Homilía pronunciada en la Misa concelebrada el 26 de agosto de 1981 en el convento de la Encarnación
Un año más –y ya son muchos los que van transcurriendo– nos encontramos aquí, para celebrar la fiesta de la Transverberación del corazón de Santa Teresa.
¡Un año más! Yo tengo mucho gusto en poder celebrarla con vosotros como un obsequio a la Santa, ¡hemos recibido tanto de ella!, y también a las Carmelitas Descalzas, de las que seguimos recibiendo el regalo de su oración y de su penitencia por la Iglesia; oración y sacrificios llenos de amor; y a un auditorio, a cuyos miembros no conozco personalmente, pero que siempre es el mismo: personas que vienen aquí atraídas por su amor a la Iglesia y a la Santa y que se complacen en las delicadezas; porque ésta es una fiesta de la delicadeza de Dios y de la del alma que quiso responder a ella.
Fragancias y perfumes de los santos #
En la Iglesia no hay solamente dogmas de fe, ni un Credo que recitar para conservar viva la memoria de esa fe. Hay también fragancias y perfumes, que brotan de la vida de los santos, en torno a Cristo, siempre atraídos por Él y movidos por la grandeza del Espíritu Santo. Ésta es una fiesta en la cual se percibe este perfume. Es asunto espiritual sumamente delicado meditar en estos hechos de la vida de Santa Teresa.
Una vez más también, la voz solemne y grave de don Nicolás, el capellán de la Encarnación –¡bonito título!–, nos ha leído el fragmento del capítulo XXX o XXIX, según las ediciones de la Vida de la Santa, en que ella nos narra con maestría inimitable la merced que le hizo Dios. El querubín con el dardo y en la punta, fuego que le atravesaba el corazón y las entrañas y la dejaba transida de dolor y de gozo. Y como quien no sabe ya decir más para expresar lo que siente, termina prorrumpiendo en el deseo de que quienes no la crean puedan experimentar lo mismo que ella experimentó, ahí, en esa capilla…
Mi Dios es un Dios que ama #
Este año, en esta homilía que estoy pronunciando, quiero meditar un poco ante vosotros sobre un aspecto, en el que no he reparado en otras ocasiones, porque este hecho de la vida de Santa Teresa da mucho de sí para meditar y los aspectos de la vida espiritual que puede descubrirnos son innumerables. Quiero fijarme en una frase de una de las epístolas de San Juan, que completa maravillosamente lo que se nos acaba de leer en la carta de San Pablo sobre el amor de Dios. “Él –dice San Juan– nos amó primero”.
¡Dios nos ha amado primero! O sea, que hay que contar primero con el amor de Dios, porque es del suyo de donde brota luego nuestro amor a Él. Al fin y al cabo, éste ha sido siempre el trasfondo de la educación cristiana en el ambiente de una familia y de una sociedad cristianas. Desde niños nos enseñaron a rezar; fuimos aprendiendo a llamar a Dios, Padre nuestro; nos enseñaron que Cristo murió llevado de su amor hacia cada uno de nosotros. Mientras nos enseñaban el catecismo –síntesis perfecta de los elementos vivos y sencillos de la fe–, ella, con la gracia de Dios, se iba desarrollando en nosotros y arraigándonos en el convencimiento de que Dios nos ama; y así Cristo, y la Virgen, y los santos.
El niño, el joven, va poco a poco dándose cuenta de que el Dios en quien cree es un Dios que le ama. Y esto tiene grandísima importancia, porque cuando uno se siente amado, da pasos…, camina. Cuando uno se siente amado de verdad por alguien, a quien puede entregarse y en quien puede confiar, está todo resuelto. El daño está en que se nos quede sólo en mera idea; es decir, que sepamos que somos amados por Dios, pero no lleguemos a hacer de esa verdad vida de nuestra vida.
El niño empieza a vivir. Pero debemos observar bien lo inagotable de sus preguntas y la lógica implacable de sus deducciones: llega con naturalidad al último límite. Si sus educadores en la fe aciertan a hacerle sentir que Dios le ama, el niño estará dispuesto a todo, como Teresa y su hermano Rodrigo, cuando se iban a tierra de moros para que allí, por amor de Dios, los descabezasen. Es la respuesta lógica, total del niño que ha llegado a convencerse de que Dios le ama. Es la respuesta absoluta; la única posible, a la luz de una fe viva.
