María en nuestra vida cristiana

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María en nuestra vida cristiana

Exhortación pastoral, abril de 1967. Publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, mayo 1967.

Al acercarse el mes de mayo, tradicionalmente dedicado a honrar a la Virgen María con cultos especiales, me siento en la obligación pastoral de recordaros algunos puntos doctrinales y algunas normas prácticas que sirvan de orientación para vuestra piedad, tanto en sus manifestaciones públicas como en las familiares y privadas.

Doctrina del Concilio #

En primer lugar, juzgo necesario recordar algunas de las luminosas verdades que el Concilio Ecuménico Vaticano II, sobre todo en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, formuló acerca de la doctrina católica sobre la Virgen María. Ellas constituyen la expresión más autorizada de la mentalidad del Magisterio eclesiástico sobre un punto tan importante de la doctrina y de la vida de los cristianos. Todos nos acordamos de que, durante las discusiones conciliares sobre el capítulo dedicado a la Virgen, algunos fieles se escandalizaron al ver que los obispos discutían, a veces vehementemente, sobre aspectos de la doctrina mariana. Algunos católicos llegaron a dividir de modo simplista a los padres conciliares en dos categorías, los que querían a la Virgen y los que no la querían.

Cualquier persona en su cabal juicio sabe que dicha clasificación, además de simple, es injusta, puesto que no existe ningún obispo católico que no ame a la Virgen. Los diferentes puntos de vista se debían a un mismo deseo de dejar muy clara la doctrina católica sobre la Madre de Jesús, con el fin de evitar toda confusión que pudiera resultar nociva a la recta piedad y al diálogo con los hermanos cristianos separados. Después de las discusiones prevaleció el criterio de tratar la doctrina mariana, no en un esquema aparte, sino en un capítulo integrado en la Constitución de la Iglesia. El título es muy significativo: «La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia». La verdad profunda oculta detrás de ese hecho y de ese título es que la función de María en la economía de la salvación –y, por tanto, su grandeza– no se puede desligar de la función de Cristo y de la Iglesia.

Los que, llevados por un deseo de exaltación de prerrogativas de María, subrayan con exceso su singularidad y preeminencia, corren el peligro de separarla de Cristo y de la Iglesia, y al mismo tiempo de quitarle su razón de ser y su auténtica dignidad. En cambio, insistir en la vinculación de María con Cristo y con los cristianos es reconocer la mayor grandeza de María. Madre de Dios y madre nuestra: «Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo… Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no sólo eso, sino que es verdadera Madre de los miembros de Cristo» (LG 53).

Unión e intimidad entre María y Jesús #

La doctrina conciliar expone, en primer lugar, las relaciones de María con Cristo. «La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ibíd. 37). La anunciación, la visitación, el nacimiento, la presentación, la pérdida y hallazgo en el templo: toda la historia de la infancia de Jesús está formada por momentos de unión e intimidad entre María y Jesús. «En la vida pública de Jesús aparece reveladoramente su Madre ya desde el principio… Así avanzó también la Santísima Virgen María en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, asociándose al sacrificio de su Unigénito» (ibíd. 58). Finalmente, después de la Ascensión, María continúa vinculada a la obra de su Hijo; los apóstoles, antes del día de Pentecostés perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste (Hch 1, 14).

En segundo lugar, la Constitución de la Iglesia expone las relaciones de María con los hombres. La afirmación más importante, apta para disipar cualquier confusión, es la siguiente: «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno la mediación única de Cristo…; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta» (LG 60). Y más adelante, al comentar el título de Mediadora dado a la Virgen, afirma lo siguiente: «Lo cual ha de entenderse de tal manera que no reste ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador. Jamás podrá compararse criatura alguna con el Verbo encarnado y Redentor, pero así como el sacerdocio de Cristo es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas, y como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación participada de la única fuente» (ibíd. 62).

