- Alocución a todos los fieles
- A los sacerdotes y religiosos
- El lenguaje de las confidencias
- Solicito vuestra colaboración en todo
- La necesidad del Concilio
- Hay en la Iglesia de hoy una tensión entre autoridad y obediencia
- Fijeza dogmática y adaptación doctrinal
- Tensión entre sacerdotes de distintas edades
- Es necesario aceptar con humildad las propias limitaciones
- Todos unidos, porque todos vamos en la misma barca, la Iglesia
- A eso se reduce todo nuestro esfuerzo: a iluminar el mundo estando en él, sin contaminarnos por él
- A las religiosas
Bajo este título, Lo que el Concilio nos pide, se reúnen las alocuciones pronunciadas en Barcelona, en el mes de mayo de 1966, con motivo de la llegada a la Ciudad Condal de don Marcelo González Martin, como obispo coadjutor del arzobispo Dr. Modrego. Las alocuciones fueron dirigidas en días sucesivos a todos los fieles, a los sacerdotes y religiosos, y las religiosas de la archidiócesis. Textos publicados en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, junio de 1966.
Alocución a todos los fieles #
Circunstancias ajenas a mi humilde persona han hecho que mi presentación ante vosotros se vea rodeada de una expectación que yo no hubiera deseado en ningún momento.
Es muy clara y sencilla la significación de mi presencia aquí. Ministro de Dios y de su Iglesia, y, por lo mismo, acostumbrado a obedecer y a servir, vengo aquí, como tantos otros prelados que me han precedido, para trabajar, en unión con vosotros, sacerdotes y fieles del Pueblo de Dios, al servicio del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.
Saludo con amor y reverencia al venerable Arzobispo de quien voy a ser coadjutor y a su Clero y religiosos; ofrezco el testimonio de mi respeto agradecido a las autoridades de Barcelona, Astorga, León, Valladolid y Villanubla; y abro mi corazón, más que mis labios, para deciros a todos cuantos estáis aquí y a los demás a quienes llegue mi voz: paz, paz, ¡la paz del Señor sea con vosotros!
Cumplido este deber, que en mi caso está dictado por algo mucho más profundo que la simple cortesía, permitidme ahora que os abra mi alma un poco más, tanto por el deseo de no defraudaros demasiado en lo que esperáis oír de mí, como por la necesidad que ya desde ahora experimento de establecer con vosotros una comunicación de intimidad que no quisiera se interrumpiese nunca.
Vengo aquí por obediencia a quien puede confiarme esta misión e incluso mandarme que la acepte, el Santo Padre.
La Iglesia es un misterio de obediencia, como lo es Jesucristo, enviado por el Padre, hecho obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz. Prolongación de Jesús en el tiempo, siglo tras siglo, la Iglesia obedece también a un designio de salvación que Dios tiene respecto a la humanidad y que realiza a través de ella. Tanto si se la considera en su aspecto jerárquico y visible, como si se atiende a su condición global de Pueblo de Dios, la Iglesia nace porque es llamada a nacer (No me elegisteis a Mí, sino Yo a vosotros); se pone en marcha a la voz de un mandato (Id y enseñad); gobierna, santifica y adoctrina, porque su Divino Fundador le ordena que lo haga así, para bien de los hombres. Estos, los fieles, juntamente con sus Pastores, forman el Pueblo de Dios, al responder a quien convoca y llama Reunidos todos en la comunión de una misma fe y una misma obediencia, la vida de la Iglesia, que es la de Cristo, se propaga en los creyentes a través de la acción sacramental, merced a una docilidad interior que permite al hombre ofrecer humildemente los condicionamientos reales que exige la gracia salvadora. Cuando ésta llega al alma, el hombre ha hecho un acto supremo de obediencia, que le trae como compensación gozosa la libertad de los hijos de Dios,
He aquí por qué digo que la Iglesia es un misterio de obediencia, lo mismo en su realidad social externa que en su vida interior. Por ser una obediencia prestada, no a los hombres, sino a Dios, Padre de todos los creyentes; por ser Él quien nos ha elegido, y no nosotros a Él; cuando actuamos y nos movemos dentro del Pueblo de Dios, no edificamos la ciudad terrestre y temporal, sino el Cuerpo de Cristo, dentro del cual, con palabras de San Pablo, no hay distinción de judío ni griego, de siervo ni de libre, ni tampoco de hombre ni mujer, porque todos somos una cosa en Jesucristo (Gal 3, 28; Col 3, 11).
Enviado por el Pastor Supremo, yo no me siento extraño ante vosotros #
En consecuencia, enviado por el Pastor Supremo de la Iglesia, yo no me siento extraño ante vosotros. Si alguien, a pesar de todo, se siente extraño a mí, yo le abro los brazos con humildad y con amor y le pido que me ayude, petición que, ésta sí, puede hacerse en nombre de lo que nos une, que es mucho más fuerte que lo que nos separa. Lo diré con palabras de San Pablo: Si alguno se precia de ser de Cristo, considere asimismo para consigo: que, así como él es de Cristo, también lo somos nosotros (2Cor 10, 7).
El desconocimiento que actualmente tengo de la lengua catalana y de otras particularidades de vuestra vida, en lo que tiene de característica propia, no me incapacita, me estimula. Yo la aprenderé y hablaré y vosotros me ayudaréis a entender mejor vuestras aspiraciones y deseos, cuando comprendáis que precisamente porque os amo, son también los míos. Las manos que administran los sacramentos no tienen huellas dactilares propias; la palabra de Dios que predica el que de verdad cree en ella, no está nunca encadenada, decía también San Pablo; la caridad de Cristo, que a todos nos mueve, no es de aquí ni de allí, de hoy ni de ayer, es el don que a todos nos ofrece el Padre para hacemos hijos suyos. Es éste el don que yo os traigo, consciente de que mi misión de servicio a vuestras almas es eso y nada más que eso.
Si siempre ha sido esta la norma de mi vida sacerdotal, inspiradora de mis pensamientos y de mis actos, debo decir que me ha guiado aun con más fuerza en estos últimos cinco años, en que, llamado por la Iglesia a obedecer, he servido al ministerio episcopal en la diócesis de Astorga, a la cual se dirige en este momento el más fervoroso recuerdo de mi alma. De sus sacerdotes y sus fíeles, esparcidos por pueblos y aldeas a lo largo de doce mil kilómetros cuadrados de la geografía diocesana, os traigo el saludo de su fe y su piedad, que les invitan a llamaros hermanos en la seguridad de encontrar en vosotros recíprocos sentimientos de amor y fraternidad cristiana. Los pocos que están aquí conmigo lo expresan con su presencia. Los muchos que hubieran querido venir me han hecho el ruego de que así lo manifieste.
No faltarán entre ellos, quienes, a esta misma hora, discurriendo por las naves de la bella catedral asturicense, hayan ido a postrarse en la tumba del obispo que allí me precedió, el venerable doctor Castelltort, antiguo párroco de Tarrasa y Barcelona, cuyos pasos seguí allí, y con cuyo espíritu me encuentro aquí. ¿Cómo no van a sentirse hermanos si Dios ha querido que incluso se cambiaran los padres para lograr una mayor unión en las almas?
Vamos, pues, a trabajar juntos con decisión y con firmeza por el bien de las almas que nos han sido encomendadas. Nos espera un campo de acción inmenso, casi inabarcable. Pienso en todos vosotros, hijos queridos de la Archidiócesis de Barcelona, en vuestras familias y en vuestros hijos; en el mundo de la industria y de las aplicaciones de la técnica, en el de la Universidad y la cultura, en el del comercio y la oficina, en el de la gran ciudad y los pueblos de vida agrícola más tranquila y serena, en el de los trabajadores de toda condición, los nacidos aquí y los que aquí han venido procedentes de tantas regiones de España.
