- Elogio del «Rosario radiado» y de Radio Barcelona
- Los enfermos, compañeros de la soledad de María
- La Pasión. Vivencia de cada enfermo
- Valor del dolor, unido al de Cristo y María
- Humildad y pureza, fruto del dolor cristiano
- El dolor, patrimonio de todos los mortales
- El dolor, fuerza de la Iglesia
- Bendición y esperanza
Alocución al final de los ejercicios espirituales radiados para enfermos, organizados por los Padres Dominicos en su misión del «Rosario radiado», el Sábado Santo, S de abril de 1969. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, mayo de 1969.
A vosotros me dirijo hoy, queridos enfermos, en este día del Sábado Santo cuando está a punto de terminar la gran Semana, a lo largo de la cual hemos venido conmemorando los misterios de la redención de Jesucristo.
Unas horas más y pronto nos situaremos al pie del sepulcro para contemplar gozosos su Resurrección. Entonces es cuando ya de una manera plena podremos decir que hemos recibido los frutos de la vida.
Pero todavía faltan esas horas. Y en este Sábado Santo hay una figura en la vida de la Iglesia que pide nuestra atención, y es la Santísima Virgen, la Reina de la soledad y del dolor. Yo no la contemplo a Ella solamente. Porque Ella es Madre nuestra, y no quiere que nos dirijamos a Ella como si estuviese aislada y separada de los hombres. Ella tiene también su compañía. Y la tiene hoy particularmente; y se la ofrecéis vosotros, los enfermos. Ninguno con más título que vosotros para poder uniros con Ella. Yo, como obispo de la diócesis de Barcelona, al pronunciar estas palabras en este Sábado Santo, os veo juntos: a Ella, la Reina del dolor, y a vosotros, sus hijos, para los cuales reserva Ella lo mejor de su corazón.
Elogio del «Rosario radiado» y de Radio Barcelona #
Con la mejor satisfacción de mi espíritu me dirijo a todos vosotros. A lo largo de la Cuaresma he predicado en la catedral y en diversas iglesias y he orientado mis palabras a todos los fieles del Pueblo de Dios.
Pero me faltaba precisamente este grupo, esta porción del Pueblo de Dios particularmente escogida: la constituida por vosotros, los enfermos. Y por eso tengo que alabar, y lo hago de todo corazón, esta iniciativa: la de los Padres Dominicos, que a lo largo del año dirigen esta emisión del Rosario Radiado; y de Radio Barcelona, que presta una colaboración tan espléndida para que la voz del Señor, por medio de nosotros, sus ministros, llegue hasta vosotros, los que sufrís y padecéis. Alabo la iniciativa, sin reserva ninguna, y me uno de esta manera también a cuantos trabajan en este apostolado para hacerme presente junto a vosotros, para saludaros, para enviaros mis palabras de bendición y de hondo afecto espiritual y religioso. A todos os tengo presentes: a los de los hospitales y clínicas, a los de los asilos, a los que os encontráis enfermos en vuestros hogares, ricos o pobres, en Barcelona o en cualquier otro lugar de España, asistidos por el amor y la solicitud cariñosa de vuestros propios familiares.
Los enfermos, compañeros de la soledad de María #
Lo primero que os pido, hijos, es que renovéis con un esfuerzo de vuestra vida íntima, con vuestra reflexión interior y con vuestra plegaria, si es preciso, que renovéis el recuerdo de esta Virgen Santísima, Madre de todos los dolores. Y que lo renovéis hoy precisamente, en que la Iglesia dedica un recuerdo muy particular lleno de la mejor emoción y del mejor sentido religioso al conmemorar los dolores que Ella padeció. En este Sábado Santo, como os decía al principio, pensamos fácilmente en la soledad y en el desamparo sumos en que quedó María después de haber perdido a su Hijo. Pero no se trata únicamente del Sábado Santo. Podríamos decir que la vida entera de la Santísima Virgen fue una vida de padecimiento silencioso, de dolor íntimo y fecundo, de sufrimiento hondísimo, que nunca provocó en Ella la más mínima queja. Ella sufría unida siempre con Dios.
Poco tiempo después de nacer su Hijo, cuando lo presentó en el templo, ya se le acercó un anciano para decirle que una espada atravesaría su corazón. Por eso no es nada extraño que en muchas imágenes de la Pasión se represente a María con su corazón atravesado por una espada. Responde así a aquella profecía que le hicieron. Y ¡cómo se cumplió a lo largo de toda su vida!
