Más que una fiesta de familia (Navidad)

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Más que una fiesta de familia (Navidad)

Artículo publicado en ABC, edición del 24-25 de diciembre de 1989.

Estos días nos saludamos unos a otros deseándonos, al menos de palabra, una felicidad que sabemos que no existe en este mundo. Pasará la Nochebuena, pasará la llamada Pascua navideña, y todo seguirá igual. Pero en nuestras relaciones de amistad o de simple convivencia humana pronunciamos repetidamente este saludo que en muchos momentos es cordialmente sincero. Al menos unos días al año nos consideramos capaces de creer, a impulsos de un hondo deseo, en una felicidad siempre anhelada, aunque nunca conseguida. Algo es algo.

Y no digo esto como reproche, sino como reconocimiento de una actitud que, aunque sea en muy modestas proporciones, es un tributo a la dignidad humana en las relaciones de unos con otros, y de esperanza que se manifiesta en dos hermosas palabras: “¡Feliz Navidad!” ¿Por qué no? ¿Por qué no ha de ser feliz y no ha de reportar felicidad la celebración de un hecho como el que conmemoramos, tan singular, tan significativo como es el nacimiento de Cristo?

Lo que no puede traer la felicidad auténtica y profunda es el ruido de la Navidad que acompaña la fiesta, un ruido del que somos responsables nosotros los hombres, siempre proclives a desvirtuar la naturaleza de las cosas con tal de que ello sirva a nuestros intereses egoístas. Del nacimiento de Cristo en pobreza y soledad hacemos un motivo de festín abundante y ruidoso; de la tiernísima espiritualidad de lo sucedido aquella noche, un pretexto para nuestra propia complacencia; de la invitación que se nos hace en la liturgia a contemplar las profundidades del amor de Dios hecho hombre, una llamada meramente sociológica, a la que creemos dar suficiente respuesta con la ambientación superficial de luces y cánticos de que están impregnados estos días pueblos y ciudades.

Aun así, prefiero mil veces que siga celebrándose la Navidad como algo que forma parte de una tradición cristiana, a pesar de las adherencias que se han ido agregando, a que desaparezca de nuestras costumbres y comportamientos el recuerdo popular, ancho y extenso, de lo que la Navidad quiere traernos.

Por otra parte, seríamos terriblemente injustos si nos empeñáramos en desconocer la cantidad innumerable de personas que, como fruto de una catequesis y cultura cristianas que vienen transmitiéndose desde hace siglos, viven en la Nochebuena y en estos días los sentimientos nobles y puros de lo que esta fiesta significa.

Esos hombres y mujeres que conocen, porque las han experimentado, las tribulaciones de la vida, y sin embargo son capaces de cantar o rezar un villancico con sus hijos y sus nietos…, esas reuniones de muchos miembros todavía vivos del núcleo familiar en que se recuerda con dolor a los que ya no están, mientras una lágrima furtiva humedece las mejillas de los que cantan o se acercan para darse un beso que casi tiene algo de rito religioso; esos centros de ancianos, impedidos o simplemente enfermos, a cuyo rostro llega esos días la mirada especialmente afectuosa de una enfermera, un médico de guardia, una religiosa…

En nuestros viejos países cristianos, todos los de Europa, y en los de América que recibieron más tarde la semilla del Evangelio, ¡cuántos millones y millones de hogares en que de algún modo se recuerda la presencia del misterio y se acepta, o porque se cree en lo que nos ofrece o ¡porque se quisiera creer!

¿Es que no tiene esto ningún valor humano y social aparte de lo religioso? No a todos se puede pedir la grandeza sublime de un San Francisco de Asís, el primero que al parecer inaugura la costumbre del “pesebre”, ante el cual se postraba arrebatado de amor en una contemplación que le hacía sonreír y llorar al mismo tiempo. El pueblo no puede tanto, y Cristo tampoco se lo exige. A lo largo de la historia del cristianismo, como en los días en que el Señor predicaba el Evangelio, las muchedumbres le han seguido, cautivadas por su belleza única o atraídas por las ventajas materiales de los milagros que esperaban. A todos pidió que le siguieran con corazón limpio y a ninguno rechazó, aunque no lo tuviera, a no ser a los que, llenos de soberbia, eran capaces de pecar y seguir pecando contra el Espíritu Santo. La Navidad de los humildes, de los pobres, de los que sufren –¡cuántos de éstos hay en todas las clases sociales, aunque parezca lo contrario!– merecerá siempre ser celebrada y vivida por unos y por otros, aunque no todos tengan la sencillez de los pastores de Belén. Un poco de ruido y de humo, con tal que no se olvide el motivo central que lo provoca, merecerá siempre una benévola comprensión.

