Comentario a las lecturas del XXVII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 5 de octubre de 1997.
La liturgia de la Palabra presenta hoy a nuestra reflexión el fundamento de la vida matrimonial y la indisolubilidad del matrimonio. El matrimonio como una nueva realidad de la maravilla de la creación, como coronación y plenitud de la vida humana. Como clave de bóveda de una sociedad sólida, que cree en el ser humano, en su capacidad de amor, de entrega, de mutua ayuda. “Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso, abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre”.
¡Qué estilo tan vigoroso para expresar una realidad tan fuerte! Una sola carne. ¿Y por qué no un solo espíritu, si hay un verdadero amor? Estas palabras del Señor han iluminado la existencia humana desde hace dos mil años, y siguen siendo normativas y eficientes, a pesar de que hoy aparezcan tantos matrimonios reducidos a escombros.
Existe y seguirá siendo reconocido el matrimonio como institución divina. Dios creó al ser humano, hombre y mujer, para que se complementasen y formaran una familia estable, en que se pueda alcanzar un desarrollo armónico de cuanto encierra la unión conyugal, un amor que lo supera todo. Este es el comienzo. Nadie niega las dificultades de la vida en común, pero todos conocemos familias que, a pesar de todo, se mantienen felices, fieles y firmes ante las exigencias y sacrificios del amor.
Luchan, porque hay que luchar; se dominan antes de querer dominar al otro; no buscan la comodidad y el placer del egoísmo, sino que se ofrecen día tras día para recorrer juntos el camino con dolor, cuando es la hora del dolor; con gozo, cuando la felicidad se hace sentir en el hogar. El sacramento del matrimonio para el creyente es indisoluble por propia naturaleza. Han de amarse los esposos como Cristo amó a la Iglesia.
Por eso la enseñanza de Jesús va mucho más allá del compromiso civil e incluso jurídico. No se contentó con el hecho de que el matrimonio fuera ya algo sagrado desde que Dios lo instituyó en el paraíso, sino que lo elevó a la condición de sacramento. Si el nacimiento de un nuevo ser es llamado a la vida sobrenatural por un sacramento, el bautismo, también la unión del hombre y la mujer, para engendrar la vida, ha sido elevada a la condición de sacramento, como explica el Catecismo del Concilio de Trento. Y con un sacramento no se puede jugar. El ideal del Evangelio es la indisolubilidad del matrimonio por encima de toda la legislación civil. Existe en la legislación canónica la separación conyugal e incluso la anulación del vínculo sagrado en casos determinados. Pero son excepciones, que no quebrantan lo sustancial de la unión, que un día quedó bendecida para siempre.
La casuística puede ser muy variada. También los adversarios de Cristo le presentaron eso, un caso concreto y determinado. Pero Jesús, con un gesto único y profundo, se colocó por encima de las reclamaciones, que pueden presentar unos u otros, y se situó en un plano distinto: los esposos forman una unidad en Dios tan íntima, que no son más que “una carne”, y lo que atañe a uno es vital para el otro. Estaba poniendo los cimientos de una sociedad auténticamente humana, rica, fecunda, cálida, en la que poder confiar, creer, esperar, realizarse como hombres y mujeres que se aman. Eran también los cimientos de una civilización nueva: la civilización cristiana, que dio origen a la familia, a las pequeñas o grandes ciudades de Europa, en las que la cruz tuvo algo que decir en nombre del que había muerto en ella para santificar la vida.
Hay sufrimientos y cruces en el matrimonio, pero también hay gracia de Dios, amor puro y gozo compartido. Como sacramento, es fruto de la gracia, de la penitencia, y resurge siempre del sacrificio. ¿Por qué no se procura una preparación mejor para el matrimonio? ¿Por qué los esposos no saben perdonarse y seguir? ¿Por qué todo ha de ser tentación, carnalidad, placer, materialismo? El matrimonio y la familia son la escuela de las grandes vivencias y de los mejores valores. Desde aquí mi felicitación más efusiva a esos matrimonios, que celebran con gozo sus 25, 50, 70, o más años de amor y felicidad.