Esta conferencia se pronunció en el Colegio del Arte Mayor de la Seda, de la Ciudad Condal, en diciembre de 1968. Se reproduce el texto publicado por la Editorial Balmes, Barcelona 1969.
La época inmediatamente anterior al Concilio.
Sombras en la Iglesia de hoy #
Al ofreceros mi saludo cordial y respetuoso, me es muy grato recordar aquella ocasión, ya lejana, en que por primera vez, hace catorce años, me puse en contacto con vosotros.
Fue en la Cuaresma de 1954, cuando, invitado por los directivos de este Colegio del Arte Mayor de la Seda, vine desde Valladolid para pronunciar las conferencias de Moral Profesional y cuestiones de vida cristiana, editadas después por vosotros.
El tiempo ha pasado, y al encontrarme ahora aquí como prelado de la diócesis, obediente a los designios desconcertantes de Dios, sigo recordando con gozo aquel primer encuentro en que me ofrecisteis pruebas de una bondadosa atención, convertida en adhesión sincera más tarde, en momentos difíciles que todos conocéis. Lo he agradecido profundamente, por lo que vuestras personas y familias representan en Barcelona y por lo mucho que significa en la tradición barcelonesa vuestro Colegio del Arte Mayor de la Seda.
Ya entonces nos preocupábamos, si os acordáis, de proyectar la luz de la reflexión cristiana sobre el mundo profesional y social en que se desarrolla vuestra vida. Porque no son de ahora los grupos de seglares católicos que han tratado de vivir la armonía entre su fe y las exigencias de la misma. Siempre han existido. Si ahora hablamos más de ello, debemos agradecerlo al Concilio Vaticano II, que con la riquísima doctrina de sus documentos nos ha impulsado a todos a ser cada vez más consecuentes, en nuestra exigencia práctica, con lo que nuestra fe proclama. Pero la exigencia estaba ahí, en el Evangelio. Está desde siempre. Y nunca han faltado en la Iglesia de Dios voces, esfuerzos y actitudes que han intentado reconocerlo así y vivirlo.
¿Hubiera sido mejor no celebrar el Concilio? #
Nos encontramos hoy ante un panorama en la vida de la Iglesia que preocupa hondamente. A veces parece que más bien el horizonte se encuentra dominado por las sombras en lugar de la luz y, sin embargo, yo voy a hablaros de sombras y de luces, porque pienso que un cristiano que tenga fe nunca puede dejarse abatir por el pesimismo y en ningún instante su mirada debe contemplar solamente aspectos negros. Si fuera así, algo esencial fallaría en la vida de la Iglesia, que es la presencia de Cristo en la misma, del cual brota siempre la luz forzosamente.
Pero hay turbación en el momento actual y la hay precisamente como consecuencia no querida de este fenómeno grandioso, de importancia trascendental en la vida de la Iglesia, que es el Concilio Vaticano II. Hasta tal punto, que muchos se preguntan hoy, comparando la situación actual de la Iglesia con la anterior al Concilio, si no hubiera sido mejor que no se hubiera producido tal hecho, y haber seguido viviendo en aquella paz, real o aparente, que disfrutaban los espíritus.
Mi respuesta es la siguiente: suceda lo que suceda hoy, tenemos que bendecir a Dios por haberse celebrado el Concilio Vaticano II y hemos de llenar nuestro corazón de esperanza, y no limitarnos a lamentaciones estériles e inoperantes, sino hacer todos un esfuerzo de reflexión para explicarnos los hechos que están sucediendo y comprenderlos dentro del misterio de la Iglesia, tomando cada uno las determinaciones que nos corresponda tomar. En este orden de cosas, me parece fuertemente ilustrativo referirles lo que yo mismo oí al Santo Padre, en la audiencia que tuve con él recientemente.