“Pues hacemos alegrías
cuando nace uno de nos,
¿qué haremos naciendo Dios?”
(Cristóbal de Castillejo).

Reconocido esto, me siento obligado a precisar que la fuerza principal del misterio de Navidad y lo que puede hacer un poco más felices a los que lo recuerdan, radica en la interioridad, en la fe, en la conciencia iluminada de quienes aceptan que Dios se ha hecho hombre y que a cada uno se le ofrece el don de su presencia salvadora. Esto es lo que transforma al hombre y le hace sentir la grandeza de su dignidad.

El que tiene esa fe sabe que no está solo ni abandonado a sus sufrimientos, cuando ha de padecerlos. Y se persuade fácilmente de que en ese Niño que ha nacido de una Virgen hay algo de divino. Leyendo los Evangelios, podrá seguir los capítulos de una vida que empieza en Belén y termina en el Calvario. ¿Termina? No, ha seguido de algún modo entre nosotros, ha inspirado las más generosas resoluciones, ha movido sin cesar el espíritu de los hombres hacia el bien, ha consolado a los que lloran y fortalecido a los débiles, ha alimentado la esperanza y ha hecho que se practique el amor de unos a otros. Todo esto es lo que da felicidad a los hombres, y como Navidad –nacimiento de Jesús– es cuando todo empezó, se explica perfectamente que los buenos deseos que estos días nos manifestamos unos a otros, sean como un anhelo de toda la felicidad que el Salvador nos ha traído y como un presentimiento de lo que nos espera, según lo que se nos ha prometido, aunque sepamos por experiencia que lo que conseguimos es poco, porque la felicidad plena no es de este mundo.

Así es como se va consolidando el humanismo cristiano en el individuo y en la sociedad. Ese es el valor del hecho religioso celebrado y vivido por el pueblo siglo tras siglo en el canto y la plegaria, en la meditación y en el arte, en la catequesis y en la predicación, y sobre todo en la liturgia, donde los cristianos hijos de la Iglesia han encontrado siempre la posibilidad de sentirse en familia frente a la disgregación, pueblo unido y jerarquizado frente al amontonamiento gregario y anulador de la personalidad.

La vieja Europa cristiana está llena de catedrales y templos parroquiales o conventuales en los que aparecen cuadros, retablos e imágenes del Nacimiento, la Pasión, la Eucaristía, que expresaban una fe y ayudaban a sentirla. Ello ha contribuido tanto como las escuelas de teología o la predicación sistemática a que esa fe se hiciera vida y a que poco a poco fuera difundiéndose una cultura que nacía y se fundaba en el humanismo que hablo. Los hombres y mujeres de nuestras tierras han mantenido la esperanza, a pesar de enfermedades, fracasos y muertes; se han reconciliado, a pesar de tantas guerras, incluso religiosas; han procurado aliviar las desgracias superando antagonismos y odios. Todo lo cual es lo que justifica que digamos “¡Feliz Navidad!”, que es algo así como “¡Feliz vida humana inspirada en la fe, en la esperanza, en la solidaridad profunda!”

Este año en la catedral de Praga, en Berlín, en las llanuras de Hungría, en tantos y tantos lugares de esa amada y bella Europa, se celebrará la Navidad y se felicitarán unos a otros, no sé si con muy directa o nula referencia al misterio cristiano que se celebra, pero sí con la satisfacción de que otra vez empiezan a vislumbrar en el horizonte el paisaje de la libertad, de la propia dignidad ya no hollada, de la luz que viene de Oriente y disipa las tinieblas, la de aquel que, según el profeta Ageo, nace como deseado de todas las naciones.

La Navidad no es solamente una fiesta familiar. Aun reducida por muchos a esa dimensión, tiene encanto indefinible, porque en ella se ponen de relieve valores humanos preciosos: cariño, ternura, recuerdo conmovido, generosidad y anchura de corazón, alegría compartida…

Nada de esto deja de manifestarse, sino al contrario, cuando además aparece la referencia al hecho cristiano que ha dado origen incluso al nombre de Navidad. Sobre todos esos pueblos de Europa, incluido el nuestro, hasta el hogar que reunía a padres e hijos para darles calor e intimidad, llegó el agua del bautismo y surgió una cultura en que tenían también su lugar la adoración y la plegaria, es decir, se propagó la fe, que fue el más eficaz aglutinante de la vida de familia.

Aun cuando el continente europeo sufra hoy tan honda crisis espiritual y religiosa, todavía podemos afirmar con el cardenal König que “dos mil años de historia cristiana han marcado el rostro de Europa”. Creer en la Navidad es creer también en la Redención, en Jesucristo Redentor. ¡Lo necesitamos tanto…!