Ni sólo los niños. Me contaba una religiosa que, en cierta ocasión, en una reunión con personas del mundo, empezaron a comentar cómo había podido ella sacrificar sus dotes naturales y renunciar a tales y tales cosas para consagrarse a Dios. Estaba allí presente un hombre que lo había experimentado todo, lo tenía todo y lo había vivido todo, pero se sentía vacío, como se sienten todos los que se entregan a un mundo olvidado de Dios. Y éste, en cierto momento, se dirigió a los otros interlocutores amigos y les dijo: “No, ésta no ha dado nada. Lo ha recibido todo”. Se quedaron los demás sorprendidos de la frase, que en él parecía una paradoja. Pero él se explicó diciendo: “Si yo tuviera fe, si yo creyera en ese amor de Dios que ella dice que ha sido el norte de su vida, yo sería feliz respondiendo como ella con un amor absoluto. ¿Qué podría importarme ya lo demás? Sentirse amada así por Dios…, ¿qué más puede desear una mujer?”
Éste es el problema fundamental, hermanos, para llegar a la vida cristiana intensa, a la que todos debemos aspirar: es necesario sentirnos amados por Dios, primero, para poder responderle luego con todo nuestro amor. Esta segunda parte es también ciertamente necesaria. Pero ¿quién puede dejarlo todo, si no sabe de antemano que hay una perla o un tesoro escondido que le va a resarcir con creces? El que lo deja todo es porque sabe que existen esa perla y ese tesoro: es decir, el que sabe y vive dentro de sí mismo el amor de Dios, en reciprocidad.
Amor con amor se paga #
¿Qué fue lo que pasó en la vida de Santa Teresa, monja tantos años aquí, en este monasterio de la Encarnación? ¡30 años aquí!… Buena religiosa, pero víctima de ciertas disipaciones, que explican la historia y las costumbres de la época. Va entregándose despacio, poco a poco, atraída por el amor que Dios le tiene. ¡Ella siempre creyó en ese amor! Hasta que un día, la visión, el detenimiento de su alma y de todas sus potencias ante aquella imagen del Cristo llagado, da un vuelco a su corazón y se convence, de una vez para siempre, de que no hay modo más maravilloso de amar que aquel mismo con que Dios amó a sus criaturas, los hombres: la entrega total en su Hijo divino, Jesucristo. Y a partir de aquel momento es cuando empieza ya todo el prodigio que es la vida de Santa Teresa, con ese himno continuo de la caridad, de que habla San Pablo y que ella va a mantener a todo lo largo y en todas las circunstancias de su vida. Ha visto la perla, ha visto el tesoro: ha visto a un Dios que, a través de Cristo, en Cristo y en la Iglesia, la ama con amor eterno y, a partir de entonces, ella responde totalmente a ese amor.
En Cristo y en la Iglesia #
En las Moradas cuartas –creo– nos dirá que el secreto de las vidas santas no está en buscar el gusto de las consolaciones de Dios, sino en contentar a Dios, procurando no ofenderle. ¡Maravillosa precisión! “Procurando no ofenderle”; contentándole en todo, caminando siempre en busca de la mayor honra y gloria de Dios y de su Hijo, y del aumento de la Iglesia católica. Lo dice así literalmente: de la Iglesia católica. O sea, contentar a Dios cumpliendo su ley, viéndole en Cristo, su Hijo encarnado, y en la Iglesia católica que Él instituyó. ¡En Cristo y en la Iglesia! Por eso ella, una mujer que había subido a la atalaya de la verdad divina en sus éxtasis y en sus visiones de Dios, se gozaba tanto en las más pequeñas ceremonias de la liturgia; estimaba como un tesoro el agua bendita, atenta siempre a estos pequeños detalles. Era el realismo del amor para no caer en iluminismos, tan frecuentes y tan fáciles en su época; para no caer en las desviaciones, también tan abundantes, en la nuestra. Es decir, para no interpretar el amor a Dios, el honor y la gloria de su Hijo, las inspiraciones del Espíritu Santo, conforme a cada uno le parezca, sino conforme y dentro de lo que el Hijo vino a dejarnos en su Iglesia.