Práctica del culto mariano #

Las verdades doctrinales que os acabo de recordar se reflejan en el modo como la Iglesia desea venerar a la Virgen, tanto en el marco de las celebraciones litúrgicas como en las manifestaciones populares de piedad. «Las diversas formas de piedad hacia la Madre de Dios que la Iglesia ha venido aprobando dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, de acuerdo con las condiciones de tiempos y lugares y teniendo en cuenta el temperamento y manera de ser de los fieles, hacen que, al ser honrada la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas y en el que plugo al Padre eterno que habitase toda la plenitud, sea mejor conocido, amado, glorificado, y que, a la vez, sean mejor cumplidos sus mandamientos» (LG 66).

En el campo litúrgico, baste recordar las palabras de la Constitución sobre la Liturgia, primer documento promulgado por el Concilio. «En la celebración del círculo anual de los misterios de Cristo, la Santa Iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con lazo indisoluble a la obra salvífica de su Hijo; en ella, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser» (SC 103).

De este modo, la celebración de las fiestas litúrgicas de la Virgen queda situada en íntima conexión con la celebración de los misterios de Cristo. La Iglesia celebra los privilegios de María, porque ve en ellos la realización más completa de la obra redentora de Cristo, y al mismo tiempo en ellos contempla la promesa de su perfección final. No es que exista algo así como dos años litúrgicos independientes: el ciclo de los misterios de Cristo y el ciclo de las fiestas de la Virgen. Existe un solo año litúrgico que contiene una liturgia, la cual, si quiere ser cristiana, tiene que referirse constantemente a Cristo. Podríamos decir que la presencia de María en la Liturgia es la propia de una madre: constante, pero discreta y oculta. De modo que, propiamente hablando, no existe un tiempo más dedicado a la Virgen que otro, sino que, a lo largo de todo el año, el recuerdo de María está presente de manera viva como lo está en toda celebración de la Misa.

Actos litúrgicos y devociones populares #

Es evidente que la piedad del pueblo no puede quedar limitada a los actos estrictamente litúrgicos. Parece existir una necesidad psicológica de manifestar de muchos otros modos la devoción a la Virgen, tanto de los individuos como de las comunidades. Por eso la Constitución de Liturgia «recomienda encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano» (SC 13). Ahora bien, ha existido, y existe todavía, en la Iglesia una tendencia a subrayar tanto la importancia de las devociones populares que prácticamente olvida la primacía de la oración litúrgica. Así como existe la tendencia contraria, la cual, al mismo tiempo que exalta la liturgia, no quiere saber nada del papel necesario de los ejercicios de piedad del pueblo. La actitud justa es la de aquellos que se esfuerzan por unificar profundamente la vida cristiana de los fieles, sin divisiones antinaturales. Ello sólo es posible a través de una subordinación de las devociones populares a los actos litúrgicos y de su mutua coordinación. Es la postura propugnada por el Concilio: «Es preciso que los ejercicios piadosos se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada Liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo, ya que la Liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos» (ibíd.).

En el caso concreto de las devociones populares marianas, todos, pastores y fieles, tendremos que hacer un esfuerzo por colocarnos en la línea marcada por el Concilio. En primer lugar, deberemos intensificar nuestra participación activa, consciente y fructuosa en las celebraciones litúrgicas, sabiendo que en todas ellas está presente María, la cual se alegra sobre todo viendo que nuestra vida cristiana se alimenta en las fuentes genuinas del espíritu cristiano. En segundo lugar, deberemos abandonar toda actitud crítica o dictatorial para con los demás, pretendiendo juzgar severamente determinadas formas de piedad o imponer a rajatabla nuestras preferencias personales. Dentro de la más exacta aplicación, caben muchas formas diversas, favorecidas por el clima de libertad y pluralismo que va penetrando en la Iglesia. Y, por último, todos intentaremos purificar y rectificar nuestras propias formas de piedad para con la Virgen, procurando que estén penetradas de espíritu litúrgico, lo cual, en concreto, quiere decir que estén en íntimo contacto con la Palabra de Dios y que posean siempre una dimensión comunitaria.

