Prólogo para el libro de Araceli Casans de Arteaga titulado «Cristina de Arteaga. Tras las huellas de san Jerónimo», 1986.
Escribo estas líneas en un antiguo y glorioso Monasterio de Jerónimos, el de Guadalupe, regido desde 1908 por los PP. Franciscanos de la Provincia Bética de España.
El monasterio, ya restaurado, permite al visitante de hoy admirar su grandiosidad arquitectónica, la belleza de sus claustros y jardines interiores, la armonía serena de su iglesia y sacristía incomparable. Tras la desamortización y la consiguiente dispersión de los monjes, había quedado abandonado y sometido a la depredación y la rapiña de manos avaras e ignorantes, que, junto con la acción devastadora del simple paso del tiempo y los accidentes atmosféricos, habían convertido el histórico monumento en un montón de ruinas.
El Arzobispado de Toledo, víctima también del despojo decretado o favorecido por las leyes, no pudo hacer otra cosa que conservar la iglesia y los objetos de culto, junto con la estancia en que vivieron como encargados de la Parroquia diversos eclesiásticos. Hasta que la Orden franciscana aceptó venir a vivir entre escombros, bien conscientes los frailes de que, siendo hijos de la pobreza, tendrían que ser los que allí habitasen más pobres todavía. ¡Cuántos y qué heroicos sacrificios, cuántos esfuerzos desinteresados y pacientes, qué perseverancia en las gestiones hechas llamando a todas las puertas, para impedir que nuevas ruinas cayeran sobre los restos que quedaban entre los muros enhiestos! ¡Cuánto amor a la Iglesia, a la historia de España y a la cultura para lograr lo que se ha conseguido!
¿Qué mejor evocación para escribir unas sencillas líneas de presentación de este libro, que nos ofrece la biografía de Sor Cristina de Arteaga, la M. Cristina?
Era muy necesario, porque no podemos dejar que se olvide a esta monja jerónima del siglo XX, de alma tan grande y generosa. La autora traza el perfil biográfico de la célebre religiosa con exactitud y abundancia de datos, para poder conocer sus itinerarios y sus empresas, sus amores y sus luchas, su entrega rendida a Dios y su servicio a la Iglesia, su capacidad ilimitada para atender a tantos requerimientos y a tantas esperanzas como fueron depositadas en ella. En un estilo depurado y sobrio se nos da a conocer, narrando unas veces y describiendo otras, el hermoso paisaje, en que se desenvolvió la vida de Sor Cristina. La autora dice que no trata de entrar en el análisis de las profundidades interiores de aquella alma excepcional. Pero, ¿no es cierto que la interioridad se refleja también, inevitablemente, en el comportamiento exterior y en las manifestaciones visibles de una vida, cuando a ésta la rigen la sinceridad y el amor?
La M. Cristina de Arteaga dejó su alma en sus palabras habladas y escritas, en sus manos, en sus miradas, en sus pasos, en su incesante ir y venir por tantos caminos para restaurar, purificar, elevar, crear… Llegó un día en la vida de aquella universitaria, de tan ilustre apellido, para quien todo eran triunfos más que promesas, en que, tras una ansiosa búsqueda de Dios, que tanto la hizo sufrir también físicamente, se decide a entrar en la Orden Jerónima. Lo hizo, siguiendo el consejo de quien con gran autoridad podía dárselo; y también consciente de que junto al amor de Dios y a Jesucristo, clave última de una vida consagrada, podrían ser satisfechos otros amores que bullían en su alma. Era una Orden de gran tradición española, que había prestado eminentes servicios a la Religión y a la patria; sus miembros se habían distinguido siempre por una espiritualidad centrada en la meditación de las Sagradas Escrituras y en la liturgia, por un amor grande al retiro silencioso e indispensable para la contemplación, y por una atención singular a las exigencias de la cultura antigua, y a la necesaria relación con los nobles empeños de la sociedad de su tiempo. En sus monasterios se cultivaron siempre las bellas artes, las humanidades y hasta la investigación científica.