El Concilio ha sido, ante todo, un hecho religioso en su origen #
Me pregunto con dolor si entre los pertenecientes a estos mundos no habrá muchos a quienes, por desgracia, pueda resultar indiferente mi presencia, como la de cualquier otro obispo de la Iglesia, sea cual sea el lugar de su nacimiento. Si así sucediera, tendríamos que reconocer que estamos en presencia de una crisis muy grave, frente a la cual la única consideración válida es la necesidad de unir nuestros esfuerzos de humildes colaboradores del Evangelio para facilitar los caminos del Señor. Ello no significaría renunciar a deseos que pueden ser legítimos, sino sencillamente establecer en la manifestación de los mismos e incluso en el apremio de urgencia con que los compartimos, el orden que nos señalan virtudes que están por encima de nuestras aspiraciones personales, a saber, la caridad y la obediencia a la Iglesia, cuando ésta nos pida expresamente que obedezcamos.
Hago estas reflexiones cuando estamos viviendo un momento posconciliar lleno de interés para la Iglesia y para el mundo. Imposible como me es en este instante desarrollar con amplitud pensamientos que han de ser en el futuro objeto de nuestro común examen, basten ahora algunas afirmaciones que no pueden ponerse en tela de juicio porque se amparan en la propia evidencia de los hechos. El Concilio ha sido ante todo un hecho religioso en su origen, como afirmó Juan XXIII; en su autoridad, la del magisterio solemne de la Iglesia; en su inspiración y norma conductora, la acción del Espíritu Santo; en su propósito, la renovación de las conductas y la vida interna de los hombres, sin excluir los de la Iglesia; en su aplicación, porque hay que hacerla de acuerdo con lo que la autoridad de la Iglesia va determinando. Todo lo cual quiere decir que, por ser un hecho religioso no político ni de pura reflexión sociológica, hay que tratarlo con el respeto que se merecen las cosas que hacen relación a Dios.
Concretar el alcance de sus determinaciones, el momento de la aplicación de las mismas, el grado de exigencia práctica que en cada circunstancia ha de acompañarlas, corresponde no al criterio subjetivo y arbitrario de cada uno, sino a quien tiene la suprema autoridad interpretativa como la tuvo para convocarlo, presidirlo y promulgarlo.
En el Concilio hemos obedecido todos, incluso los Padres conciliares, cuando llegó la hora de obedecer, que hizo su aparición junto a los momentos de emitir juicios, opiniones y votos. Y la obediencia se prestó sin resentimiento ni amargura, sino con el gozo de la fe y con la honda paz interior de quien habiendo cumplido antes con el deber que le dictaba su conciencia cumplía ahora con el que le señalaba Dios mismo.
El Concilio no ha sido indiferente a los dolores y angustias del hombre y del mundo contemporáneo. Por eso ha promulgado una Constitución Pastoral «sobre la presencia de la Iglesia en el mundo». Pero no corresponde al Concilio ni a la Iglesia edificar la ciudad terrestre, tarea reservada a las manos de los hombres. Su acción pastoral se inspira en unos principios doctrinales que hay que tener siempre presentes, señalados en la otra Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, a cuya luz hay que interpretar la anterior, no al revés.
En suma, el Concilio es libertad y es ley; es Pueblo de Dios dentro del cual hay jerarquía; es caridad y es disciplina; es renovación sin merma de la tradición sagrada; humanismo sin detrimento de lo sobrenatural; paz y concordia de las almas sin concesiones a la indiferencia; diálogo y autoridad; respeto al hombre y adoración a Dios. Ha brotado del Concilio, como ha dicho el Papa, una nueva psicología, pero no ha nacido ni nacerá nunca una nueva Iglesia, porque ésta la hemos recibido del mismo Jesucristo, y no la podemos cambiar. Todas las renovaciones, necesarias y aun convenientes, caben dentro de ella, porque su propia fecundidad es inagotable. El Concilio nació por amor, porque fue obra de Dios. Un posconcilio en el que faltase el amor sería la negación misma de la obra de Dios.
Lo que pide el mundo de nosotros es la fe y el sostenimiento de la esperanza #
Yo espero que no sea así en esta Archidiócesis ilustre de Barcelona. Y llamo a todos a colaborar: a los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. Particularmente a los sacerdotes «próvidos cooperadores del orden episcopal». El mundo no busca entre nosotros sociólogos, filósofos, ni científicos. Todo eso lo tiene en abundancia y no necesita venir a buscarlo a nuestros campos. Lo que pide de nosotros es la fe y el sostenimiento de la esperanza. No nos está prohibido luchar por la justicia, pero con tal de que lo hagamos con amor. Amor a todos, precisamente porque tenemos el deber de predicar sus responsabilidades a todos: a los que ejercen autoridad y a los súbditos, a los padres y a los hijos, a los ricos y a los pobres. Ningún hombre en la tierra puede atreverse a asumir esa terrible misión de señalar deberes a los demás si, siendo él tan miserable como ellos, no se eleva por encima de todos con el único procedimiento que permite alcanzar una categoría superior: amándolos a todos.
Si alguien ha de llevar nuestras preferencias sean los pobres, los sencillos y humildes, los más desamparados. Pobres del alma y del cuerpo. Los niños, los ancianos, los enfermos. Familias de trabajadores de los suburbios de Barcelona, que hasta aquí han llegado de todas las regiones de España, nacidas aquí o venidas de otra parte, llevan sobre la frente el título de hijos de Dios, que es la más honrosa filiación que un hombre puede ostentar para merecer el amor de un cristiano y de un sacerdote. El mío, de obispo de la Iglesia, ya lo tienen desde el momento en que el lema de mi escudo episcopal es «Pauperes evangelizantur». El vuestro también lo han tenido y lo tendrán precisamente porque siendo hijos de la noble región catalana, tenéis un alma demasiado grande para que pueda sentirse satisfecha poniendo fronteras a un amor que no las tiene.
Dígnese, señor Arzobispo, recibir estas manifestaciones que hago con las cuales pongo mi corazón y mi alma en sus manos de padre y maestro de la vida espiritual de Barcelona, para ayudarle cuanto me sea posible en el ejercicio de su misión.
Acepte, excelentísimo señor Nuncio Apostólico, el homenaje de mi obediencia filial a Su Santidad el Papa, que si nos honra cuando ruega, nos dignifica más cuando nos manda.
Quiera el Señor, cuya subida a los cielos hoy conmemoramos, no dejarnos huérfanos de su asistencia en la tierra, particularmente en la peregrinación que hoy comenzamos. Así lo suplico por medio de la Santísima Virgen en su doble advocación de la Merced y Montserrat, que manifiesta su patrocinio sobre esta ciudad de Barcelona y sobre toda Cataluña. Que desde hoy pueda ser acogido como un hijo más de esta tierra el que en el orden espiritual viene a ser padre de los que han nacido en ella.
A los sacerdotes y religiosos #
Ayer, en ese primer contacto que tuve con toda la Archidiócesis, me animó una intención expresa: la de darme a conocer, en cuanto un hombre puede ofrecer conocimiento de sí mismo, abriendo su alma a los que quieren escucharle. Consideré que era mejor así. Desde el primer instante, hablar con toda sinceridad, exponiendo un modo de sentir y de pensar que nos sirviera como el fundamento inicial para nuestros futuros contactos. Sinceridad por delante y franqueza en la reflexión y en la expresión del pensamiento, son condiciones indispensables para todo diálogo. Yo he querido iniciarlo ayer mismo. Ahora, de manera más particular, con vosotros, queridos sacerdotes y religiosos. Y si ayer yo hablaba con el máximo afán de sinceridad por mi parte, podéis comprender con cuánto apremio siento en este instante la necesidad de hacer lo mismo al iniciar este diálogo con vosotros. Ya no se interrumpirá nunca, al menos por mi parte, en el trabajo que nos espera a todos juntos. Y para que comprendáis con cuánta sinceridad os hablo, me vais a permitir que empiece empleando el lenguaje de las confidencias.
