María en la obra de la salvación

View Categories

María en la obra de la salvación

Conferencias Cuaresmales para familias, Iglesia de los jesuitas, Toledo, 28 de Marzo de 1972

Por una razón estrictamente pastoral podemos celebrar hoy la Misa en honor de la Santísima Virgen de los Dolores. Aun cuando litúrgicamente esta festividad se haya trasladado a otra fecha, sin embargo las normas que rigen las celebraciones litúrgicas autorizan a que pueda celebrarse también hoy cuando hay una razón pastoral clara, como es, en este caso, la permanencia de un recuerdo, de una devoción que el pueblo cristiano siente. Precisamente en este viernes que antecede a la Semana Santa, una devoción profunda y muy arraigada en el pueblo cristiano, es la que recuerda y venera a la Santísima Virgen en el misterio de su dolor.

Viernes de dolores. Así se llamaba antes este viernes de la semana de Pasión, anterior a la Semana Santa, en nuestras ciudades y pueblos cristianos. Era un día que muchas mujeres aprovechaban para cumplir con el precepto pascual y se acercaban a nuestras iglesias movidas por una devoción, nunca extinguida, sensibilizadas por el recuerdo entrañable que en su fe dedicaban a la Santísima Virgen, Madre del dolor y la esperanza.

Por esta razón he escogido yo esta Misa hoy y se han leídos estos textos, muy breves, particularmente el del Santo Evangelio, en que se nos ofrecen las palabras que Jesucristo pronunció en la cruz, cuando nos entregó a su Madre.

La doble encomienda de Jesús en la cruz #

La narración evangélica es muy sobria; en ella no hay retórica ni exageración alguna: En aquel tiempo, junto a la Cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de ésta, María la de Cleofás, y María Magdalena. Y Jesús al ver a su Madre cerca del discípulo al que tanto quería, le dice a Ella: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Y luego al discípulo: ahí tienes a tu madre (Jn 19, 25-27). Parece un estilo notarial, que es la mejor garantía de que se narran los hechos con veracidad, tal como sucedieron; y el que narra es Juan, el evangelista, el que estaba también allí. Lo escribió en su Evangelio, al final, cuando en su alma se habían producido ya todas las reacciones lógicas por las que de discípulo amado había pasado aser Apóstol de Jesucristo.

Se cuida primero del discípulo. No es que Jesús no tuviera con su madre la piedad inmensa que podía sentir su corazón filial, pero en aquel Calvario estaban viviéndose las horas supremas de la redención, y hasta en este detalle tenía que quedar asegurado su propósito: El había venido a buscar a los hombres para ofrecerles el camino de la redención, ahora dejaba para ellos a su Madre, con el fin de que ésta ejerciera sobre ellos el oficio maternal que a lo largo del tiempo la Iglesia le ha reconocido. Sólo después de asegurar esto, es cuando –en un segundo momento– también se vuelve hacia Ella y para ofrecerle la protección de un consuelo que no le podía faltar, dice al discípulo, pero mirándola Ella: Ahí tienes a tu madre. Como si dijera: cuídala, yo te la entrego para eso. Y bien que lo cumplió el evangelista. Así lo dice él: Desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27). Nada más, pero es suficiente. Advertimos aquí, en cuatro líneas vigorosamente trazadas, una síntesis prodigiosa de lo que son las relaciones que deben tener los hombres dentro del cristianismo.

El que redime es Él, desde la cruz, Jesucristo; Él es el que sigue hablando, aun en ese trance supremo en que la agonía únicamente podía favorecer el silencio y la contemplación paciente de los propios dolores. Pero Él no puede reducirse, ni siquiera en este instante, a la contemplación de sí mismo; tiene que redimir a todos los hombres con la muerte que va a llegar, con los dolores que está sufriendo y con las palabras que pronuncia. Que todo quede bien asegurado.

Pero junto a Él, la Virgen María, la Madre de Dios, la Madre nuestra. Ocupa Ella un papel importante, porque Dios lo ha querido así. Y luego nosotros que, como el apóstol Juan, entregaremos a Ella nuestra piedad y nuestra veneración. Y él desde entonces la recibió en su casa. Para cuidar de Ella como de una madre, para atenderla, para seguir recibiendo su influjo beneficioso y protector. Pocos días más adelante, María estaría también con todos los Apóstoles en el cenáculo, esperando la llegada del Espíritu Santo, el momento en que se pone en marcha la vida histórica de la Iglesia a través del tiempo, la que continúa hasta aquí.

Nosotros también tenemos piedad, veneración y devoción tierna a la Santísima Virgen, porque la necesitamos, porque Dios ha querido que contemos con Ella. No está puesta Ella para sustituir a Cristo, no. Los que hacen esas acusaciones no entienden el cristianismo. Nosotros amamos a la Virgen María y le profesamos hondamente nuestra devoción, pero no para que Ella ocupe el lugar de Cristo, no. Él sigue en la Cruz, el único, y con Él colabora Ella, porque le concibió en su seno, le dio a luz, le cuidó, siguió sus pasos y –como dice el Concilio Vaticano II– “no sin designio divino, permaneció erguida junto a la Cruz, sufriendo profundamente con su unigénito” (LG 58). María cooperó con su dolor a la Redención que su Hijo hacía de nosotros. Este es el papel misterioso –¿queréis llamarle misterio?– de la Santísima Virgen María.