Fidelidad al lenguaje y directrices del Concilio #

Ni excesos del sentimiento que ahoguen entre sus frondas la limpidez del tallo de María, siempre y en todo subordinado a Jesucristo, ni reticencias que al mismo Cristo hieren si ofenden a su Madre. El lenguaje del Concilio, lleno a la vez de rigor teológico y de ternura para con la Madre de Dios, es el que debe ser reverentemente escuchado, y sus directrices puestas en práctica.

Si el pueblo cristiano, rectamente educado en su fe por las enseñanzas multiseculares de la Iglesia, reiteradas nuevamente por los Papas del Concilio –Juan XXIII y Pablo VI– reza, por ejemplo, el Rosario a María, y de manera particular en determinadas épocas del año, nadie tiene derecho a destruir tal devoción, o a despreciarla o silenciarla, en nombre del Concilio o de la piedad litúrgica. Si en la práctica se dan rutinarismos molestos, corríjanse por quien corresponde. Pero si las oraciones del Rosario permiten ponernos en comunicación con la Palabra de Dios y son aptísimas –como lo son de hecho– para sentirnos incorporados a la vida de la Iglesia, pues las dirigimos a la que es Madre de la misma, ¿por qué no recitarlas?

Basta de exageraciones, queridos sacerdotes y seglares. Al escuchar determinados juicios y expresiones contra el rezo del Rosario y otros ejercicios de piedad en honor de la Santísima Virgen María, un dolor inevitable aflige el espíritu. Parece como si inconscientemente estuviéramos haciendo pagar las culpas de nuestro mal humor religioso al ser más humilde e inocente, a María, la más merecedora, después de Cristo, del obsequio de nuestros finos sentimientos. Como si Ella, que tanto calló y sufrió en su vida, tuviera también que callar ahora puesta en un silencioso rincón del templo y preguntarse sorprendida: ¿Por qué? ¿Qué necesidad había de esto?

María es inseparable de Cristo y de la Iglesia #

Mal remedio es para curar un extremismo incurrir en otro. No, queridos hijos de María, Madre de la Iglesia, no. Injusto sería decir que con el rezo del Rosario está solucionado todo o que no se puede ser buen cristiano si no se practica esta devoción diariamente o con esta o aquella frecuencia. Pero desde luego, si encontramos cristianos que lo rezan, o solos, o en familia, o en el templo con los demás, no apaguemos el delicado rumor de sus plegarias con el áspero rumor de nuestras intemperancias. Procuremos que lo recen bien. Y si encontramos quienes no lo rezan, procuremos que alguna devoción tengan a la Santísima Virgen, sea ésa o sea otra. Esto es lo que expresamente quiere la Iglesia. «No debe pasar nunca un día sin que todos los fieles –dice Pablo VI– dirijamos un saludo, un pensamiento a la Virgen para conseguir de esta forma un rayo de luz sobre nuestras almas»1.

Y es muy de temer que algunos de los que tan apresuradamente y con tanta descortesía espiritual han hablado contra el Rosario y contra otros ejercicios tradicionales de devoción mariana apenas hayan hecho nada para sustituirlos por otros más perfectos.

María es inseparable de Cristo y de la Iglesia. Esta es la gran lección que nos ha impartido el Concilio y que deberíamos aprovechar para dotar a nuestra devoción mariana de riqueza y profundidad. Nuestra actitud debe ir más allá del simple extasiarse ante la excelsa dignidad de María. En Ella debemos ver, por un lado, el triunfo total de la redención de Cristo, y, por otro, la vocación a que la Iglesia entera ha sido llamada.

María es la primera redimida y el miembro más noble de la Iglesia. Si nos esforzamos por ver siempre a la Madre de Dios en una perspectiva cristiana y eclesial, si no la separamos de la unidad de la Iglesia, Ella será de verdad para nosotros el modelo y el ejemplo, la educadora de nuestra fe, la Madre espiritual que nos conducirá hacia el Reino de su Hijo.

1 Homilía en la festividad de la Asunción, 15 de julio de 1964.