El lenguaje de las confidencias #
Me refiero a mi nombramiento para Arzobispo coadjutor de Barcelona. Mucho tiempo antes, yo había recibido alguna insinuación. Cuando llevaba muy poco tiempo en la diócesis de Astorga. Fue el año pasado, estando en Roma, cuando por tres veces se me habló. Y por tres veces yo ofrecí, con toda la humildad con que pueda hacerlo un sacerdote en esos trances, la resistencia que mi alma ofrecía para una misión tan difícil. Volví a España, creyendo que estaba ya libre por completo del temor que entonces se había apoderado de mí. En enero, tuve nuevas noticias que me hicieron confirmarme ya en la impresión de que todo se había disipado. Entonces, me quedé tranquilo. Se habían atendido mis ruegos de que no me consideraba apto para una misión tan difícil, con respecto a la cual yo veía en mi persona un conjunto de circunstancias que me rodeaban, dificultades que antes que otros las señalaran, yo mismo las advertía. Pasó ese mes de enero, volví de nuevo a Madrid en el mes de febrero a una reunión de obispos; regresé a Valladolid con ánimos de estar allí unos días, para de nuevo volver a Madrid. Y cuando acababa de llegar a la ciudad de Valladolid, recibí un nuevo aviso de que al día siguiente me presentara en la Nunciatura. El Padre Santo expresamente había considerado con todo detenimiento esta cuestión y me pedía con apremio que aceptase. Todavía, siempre dentro de los límites en que un sacerdote puede obrar al tratar de conjugar lo que le dicta su humildad y lo que le dicta su obediencia, dentro, digo, de esos límites, durante un largo rato estuve exponiendo razones, las cuales fueron oídas simplemente por benevolente cortesía del que quería escucharme; pero sobre la base de que existía ya una determinación, a la cual hube de plegarme. Y acepté.
A partir de entonces, empezó esa temporada que ha durado hasta ahora, en la cual, ¿por qué no decirlo, queridos sacerdotes, por qué no decirlo, si he dicho que quería emplear desde el primer instante el lenguaje de la confidencia?, en la cual, repito, he sufrido mucho. Yo era feliz en Astorga, en cuanto puede serlo un obispo que tiene conciencia de sus deberes. Encontraba una valiosa colaboración e iba realizando su misión en una tierra humilde y pobre, con sacerdotes magníficos, con fieles seglares que llevan dentro de sí el peso de una tradición cristiana muy fuerte y que no obstante el ambiente menos desarrollado en el orden económico, les hace sentir, apreciar y vivir con hondas calidades espirituales, manifestativas de una finura que no se improvisa, sino que es fruto de la educación cristiana de muchos siglos.
Tenía muchos proyectos entre manos. Los unos, acabados de realizar, pero que necesitabanconsolidarse; otros concebidos con ilusión en este momento posconciliar, anunciada ya una asamblea –así quise llamarla, en lugar de sínodo diocesano, para ser más modestos, incluso en la terminología–; convocada una asamblea, digo, la cual íbamos a empezar a preparar este año con reuniones por grupos de cuarenta sacerdotes, para estudiar durante cinco días seguidos, en régimen de internado, todos los documentos conciliares, con la máxima profundidad que nos fuera posible; habíamos iniciado nuestro plan de reforma de la curia, de provicarios en las diversas zonas de la diócesis, de renovación de estructuras múltiples, de elevación del nivel académico del Seminario, con un grupo de excelentes profesores, que se disponían ya a iniciar la publicación incluso de una revista; con cuatro colegios diocesanos de Enseñanza Media, en manos de sacerdotes, que tienen ya unos dos mil alumnos; con dos Seminarios, Mayor y Menor, y la perspectiva de llegar a tener, a la vuelta de algún tiempo, diez colegios diocesanos de Enseñanza Media, que trataban de cubrir todas las zonas de esa diócesis tan dilatada, para ofrecer a los hijos de aquellas familias la posibilidad de una elevación cultural, tras la cual vienen, por lo general, todas las demás elevaciones. Yo veía que se frustraba todo esto. Frente a ello, un panorama incierto, cuya incertidumbre se me hacía a veces más sombría, al recibir ciertos documentos escritos, e incluso llamadas, a los que yo no podía, ni debía contestar, porque yo no era más que el obispo de Astorga y los temas a que esos escritos se referían no tenían por qué ser recogidos por mí, hombre de obediencia. Eran otros los destinatarios, aunque a mí se me enviaran. Pero yo procuré que llegasen a quienes tenían que llegar.
Y así fue desenvolviéndose, a lo largo de ese tiempo, un proceso que en lo que se refiere a su culminación externa, terminó ayer. En lo que pueda referirse a las derivaciones internas que tiene marcadas la conducta de los hombres, no sabemos cuándo pueden terminar, en un sentido o en otro. Yo ahora no me refiero a nada concreto. El proceso a que ahora estoy refiriéndome es el de nuestra convivencia. Aquí empezó ayer. Dios quiera bendecirla. Dios quiera darnos a todos, a todos, a mí el primero, serenidad, humildad, caridad, observación real de hechos, personas y casos; obediencia, sentido de colaboración, honda fe, y aceptando también, ¿por qué no?, las cruces que tengan que llegar, porque forman parte de nuestra vida sacerdotal.
Solicito vuestra colaboración en todo #
Así es como me presento ante vosotros, solicitando ya de una manera más íntima y particular vuestra colaboración en todo, y dispuesto a ofrecer la mía, en la seguridad de que lo único a que yo aspiro y deseo es caminar juntos como hermanos; porque el reconocimiento de esta fraternidad que nos une no es obstáculo de ningún género para el mantenimiento de otras responsabilidades que nos obligan a todos en el ejercicio de nuestros cargos, a mí el primero en el ejercicio del mismo, sobre la base de una hermandad que se funda en ese sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo, que es el que todos nosotros llevamos. Los demás matices no significan obstáculo para la mutua inteligencia y el amor recíproco. Por el contrario, enriquecen las perspectivas dentro de las cuales nos movemos, para que este sacerdocio desarrolle, por parte de unos y de otros, con la máxima fecundidad, todas las posibilidades que el Señor tiene previstas en los planes que Él ha trazado respecto a cada uno de nosotros.
Estas posibilidades son siempre limitadas. ¡Ay de aquél que quiera considerarse redentor del mundo! No ha habido más que una Redención: la de Jesús. Y nuestra misión es aplicar humildemente esa redención, con la fuerza que Él nos ha dado, para manejar en todo momento, con la delicadeza que hay que hacerlo, valores que no son nuestros, sino que son suyos. Él sabe por qué ha de acompañarnos siempre, a lo largo de nuestra vida, el misterio de la propia limitación en el afán que tenemos de colaboración al Evangelio, cuando quisiéramos tantas veces, no por vacuos triunfalismos, ni por ansias de dominio espiritual que el mismo Evangelio no aprueba, sino sencillamente por un mayor y más puro servicio al Señor, quisiéramos –digo– poder ofrecerlo algún día al mundo entero. Al fin y al cabo, fue el mundo entero al cual miró Dios, al crearme, Jesucristo, al redimirme.
Estas limitaciones con las que hay que contar, nos harán mucho bien, porque pueden movernos en todo momento a una virtud indispensable de los apóstoles del Evangelio: la humildad y el recurso a Dios Nuestro Señor, dejando en sus manos, una vez que hemos hecho nosotros todo cuanto podamos, lo que corresponde a sus designios, casi siempre secretos para nosotros.