No es extraño que Sor Cristina, tan ricamente provista de los conocimientos, que sus estudios le habían permitido alcanzar, y tan enamorada de Dios y de la Iglesia, se sintiera atraída por el ideal de vida y el amplio horizonte de posibles realizaciones, que se abría ante sus ojos, ahora simplemente presentidos por su rica sensibilidad, apenas entró en el monasterio de Santa Paula de Sevilla.
Después, años y años de entrega abnegada a la Orden, de trabajos sin fin para lograr la ansiada federación, de gestiones de toda índole para recuperar o reconstruir conventos, de viajes incesantes por toda España, de estrecha colaboración con lo que le sugerían o pedían desde la misma Santa Sede, de esfuerzos agotadores para elevar los niveles de formación y desarrollo intelectual y espiritual de las monjas, y el empeño particularísimo que puso en ayudar a la restauración de la Orden Jerónima en su rama masculina.
Sor Cristina se convirtió no sólo en la Madre de los conventos de la Federación, sino en la confidente y consejera y animadora de muchas religiosas de otras órdenes y congregaciones religiosas, que acudían a ella seguras de encontrar luz, consuelo y orientación. Oraba sin cesar, trabajaba sin descanso. Por su linaje aristocrático, del que nunca se envaneció, pues era encantadoramente sencilla y accesible a todos, por sus relaciones humanas y por su cultura, se le abrieron muchas puertas, que de otro modo hubiesen permanecido cerradas, y por todas entró para procurar el bien de los demás, olvidada de sí misma, y la gloria del Señor, como una santa Teresa del siglo XX, con quien tuvo tanto parecido.
Los últimos años de su vida, envejecido su cuerpo por enfermedades y dolencias, que con frecuencia ocultó, anhelaba ardientemente la paz silenciosa y los rayos de sol de su monasterio de Sevilla. No pudo lograrlo, porque de todas partes la llamaban. Y las cartas incesantes y las visitas y las consultas. Toda para todos.
Hasta que llegó el momento, en que ni siquiera podía escribir sus versos preciosos, que brotaron siempre de su finísima inspiración poética, como quejidos de amor al Esposo divino unas veces, como ráfagas llenas de luz sobre la grandeza y la miseria de las criaturas en otras ocasiones.
Era el ocaso. Se sentía fracasada, por no haber conseguido tanto como anheló. Pero no había tal fracaso. Atrás quedaba una vida llena de realizaciones y merecimientos, llena de Dios, a cuyo encuentro se dirigía. Ese reproche, que se hacía a sí misma, era más bien, aunque ella no lo advirtiera, como una mística elevación de su espíritu, muy propia de los grandes seres humanos y particularmente de muchos santos, a la hora de morir. Todo les parece poco y pobre ante la cercanía del misterio de Dios que les espera.
El libro se lee con verdadera fruición. Felicito a la autora por haberlo escrito con tanta delicadeza y dignidad, sin ditirambos encomiásticos, simplemente con la justeza que pide la narración de los hechos. Se nos da a conocer la vida de una mujer extraordinaria y una religiosa, que dio a la Iglesia santa de Dios todo cuanto podía dar, que fue mucho. Sor Cristina supo sembrar y “sembrarse”. Realizó lo que había cantado con su propia lira en aquellos versos, en que habla del impulso más íntimo de su vida, versos que la juventud más limpia de España sabía de memoria en aquella época:
No quiero que sea triste mi palomar,
¡palomar vacío!
Ha de ser un río,
que al pasar, cantando, sepa fecundar
el huerto baldío.
Brindará la tierra su fruto en agraz,
otros segadores
cortarán las flores…
¡pero habré cumplido mi deber de paz,
Mi misión de amores!
Véalo el lector a través del libro.
Guadalupe, octubre 1986.