Él, como Pastor Supremo de la Iglesia y como hombre que recoge en su corazón y pensamiento todas las preocupaciones del momento actual, sufre más que nadie, pero, sin embargo, su esperanza no se ha abatido un solo instante. «Yo esperaba –me dijo– que después del Concilio habría en la Iglesia un momento, sí, de mucho trabajo, de un esfuerzo inmenso por parte de todos, pero con paz, con una paz que desde el primer momento haría resplandecer el rostro sereno de la Iglesia que hemos querido descubrir en el Concilio; pero no ha sido así». Citó unas palabras del Evangelio: Inimicus homo hoc fecit. Es la parábola del trigo y la cizaña; ha venido el enemigo y, por la noche, ha sembrado la cizaña entre el trigo. «Esto es obra del demonio –dijo–, es obra del demonio. Por todas partes aparecen grupos de agitación y actitudes inconcebibles hace nada más que tres años, pero, sin embargo, no debemos nunca desesperar. Nos salvará lo que siempre ha salvado a la Iglesia de Cristo: los santos, la santidad. Hay que hacer una labor de profundidad en los espíritus, por ahí buscar la sana reacción, la cual vendrá únicamente del contacto interior de las almas fieles con Cristo nuestro Señor, que es quien rige a la Iglesia». Y lo decía con lágrimas en los ojos.
Con esto quiero daros a entender que, en efecto, existen motivos de preocupación, pero que no debemos asustarnos ni dejarnos vencer por una cobardía prematura, sino reaccionar con humildad y con propósito de vivir las exigencias de nuestra fe en un intento serio de aspirar a una vida más cristiana y más santa.
Dividiré mi intervención en dos partes. En la primera, la que corresponde a esta noche, intentaré describir la situación actual, pero examinando las causas y raíces de donde ha brotado. En la segunda, mañana, hablaré de los criterios que, a mi juicio, debemos mantener y que yo expongo, como obispo de la diócesis, a un grupo de fieles, los cuales tienen la bondad de venir a escucharme, igual que lo hago en otras partes, a medida que voy disponiendo de tiempo y de facilidad, en medio de las preocupaciones y los trabajos incesantes de mi cargo.
Así, pues, como primer punto de reflexión de esta noche, quiero ofreceros una síntesis de lo que era la época anterior al Concilio; es muy necesario tenerlo en cuenta para empezar a explicarnos los hechos. ¿Qué panorama nos ofrecen el mundo y la Iglesia en los cincuenta años, más o menos, inmediatamente anteriores al Concilio?
La Iglesia afectada por la situación del mundo #
He aquí algunos datos que no se pueden olvidar:
1º. Dos guerras mundiales, en esos cincuenta años, que trastornan las bases de la convivencia humana en nuestro tiempo. La guerra del 14 al 18 y, después, la del 39 al 45. En ese cortísimo espacio, dos guerras mundiales que traen como consecuencia, no solamente el drama inmediato de quienes sufren en su carne y en su sangre, sino el cambio de estructuras fundamentales en el orden político y social, en casi todo el mundo.
2º. La cultura, en esos cincuenta años, alejada de Dios. Las grandes universidades y focos culturales de Europa y de América, en la ciencia, el arte, la filosofía, etc., van construyendo una civilización de la que, reconozcámoslo, cada vez está más ausente el sentido de Dios. De cuando en cuando se alzan voces aisladas de un filósofo, de un pensador que siente el vacío angustioso de la sociedad sin Dios y lo proclama así; pero la gran fuerza que construye el edificio de la cultura avanza sin conexión alguna con el hecho religioso.
3º. Los cristianos, por nuestra parte, divididos en distintas confesiones: católicos, protestantes y ortodoxos, frente a un mundo que iba borrando fronteras y que en el aspecto técnico y en todas las manifestaciones de la ciencia aplicada y aun del pensamiento especulativo, iba acercándose cada vez más; desgarradoramente divididos y desconociéndose unos a otros.
4º. Los grandes avances tecnológicos que se producen a partir de la guerra mundial última y el acercamiento político de grandes núcleos de pueblos en estructuras supranacionales, etc., hubieran permitido acariciar la idea de una cada vez más estrecha unión de los espíritus. Pero las influencias anteriores y las secuelas de la guerra dejaron mortalmente heridas la fe y la esperanza. Derrotado el nazismo alemán, quedaron también vencidas las almas de tantos y tantos que habían acogido sus concepciones filosóficas, políticas y religiosas, y fuera de pequeños núcleos de católicos y protestantes, en la inmensa mayoría del pueblo germano, un amargo escepticismo invadió las conciencias. Paralelamente el comunismo ruso, triunfador en un área geográfica extensísima, combate despiadadamente el sentido cristiano de la vida, y, con la más tiránica de las persecuciones, deja sin defensas a los pueblos conquistados.