La necesidad del Concilio #
Con esta humildad, habremos de referimos en nuestro trabajo común a ciertas tensiones que existen hoy, las cuales constituyen tema frecuente de nuestras conversaciones, no ya de ahora, sino de hace tiempo. Precisamente porque estas tensiones existían, ha habido necesidad de convocar un Concilio, en el cual los hombres de la Iglesia hemos trabajado todo cuanto hemos podido, cada uno dentro de nuestra misión, para señalar unos caminos que permitan suavizar, disipar estas tensiones existentes. Porque la tensión en sí no es mala; es señal de vida. Como la fiebre en un organismo es también señal de reacción; pero cuando la fiebre se prolonga demasiado, mata, y cuando la tensión continúa indefinidamente, esteriliza. Y por eso es necesario que dentro de la Iglesia, como dentro de todas las organizaciones sociales, pero mucho más en la nuestra, en cuya vida interna corren constantemente las fuerzas pacificadoras de Dios Nuestro Señor, es necesario que hagamos los esfuerzos precisos para que esas tensiones no continúen, ni demasiado tiempo, ni inútilmente. Sería ello perjuicio para todos. Voy a enumerar ahora algunas. Simplemente, me refiero a ellas con una referencia momentánea y fugaz, en espera de que pueda hacerlo con cariño, con compenetración espiritual, con más detenimiento en fechas posteriores.
Hay en la Iglesia de hoy una tensión entre autoridad y obediencia #
Hay, en primer lugar, en la Iglesia de hoy una tensión entre autoridad y obediencia. Es cierto. No conozco ningún sacerdote que niegue la necesidad de una autoridad y que rechace el noble sentido de la obediencia. Lo difícil es acertar a combinar los límites dentro de los cuales tienen que conjugarse una y otra fuerza. Porque las dos son fuerzas necesarias. Todos, probablemente, hemos equivocado nuestros caminos más de una vez, y desde hace tiempo, como consecuencia de fenómenos particulares de la historia y de la vida actual, en nuestra Santa Iglesia se necesita prestar una mayor atención a esa necesaria armonía entre las dos fuerzas indispensables. El hecho es que se han puesto los fundamentos para prestarla, en el Concilio, y ahora se inicia la solución. ¿Cuál es? La del diálogo. Yo no rehuiré nunca jamás el diálogo; lo he buscado siempre con mis sacerdotes, en la forma y dentro del grado que es posible a un obispo cuando tiene que tratar con quinientos o seiscientos sacerdotes, con 400.000 almas o tres millones, aquí. Es necesario; y dentro de ese diálogo aparecen la buena voluntad, el lúcido consejo, el entendimiento sereno y el propósito noble por parte de aquellos que servimos a una causa que está por encima de todos nosotros: la de la Santa Iglesia de Dios.
Siendo así, ¿por qué no vamos a dialogar? Tendremos que examinar juntos los problemas. Y en ese diálogo se expone con sinceridad y leal sentir el propio pensamiento. Esa es la responsabilidad del que dialoga. Alguien al final tiene que decidir, si es que surgen divergencias, porque una sociedad en la que nos pasáramos la vida dialogando, estaría condenada a la ruina desde el momento en que el diálogo se iniciase. El diálogo necesita desembocar forzosamente en la toma de unas decisiones que sirvan para gobernarnos a todos. Ojalá fuéramos los hombres –también los sacerdotes, que somos hombres de pensamiento y de acción, sin dejar de ser ministros de Dios– tan felices, por nuestra cultura, por nuestra experiencia de la vida, por nuestro sentido espiritual, por la serenidad de nuestro temperamento, de coincidir siempre, después de unos minutos, unas horas o unos días de diálogo, en las decisiones que hay que tomar sobre tal o cual problema. Decidir por encima de ellas y marcar un camino lo impone la vida misma. Y esto tiene que hacerlo la autoridad; señalarlo como responsabilidad y como servicio. Así entiendo yo el diálogo. Hablando antes todos los que tienen que hablar, con sentido de responsabilidad, examinando los problemas hasta el fondo de los mismos, comprometiéndose con lo que uno dice, razonándolo bien, no dejándose llevar de impresiones, ni de sentimientos personales que acaso acaricia uno con excesiva frecuencia. Pero después de hecho este examen, aceptando también, con la lealtad propia de hombres de buena voluntad, con el íntimo sentido que corresponde a un sacerdote de Dios, la decisión que se toma, no por afán de imponerla, sino por necesidad de tomar una, aunque sea a veces desacertada, aunque sea limitada: siempre lo será de algún modo, pero siempre será necesaria para seguir caminando. Y así irá disipándose esta tensión en la cual hoy nos encontramos. Esperar que pueda disiparse del todo sería concebir esperanzas exageradas para este mundo. No es de hoy, sino de ayer y de siempre, el hecho de que aun entre los mismos que acompañan al Señor, los que le acompañaron más de cerca, aparecieran divergencias. Flotan entonces sobre la superficie de nuestras almas las virtudes necesarias para que esas diferencias de criterio se ofrezcan con humildad como pequeños obsequios al Dios a quien servimos.
Fijeza dogmática y adaptación doctrinal #
Otra tensión que existe hoy es entre la fijeza dogmática y adaptación doctrinal, del mensaje de la Iglesia. Tampoco es de hoy. Hoy se ha precipitado y se ha puesto como de más vigoroso relieve ante los ojos. Creo yo que una de las causas de este fenómeno, aparte de los motivos internos, que siempre existen, por lo cual hacía alusión a que en todo instante ha habido esta necesidad, desde el momento en que hay que presentar los dogmas a la mente de los hombres; creo, digo, que hay un fenómeno externo a esta motivación, muy particular, de nuestro tiempo. Es un fenómeno interesante, muy enriquecedor, pero dotado también de una gran capacidad de perturbación para el que no tiene las bases de su mentalidad y de su espíritu seria y profundamente organizadas.
Me refiero al fenómeno cultural de la que podríamos llamar, con una palabra poco exacta pero expresiva, la información. Quizá de treinta a cuarenta años a esta parte vivimos inmersos en un mundo que respecto a estos asuntos es radicalmente distinto del anterior. Antes, al no existir los medios de información tan poderosos que existen hoy, el hombre, aun en las ciudades grandes, podía caminar más sereno y con su espíritu más templado. Eran minorías las que regían el pensamiento y llegaba, con calma y serenidad, la fuerza de las ideas a la mente receptora de los que eran sus destinatarios normales. Hoy no sucede así. Hoy hay un cruce y entrecruce continuo, masivo, explosivo, tremendamente vital; hermoso, desde luego, pero sumamente peligroso, como todas las fuerzas cuando se desencadenan, de ideas, de pensamientos, de anhelos, de ideologías, distintas en la religión, en la política, en la filosofía, en la cultura, y de continentes. Ya no es sólo Europa, es América, es Asia.
Todo está al alcance de la mano, todo nos llega, todos hablamos y sabemos; todo esto, en un hombre noble, intelectual por vocación, apóstol por esencia, como es el sacerdote, forzosamente le solivianta, diríamos, y le produce, como consecuencia de esta luz cegadora en muchas ocasiones, un afán vivísimo, que es noble, muy noble, de adaptar los principios de esa doctrina fija y exacta a la mentalidad del hombre que llega hasta el sacerdote, no precisamente bajo tal o cual fisonomía como antes, sino con una fisonomía variadísima, múltiple, procedente y derivada de este hecho sociológico de nuestra vida moderna. Se explica, por consiguiente, el que exista este afán por la adaptación doctrinal, que a veces no acierte del todo a lograr esta síntesis necesaria entre dogma, que tiene que permanecer inconmovible, y la expresión del mismo, que precisamente por ser un acto de amor al hombre al que se le ofrece, ya no se atiene fácilmente a la rigurosidad esquemática de un esfuerzo intelectual, porque le envía mucho más allá. Y se produce una nueva tensión. Entonces ¿cómo hay que vencerla? Con mucha reflexión, con mucha prudencia en el que dice y escribe, con mucha serenidad, para no dejamos perturbar con facilidad por impresiones momentáneas, que acaso después no tienen sólida consistencia.
