Comentario al evangelio del VI domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 11 de febrero de 1996.
“Ante ti están puestos fuego y alma; echa mano a lo que quieras. Delante del hombre están muerte y vida; le darán lo que él escoja”, dice el libro del Eclesiástico. Todos tenemos que optar, escoger. Son momentos críticos los que atravesamos, sobre todo para los que tienen menos formación y menos sabiduría de la vida.
Me refiero a la sociedad, en que vivimos, a los juicios de valor, que se hacen sobre la vida, la familia, el poder, el dinero, el placer, las diversiones, los criterios y normas de moralidad; en una palabra, todo lo que da a entender el sentido de la vida, que tiene cada cual. Muchos carecen de una visión global, ordenada y recta; y otros muchos dan la impresión de haberla perdido. Ni moral, ni religión. Entusiasmos alocados e incertidumbres tenebrosas. Se experimenta mucho desconcierto, mucha soledad de espíritu y de corazón, mucha decepción y desconfianza. No sirven las técnicas de liberación, que se anuncian. Cuanto más pretenden liberar, más esclavizan.
Sabemos perfectamente que nos es dada la capacidad de elegir y decidir, pero eso solo no es suficiente. Se trata de alcanzar la libertad moral, la libertad que nos perfecciona, la libertad responsable, la que construye cada uno de nosotros dentro de sí mismo por el ejercicio de las propias acciones. Esa es la que puede hacernos progresar.
A esa libertad es a la que se refiere Jesucristo, cuando nos dice: “Habéis oído que se dijo, pero yo os digo: No es suficiente no matar, tampoco es lícito insultar; antes de llevar la ofrenda a Dios, ve a reconciliarte con tu hermano; cometer un adulterio es un delito, pero también lo es mirar a una mujer, que no es la tuya, con ojos de lascivia”.
Es tan alta la exigencia y tan elevada la meta que se nos presenta, que no debemos extrañarnos de que muchos abandonen el camino, como el joven rico, que un día quiso seguir a Jesús y se alejó tristemente, porque le pareció que era demasiado lo que se le pedía. Mas Jesús no cedió. Siguió y seguirá llamando. Y muchos, muchísimos, irán tras Él en todas edades. No hay libertad mayor, ni más auténtica que esa.
No podemos consentir que invada nuestro corazón y nuestro pensamiento la deslealtad, la infidelidad, la ambición egoísta. Él no ha venido a abolir la ley antigua –la promulgada por Dios–, sino a darle plenitud; y a hacernos comprender la grandeza de la vida humana en su raíz, en su crecer y en su florecer.
Este programa tiene por sí mismo tal dignidad; y, practicado, tal capacidad de elevación del ser humano en su vida personal y en el conjunto de su vida social, que le hacen merecedor siempre de la adhesión fervorosa de todos los espíritus nobles de la tierra, aunque su debilidad les impida avanzar. Otras veces superan los obstáculos y triunfan. Las vidas de los santos, aun cuando no sean canonizados por ningún tribunal romano, tantos y tantas como hay en las circunstancias más inverosímiles, lo certifican, y nos hacen recordar lo que dijo el mismo Jesús, precisamente al exponer su doctrina: “Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra, que deje de cumplirse hasta la última tilde de la ley”. ¿De qué ley, si no es la suya, la ley de Dios? Libremente, para ser santos; y libremente, para perder la vida por amor a Él.