El aumento de la Iglesia católica, –dice– y expresa con esa palabra no sólo el deseo de que la Iglesia triunfe en aquella época, en que ya se había planteado el problema del protestantismo. En ella esa palabra, “aumento”, quiere decirlo todo. Quiere decir una Iglesia viva, más viva, más extendida, más amada, más respetada y deseada por unos y por otros como guía y meta de las conciencias de los hombres. Y, ¡qué bien lo vivió ella! ¡Cuanto luchó, cuánto padeció! Pero no desobedeció jamás a la Iglesia y pudo morir con aquella frase inmortal: “Al fin, muero hija de la Iglesia”.
Un corazón transverberado por el amor #
Esto es lo que ella había experimentado y esto es lo que a mí me sugiere este fenómeno místico del querubín y el dardo. Los maestros de la vida espiritual, bien sean maestros en la doctrina o en el discernimiento de carismas y místicas experiencias, explicarán con mayor detenimiento este fenómeno. ¿Visión imaginativa? Dios se sirve de todas las potencias interiores del alma: imaginación, memoria, corazón, sentimiento –todas son suyas–, para con arreglo a esas capacidades del hombre, irle adentrando en la contemplación, atraerle hacia sí, y grabarle en el alma, con mayor eficacia, determinados pensamientos y propósitos. Así nos explicarán, poco más o menos, estos fenómenos, con lenguaje más preciso y teológico, los maestros de la vida espiritual. Fenómenos, éste de la Transverberación también en particular, que ni deben ser despreciados, ni pueden tampoco ser entendidos al pie de la letra. La merced, el regalo que Dios le hace a Santa Teresa, con arreglo a su condición y a su capacidad de amor, es mostrársele de aquella forma, a través de aquella figura de un querubín, para encenderla en un volcán de amor divino, que ya no disminuirá jamás en el corazón de la Santa. El símbolo, la imagen responden a una realidad espiritual, que va plasmándose en obras durante el resto de su vida.
Aquella visión la tiene aquí, en la Encarnación, antes de lanzarse a la Reforma que, en definitiva, será el fruto de esta convicción profundísima de que Dios la ama y de su determinación de corresponderle con todo su amor.
Estas son las consideraciones, que me sugiere la meditación de este fenómeno, tan digno de respeto, cuando estamos contemplando una vida tan santa.
Podríamos extendernos más, pero no lo haré. Sólo añadiré un pensamiento que me sugiere también la misma Santa Teresa. No basta que el cristiano responda con su amor al amor que Dios le tiene. Es necesario que persevere.
Responder al amor de Dios en un primer momento, en algún momento, lo hacemos casi todos los cristianos alguna vez. Y, desde luego, lo hemos hecho positivamente los que, por dicha nuestra, nos hemos consagrado especialmente a Él. Veo aquí, ante mí, muchas almas consagradas, y saludo de modo particular a las religiosas de la Compañía de Santa Teresa, jóvenes novicias, profesas y a las que en este momento hacen su tercera probación. Pues bien, a todos quiero insistiros en esto: no basta con responder al amor de Dios. Tenemos que permanecer firmemente anclados en ese amor en medio de las luchas, en medio de las contradicciones. Y entonces es cuando hay que echar mano de una palabra muy teresiana: perseverar con “una determinación muy determinada” en el amor.
¡»Determinación muy determinada!”, ¡palabra clave en Santa Teresa de Jesús! Es una determinación que nace de la fe. Dice ella también: “Cuando se ama la fe…” ¡Amar la fe! La fe viva, la fe intensa, el amor de esa fe que la preserva de toda contaminación es el secreto de la perseverancia; es lo que nos mantiene en el camino recto, sin desviaciones.
La auténtica renovación: reformarse a sí mismo #
Hoy oiréis por todas partes que se ama mucho a Cristo. Y por eso, a reformar esto y aquello y lo de más allá; por amor a Cristo y al Evangelio la crítica amarga, porque la crítica –dicen– es una actitud que purifica el ambiente interno de la Iglesia; por amor a Cristo y a la Iglesia hay que liberarla de rutinas, etc. Pero qué pocos dicen como Santa Teresa: por amor a Cristo y a la Iglesia “¡amar la fe!”, “¡amar la fe en la Iglesia!”, tal y como ella nos la propone por encargo de su Fundador y Maestro.