Será necesario, por consiguiente, que haya en nuestra diócesis grupos de sacerdotes que de cara a ese afán pastoral realicen estudios y divulguen y hagan cuanto sea preciso para hacer conocer a los demás los nobles esfuerzos que otros, de unas y otras partes, vienen haciendo, siempre bajo la luz de un magisterio que no ha sido clausurado: el de la Santa Iglesia de Dios, por fidelidad a la cual y por amor a la misma, nos movemos en esa lucha y en ese esfuerzo.
Tensión entre sacerdotes de distintas edades #
Otra tensión, por ejemplo: la que se da entre clero joven y el que ya no lo es tanto. Situado en las fronteras de una edad en que no puede uno llamarse viejo, pero que ha empezado a dejar de tener derecho a ser considerado joven, pienso mucho en este problema. Es penoso observar con qué facilidad se producen tensiones entre nosotros por este motivo y con qué facilidad también se adoptan posturas extremas por parte de unos y por parte de otros, cuando aquí, como en todo, tenemos que esforzarnos por hacer la síntesis necesaria. Si la vida entera es síntesis, queridos sacerdotes, ¿por qué vamos a negarla en algo tan delicado y tan complejo como es la acción sacerdotal? Una planta que crece en el campo, una espiga, necesita de la tierra para crecer; dadle solamente tierra, y se seca. También necesita agua; le dais solamente agua, y se ahoga. También necesita luz; le dais solamente luz y se quema. Tiene que producirse una síntesis de fuerzas nutritivas, gracias a las cuales brota una espiga. Y esto es así en todos los fenómenos de la vida, en la vegetal, en la vida animal, en la vida intelectual y en la vida pastoral. Es la síntesis la que tenemos que hacer, siempre con esfuerzo y con amor.
Esfuerzo; he ahí la dificultad. Y por eso, muchas veces se rehúye este esfuerzo necesario, porque es más cómoda una postura extremosa en un sentido o en otro. De los jóvenes, los que no lo somos tanto tenemos que aceptar muchas cosas que ellos traen. Ellos, de los demás, tienen que recibir muchas fuerzas que ya no tienen, porque no están sujetas a ensayos ni a experimentos, porque se sabe que dan un resultado positivo. Cuando se habla sistemáticamente, por ejemplo, de la juventud de hoy –y ahora ya no me refiero solamente al clero joven, no, sino en general a la juventud–, y se dice: esa juventud inconformista tiene derecho a serlo, es una rebeldía contra una vida insincera, y un mundo en el que se han padecido muchas frustraciones; esto ha producido una necesidad de cambiar estructuras que avanzan los jóvenes, trayéndonos nuevos horizontes; dejémoslos, hay que bendecir ese inconformismo. Cuando se habla así, yo lo aceptaría con tal de que el que hablara confesase a continuación que su lenguaje estaba haciendo concesiones a la retórica. Se podría aceptar, porque no hay necesidad de bendecir el inconformismo; aceptar lo bueno que late dentro de eso, más queinconformismo habría que decir anhelos de una perfección mayor. Sean así los jóvenes en la sociedad de hoy, y entonces estamos todos de acuerdo: anhelosos de una perfección mayor.
Es necesario aceptar con humildad las propias limitaciones #
Este lenguaje es más comprometido, porque para hablar de perfección es necesario, empieza por ser necesario, aceptar con humildad las propias limitaciones, y entonces ya lo que tiene el inconformismo de sano y de bueno entra dentro de ese anhelo de perfección. Pero si se emplean las otras palabras, se corre el peligro de pronunciar música grata a nuestros oídos, sin poner la atención en las causas hondas de nuestro malestar. Los mayores, queridos sacerdotes nuestros, tienen –o tenemos si es que a mí me consideráis también mayor que vosotros– defectos, no por ser mayores, sino por ser seres humanos. Es nuestra condición, la de las propias limitaciones; es la secuela de los pecados capitales, empleando un lenguaje que hoy no es grato al mundo moderno, pero que están ahí y tienen una solidez inconmovible.
Esos pecados y esas limitaciones se manifiestan en los que no son tan jóvenes como vosotros, bajo cierto aspecto. En vosotros, jóvenes, se manifiestan otros que proceden también de los mismos pecados. ¿Por qué hemos de agrandar la separación, hablando de una diferencia de generaciones, como si cada uno representase un mensaje evangélico distinto? Es el mismo mensaje de Dios el que llevamos. Vosotros empleáis, quizá, en nuestra predicación, unos términos distintos. Los ofrece la literatura religiosa moderna. Esos términos serán viejos dentro de poco, como consecuencia natural del mismo progreso en la doctrina y en la exposición que de ella han de hacer continuamente los que tienen la capacidad de pensar en la Iglesia de Dios, ¿A qué levantar idolatrías, cuando al único que tenemos que adorar es a Dios Nuestro Señor, con ese lenguaje, con esas inquietudes, con ese afán, con todo ese hervor que os agita y que os domina? Cultivadlo, sí, pero llenos de serenidad intelectual.
Lo mismo los mayores. No tienen por qué reprochar –perdón, no tenemos por qué reprochar– sistemáticamente a estos jóvenes los afanes con que vienen queriendo romper un inmovilismo en nuestra práctica pastoral, que nos ha hecho mucho daño. Quizá no acierten ellos del todo a abrir los caminos. Por ello, no nos neguemos a dialogar ni unos ni otros, porque si falta la caridad, falta todo. Así puede logarse la síntesis necesaria, entre el esfuerzo de unos y de otros, para servir mejor a la Iglesia, que es lo que el mundo de hoy está esperando de nosotros.
Todos unidos, porque todos vamos en la misma barca, la Iglesia #
Así podría seguir enumerando otras tensiones diversas, a las cuales no quiero ya referirme, para que este acto no se prolongue demasiado. Es el primer contacto que tengo con vosotros y, como podéis comprender, las jornadas de estos días han sido demasiado fatigosas y me encuentro cansado. Rogad por mí para que pueda hacer, siempre obediente a las órdenes del señor Arzobispo y unido con vosotros, una labor provechosa para el bien de la diócesis y de la Iglesia. Barcelona, esta diócesis de Barcelona, tiene que dar un ejemplo a todos. Tiene mucha categoría, en su clero y en sus hombres, para que pueda permitirse el lujo de perder energías y fuerzas en pequeñas cosas, que no tienen porqué dividirnos. Esta tradición, la cual invoco, no simplemente por nostalgia del pasado, ni por hacer ahora un saludo grato a vuestros oídos; esta tradición de la Iglesia de Barcelona, tan fuerte y tan digna y con tantas cosas en que habéis dado ejemplo, tiene que actualizarse hoy, yendo todos unidos, tiene que dar ejemplo este clero a Cataluña y a España. Todos unidos, porque vamos todos en la misma barca, y si se hunde, nos hundimos todos. La barca no es más que la Iglesia de Jesucristo Nuestro Señor; en las demás no nos hemos puesto a remar. Nos dejamos guiar únicamente por ésta, la barquilla del Señor, a la cual tenemos que aplicar, todos, nuestras manos.
Yo os invito a todos, sacerdotes del clero secular y del clero religioso, mayores y jóvenes, párrocos y vicarios, cabildo de la Catedral, señores profesores del Seminario, sacerdotes de la Curia, a todos, a caminar de ahora en adelante íntimamente unidos con sinceridad para decirnos las cosas, por el procedimiento de la caridad y el respeto, y con el mejor deseo, por parte de todos, de reflexionar sobre aquello que tenemos que decirnos, para después adoptar todas las medidas. Están ahí esa juventud del mundo del trabajo y de la Universidad, esos inmigrantes de todas las regiones de España, ese problema de la enseñanza religiosa que no acabamos de acertar a orientar debidamente, todo ese conjunto de la predicación de la palabra sagrada, para que no prediquemos más que de Dios, sólo de Dios, pero de tal manera que despertemos en el corazón de los hombres la fe y la esperanza. Tantas y tantas cosas como nos esperan para unirnos, nuestras manos y nuestros brazos en un abrazo común.
