Artículo publicado en el número especial que la edición oficial de L’Osservatore Romano en lengua española editó en febrero de 1983, pp. 76-77, con motivo de la visita del Papa Juan Pablo II a España en octubre y noviembre de 1982.
Durante el pasado mes de octubre se ha conmemorado en algunas publicaciones periódicas el vigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Han aparecido comentarios explicablemente apresurados y más bien superficiales. No hablo de las revistas especializadas, en las que, sin duda, han visto la luz estudios más detenidos y profundos.
En los que yo tengo presentes cuando escribo, aparecidos concretamente en España, no faltan apelaciones a las esperanzas que suscitó la convocatoria del Concilio y el desarrollo del mismo, ni dejan de ser frecuentes las afirmaciones que revelan una cierta desilusión ante los logros alcanzados.
El tema es de tal magnitud que justifica todas las reflexiones que puedan hacerse y que han de seguir haciéndose en el futuro. Convendría, sin embargo, tener en cuenta que el Concilio no ha intentado nunca –ni podía hacerlo– crear una Iglesia nueva, sino fijar, como dijo Pablo VI, una nueva psicología de la Iglesia, lo cual es muy distinto. Dentro de esa nueva actitud no se podía renunciar a nada de lo que la revelación y la tradición nos habían entregado en depósito.
Por eso extraña un poco en esta clase de comentarios que sus autores se dejen guiar tanto por los anhelos subjetivos o de grupo –lo que ellos querían y esperaban– para medir los resultados, que en todo caso han de tardar mucho tiempo en lograrse, y se dejen guiar muy poco, ya que apenas hacen referencia alguna a ello, por lo que el Concilio proclamó de hecho, de lo cual forma parte una inmensa serie de afirmaciones sobre tantos aspectos de la vida de la Iglesia de los que no se podrá prescindir jamás si la Iglesia tiene que seguir siendo una e idéntica a sí misma. ¿O es que era cierto esto lo que estorbaba a los aludidos comentaristas?
En estas circunstancias de coincidencia con ese aniversario, se ha producido la visita pastoral del Papa Juan Pablo II a España. ¿Qué ha significado esta visita?
Reafirmación del Concilio #
Tanto en la doctrina predicada como en el talante espiritual de cercanía y aproximación al pueblo, o en el comportamiento práctico de respeto a todos, de repetida afirmación del carácter puramente religioso de su visita y a la vez de intrépida proclamación de la fe en que venía a confirmarnos, el Papa ha sido el eco actualizado de ese Concilio que ha querido abarcar en su solicitud pastoral a la Iglesia y al mundo, al hombre que cree y al que anhela creer sin saberlo, al pueblo de Dios y a los que están llamados a serlo.
Cuando se clausuró el Concilio, aquella mañana del 8 de diciembre de 1965, en la plaza de San Pedro, se fueron leyendo los mensajes que la magna asamblea dirigía a los gobernantes, a los hombres del pensamiento y de la ciencia, a los artistas, a las mujeres, a los trabajadores, a los pobres, enfermos y a todos los que sufren, a los jóvenes.
¿Qué ha hecho ahora el Papa en España sino colocarse en la misma actitud para dirigir su palabra, llena de humildad y fortaleza, a los teólogos, a los hombres de la ciencia y la cultura, a las familias, a los jóvenes, a los obispos, a los sacerdotes, obreros, etcétera?
Todo ello con infinita paciencia y mansedumbre, sin excluir a nadie, sin ofender, sin herir, sin alzar la voz, como no fuera para repetir el no que la Iglesia ha pronunciado siempre, desde sus orígenes, siguiendo su obligación de defender la vida, don de Dios Creador, o el amor y los deberes conyugales, sin los cuales la familia se pulveriza, o los derechos de los padres a transmitir a sus hijos el sentido de la existencia que sus conciencias rectamente formadas estiman que es lo mejor que pueden ofrecerles.