No comprendo ni intelectualmente siquiera, no digo ya pastoralmente y menos aún desde el punto de vista sacerdotal o episcopal, que, en elementos vivos de la Iglesia, se den estas actitudes de crítica tan amarga, de afán de reforma tan destemplada y tan olvidada de lo esencial de una reforma, que es el empezar por sí mismo, exigiéndose a sí mismo cada vez más.
Los que hablan tanto en ese sentido, ya sean individuos o bien grupos pastorales, intelectuales, publicistas de libros y revistas –eclesiásticos, por supuesto–, de la reforma de la Iglesia y no son capaces de hablar de amor a la Iglesia tal y como ella quiere ser amada, no me ofrecen garantías. Hay algo ahí que no… y los hechos lo van demostrando luego.
No hay nadie tan reformador como Santa Teresa, y ¡cuánto se exigió a sí misma a la vez que pedía a los demás!: a nuncios, obispos, carmelitas, dominicos, jesuitas, sacerdotes, a sus hermanas religiosas, a todos. Cuánto pedía, pero ¡cuánto se pidió a sí misma! ¡Y cuánto progresó en la oración, en la purificación de todo su ser y en esa fe fuerte y viva, de la que habla tanto, creo que en las cuartas Moradas! Pudo progresar tanto porque todo lo hizo siempre dentro de la Iglesia; como para decirnos: mucho quiero hacer, aunque soy tan ruin y tan pobre, pero, ¡que la Iglesia me proteja! ¡Yo la amo! No quiero decir ni hacer nada en detrimento del respeto y del amor a esta Iglesia que amo por encima de todo. Si hay defectos, procuremos corregirlos empezando por nosotros mismos. En estos reformadores creo; en los demás, no.
A la fe, por la oración #
Y nada más, hijas. Esta fe se cultiva con la oración y con el esfuerzo grande que tenemos que hacer en la pastoral de hoy, queridos sacerdotes, para volver a llevar a las almas a una unión auténtica con Cristo. Tenemos que esforzarnos más para buscar tiempos de oración y contemplación de Dios, para nosotros, y para ofrecérselos a todos los hombres. A hombres como aquel interlocutor de la religiosa, de que os hablaba antes, que, hastiados de todo, después de experimentarlo todo, sienten el vacío de todo. Tenemos que avivar la fe en nosotros y en los demás, para que podamos llegar a la misma conclusión de aquel hombre, más bien pecador, a quien le bastaba un “¡si yo tuviera fe!”, para comprender que la entrega total a Dios es la conclusión perfectamente lógica de la fe.
Teresa, inconmovible #
Que Santa Teresa siga ayudándonos a todos con su doctrina, con su intercesión en el cielo, y con los ejemplos de su vida. Que ella prepare nuestros ánimos para el gran acontecimiento que está en puertas: el inicio del Año Teresiano que vamos a celebrar conmemorando el cuarto centenario de su muerte. Que ella nos conceda el poder vivirlo en toda la España católica con gozo y sin contradicciones. ¡Ya sufrió ella bastante en su vida! La realidad de esta gracia tan magnífica de poder contar con una santa como ella, tiene todo el frescor de la primavera y de la más reciente cosecha. Santa Teresa no pasa de moda. Ahí está, inconmovible, atrayendo a los sencillos, a los intelectuales, a los religiosos, a los obispos, a los sacerdotes, a todos.
¿Cuál es tu secreto, Teresa de Jesús? Háznoslo sentir y vivir en el año que comenzaremos ya pronto, en octubre. Que a lo largo de este año podamos recibir la visita de nuestro Santo Padre, Juan Pablo II; que venga a España a confirmar en la fe a todos sus hermanos y a todos sus hijos.
Cuando se produzca este hecho, Santa Teresa podrá repetir, desde estos lugares en que vivió, desde el sepulcro en que yacen sus restos, en Alba de Tormes, y desde el cielo: ahí están ellas, mis hijas, y ellos, todos. ¡Al fin, hijos de la Iglesia!
26 de agosto de 1981