A eso se reduce todo nuestro esfuerzo: a iluminar el mundo estando en él, sin contaminarnos por él #
Vamos a hacerlo con humildad y sin jactancia, queridos sacerdotes, pero con honda gravedad y con conciencia muy fuerte, muy viva de nuestra misión sacerdotal: esa misión, la que se señalaba allí en esas palabras del Evangelio que nos han sido leídas, y que ya no son de ningún pobre obispo de este mundo, sino de Jesucristo Nuestro Señor, esas palabras en que Jesús ora para preservar del mundo a sus apóstoles, aunque tengan que continuar en el mundo. A eso se reduce todo nuestro esfuerzo, a iluminar el mundo estando en él, sin contaminarnos por él. Y para eso, siempre mirad con elevación, y con la máxima altura posible en nuestro espíritu, unidos con Dios, con Jesucristo, con nuestra devoción sacerdotal, con nuestra piedad honda, con nuestra oración consciente y seria, en la cual ejercitemos todos los días la humillación de nuestra inteligencia para aceptar el ministerio de la fe. Si vamos así día tras día, podremos avanzar, y el avance no consistirá en reuniones espectaculares. Cuando hagamos reuniones será para sentir el gozo comunitario de la fe, pero no para triunfalismos que no son necesarios buscar.
Yo marcharé pronto, para después volver. Os agradezco a todos vuestra presencia aquí, como agradezco a todos su presencia ayer. No creáis que me alteran las manifestaciones multitudinarias, y que mi espíritu se deja perturbar por una explosión entusiasmada de un día, en el cual era lógico que se produjera. Sé valorarlas, sé captar matices y me doy cuenta de muchas cosas. Dejémoslas estar, dejémoslas estar. Que nuestras almas se conozcan, que trabajemos empezando a amarnos desde el primer día, y Dios Nuestro Señor hará lo demás. Dios os bendiga.
A las religiosas #
Estoy poniéndome en contacto con las fuerzas más vivas y poderosas, espiritualmente hablando, de la diócesis de Barcelona, contacto que tuve con todo el Pueblo de Dios, reunido aquí, en la mañana de mi presentación; después, al hablar al clero y religiosos; más tarde, a las asociaciones de apostolado seglar; hoy por la mañana, a los seminaristas. Ahora con vosotras, con quienes estoy en deuda más que con nadie, porque sois las almas más generosas. Creo poder decir que habéis sido, en virtud de esa generosidad, las que habéis ofrecido más oraciones a Dios Nuestro Señor para facilitarme los caminos que en algún momento me parecieron difíciles hasta llegar aquí. Muchas gracias; Dios os bendiga.
Vengo, además, de una diócesis que se distingue entre las de España por el número de vocaciones religiosas. Yo las he cultivado cuanto he podido y abrí mis brazos para recibir a todas las congregaciones que allí quisieran llegar, con la doble finalidad de que hiciesen el bien que les fuese posible sobre las almas que allí vivían, y a la vez para que recibiesen vocaciones que fácilmente encontraban en aquellos pueblos, villas y pequeñas ciudades de la vieja cristiandad astorgana. Según una estadística que hicimos hace tres años, actualmente viven, esparcidas por el mundo, 2.400 religiosas procedentes de aquella diócesis. Yo tenía todo el afán de que en los pueblos, grandes o pequeños, se establecieran obras diversas llevadas por vosotras, con el fin de realizar ese bien que podéis hacer al servicio de Dios y fortalecer cada vez más, en lo que de mi esfuerzo de obispo dependiera, las congregaciones religiosas que allí podrían ir a nutrirse.
Amo tanto estas vocaciones y estas almas entregadas a Dios, pienso que es un servicio tan eminente a la Iglesia el que hacemos los obispos y sacerdotes al facilitar todo cuanto esté de nuestra parte para que haya muchas y muy selectas vocaciones religiosas, que ahora, al encontrarme aquí con vosotras, tantas como sois, con tantos y tan diversos hábitos, ya no pienso en los límites de aquella diócesis que dejé, ni en los de ésta en que ahora me encuentro. Veo en vosotras, gracias a esta diversidad que se aprecia, algo así como la universalidad de la Iglesia; todas dispuestas a hacer el bien y a servir al Señor, por los caminos por los que esta Iglesia vaya abriéndose y marcándoos los diversos oficios en los cuales podéis realizar la consagración y la dedicación total de vuestra vida. Ya no hay límites, no; no hay más que la universalidad de la Iglesia de Dios.
Para que sirvamos con eficacia a esa universalidad, en este momento en que hago mi presentación ante vosotras, incapaz de daros lecciones más provechosas, que, si está en mi mano darlas, las dejo para otro momento en que pueda encontrarme con más fuerzas, quiero, sin embargo, ofreceros algún pensamiento que os sirva de meditación, si no para hacerla en este instante, para que podáis realizarla en el recogimiento de vuestras propias casas.
La finalidad del Concilio, la mayor santidad de vida #
Mirad, queridas religiosas, la finalidad única del Concilio ha sido, como ha dicho repetidamente Su Santidad el Papa, como se ha afirmado en los documentos conciliares, promover una mayor santidad en la vida de los miembros de la Iglesia. Esta ha sido la finalidad última del Concilio. Poner el acento únicamente en cambios externos, significaría cometer un error funesto que nos traería amargas consecuencias.
No se trata de realizar cambios; los que se hagan, se harán en función de esa finalidad, a la cual tiende el Concilio con su afán de renovación de la Iglesia, renovación a base de una santificación más viva de todos sus miembros.
Se ha hablado mucho, por ejemplo, de Juan XXIII, el Papa de la bondad y la sonrisa que convocó el Concilio; se ha comentado muchas veces y se ha repetido, no sin satisfacción, aquel gesto que él tuvo, cuando, antes de que el Concilio se abriera, al preguntarle un Cardenal de la Santa Iglesia qué es lo que se proponía, se levantó de la mesa, se dirigió a la ventana, la abrió y dijo: «Con el Concilio lo que yo pretendo es esto, que entre aire fresco en la Iglesia».
Se ha repetido mucho esto, y aquellos a quienes les gusta pensar resbalando sobre la superficie de las cosas, se han detenido exclusivamente en lo que tenía este gesto de apertura de una ventana y han dicho: que entre aire fresco. Pero a veces lo han dicho con tal afán y tal intención que parece que buscaban –quizá sin darse cuenta, porque si no habría que juzgarles de otra manera–, no aire fresco, sino un aire helado y glacial que sirviera para deshacer muchas de las plantas que había en la Iglesia de Dios. Y eso no lo pretendía Juan XXIII. El mismo que quiso que entrara aire fresco es el Papa que rezaba las tres partes del rosario, que continuamente rezaba jaculatorias como una pequeña colegiala de vuestros colegios; el que hacía meditación continua sobre el misterio de la Iglesia, siempre respirando amor, porque en su alma no cabía más que eso, amor a la Iglesia y a Dios. Y como éste lo tenía tan fuertemente arraigado, su amor a la humanidad no perdía la esencia de su entera espiritualidad, que le guiaba en todo momento como hijo de la Iglesia que era y como Vicario de Cristo, al regirla en la misión que tenía que desempeñar. Era evidente para él que el propósito del Concilio había de ser promover una vida de santificación en la Iglesia.