Y en cuanto a las enseñanzas vertidas día tras día en esas agotadoras jornadas que ha vivido entre nosotros, ni una sola deja de ser versión auténtica o aplicación autorizada de lo que el Concilio nos dejó en sus constituciones y decretos. ¿En qué discurso u homilía no se oye el rumor del aula conciliar convertido al fin en llamada serena que el Concilio hacía a la Iglesia de nuestro tiempo para que sepa vivir en sintonía con las necesidades del mundo de hoy? Tantas apelaciones a la dignidad de la persona humana cuando el Papa ha hablado del trabajo, de la emigración, de la cultura y el humanismo, de la juventud no manipulada, de la familia. Tantas y tantas límpidas afirmaciones sobre la Eucaristía y el sacerdocio, y la necesidad de la purificación y penitencia, la virginidad de María y el lugar que esta excelsa Madre de Dios y de los hombres ocupa en la Iglesia de Cristo…; tantos ruegos y tan cálidas recomendaciones a los obispos, a los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los misioneros, los seminaristas, los apóstoles seglares…; tantas manifestaciones de amor y de ternura con los niños, los ancianos, los enfermos, los espontáneos corresponsales que le han escrito contándole sus aflicciones y buscando una palabra de consuelo…, o las dignas y respetuosas actitudes hacia las demás confesiones, cristianas o no; a la realidad social del turismo, a los hombres que militan en diversos campos políticos…, ¿no era todo esto, otra vez, el Concilio hecho voz que asumía todas las demás voces, en el hombre a quien Cristo ha puesto como pastor supremo de su Iglesia precisamente para servir al ministerio de la unidad?
Porque el Concilio fue, a la vez, doctrina e impulso apostólico del Espíritu, nexo con la tradición y punto de partida hacia adelante, servicio a la verdad revelada en Cristo y por Cristo y amor al hombre de hoy, diálogo y no abdicación, afán de que se abran las puertas a Cristo Redentor y nunca acomodación del Evangelio a la sabiduría del mundo.
Por eso puedo afirmar que la mejor conmemoración que se ha hecho de los veinte años de la inauguración del Concilio Vaticano II ha tenido lugar en España y ha consistido en la visita pastoral de Juan Pablo II a nuestra patria. Esto sí que ha sido recuerdo vivo, actual, serio y comprometido del mensaje conciliar, con la palabra, la oración, el sacrificio y la entrega.
Respuesta del pueblo #
Lo más notable, a mi juicio, de la acogida del pueblo de España al Papa, ha sido que, al deseo de verle, acompañaba –y cada día en aumento– el deseo de escucharle. Se comprende que quisiera verle porque ello suponía dar satisfacción a un anhelo fuertemente sentido que se lleva en el alma individual y colectiva, alimentado por siglos de veneración a la figura del Sumo Pontífice de Roma, habitualmente tan inaccesible y ahora tan cercana.
La originalidad de la respuesta estaba en el progresivo interés por escuchar lo que decía a todos, por poder rezar y cantar con él, por expresar cada vez más vivamente una misteriosa compenetración con su persona, con su palabra y con su alma.
Nadie se ha sentido halagado por él, sino a lo sumo, reconocido y estimulado; a nadie ha pedido disculpas, aunque con ningún grupo ha sido arrogante ni desconocedor de las dificultades que los que lo componen pueden sentir para permanecer fieles al mensaje que él predica; a todos alentaba, a todos abría caminos y a todos ha pedido fidelidad. Y seguían escuchándole fervorosamente cada vez más, hasta el punto de que entre los que se reunían en los lugares a donde llegó, los que le oían por radio o le veían por televisión, la mayor parte de la entera nación española parecía sentirse huérfana cuando vio que despegaba del aeropuerto de Compostela el avión que le llevaba a Roma. Y es que en él todos han visto que, efectivamente, era “testigo de esperanza”. ¡Y es tan necesaria esa esperanza para poder vivir!
Pero hay otros motivos que explican el hecho a que me estoy refiriendo. Debo exponerlos con brevedad.