La misión de María en la obra de la redención #

Para mí, dentro del mensaje cristiano es lo más claro, como el agua cristalina. O es verdad la narración evangélica desde el principio hasta el fin, o no. Si no lo es, huelga todo comentario; los cristianos viviríamos de una ilusión engañosa. Pero si la verdad de los hechos es tal como nos ha sido transmitida por la Iglesia, yo encuentro lo más natural del mundo que en el cristianismo que busca al hombre haya una mujer que es Madre de todos, puesta por el Señor, que conoce nuestra naturaleza humana y que sabe que muchas veces para acudir a Dios, buscando el hombre en su debilidad caminos de acercamiento, los encontrará con más facilidad en aquélla que ha sido puesta para guardar todas las cosas en su corazón.

De la Virgen María no salió nunca una palabra de queja ni de reproche; ni en la vida del Evangelio, ni después en la historia del cristianismo. Nada hay en éste que pueda parecer, por parte de la Virgen, un poco de enojo con sus hijos, no. Es la Madre siempre. Dejemos que en el cristianismo siga ejerciendo esta influencia espléndida la que está puesta por Dios para eso, para acercar a los hombres a su Hijo.

Juan el evangelista la recibió y cuidó de Ella, pero tampoco sustituyó a Jesucristo con Ella. Escribió más tarde el Evangelio, escribió sus cartas, en las cuales el misterio de Jesús, de la misma manera que en sus páginas evangélicas, las del cuarto evangelio, aparece con todo el fulgor de su divinidad. Es en el Evangelio de San Juan donde más brilla la divinidad de Jesucristo. De manera que no fue para él un estorbo en la proclamación de Cristo Dios Redentor nuestro, su amor a la Madre, su amor a la Virgen María, el cuidado que hubo de tener de Ella. Lo mismo en nosotros, lo mismo en la Iglesia. ¡Ojalá no se hubiera perdido nunca jamás esta devoción, en ningún momento de nuestra vida, en el decurso de los siglos! Aun en los orígenes del protestantismo, de Lutero por ejemplo, consta históricamente con todo rigor científico que él siguió amando a la Virgen hasta el final de su vida. Y en su mesa de trabajo, mientras traducía la Biblia y escribía sus invectivas contra el Papa, no le faltó nunca un grabado de la Virgen María, a la cual se encomendaba. Eran otras las teorías religiosas que él, en relación con el misterio de Cristo y de María, trataba de fomentar; pero le reconocía la eminente dignidad que le corresponde, por el puesto que ha tenido por providencia de Dios nuestro Señor.

Es el puesto que María ha tenido siempre en la historia de los pueblos católicos. Concretamente, por ejemplo, en esta diócesis. He aquí por qué al terminar estos días en que nos hemos encontrado, queridos hijos, para predicar la Palabra de Dios que os he ofrecido, para recibirla vosotros en actitud humilde y ejemplar, para terminar, digo, este encuentro he querido que mis palabras últimas fueran una reflexión sobre la Virgen María, situada en su lugar, pero no desplazada. Toda su grandeza le viene de Cristo; Cristo es el único Mediador y por Él conseguimos la vida eterna, pero Ella nos ayuda y por lo mismo tenemos que cuidar, en nuestra vida cristiana, de que siga ocupando la Virgen el puesto que le corresponde.

María ofrece, junto a la Cruz, su dolor #

Una última consideración. María no está junto a la Cruz en un silencio puramente inerte y pasivo; está ofreciendo algo: su dolor. ¿Es que alguien puede medir lo que sería el dolor de la Virgen María al perder a su Hijo de aquella manera que lo perdía? Cada uno de nosotros ha experimentado en su vida dolores muy intensos; no faltarán, entre quienes me escuchan, madres y padres que hayan perdido a sus hijos. Sólo ellos saben a qué altura puede llegar el drama de un corazón humano, cuando les toca ser testigos de un hecho como ese. Pues bien, por ahí puede colegirse lo que sufriría la Santísima Virgen.

Pero no era sólo el dolor humano de perder a su Hijo, porque Ella entendía algo del misterio que se estaba realizando, venía entendiéndolo desde que le concibió en su seno, progresó en la inteligencia del mismo; sabía, además, que se consumaba la redención, entendía que esa redención era para liberarnos del pecado, entendía el drama del hombre pecador y del hombre que lucha para salvarse. La Virgen no es una mujer ingenua, que ofrece únicamente allí el espectáculo conmovedor de su piedad y de su sometimiento a Dios; es la elegida por Dios Padre para ser colaboradora de la redención. Y la luz del Espíritu Santo ha iluminado aquella alma privilegiada para permitirle contemplar, a través de los velos que todavía hay ante sus ojos, algo de ese drama inmenso de la redención de los hombres a través de la historia. Consciente de esto. Ella está ofreciendo su dolor inmenso.