5º. Hicieron su aparición nuevas naciones, sobre todo en África, el «Continente de la esperanza», como había sido llamado por Pío XII; pero, a la vez, con la independencia, brotaron reacciones contra las antiguas potencias colonizadoras y contra el cristianismo, que, a través de ellas, había sido introducido, como si fuera también un vestigio colonial. Recordad, por ejemplo, los sucesos del Congo con respecto a Bélgica. En la India, soberana de sus destinos, la minoría cristiana era y es desconsoladoramente escasa. El arabismo musulmán adquiere tal violencia que, desde Egipto, se convocaba a una cruzada en las universidades árabes para difundir la religión musulmana por toda África y hacer que desapareciera rápidamente todo vestigio cristiano. Luego, la China comunista, con sus setecientos millones de habitantes y su poderío estremecedor. En el otro continente, junto al gigante norteamericano, el drama de toda Iberoamérica, con sus problemas sociales terriblemente difíciles y explosivos.
6º. Por último, para no alargar demasiado esta enumeración, señalo también como fenómeno inquietante para la vida religiosa y moral de los pueblos «el cambio que han experimentado las comunidades locales tradicionales, como la familia patriarcal, el clan, la tribu, la aldea, otros diferentes grupos y las diferentes relaciones de la convivencia social…» (GS 6). Las grandes concentraciones urbanas de las zonas industriales, la irrupción de los medios de comunicación social y el movimiento incontenible de las grandes corrientes migratorias han trastornado violentamente las formas tradicionales de la vida de millones de hombres, dejándoles desprovistos de toda asistencia religiosa eficaz frente a la avalancha opresora de los nuevos condicionamientos a que quedaban sometidos.
Los españoles vivíamos aislados #
He aquí, solamente enumerados, algunos rasgos de la situación en que el mundo iba haciéndose, o deshaciéndose durante estos cincuenta años inmediatamente anteriores al Concilio. Era legítima la preocupación de la Iglesia por estar presente en ese mundo que progresaba sin ella o contra ella. Era legítima y justificada, y por eso ya Pío XII había pensado en la celebración de un Concilio Ecuménico; y aun de Pío XI se sabe que había manifestado también su intención sobre lo mismo. Lo que pasa es que nosotros, católicos españoles, sobre todo a partir de la última guerra mundial, hemos vivido, por motivos perfectamente explicables y al alcance de todos, muy recluidos dentro de nuestras fronteras, y, como en nuestro sistema político el sentido religioso católico de la vida no tenía dificultad alguna para manifestarse, no percibíamos bien la gravedad del drama. En nuestras familias, en las escuelas y colegios, en la prensa y las publicaciones, en la legislación que se iba promulgando, todo aparecía inspirado o queriendo inspirarse en un ideal de cristiandad católica. No vivíamos ni en extensión ni en profundidad la gran tragedia espiritual del momento. Por eso nos resultó extraño, cuando llegó el Concilio, que, por boca de obispos de todo el mundo, aparecieran expuestos con tanta gravedad los difíciles problemas que agitaban la conciencia de Europa y de otras naciones de América y del resto de la tierra.