La vieja y creadora tradición católica #
Detrás de ese pueblo que se agrupaba en torno al Vicario de Cristo están muchos siglos de fe y de amor a la Iglesia de Cristo. También de sufrimiento por amor a esa fe. Era lo que él mismo ha llamado “el alma católica de España”, la que salía del sepulcro en que iba quedando encerrada. Sigue siendo verdad que lo mejor de nuestra identidad como pueblo es todavía la hermosa fe católica, que, aparte de haber inspirado empresas colectivas jamás desdeñables, ha marcado con una cruz en el corazón, más que en la frente, el rumbo de la existencia de millones y millones de españoles. Y esto se lleva en la sangre. El Papa, hombre de nobles sentimientos y conocedor de la historia, lo sabía y no tuvo inconveniente –antes bien, le pareció de obligada justicia– en expresarlo y reconocerlo así. AI fin y al cabo lo que le traía a España como motivo más inmediato era clausurar el cuarto centenario de la muerte de una mujer a quien la espiritualidad del mundo católico se siente deudora, Santa Teresa de Jesús. ¡Con cuánta admiración y gratitud se ha rendido ante ella, y ante San Juan de la Cruz, y ante San Francisco Javier y San Ignacio de Loyola! Lo ha recordado mencionando a los antiguos teólogos de Salamanca, a los modernos fundadores –santos muchas veces– de congregaciones religiosas, que han servido a la fe católica en nuestros días con generosidad equiparable a la de los grandes evangelizadores de antaño.
Ausencia de ambigüedad #
El Papa lo sabía y el pueblo lo sabe también. Ha sido la nuestra una tradición creadora, nunca inerte y egoísta. Y casi estoy por decir que el Papa ha tenido la valentía de recordarlo cuando los demás nos sentimos acobardados para reconocerlo en lo que puede tener de estímulo e impulso de vida. Ahora esa tradición se encontraba con quien ha sido la fuente y la luz que la inspiró.
Ese pueblo católico, tan zarandeado estos últimos años por el vendaval de la confusión y de los reformismos sin sentido, pedía certezas, porque tiene derecho a pedirlas cuando cree en Jesucristo, que no ha venido a confundir, sino a proclamar que el que le sigue no anda en tinieblas. Y esto es lo que advertía en la predicación y en los ejemplos del Papa. Necesitaba el pueblo que se le ofreciera una catequesis con todas las verdades de la Verdad, no con la ambigüedad y el compromiso de las ocultaciones y los disimulos, las gradualidades interesadas y sistemáticas, los sustitutivos antropológicos y sociales, que no pueden jamás desplazar a segundo término el propósito fundamental de Jesús de Nazaret cuando empezó a predicar el Evangelio: Haced penitencia y creed al Evangelio (Mc 1, 15). Convertirse, sí, pero ¿a quién?, sigue preguntando el hombre que peca y que espera y que ama a pesar de todo. Y si no se le presenta al Dios rico en misericordia, con toda la plenitud con que se nos reveló en Cristo, no entenderá nunca la conversión, ni tendrá fuerzas para ello, ni sabrá por qué hay que convertirse y seguir amando en medio de tantas incitaciones que inducen a lo contrario. La conversión lleva consigo inevitablemente unas exigencias morales que nos apartan de los ídolos, los grandes y los pequeños; y, al tratar de acomodar la conducta humana a esas exigencias, se trabaja por el cambio social y por el desarrollo justo del hombre. Esto lo percibe el pueblo y anhela desde su alma naturaliter christiana que sea así, aunque peque mil veces y mil veces tenga que levantarse. Esta es la verdad sobre la que tiene que haber certeza. Lo demás, la ambigüedad y las medias tintas, el catolicismo fácil, placentero con el pretexto de que sea reconciliador, los mensajes al gusto del oyente, las interpretaciones acomodaticias y sutiles de las palabras de Jesús sobre el matrimonio y su indisolubilidad, sobre la pureza de corazón y de costumbres en el uso de la libertad, sobre la justicia y la paz en las relaciones humanas –es decir, sobre el amor a Dios y a los hermanos a la vez–, no puede sacar al hombre del pozo en que está caído cuando se abandona a sus fuerzas, ni ayudarle a atravesar el desierto. Lo más que logra esa ambigüedad es un tipo humano que se siente liberado por el Evangelio, pero simplemente para acusar a los demás, que lucha contra una dictadura para ayudar a que surjan otras peores, que suplanta con sus dogmatismos personales o de grupo los dogmas de la fe.
