Comentario a las lecturas del XIX domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 10 de agosto de 1996.
En el pequeño fragmento del libro de los Reyes aparece una corriente de intimidad entre Dios y el profeta Elías. Hay silencio, serenidad, paz. Como después en el Evangelio, al llegar Jesús. Elías escucha una voz que le dice: “sal y aguarda al Señor, que el Señor va a pasar”. No es en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego ardiente. Sí en la brisa suave, como un susurro acariciador.
Aguardar y ver al Señor en la vida de todos los días, en este desfile de hechos innumerables, en que se dan cita los sucesos más dispares, que producen en nosotros toda clase de sentimientos. Ahí, ahí es donde se requiere la actitud de Elías. Escuchar y ver con ánimo sereno, vislumbrar desde el interior la imagen de Dios, que pasa entre nosotros. Toda la fuerza del hombre está en su interioridad. Desde esa gruta de nuestro monte Horeb hay que salir enriquecidos con el silencio de nuestra fe para escuchar a Dios en medio de este gran mercado de nuestro mundo, en el que parece que todo se compra y se vende.
El evangelio de san Mateo nos relata el miedo de los discípulos, durante la noche, cuando van en la barquilla y empieza ésta a ser sacudida por las olas agitadas por viento contrario. Están tan asustados y llenos de pavor, que al ver a Jesús acercarse a ellos, piensan que es un fantasma. Nos pasa a todos, cuando atravesamos malos momentos. Todo se nos vuelve negra oscuridad y hasta confundimos lo que puede ser luz y esperanza.
¡Cuánto necesitamos escuchar, como el rumor de una suave brisa, que en el fondo de nuestro corazón nos dice: “Animo, soy yo, no tengáis miedo”! Como el Apóstol Pedro, hemos de tener la valentía de decir en esos momentos difíciles y duros de nuestra vida: “Señor, si eres tú en este dolor, en este fracaso, en esta dificultad, en esta incomprensión, en esta persecución, en esta enfermedad o muerte, mándame ir a Ti”.
Avivar la fe y poner nuestra vida, como Pedro, en manos de Jesús, buscando humildemente el sosiego y la paz, que puede traer a nuestras almas un beso al frío metal de un crucifijo. Y al sentir la fuerza de nuestra debilidad que nos sacude y nos hace vacilar, subir y bajar, que eso es nuestra vida muchas veces, volver una y otra vez la mirada a Jesús diciéndole: “Señor, sálvame”.
La razón tiene un límite. Y lo que ha de imponerse en nuestra conciencia, en nuestro interior, es la rectitud del Dios santo, vivo y revelado en Jesucristo. Y exclamar desde el fondo de nuestro corazón en medio de las tempestades, que nos agitan: “Realmente Tú eres el Hijo de Dios”. Sólo el vivir de la fe irá transformando nuestra visión de la realidad, porque llegaremos a poder mirar, unida nuestra mirada con la misma del Espíritu Santo.
Por eso, en la segunda lectura afirma san Pablo que su conciencia iluminada por el Espíritu Santo le asegura que no miente. Que sufre por el bien de sus hermanos, los de su raza, que no quieren ver la presencia de Dios en Jesucristo. San Pablo siente la urgencia del servicio de la fe y llega a afirmar lo que sería un escándalo, si no fuera sencillamente un arrebato de amor: que por el bien de sus hermanos quisiera ser incluso un proscrito lejos de Cristo.