Durante los años que precedieron a la vida pública de Jesús, María tuvo que preguntarse con frecuencia en medio de aquel silencio desconcertante que la acompañaba día y noche, cuando era simplemente la humilde mujer del carpintero, cuáles eran los planes que Dios tenía sobre Ella y sobre su Hijo. Apareció Éste después predicando el Evangelio, a lo largo de aquellos tres años de su vida pública. Y María pudo contemplar también las reacciones tan diversas de los hombres, y cómo, poco a poco, en el corazón de muchos de ellos iba sedimentándose una actitud de odio hacia quien únicamente tenía amor para todos. Y Ella sufría en silencio.
Y llegó el drama de la Pasión. Una madre no se desentiende nunca de su hijo. Aun cuando los Evangelios sean tan parcos y tan poco expresivos en relación con las actividades externas de María Santísima, podemos estar seguros, plenamente seguros, de que Ella siguió a Cristo en todos sus pasos dolorosos. ¡Cómo seguía, minuto a minuto, lo que iba sucediendo en el huerto de los olivos, primero, y después en aquella noche interminable de traiciones, de negaciones, de escarnios, de befas, de toda clase de violencias, contra el que era la imagen de la paz y de la dulzura! Y luego el Viernes Santo, la consumación del proceso, la condenación a muerte, el terrible viacrucis hasta el Calvario, su crucifixión, las reacciones tristes de aquel pueblo, que pocos días antes le había aclamado, el abandono de todos. Ella estaba junto a la cruz, viendo morir a su Hijo. Dios no la dispensó de ningún dolor. En el cortejo de los que sufrían íntimamente con Jesucristo, la primera de todos fue María Santísima, su Madre. Le vio morir y no pudo cerrar sus ojos, escuchó sus últimas palabras y las guardó en su corazón, como las había guardado todas. Por fin, ya no le quedaba más que un sepulcro y una esperanza.
La Pasión. Vivencia de cada enfermo #
Vosotros, queridos enfermos, también tenéis que recorrer vuestro viacrucis. Cada uno de vosotros conoce cuándo empezó vuestra enfermedad, cuál ha sido su origen, cuál es el proceso de la misma. Día tras día vais recorriendo también, clavados en el lecho del dolor, ese calvario en el que estáis sumidos. Y todas las fases dolorosas os acompañan. A veces también la soledad, no sólo el dolor físico. A veces también el dolor moral de veros privados de la más dulce compañía que podíais apetecer. Tenéis también, como si fuera un sepulcro que tenéis que cuidar, vuestro propio cuerpo, debilitado, maltrecho, llagado, roto. Pero también tenéis una esperanza: la de vuestra curación, queréis sanar, queréis volver a vivir como antes, queréis caminar por los caminos de la vida, gozando de la amistad, realizando vuestro trabajo, disfrutando del sol, hablando con los hombres, comunicando vuestros buenos sentimientos, recibiendo el testimonio y el ejemplo de tantos amigos y tantas personas buenas con las cuales habéis tratado alo largo de la vida.
Valor del dolor, unido al de Cristo y María #
¿Cuál es vuestra situación espiritual en este momento, hijos? ¿Acaso alguna vez os asalta el tormento de la impaciencia y de la desesperación? Si así fuera, aquí está mi voz de hermano y padre vuestro para pediros que hagáis todo lo posible para libraros de esa tentación. Daos cuenta de la riqueza inmensa que hay en vuestra vida. Ofrecedlo todo a Dios, en unión con Jesucristo y con María Santísima, la Reina del dolor.
La religión cristiana nos abre los caminos de la luz para todos los aspectos de la vida. Pero hay un aspecto concreto, sobre el cual ella es la única que puede orientarnos y descubrirnos el sentido íntimo de algo para lo cual los hombres no tenemos explicaciones. Es esto precisamente: el sentido del dolor. En el cristianismo, el dolor tiene un valor inmenso. Y prescindiendo de otras consideraciones, solamente os hago ésta: el valor inmenso del dolor aparece precisamente en el hecho de que Jesucristo sea el que más ha sufrido. Con Él, su Madre Santísima nos invita a que incorporemos nuestros dolores a los suyos. El dolor de los enfermos no es agua que se pierde en un camino seco y desierto. Es corriente viva que se incorpora al río de los merecimientos de Jesucristo. Si alguien tiene que ayudaros a recoger con sus manos benditas esa corriente de agua dolorosa que brota de vuestras vidas, es María Santísima. Invocadla desde el silencio de vuestras penas y veréis cómo Ella acude siempre, como enfermera santa, junto al lecho donde padecéis y os brinda la sonrisa de su rostro dolorido para ofreceros la posibilidad de unir vuestro dolor con el dolor de su Hijo.