El Concilio era necesario #
a) Grandeza y decadencia de Pío XII. Ahora bien, todo esto demuestra que el Concilio era necesario. La Iglesia no podía quedarse a solas con su llanto, de brazos cruzados frente a un mundo que caminaba hacia un porvenir tan incierto. Por otra parte, dentro mismo de la Iglesia se sentía también la necesidad de grandes cambios. Recordemos la gran figura del Papa Pío XII, que sube al trono pontificio en el año 1939. En muchos de nosotros el recuerdo de su persona y su actuación despierta admiraciones sin límites. No se puede olvidar la gran profundidad interior de aquel hombre, todo corazón y pensamiento, que arrebataba a las muchedumbres de todos los países que iban a escucharle en la Basílica de San Pedro; que conmovía al mundo con los mensajes de Navidad y con sus discursos sobre los temas más dispares. Cuando murió, dijo de él el presidente Eisenhower: «Desde hoy, el mundo es más pobre». El magisterio de Pío XII ha sido tan extraordinario que se necesitarán muchos años para ser apreciado suficientemente. Pero, ¿qué ocurrió? A partir de su enfermedad primera, en el año 1953, Pío XII decayó notablemente. Su estilo de actuar y gobernar había sido siempre muy personal y propio, hasta el punto de que en una ocasión llegó a decir que él no quería colaboradores, sino ejecutores. Este modo de actuar, en un hombre cuyas facultades disminuían progresivamente, es muy peligroso. Los asuntos ya no se resolvían con la oportunidad deseada. Tampoco existían los equipos de trabajo necesarios con la suficiente autonomía. Y problemas muy importantes de la vida de la Iglesia, como manifestó más tarde el Cardenal Tardini, se aplazaban indefinidamente, o no eran expuestos el Papa, para no abrumar más a un hombre fatigado, que sucumbía rápidamente. Esto hizo que cundiese el malestar y se hablase de la necesidad de reformar la Curia Romana.
b) La decisión de Juan XXIII. Muere Pío XII en el año 1958 y adviene Juan XXIII, el hombre de corazón sencillo, que no se detiene ante nada. Sus gestos y decisiones, tan suyos, conmueven y despiertan deseos de hacer lo mismo; pero, lo que en él era válido y acertado, podía ser un desatino en los demás. Muchos de los que le recuerdan y tratan de imitarle se olvidan de su piedad profundísima, de su sentido de la obediencia, casi de niño, de su fe ardiente. Lanza la idea del Concilio y es acogida con gozo por el mundo entero: señal de que era necesario.
Empieza la consulta a obispos, universidades, órdenes religiosas; y contestan, unos y otros, con miles de sugerencias sobre los temas que convenía tratar: dogmáticos, doctrinales, disciplinares, morales, litúrgicos. Todas las cuestiones que se han tocado a lo largo de las etapas conciliares están indicadas y señaladas en la consulta hecha: otra señal de que el Concilio era necesario.
c) Dos mil obispos de todas las culturas. Cuando por fin comienza éste en 1962, se producen dos hechos muy significativos. Por una parte, los esquemas de los documentos, que habíamos de examinar, fueron rechazados, porque, a juicio de la mayor parte de los obispos, no respondían bien a los problemas planteados en la Iglesia. Por otra, sin que yo entre ahora a juzgar si fue para bien o para mal, la historia lo dirá, la Curia Romana perdió la dirección del Concilio, que creía tener asegurada.
Por primera vez en la historia, más de 2.000 obispos del universo aparecen allí representando a todas las culturas; esto no se había dado jamás en la vida de la Iglesia. En el Concilio Vaticano I, del siglo pasado, llegaron a reunirse 800 obispos, como máximo; en el de Trento, fueron 300. Ahora era el universo entero el que estaba representado allí y, aunque la fe es la misma, sin embargo, los problemas sobre los cuales esa fe tiene que hacer su iluminación son muy distintos. Piénsese, por ejemplo, en la diferencia de mentalidad, que lógicamente ha de existir, entre un país de fe tradicional y con un sistema político derivado de particulares circunstancias, como España, y otro, como Inglaterra, en que gran parte de los católicos militan en el partido laborista y, por consiguiente, mantienen contactos estrechos con el socialismo.
Este choque de mentalidades, aspiraciones y deseos de iluminar los problemas temporales, que cada obispo vive, según su mundo y su cultura, forzosamente tenía que producir tensiones muy fuertes, con las cuales no se había contado. Y donde hay tensiones, aparecen las luces y las sombras. Siempre ha sido así. Datos, observaciones, contrastes, anhelos, esperanzas y quejas, se acumulaban en el aula conciliar. Se daba también otro hecho singular: la presencia en el Concilio, aunque no como participantes, de los observadores no católicos, protestantes y ortodoxos. Esto era algo que venía a constituir una permanente acusación en el alma noble de ellos y de nosotros. Una vez más se llegaba a la conclusión de que el Concilio era necesario y que había que reformar muchas cosas.
