Luz de las naciones, comentario a las lecturas del IV domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)

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Luz de las naciones, comentario a las lecturas del IV domingo del Tiempo Ordinario (ciclo B)

Comentario a las lecturas del IV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 2 de febrero de 1997.

La fiesta de la Presentación del Señor se celebra este año en este domingo, y es hermoso que toda la comunidad de creyentes podamos participar, como miembros de la gran familia cristiana, en el acto de la profunda piedad que realizaron María y José al presentar al Niño Dios a quien amaban, cumpliendo como buenos israelitas lo que la Ley mandaba. Puede ser muy rica esta experiencia.

Todos los hermanos unidos, sintiéndole a Él en brazos de María como luz de las naciones. Él, que aparece como el Hermano Primogénito, tendiendo a todos sus manos salvadoras. Es una fiesta entrañable. Los hijos de una familia son todos de la misma carne y de la misma sangre. Jesús es nuestro Hermano, el primero en todo. Él ha pasado por todas las pruebas y desde su nacimiento es ofrecido al Padre.

Qué bien si a la Misa asistieran todas las familias, las familias completas, conscientes de que están acompañando a Jesús niño, a María y a José, al anciano Simeón y a la profetisa Ana. Escuchamos las palabras de Simeón, epitafio solemne de una vida de esperanza, que se va a extinguir ya: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: Luz para alumbrar las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. José y María estaban admirados; y Ana, la anciana que pasaba su vida en el templo, daba gracias a Dios, y hablaba del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Es un cuadro delicioso. El Niño, humilde como si fuera uno de tantos, en brazos de María; ésta, la Madre, ofreciéndole al Padre, sumergida en unos sentimientos de obediencia y amor sólo superados por la hermosura de su mirada. José atento, vigilante, protector. Los dos ancianos, como enlaces del Antiguo Testamento con la Alianza Nueva, que ahora iba a comenzar. Malaquías había anunciado que el mensajero de la Alianza entrará en el santuario para establecer un nuevo pacto. Ahora se está realizando la profecía. El que entra es el Señor, a quien todos buscamos, el mensajero de la Alianza que deseamos. Nos refinará como refina la plata y el oro, y agradaremos al Señor.

¿Por qué nuestras familias no leen y comentan en el hogar los textos de la Misa de cada domingo, juntos padres e hijos? ¿Por qué no han de tener un poco, un poco más de cultura bíblica, para gustar mejor el rico manjar de la Palabra de Dios, y un poco más de formación litúrgica para acompañar y entender lo que cada domingo y cada fiesta va haciendo la Iglesia? ¿Qué hemos hecho o dejado de hacer para que tanta riqueza y tanta esperanza se nos pierdan en el camino y lleguemos a la ancianidad sin energía para ir al encuentro de Dios y sin fe para contemplar el horizonte, que Dios nos invita a otear?

A Simeón le vemos en esta escena como centinela, a cuyos ojos Dios ayuda para que pueda vigilar la aparición de la luz. En ese Niño pobre, traído por unos padres sencillos, que no pueden dar más que dos tórtolas, descubre la palabra, la luz, la vida del mundo. Es un anciano de corazón grande y generoso, que mira hacia adelante, al futuro de todos los hombres. Un anciano que habla de la aurora, que se abre, y que ve, en el atardecer de su vida, todo el nuevo horizonte que ya llega. Él ve la salvación. Su himno es un canto de adoración, de esperanza y de aceptación de lo que Dios da. También sabe de exigencia y de la espada que separará lo bueno de lo malo.

Sobre Cristo sólo puede haber un sí o un no, aceptarle o rechazarle. “El que no está conmigo está contra mí”. A María le anuncia que será Madre dolorosa. Una madre sin sufrimiento junto al hombre que viene a redimir al mundo, no sería madre de amor. Una espada le traspasará el alma. Pero no temamos, como decía la Beata Genoveva Torres, Dios nos ayuda.