Humildad y pureza, fruto del dolor cristiano #
No dejéis perder esta ocasión que tenéis ahora en vuestra vida paciente, de ejercer la virtud de la humildad. No se salva nadie si no es por el camino de la humildad. Y todo hombre que quiera ponerse en contacto con Dios Nuestro Señor ha de hacerse como un niño pequeño e impotente que no cuenta con ningún recurso propio y que solamente confía en la omnipotencia del amor que Dios tiene hacia él. Esta actitud humilde, paciente, resignada, que no es debilidad rechazada, sino profunda sabiduría religiosa, es la que nos salva. Os lo repito, nadie puede salvarse si no es por el camino de la humildad. Y hay una fase normal en la vida de los hombres, por la que de un modo o de otro pasamos todos, que es la de la enfermedad, en la que Dios está como esperando el ejercicio de nuestra actitud humilde.
Sirva también vuestra enfermedad, hijos, para purificar vuestra alma de pecados y desórdenes pasados. También a esto nos invita María Santísima, la Reina de la pureza sin límites, la que quiere mostrarnos a su Hijo, el Dios de la limpieza interior, limpios también y purificados, como corresponde a quienes tenemos que llevar en nuestras propias venas esa sangre de familia. Somos cristianos, redimidos por Cristo, hijos de María. Y tiene que estar dentro de nosotros, recibiendo la asistencia y el propósito firme con nuestra conducta, recibiendo de nosotros, digo, el afán interior de acomodarnos todo lo posible a la vida santa y pura de Cristo y de María.
El dolor, patrimonio de todos los mortales #
Vivid también la idea de que esta enfermedad que ahora padecéis es una fase en la existencia humana, por la que los hombres todos tenemos que pasar. Sucede que cuando estamos sanos y caminamos por la vida llenos de salud, con esa fuerza exultante que nos dan nuestras energías físicas, contemplamos a los enfermos como si fueran algo extraño, puramente accidental, víctimas de una enfermedad que, a nosotros, los que nos llamamos sanos, no nos va a atacar nunca. Nosotros, al discurrir así, padecemos una ilusión engañosa. Vosotros, al padecer ahora, estáis en lo cierto. Por ahí tenemos que pasar todos, de un modo o de otro. Y Dios nos espera en esa fase de nuestra vida, no sólo para el ejercicio de la humildad, que os decía, y de la purificación de nosotros mismos, sino también para que se consume en la tierra el misterio de nuestra vida cristiana. Debilitadas nuestras fuerzas físicas, sólo queda el recurso del alma, del corazón, para dirigirnos a Dios con nuestras plegarias y confiar en su Providencia. Entonces deja uno de confiar en los medios humanos, no porque no nos puedan servir –¡ojalá os sirvieran, a todos los que padecéis, los medios de la ciencia para curar vuestras enfermedades!–, sino porque, más tarde o más pronto, estos medios humanos desaparecen, quedan frustrados y el hombre se encuentra completamente solo, con su propia debilidad y su miseria frente a la omnipotencia misericordiosa de Dios.
El dolor, fuerza de la Iglesia #
Contempladlo todo con ojos de fe, como María Santísima en su dolor. Ella estaba junto a la cruz. No protestó, no se quejó de nadie, ni siquiera de aquellos que lanzaban al Crucificado sus gritos de desprecio, de enojo y de ira, Ella tuvo miradas de misericordia para los dos ladrones también, para el que se salvó, recibiendo el beneficio de su Hijo, y para el que, estando a su lado, no quiso beber de las fuentes de la vida. Pero no sería porque le faltasen los ojos dulces de María Santísima, que estaba también allí, junto a los dos como estaba junto a su Hijo.