d) Mayor iluminación en la doctrina y en la vida. Es distinto, por ejemplo, pensar en la Iglesia con el concepto a que antes vivíamos acostumbrados, la congregación de fieles católicos cuya cabeza es el Papa, lo cual es verdad, pero no toda la verdad, a vivir esa otra idea más rica y más vital de la Iglesia, pueblo de Dios, sociedad que avanza en el tiempo, cuerpo místico de Cristo, unidos todos los hombres por una misma fe, manteniéndonos con la fuerza de unos mismos sacramentos, con la esperanza del cielo, viviendo de una doctrina de amor, queriendo propagarla para que el mundo se ilumine, dejándonos guiar por las luces del Espíritu Santo y sometidos, a la vez, a la acción de un gobierno pastoral, suave, prudente, lleno de amor, el de la Jerarquía, que Dios ha puesto para cuidar de lo que es su viña santa, su campo labrado, su casa de familia.
Había que insistir en este nuevo concepto de Iglesia, como había que reformar gran parte del Derecho Canónico que se había quedado atrasado, y había que buscar un nuevo sistema de relaciones entre obispos y sacerdotes, para que las curias diocesanas no fuesen oficinas meramente burocráticas, y los sacerdotes, que al fin y al cabo tienen el mismo sacerdocio de Cristo que el obispo, sin merma de la autoridad que a éste le corresponde, participasen más vivamente y colaborasen con su opinión, con su consejo, con su iniciativa, en el gobierno de la Iglesia.
Había que reformar la vida litúrgica; comparemos una misa celebrada hoy, bien celebrada, digo, en lengua vernácula, con moniciones, explicando y entendiendo bien todo el sentido íntimo del Sacrificio, con lo que eran las misas de hace años, en latín, sin posibilidad de ser entendidas por muchos. Del mismo modo había que pensar en la relación entre Iglesia y mundo, establecer normas de más estrecha colaboración entre sacerdotes y religiosos, buscar el puesto que en la Iglesia tiene el laico bautizado, hijo de Dios, para que él también pueda aportar a la Iglesia toda la riqueza que posee. Había, sobre todo, que crear un clima nuevo sobre libertad religiosa y sobre ecumenismo; libertad religiosa, no en el sentido de que cada uno pueda hacer, frente a Dios, lo que le parezca, no, sino que la conciencia del hombre esté inmune de toda coacción de la autoridad civil o del ambiente externo y libremente dé su respuesta a Dios nuestro Señor.
Todas estas cuestiones, y otras muchas, pedían ser tratadas en un Concilio, y lo fueron, porque era necesario estudiarlas, aunque resultara incómodo. El 8 de diciembre de 1965, los obispos nos despedíamos en la plaza de San Pedro con lágrimas de emoción en los ojos, y emprendíamos el retorno a nuestras diócesis con gozo y humildad, creyendo haber prestado, en la medida de nuestras propias fuerzas, según lo que cada uno hubiéramos podido hacer, un servicio a la Iglesia de Dios y deseando llevar a nuestros fieles, en cada diócesis, la paz y el gozo que habíamos respirado. El Concilio se terminaba con aquellos mensajes a los intelectuales, a los gobernantes, a los padres de familia, a los artistas, a los pobres, tan impregnados de amor y de esperanza. El corazón de la Iglesia parecía latir con un ritmo nuevo que presagiaba un porvenir gozoso.