He visto a Padres conciliares de muy diversas nacionalidades, tendencias, edades, hábitos y costumbres dando ejemplos maravillosos en la Basílica del Vaticano durante estos cuatro años, con constante sacrificio por su parte, movidos exclusivamente por el ideal de demostrar su amor a la Iglesia y su sacrificio por ella hasta caer, como cayó alguno, muerto en la escalinata cuando se dirigía una mañana a la acostumbrada sesión conciliar; su salud quebrantada no le había impedido llegar hasta allí, simplemente por amor a esa Iglesia de Dios a la cual había servido toda la vida. Los he visto en otras ocasiones, en momentos en que se debatían cuestiones que para algunos de ellos podían parecer desconcertantes, hundir su frente entre las manos y ofrecer la incomprensión momentánea que sufrían como un obsequio espiritual de su alma generosa a Dios Nuestro Señor. Y he visto a otros, que en alguna ocasión solemne en que el Santo Padre quiso reforzar con más vigor doctrinas que el Concilio ciertamente ya había tocado, relativas a María Madre de la Iglesia, pero que él quiso vigorizar en la expresión que le dio y que a ellos les pareció en algún momento que podían ser obstáculo para los propósitos ecumenistas que con celo apostólico les movían, retorcer su voluntad y su juicio, levantar su mirada al cielo y decir: «Turbati sumus, sed Petrus dixit», estamos conturbados ante esto, pero lo dice Pedro y obedecemos con gusto.
Todas las constituciones y decretos conciliares, si se analizan profundamente, lo que pretenden es esto: facilitar los caminos de la unión con Dios a través de Jesucristo. Y bajo esta perspectiva general tenemos que examinar todo el esfuerzo y todo el valor de esa documentación preciosa. Aun los documentos aparentemente más extraños a esta finalidad, cuando se examinan atentamente, se ve que es eso lo que buscan. Esos decretos sobre ecumenismo, sobre religiones no cristianas, que han podido parecer en algún momento extraños a una mentalidad que no estaba acostumbrada a mirar de frente horizontes tan amplios, lo que buscan es liberarnos a los cristianos de obstáculos sociales que habían ido naciendo en el decurso de la historia y que si estaban justificados como consecuencia de acontecimientos que tuvieron lugar un día, no lo estaban ya tanto, a medida que las condiciones del mundo eran distintas; y, por lo mismo, había que facilitar algo que sólo con la caridad podía entenderse: el diálogo y el examen, en concordia y con paz y amor, de aspectos de vida doctrinal y de práctica religiosa en que pudiéramos entendernos algún día, empezando ahora por amarnos un poco más los que éramos hermanos separados, lo cual es ya un esfuerzo de santificación.
Y en los documentos sobre la vida sacerdotal, sobre obispos y la vida de la diócesis, ¿qué se respira? Si hasta en el lenguaje de estos documentos del Concilio Vaticano II parece como que se desprende un perfume espiritual y una unción evangélica que no era costumbre encontrar en textos de la teología católica, porque más bien parecían vertebrados con una densidad y un rigorismo doctrinal, más aptos para la reflexión del cerebro que para la vida del corazón, y sin embargo, en estos documentos del Concilio se respira una tierna piedad, y por todas partes se adivina algo así como elefluvio maternal de la Iglesia que busca a sus hijos, en losdiversoscampos, aspectos y propósitos en que se mueven, para hacerles entender mejor la necesidad de la unión con Jesucristo.
Santificación de las almas: esto es lo que el Concilio ha pretendido. Su Santidad Pablo VI lo ha dicho después repetidas veces. Habrá que examinar atentamente junto a los documentos conciliares, los discursos pontificios de cada sesión, los de apertura, los de clausura, y los que acompañaron y siguieron a cada una de las sesiones en los cuatro años que ha durado el Concilio. Y también las alocuciones pontificias, que el Papa ha ido teniendo, con una constancia ejemplarísima, a lo largo de este tiempo y a la cual sigue entregado todavía en muchas ocasiones, cuando se pone en contacto con grupos diversos de fieles o con personas más calificadas dentro de la vida de la Iglesia, como podéis ser vosotras mismas, las religiosas, cuando os habla a diversas congregaciones, órdenes religiosas, etc. Él dijo recientemente: «el Concilio no ha pretendido cambiar las doctrinas, lo que ha pretendido ha sido cambiar los ánimos». Las doctrinas no se cambian; las que ha promulgado el Concilio pertenecen a la Tradición de la Iglesia; lo que ha hecho ha sido presentarlas de una manera más accesible, extrayendo de ellas toda la jugosa riqueza que contenían, para facilitarlas mejor a la contemplación y al examen meditativo y atento de sus hijos. Lo que el Concilio ha querido cambiar es el alma y el corazón, haciendo que todos cuantos en la Iglesia nos movemos, vayamos respirando un amor más puro y generoso a Dios Nuestro Señor, a Cristo y a la Iglesia.
Las crisis que se presentan en la vida religiosa #
Siendo esto así, se comprende que en un primer contacto del arzobispo que viene aquí a ayudar al venerable prelado que dirige los destinos de la diócesis, en su primer contacto con estas almas consagradas a Dios, merecedoras de toda nuestra atención, de nuestra más profunda gratitud, de nuestro estímulo más vivo y generoso para cuidar de todo cuanto hacéis y realizáis, en un primer contacto que es el que yo estoy teniendo con vosotras, lo que trate de deciros esta tarde sea esto precisamente: que os esforcéis por asegurar los caminos de esa santidad a que estáis llamadas. Sólo así podréis vencer las crisis que se presentan en vuestra vida. Estas podrían agruparse en tres categorías: crisis de la obediencia, crisis de la afectividad y el sentimiento, crisis de la aparente frustración apostólica de muchos esfuerzos que generosamente realizáis.
En cada una de esas situaciones vuestra alma puede sentir perturbaciones que podrían inquietaros. Solamente unas brevísimas palabras para ofrecéroslas, ojalá que como un bálsamo que pueda purificar y aliviar la inquietud que en algún momento podáis sentir, cuando, en vuestra marcha de seres humanos por este camino de sacrificio y abnegación, os encontréis con alguna de esas crisis.
Primera: Crisis de la obediencia. ¿A quién no se le presenta? Todos de alguna manera tenemos que obedecer, incluso los que viven en el mundo. Pero –es lógico– particularmente vosotras, las que habéis hecho voto de obediencia, más de una vez no encontráis a vuestro alrededor, sea cual sea la categoría y el estado en que os movéis dentro de la congregación a que pertenecéis, la comprensión necesaria para que esa obediencia resulte más fácil y más llevadera. Podría presentarse esa crisis en el momento más inesperado de vuestra vida. Si acaso no ha hecho ya presencia en ella, estad prevenidas, contad con ella, puede aparecer en el horizonte. Para entonces: ¡Iglesia de Dios!, ¡amor a la Iglesia!, no esperéis nunca que todo sea perfecto a vuestro alrededor, ni las súbditas ni las superioras. ¡No es posible! Y por lo mismo, al ejercitar la obediencia, hay que contar de antemano con incomprensiones que la hacen más difícil sí, pero también más hermosa. Daos cuenta en esos instantes, de que vivís sumergidas en este misterio de la Iglesia al que yo me refería el primer día que hablaba aquí: misterio de obediencia en que aparece Jesucristo, el Hijo de Dios, hecho obediente por nosotros hasta la muerte y muerte de cruz. Sólo mirando ese horizonte grandioso de la Iglesia de Dios en que todo se justifica, incluso lo que no comprendemos, puede uno salvarse airosamente, en sus crisis espirituales, de la tentación que se le presentará en esas horas en que la obediencia se hace más difícil.