Ofreced todo por la Iglesia, por los hombres, por vuestros hijos, por vuestros padres y hermanos. ¿Todavía tenéis hijos, todavía tenéis padres, tenéis hermanos? ¿Os acompañan, van a veros, acarician vuestra frente, cogen vuestras manos sudorosas, ponen un beso de amor sobre vuestro rostro fatigado? Recibid esas pruebas de cariño, los que podéis tenerlas, y ojalá aquellos a quienes faltan los familiares que podían ofrecéroslas, recibáis la prueba afectuosa de otras manos y de otros ojos que velan vuestra enfermedad en nombre de la caridad cristiana y en nombre de un sentido de fraternidad humana que nace de lo mejor de su corazón. Yo no puedo llegar a todos vosotros. Alguna vez voy a hospitales y clínicas, y pongo también mis manos sobre la frente de los enfermos y trazo una cruz y hago, si puedo, una caricia, y les doy mi bendición, la misma que quisiera daros a todos vosotros. Pero ya que no puedo llegar yo, pido a la Santísima Virgen que sea Ella la que llegue junto al lecho en que estáis padeciendo. Y que a través de estas palabras o de otras que puedan pronunciar junto a vosotros personas que os quieren, sintáis hoy la compañía de la Virgen de la Soledad, que busca la soledad vuestra para unirla con la suya y caminar así juntos, esperando la Resurrección de Jesucristo.
Decimos que el Sábado Santo es el día de la soledad: yo mismo he estado diciéndolo en estas palabras que os dirijo. Pero no, no es cierto. María no está sola, está acompañada por todos vosotros, por los que sufrís y padecéis. Este es el silencioso y gran cortejo de todos los dolores invisibles del mundo. Ella es vuestra Reina y desfila hoy por los pasillos y por las habitaciones de vuestras casas, ricas o pobres, de las clínicas o de los hospitales, unida con vosotros. Ella también lleva una cruz. Vosotros la ayudáis a llevarla, y Ella os ayuda a llevarla a vosotros. Vosotros, con Ella, engrandecéis a los demás, porque en medio de estas penas y de esta soledad nos dais un ejemplo como buenos cristianos, como hijos de Cristo y de María. Con esa dignidad con que sabéis sufrir, nos dais un ejemplo de lo que debe ser la actitud del hombre ante el misterio del dolor y de todo sufrimiento.
Bendición y esperanza #
Yo os bendigo, hijos, y pido de nuevo a la Santísima Virgen que llegue hasta vosotros, que recibáis el consuelo que Ella quiere brindaros y que unidas vuestras manos con las suyas, veáis ese propio sepulcro vuestro, el de vuestro cuerpo enfermo, del cual queremos y esperamos que se remueva la piedra que lo oculta para que brote otra vez la salud en vuestro organismo, para que recobréis vuestras fuerzas, para que sigáis viviendo con la alegría y la paz que Dios quiere conceder a sus hijos y para que, si esto no fuera posible, no os falte nunca la sonrisa de María, Madre de todos los dolores, que os acompañará siempre, hasta que venga la definitiva resurrección de todos: la vuestra, la mía, la de todos los cristianos, sanos o enfermos, la de todos cuantos caminamos por la vida invocando al Señor, acogiéndonos a la protección de su Madre, creyendo y amando, ejercitando la paciencia y la humildad, purificándonos, dando un testimonio de lo que puede la fe cuando brota, en esas horas serias y comprometidas, de una existencia debilitada.
Tenéis más mérito que nosotros. Creer, esperar y amar cuando la enfermedad nos ha abatido, es mucho más meritorio. Eso es lo que estáis haciendo vosotros, y eso es lo que hizo la Santísima Virgen. ¡Vedla! ¡Vedla que llega hasta vosotros! Y con su sonrisa de madre os dice: ¡Hijos, no os desesperéis! Yo invoco también, con mis penas, las vuestras y quiero que de esto salga, igual que sale todos los días el rosario de vuestro dolor, el rosario de la paz, de la esperanza y del amor, que quiero que brote del cielo hacia vuestra alma, aquí en la tierra, ya ahora y siempre, y que vosotros y vuestros familiares y vuestras enfermeras y las religiosas y los médicos, todos cuantos se mueven en vuestro mundo, sepáis levantar los ojos al cielo, y al encontraros conmigo en el camino de la cruz, os encontréis también con Jesucristo, el Cristo que resucita, que nos da la vida siempre, que nos da la paz y que nos da la fortaleza para saber sufrir y esperar. Esas son las palabras que podría deciros la Santísima Virgen. Yo no os digo más. Solamente esto: os bendigo, queridos enfermos. Os bendigo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.