Las sombras de hoy #
Pero han pasado tres años, y la situación no es ésta. ¿Qué ha ocurrido? Enumeraré rápidamente algunos hechos lamentables que han acompañado al hecho del Concilio:
1º. Informacionismo escandaloso. La información sobre el Concilio ha hecho un bien inmenso, pero el informacionismo ha causado, ysigue causando, un daño terrible a la Iglesia. En gran parte de la prensa mundial se trató el tema del Concilio muchas veces buscando el sensacionalismo, tal como podría tratarse ahora la boda de Jaqueline y Onassis. Y cuando en el aula conciliar aparecieron tensiones y discusiones fuertes, lo cual es perfectamente normal, se lanzaban a los cuatro vientos noticias con frecuencia deformadas, que producían escándalo en muchas mentes débiles, yno faltaban quienes, al ver a los obispos enfrentados en la discusión de tal o cual cuestión, sacaban la consecuencia de que a cualquiera le era lícito atacar y combatir lo que le viniera en gana, en el orden doctrinal o moral. Se quería convertir la anécdota ocasional en tesis y norma ordinaria de actuación. Recuerdo, por ejemplo, el día en que el Cardenal Frings, de Colonia, en el aula conciliar, se levantó, en nombre de la Conferencia Episcopal Alemana, para hablar contra ciertos métodos que se seguían en la Congregación del Santo Oficio. Él lo hizo con clara firmeza, en un tono fríamente metálico, con absoluta y pacífica serenidad. El Cardenal Ottaviani, de vehemencia latina, le replicó en el acto, y protestó con viveza contra lo que acababa de oír. Esto era un simple episodio, sin trascendencia, pero para una gran parte de la prensa fue «el escándalo Ottaviani-Frings», «la gran polémica de dos cardenales», etc., con lo cual se desfiguraba el tono y el sentido exacto de las intervenciones de uno y otro, y se fomentaban fuera del aula conciliar las actitudes apasionadas e hirientes, que al amparo de los grupos de presión, que siempre existen, traspasaron con frecuencia los límites de la discusión y del decoro. Porque una cosa es que existan teólogos y pastoralistas de una y otra tendencia, y que defiendan las opiniones que estimen justas, lo cual contribuye al esclarecimiento de la doctrina, y otra muy distinta que aparezcan como parásitos del Concilio grupos y grupitos maniobreros, fanáticamente empeñados en defender sus puntos de vista mediante reuniones, lanzamiento de consignas, documentos firmados o anónimos, todo lo cual caldeaba los ánimos de muchas gentes y llegaba al gran público sembrando la desorientación y el confusionismo.
2º. Irenismo ingenuo. Se daba también el contacto con los hermanos separados. La Iglesia Católica había sido muy cuidadosa a este respecto, pero ahora ellos estaban allí, y empezó a producirse un trato cordial y respetuoso. Todos experimentábamos una sacudida espiritual al comprobar nuestros deseos de unión y de encontrar los caminos para realizarla. ¡Era tan hermoso orar juntos y pedir por la unidad! Pero no faltaron quienes, fuera del Concilio, empezaron a hablar y escribir con ligereza: «lo importante es unirse, sea como sea», «al fin y al cabo las diferencias no son tantas», «todos tenemos nuestras culpas», etc., con lo cual se fomentaba un irenismo inadmisible, que ponía en riesgo la doctrina verdadera y engendraba nuevas confusiones para el futuro.
3º. Exageraciones en la defensa.Luego, la resistencia al Concilio por parte de los que se consideraban fieles. Hubo, y sigue habiendo, grupos numerosos que se han opuesto a las doctrinas conciliares y a los propósitos de acercamiento al mundo, de ecumenismo, de reforma litúrgica, etc.; grupos que se consideraban guardianes celosos de la fe y han confundidolo sustancial con lo accidental. Esto ha irritado más a los otros, y ha hecho que aparezcan posturas extremistas de un lado y otro, cuyas consecuencias tenemos que padecer todos.
4º. Nueva psicología sin un nuevo Código. Se añade a todo esto la espera prolongada de las nuevas leyes. Gran parte del Derecho Canónico se considera hoy inactual, pero todavía no se ha publicado un nuevo Código, ni es posible hacerlo tan rápidamente. Nos encontramos como en un período constituyente. El Concilio ha creado una nueva psicología, pero no ha dado ni podía dar las nuevas normas y leyes que han de venir después. Y ha faltado la paciencia en unos y en otros. En unos, para esperar; en otros, para comprender. Hay quienes se lanzan a todos los excesos en la predicación, la liturgia, los consejos de orden moral, con una superficialidad inconcebible. Hay, por el contrario, quienes en seguida quieren que se fulminen anatemas y condenaciones, sin entender que hay situaciones en que sólo la experiencia permite obtener el acierto en las determinaciones que han de tomarse. Sucede con frecuencia que lo que hoy parece que debe prohibirse, viene después autorizado, como consecuencia de los estudios y reflexiones que se están haciendo. Lo que unos y otros deberían hacer es, ni anticiparse a obrar por su cuenta, ni querer condenar, mientras la Iglesia no condene.