Segunda: Crisis de la afectividad. No tiene por qué extrañar a nadie. Aparece para que sea más viva la oblación. Pero ya sabéis las palabras que el documento conciliar os dirige. Al hacer estos votos, el alma consagrada lo que busca es liberarse de impedimentos que podían estorbarla en su adhesión más plena y más pura a Dios; cuando aparecen esos momentos difíciles estáis trabajando para conseguir una mayor libertad; y no hay libertad en la tierra que no cueste muchos esfuerzos. Ser libre es lo más grandioso que puede alcanzar un hombre; serlo en el orden espiritual nos acerca a la santidad; serlo a base de una identificación plena con Dios nos sitúa ya en las perspectivas de un Reino que no es de este mundo. ¿Cómo no va a costar y a exigir esfuerzos, duros muchas veces, el vencimiento de lo que el corazón nos pide? Sed generosas en esos instantes y no os dejéis perturbar por lo que aparece momentáneamente invencible; es la hora, no de la esclavitud, sino de la libertad; vuestro corazón en esos momentos está subiendo hacia los cielos y es algo así como un avión que despega y que tiene que hacer un esfuerzo para que después navegue ya, sobre el océano, con un vuelo tranquilo. Esta es la tarea de la religiosa, dominando sus sentimientos de mujer, para ofrecérselos con más pureza y con más dedicación a Dios Nuestro Señor.
Tercera: Crisis de la aparente frustración de vuestras energías apostólicas. A veces os preguntáis para qué sirve lo que hacéis. Es tanto el campo que se ofrece a vuestro alrededor, tan duro y tan difícil; vemos tantas almas alejadas, tan terrible desconocimiento de Cristo que decimos: yo aquí, en esta clínica, con estos enfermos, con estos niños pequeños, con estos ancianos, con estas niñas en el colegio, ¿qué hago? ¿Es eficaz mi labor? ¿Justifica esta tarea la dedicación plena de mi vida que yo hice a Dios Nuestro Señor? ¿Está justificado este esfuerzo? Formar profesionalmente a las jovencitas, educarlas cuando parece que en el mismo momento y hora en que hemos protegido a una, otras cientos se nos van de las manos… Todo esto, dentro de estas reglas, de estas constituciones, de estas normas, de estas costumbres propias de mi congregación, en la que parece que estoy esclavizada, todo esto ¿merece verdaderamente la pena de que yo, año tras año y día tras día, tan oscuros como son muchos días de nuestra vida, siga realizando esta tarea? ¡Ah, religiosas queridas! Sí, sí, merece la pena que sigáis cada una en vuestro puesto; no hay frustración de ningún esfuerzo apostólico cuando se hace con ese espíritu generoso y con esa dedicación total a Dios Nuestro Señor. Vosotras no le veis muchas veces, como tampoco vemos nosotros el resultado último de nuestros esfuerzos evangelizadores al predicar la palabra de Dios, en los templos, en las calles, o donde sea, pero no hay ningún sacerdote, consciente de su misión y afanoso de cumplirla dignamente, que no se haya encontrado más de una vez en la vida para consuelo suyo, con algún alma desconocida, que si no con palabras, con la mirada de sus ojos, ha sabido decirle, con un lenguaje que solamente entiende el espíritu, que estaba agradecido de aquello que un día le oyó, aun cuando esa persona sea totalmente desconocida e incluso no entre en la Iglesia de Dios. ¡Cuántas almas se salvarán al final de su vida, aunque aparentemente están lejos, merced a la semilla, al esfuerzo, a la caridad espiritual, al ejemplo, al sacrificio de que fuisteis junto a ellas testigos, vosotras, en vuestra labor abnegada, en los diversos campos en que habéis estado trabajando! No lo dudéis nunca jamás, queridas religiosas.
Para mantenerse incólume en estas crisis es necesario fortalecer vuestros pensamientos, no estar únicamente pendiente de impresiones superficiales. De ahí la conveniencia de que os reunáis en vuestras casas de acuerdo con las normas que os da la propia congregación a que pertenecéis, y luego conjuntamente, unas y otras congregaciones, sobre todo en ciudades tan populosas como ésta, para examinar unidas los esfuerzos que realizáis y acertar con los mejores medios. Porque ciertamente, hay que ser obedientes, ciertamente hay que ofrecer toda la expansión del corazón a Dios Nuestro Señor, ciertamente hay que seguir firmes en el esfuerzo apostólico que hagamos, pero ello no nos dispensa de estudiar e investigar los métodos más adecuados, para que la obediencia, aunque siga siendo difícil, sea cada vez más digna, más luminosa, para que atraiga nuestras almas y despierte en ellas un estímulo y como un deseo de entregarnos a lo que ella exige. Cierto que tenemos que dominar el corazón, pero tampoco estamos dispensados de realizar el esfuerzo necesario en las congregaciones religiosas, para que los sentimientos nobles tengan la manifestación legítima que pueden tener, trayendo al alma la noble compensación que la humana naturaleza necesita, viviendo unas y otras con santa y pura caridad entre vosotras mismas.
Lo mismo que en la otra crisis, en la de la frustración aparente de los esfuerzos apostólicos, aunque hemos de permanecer firmes, convencidos de la validez sustancial de cuanto antes se hacía, debemos examinar con el mayor detenimiento posible los métodos de nuestro trabajo y abrir nuevas iniciativas para que podamos ser más eficaces servidores de este mundo que nos espera.
Por ejemplo: yo pienso que no está lejos el día en que para ciudades tan grandes como ésta, en las cuales es imposible que la voz del sacerdote llegue a todas partes, haya que ponerse a pensar en la conveniencia, e incluso necesidad, de que centenares y aun miles de almas religiosas, e incluso de seglares bien capacitados, puedan enseñar la palabra de Dios por barrios, calles y hogares, para hacer que de esa manera llegue más fácilmente al corazón de los hombres lo que de otra manera no puede hacer llegar un sacerdote. Habrá que pensar mucho, discurrir procedimientos, capacitarse muy bien –desde luego con todo eso contamos, como condición indispensable–; pero no es posible mantenernos simplemente a la expectativa, cuando vemos tantos peligros como se ciernen hoy sobre las almas. Es necesario discurrir y adelantarnos con una imaginación dotada de vuelo apostólico, para salir al paso de esas dificultades que, cuando se dejan mucho tiempo, hacen que se levanten muros de terrible separación entre el alma del pueblo y nosotros, que queremos servir precisamente a ese pueblo, sirviendo a Dios.
Nada más, queridas religiosas. Sirva este primer contacto, que esta tarde iniciamos y que ojalá ya no se interrumpa nunca, para establecer este anhelo común de que haya muchas vocaciones religiosas, muchas almas consagradas que vivan el ideal de santidad, tal como la Iglesia nos pide que lo vivamos.
El mundo, hoy también, aunque parezca tan frío y tan angustiado, se conmueve cuando asiste al ejemplo de una vida santa. Todas las demás cosas, él las tiene con abundancia; pero esa juventud alocada, a la cual vosotras mismas conocéis, y en la que no todo es locura, porque sigue habiendo también mucha generosidad; esos hombres que en su vida de familia, padres y madres de familia, matrimonios agobiados continuamente por la urgencia en los quehaceres domésticos o del sacrificio de sacar adelante a sus hijos; ese mundo de los trabajadores, con el cual estáis en contacto algunas de vosotras en obras diversas de colaboración apostólica, todos ellos cuando ven en vosotras un ejemplo vivo de santidad sincera, empiezan a comprender mejor lo que es el rostro de la Iglesia y comienzan a encontrar la paz que parece faltarles. De Jesús se nos dice que empezó a hacer y enseñar. Es la hora de las obras, más aún que la de las palabras. Tenemos que dar testimonio con hechos vivos; esos hechos son luz y este mundo que está tantas veces en tinieblas, no se resiste nunca, cuando se encuentra con la hoguera ardiente del testimonio que pueden ofrecerle vuestras vidas generosamente entregadas.