Hago esta reflexión solamente para invitaros a que hagáis vosotros otra, de índole ascética: el valor de nuestros dolores, de nuestros sacrificios, de nuestros sufrimientos de toda índole. El dolor forma parte de la vida humana, tiene un sentido, se le encuentra explicación cuando uno se acerca a Jesucristo, a la cruz, a la Virgen María.

¡Cuántas familias piadosas, cuántas mujeres santas y cuántos padres de familia cristianos, hondamente cristianos, en medio de sus tragedias, sin palabras, porque son torpes para expresarlas, pero en la hondura de su corazón han sabido a lo largo del tiempo ofrecer a Dios su dolor y sus penas! No sólo cuando llega el momento final de la existencia, suya o de un ser querido, sino a lo largo de la vida, con fe, no con resignación fatalista; con esperanza, no simplemente víctimas resignadas del dolor; con esperanza, con confianza en Dios. Estas actitudes, por parte de un hombre o de una mujer cristiana, son la espuma del cristianismo; son algo así como el florecimiento más puro de esencias interiores que van, poco a poco, calando en la vida a lo largo de una educación cristiana.

¡Con qué facilidad despreciamos estos ejemplos de vida! Quizá no sabemos comprender lo que significa la oración de esa mujer que tanto ha sufrido a lo largo de los años y que entra silenciosamente en el templo, en una capilla pequeña y pobre o en una catedral rica y suntuosa, y entra para buscar la imagen de la Virgen, para postrarse un rato ante Ella, para recordarle sus penas, para pedir fuerzas y para seguir sufriendo. Eso es también compromiso, y maravilloso compromiso cristiano, porque una mujer así después, con su esposo, con sus hijos, en su soledad, donde quiera que esté, sigue inyectando al mundo su propia esperanza, su buen ejemplo, su capacidad de resistencia y su amor a Dios; gracias a tantas aportaciones, la sociedad sigue teniendo un aire puro para respirarlo, cuando quiere de verdad buscarlo.

De manera que no hay sentimentalismo ligero y evasivo, hay fe hasta las últimas consecuencias. Contemos con el dolor físico o moral; se presenta siempre, más tarde o más pronto, en la vida. ¡Dichoso el cristiano que sabe que ese dolor tiene un sentido para él y para toda la comunidad cristiana a la que pertenece!

Hemos de ofrecer nuestros dolores, unidos a los de Cristo, por medio de la Virgen María, en la Santa Misa y siempre que participemos en ella; en nuestra piedad personal, en nuestras oraciones privadas, en ocasiones especiales, como ésta, en la que nos hemos encontrado aquí estas noches, en la Semana Santa vivida con espíritu penitencial y con recogimiento fervoroso. Ofrezcamos nuestro dolor consciente de que así es de fuerte el cristianismo; ni la Madre de Dios se libra de sufrir. Ella la primera, para darnos el ejemplo que tenemos que seguir en medio de tantas tribulaciones con que la vida nos obsequia.

Hace pocos días recibía yo noticias de una mujer de Valladolid, muy anciana, de más de 80 años, casi sin poder salir ya de su casa; con motivo de mi venida a Toledo, recordaba, en la carta que nos escribía, su estancia en esta ciudad, donde hace ya muchos años perdió a su esposo, a una hija y vio también cómo una enfermedad cruel se cebaba en otro hijo suyo, paralítico desde entonces. Ella ha sido un prodigio de serenidad en todo momento. Cualquiera que hablase con esa mujer estos años percibía el fulgor de su fe cristiana, vivida con grandeza. Pero voy al detalle: ella decía: “Toledo será hoy muy distinto de cuando yo vivía en esa ciudad, pero lo que no puedo olvidar es que, en medio de todo lo que sufrí, día tras día yo acudía a la Catedral para rezar ante la Virgen del Sagrario, y allí encontré fuerzas para soportar mis penas. Estas no han desaparecido, pero tampoco he dejado de tener esa fuerza que, gracias a la Santísima Virgen, he podido tener para seguir siendo cristiana y dando gracias a Dios, a pesar de todo”.

¡Cuántos ejemplos de éstos! ¡Cuánto bien hacen en la vida y en la sociedad estas personas! ¡Ay, si solamente tuviéramos que vivir de las declaraciones pomposas, de los manifiestos retóricos, de los escritos de unos y de otros! ¡Cuántos silencios y cuántas actitudes invisibles están sosteniendo al mundo! Como el silencio de la Virgen, como la Cruz de Jesucristo. Que la Virgen María nos ayude a llevar también nuestra cruz, y que podamos, durante estos días, disponernos así para celebrar gozosos la mañana de la Resurrección.