5º. Resentimientos y audacias. Han aflorado además a la superficie de la Iglesia muchos resentimientos. Creo que éste es un fenómeno digno de atención por parte de todos. Somos hombres todos, y con muchos defectos. Los momentos de turbación son muy propicios para que la humildad desaparezca. Y todo el que lleva dentro de sí algún motivo de queja o de resentimiento contra sus superiores o las leyes existentes, lo expone, y defiende apasionadamente sus propios criterios. Y entonces, estas actitudes poco nobles, multiplicadas y favorecidas por una situación como la que describo, dan lugar a esa psicosis de semirrebeldía y de protesta, que hoy existe. Se han puesto al descubierto también, y se critican sin piedad, los defectos de la jerarquía y de los superiores. Se nos ataca por todos y por todo. Cualquiera, aun el más inepto, pontifica sobre lo que tenemos que hacer y decir. Se hacen en seguida afirmaciones como éstas: «La jerarquía no permite el diálogo, vive aislada, no está en contacto con el pueblo, es triunfalista». O bien: «Es necesario proyectar la luz del Evangelio sobre los problemas temporales; luego, la jerarquía tiene que hablar sobre los problemas existentes». «Que se comprometan los obispos; si no lo hacen, no cumplen con su deber». Y todos quieren que nos comprometamos según el gusto de cada cual y de cada grupo, no según el Evangelio. Cuando se hace, se agrada a unos y se desagrada a otros, y entonces, de un lado o de otro, viene una crítica continua, que, si se hiciera dignamente, no traería más que bienes, pero que, tal como se está haciendo, contribuye a un desprestigio sistemático, de lo cual sólo consecuencias funestas brotarán después. Defecciones, crisis de castidad y de obediencia, con publicidad escandalosa, frivolidad y precipitación en el hablar de tantos temas a la vez, tan explosivos y tan difíciles.
Las cuestiones tratadas en los documentos conciliares son de tal densidad teológica y social que requieren mucho tiempo de estudio y de asimilación, pero hoy un estudiante de bachillerato que ha leído un artículo en cualquier revista que comente uno de estos documentos, se considera capacitado para hablar sobre la Iglesia y el mundo actual, sobre la vida política, la economía y el orden social, la familia, etc. Cuestiones tan serias se despachan con cuatro frases que uno afirma, el otro repite, aquél las mutila, éste las corrige, el otro las amplía, los demás las comentan y el resultado es que ya no se sabe qué queda del Concilio de tanto como se manosean los textos conciliares por unos y por otros. Por añadidura, si aparece un documento del episcopado, y aun del Papa, queriendo orientar y dar luz, se le rechaza, se le contesta que cada cual tiene sus carismas, que la Iglesia es como todos, que el laico o el clérigo, o la religiosa, también tiene sus criterios, etc. Y cunde la indisciplina y la confusión, y se extienden las sombras. Ello es explicable por todo lo que vengo diciendo. Todos estos datos, lamentables, que han acompañado al hecho del Concilio y del posconcilio, están produciendo sombras. Por un lado, indisciplina; por otro lado, confusión doctrinal; muchas veces anhelos vivísimos de una religión más purificada, de una Iglesia más desprendida de todo; otras, junto a tales afirmaciones, hay agresividad y ataque, porque más que buscar eso, lo que se quiere es destruir otras instituciones, en relación con las cuales vive la Iglesia. Se oyen muchas voces, y no hay una orquesta bien dirigida, en la cual las voces se conjunten. Cuando uno quiere hacer un esfuerzo de dirección, muchos prefieren seguir cantando fuera o tocando ellos solos su propio instrumento. Y esto nos pasa hoy a cada obispo en su diócesis, y al Santo Padre con respecto a la Iglesia del mundo entero.
Son las sombras, explicables por toda esta marejada interior que se ha levantado y que tiene causas bien precisas. Pero también hay luces, y hemos de descubrirlas. Es necesario tener criterios claros y dejarnos guiar, aceptando lo que la Iglesia jerárquica puede decirnos, y aportando también nosotros nuestra propia reflexión serena y consciente de miembros del Pueblo de Dios.