes de la cruz, que no bajes. Te necesitamos ahí. Si Tú bajas, la cruz se queda vacía, y es muy dura de soportar. Pero viéndote a ti, tenemos fuerza para seguir caminando, para perdonar, para amar, para soportar nuestros propios clavos, porque nuestra vida también, Señor, está clavada, dulce y amorosamente clavada por tu ley, la ley del amor del Evangelio, que tú predicaste. No queremos desclavarnos de esa ley, pero nos cuesta y, viéndote a ti en la cruz, se nos hace más fácil. No bajes, Señor; no dejes la cruz. Yo sé que Tú, por ti, no bajarías. Si bajaste, fue porque desprendieron tu cuerpo de la cruz para ponerlo en el sepulcro. Pues bien, Señor, ahora te digo, sí que estás bien en el sepulcro, que también te necesito y te necesitamos en el sepulcro, porque nos espera a nosotros también un sepulcro, y tenemos miedo de esa sepultura. No nos espera la muerte así de un modo genérico e impersonal. Me espera la muerte a mí, a mí, que he de morir. Yo también iré a un sepulcro. Pero sé de antemano que por haber estado Tú en uno semejante al mío, ya no me será tan duro entrar allí cuando allí me depositen, porque, si entro, será para resucitar algún día, como Tú resucitaste, Señor; porque a ese sepulcro se le removió la piedra por fin, y Tú saliste de allí victorioso; y, fruto de esa resurrección tuya, será la resurrección mía.
¡Oh Cristo de la esperanza, del amor, del dolor, de la resurrección y de la vida! Sin ti, nada podemos hacer. No hay otros redentores. No sirven de nada las redenciones humanas. Las empleamos y utilizamos como instrumentos de colaboración en la historia de la vida; pero lo que nos da hondura y trascendencia, lo que nos marca el camino, lo que nos señala la meta definitiva, eres Tú, Cristo mío, Cristo nuestro, Hijo del Padre, redentor de todos. Hoy en todas las calles de todas las ciudades del mundo hay hombres que sufren, como los hubo ayer, como los habrá mañana. Pero, mira, se produce un acontecimiento doloroso, y de un modo o de otro, los hombres caen de rodillas en las calles, bien sea porque ha muerto asesinado un dirigente espiritual suyo, bien sea porque no saben a dónde acudir; rezan a la desesperada, como pasa en las guerras del Asia lejana, queriendo buscar una solución que los hombres no encuentran. Tú nos la has ofrecido. Sigue marcándonos el camino y acepta, en compensación de todas nuestras debilidades y traiciones, acepta el testimonio de nuestra fe viva, de nuestro amor perseverante, de nuestra adhesión fidelísima a ti, que queremos seguir nuestro camino llevados de la mano de tu Madre bendita.