La palabra más repetida por el Papa en sus mensajes a España ha sido fidelidad, y al hacerlo así apuntaba a una profunda necesidad de nuestra condición de hijos de la Iglesia católica hoy y aquí. Digo aquí porque estoy hablando de nosotros los españoles, pero en realidad se trata de un problema de la Iglesia en todas partes. Porque puede existir la fe en términos generales, al mismo tiempo que escasea de fidelidad.
La fe significa creer. La fidelidad supone delicadeza, es una actitud más que unos actos, no cambia por cambiar, no permite excesivas confianzas en sí mismo, valora lo que otros han hecho para conservar la fe y propagarla, atiende a los ejemplos de los santos y los auténticos doctores. Y en materia de doctrina y disciplina de la Iglesia reconoce que los que verdaderamente han contribuido a clarificarlas y hacerlas fecundas nunca han querido ser jueces de sí mismos, con lo que se da lugar a la arbitrariedad y la soberbia, sino que han aceptado lo que la santidad de la Iglesia y de sus miembros han proclamado como exigencias normales para mantenerlas en su sentido genuino.
Todo mejor dispuesto #
Este es el balance final de la visita del Papa a España. No puedo decir más porque ni los hechos lo permiten ni las dificultades existentes para la evangelización hoy dejarán de surgir. Pero todo ha quedado mejor dispuesto para el trabajo conjunto del pueblo de Dios.
El Papa ha despertado nuestra conciencia católica y ésta se ha manifestado con gozo y coherencia. Ha invocado nuestra tradición y ha reconocido la vitalidad actual de la Iglesia en España. Ha dicho que confía en ella y que espera mucho de la comunidad católica de España. Y todo se ha hecho como había que hacerlo: buscando él al pueblo y acudiendo el pueblo a él. Con cánticos, con oración, con alegría. Han sido muchos los que le han aclamado y han querido escucharle. ¿Qué tiene que ver esto con los llamados triunfalismo vacuos y exhibicionistas? El ha hecho lo que puede hacer: visitarnos, llamarnos y pedirnos una vida propia de discípulos de Cristo en nuestro tiempo.
Lo demás nos corresponde a nosotros. Ahora empieza el trabajo, y es en este sentido en el que digo que todo queda mejor dispuesto gracias a lo que él nos deja. Ni nos confunda el entusiasmo pasajero de unos días ni nos paralicen las reticencias y los parcialismos de programaciones pastorales desenfocadas o menospreciadoras de esas claves luminosas que han brillado en la predicación y la acción apostólica del Papa.
¿Que hoy se da el fenómeno del pluralismo religioso, cultural, político, como no se daba antes? Nadie ha hablado con más sinceridad que él de lo que ello implica y de la necesidad consiguiente de mantener la propia identidad. ¿Que existe en gran parte de nuestro pueblo una fe poco consistente y fácilmente expuesta a los vaivenes del sentimentalismo y el apasionamiento tantas veces contradictorio? Por eso ha llamado la atención a los catequistas y educadores, a las familias y a los apóstoles seglares, a los obispos y sacerdotes, sobre la necesidad de una catequesis permanente y adecuada que ayude a pasar a los fieles, en cuanto es posible, de la minoría de edad en la reflexión sobre la vida cristiana a la de adultez que dan la instrucción, el conocimiento y la práctica religiosa fiel y ordenada.
Los discursos y homilías de Juan Pablo II en España podrían ser un excelente libro de teología pastoral práctica para nuestra Iglesia de hoy. Y con esos textos, todo lo demás que haya que añadir. Pero nada sin ellos ni contra ellos.