Meditación sobre la vida del Beato Enrique de Ossó

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Meditación sobre la vida del Beato Enrique de Ossó

Homilía pronunciada en Roma, en la Basílica de San Pablo Extramuros, el 15 de octubre de 1979, en la Misa solemne celebrada con motivo de la beatificación de Enrique de Ossó, sacerdote, fundador de la Compañía de Santa Teresa de Jesús.

Hermanos, os ofrezco a todos mi saludo cordial y respetuoso; hermanos Obispos y sacerdotes concelebrantes, Rvda. Madre Superiora General y su Consejo y religiosas todas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, familias, antiguas alumnas, alumnas actuales, niños, amigos de Jesús, todos cuantos habéis venido de tan diversos lugares para percibir directamente el gozo y la alegría que sentimos todos con motivo de la Beatificación del Venerable Enrique de Ossó; para todos mi saludo lleno de esa satisfacción que siento también igual que vosotros.

Estamos aquí hoy bajo la doble presencia, por su espíritu y por la fecha litúrgica, de Santa Teresa de Jesús. En sus monasterios de Ávila entraba yo este verano, como acostumbro a hacerlo todos los años, y el objeto principal de la conversación con las religiosas carmelitas, las de la Encarnación y las de San José, era, precisamente, la próxima beatificación de aquel que tanto la amó, y ellas, generosas siempre, con la generosidad que nace de la propia Madre a quien veneran, se unían ya entonces a la alegría presentida de estos actos que estamos celebrando.

Gratitud, recuerdo y alegría #

El de hoy, y los próximos, son para dar gracias a Dios; esto es lo que hacemos en esta Sagrada Eucaristía: dar gracias a Dios por la nueva gloria que Él quiere dar a su Iglesia, al introducir en el catálogo de aquéllos a quienes llamamos beatos y santos, a quien familiarmente hemos conocido hasta aquí con ese nombre más próximo de don Enrique de Ossó. Y damos las gracias fervorosamente, con toda la humildad de nuestro corazón, perfectamente compatible, por supuesto, con toda la solemnidad externa y con todas estas manifestaciones amplias, multitudinarias casi, con las que vosotros –miembros de la Compañía, familiares, amigos, antiguas y actuales alumnas–, os habéis unido a estas fiestas.

No os extrañe el que yo quiera tener aquí también otro recuerdo y es el que ofrezco a aquellas Hermanas de la Compañía que ya no están con nosotros. No sólo a las primeras, las que tan intrépida y generosamente colaboraron con el Beato Enrique de Ossó –sus nombres son bien conocidos–, sino a otras más próximas que han vivido en los últimos decenios; ya no están tampoco aquí con su existencia terrestre, pero ¡cuánto hicieron ellas por la beatificación de su Padre Fundador! Yo recuerdo a algunas desde el día, ya lejano, en que entré en un Colegio de la Compañía para empezar mi ministerio de capellán y de profesor de las alumnas; y, a través de ellas, de esas religiosas cuyos rostros y nombres tengo muy presentes, tuve las primeras noticias de ese sacerdote catalán, don Enrique de Ossó, cuya figura habría de estudiar más tarde con detenimiento1. Para ellas mi recuerdo lleno de emoción religiosa en la seguridad de que lo compartís todas vosotras.

Precisamente hace unos días he recibido yo carta de una teresiana de México, ya muy anciana (tanto que se le ha olvidado firmar, pero los datos permiten identificarla muy bien) y habla de sus años primeros en España, donde hizo la profesión, donde recibió la formación y ahora, ya en las postrimerías de su vida, perteneciente a la Provincia Teresiana que lleva el nombre de Enrique de Ossó, lanza desde allí como un grito de júbilo que yo recojo para presentarlo y unirlo al vuestro, grito que pudiera ser también prolongación del de tantas otras que no han podido venir, pero que han contribuido tanto como nadie al bien de la Iglesia desde la misión que la Compañía de Santa Teresa les señaló.

Alegrémonos, pues, todos, y con estos sentimientos de gratitud y de alegría avancemos un poco en la reflexión, sin abusar de vuestro tiempo y paciencia, sobre la vida del Beato Enrique de Ossó

Las fuentes perennes de la espiritualidad #

Estamos en la Basílica de San Pablo Extramuros, esta Basílica que él nunca dejó de visitar en sus viajes a Roma. Aquí oró. Por esa campiña romana, menos poblada que hoy, se paseó contemplando motivos que tenía para no dejarse abatir por la desesperanza en medio de grandes dificultades; los contemplaba a la luz de la oración y todavía, bajo tantas pesadumbres, por aquí o sentado en las piedras de las ruinas del Coliseo o junto a San Pedro, os escribía cartas y libros ascéticos y apuntes de pedagogía que redactó aquí en 1894, dos años antes de su muerte.

Ahora, Roma le ha abierto las puertas de la glorificación suprema. Entonces no tuvo llaves suficientes para abrir otros archivos, donde se guardaban documentos jurídicos que tan eficazmente hubieran devuelto el honor y la paz a su alma, enamorada de Dios y de la justicia, y tan crueles fueron, sin embargo, para dejar sin respuesta las preguntas que aquel «Solitario», como a sí mismo se llamaba, se hacía desde el interior de su alma, demandando un poco de luz en medio de la oscuridad que se cernía sobre él. Ahora, Roma le ha abierto las puertas de la gloria, y nosotros, llenos de gratitud y de esa alegría, encontramos un motivo más para venerarle profundamente al conocer lo que aquí tuvo tanto que sufrir.

He pronunciado ya el nombre de San Pablo por la Basílica en que nos encontramos, pero es obligado hacer una referencia mucho más detenida si queremos meditar sobre la figura del Beato Enrique de Ossó. El hunde las raíces de su espiritualidad en la teología de San Pablo; el mismo fuego paulino: el amor a Jesús; la misma universalidad de intención: querer abrasar toda la tierra; el mismo deseo de poner todas las cosas al servicio de su Señor; el mismo anhelo de glorificar siempre a Cristo Jesús. En las Constituciones primeras que escribe, que se dan a conocer en 1888, señala esta frase que es como clave de vuestra Compañía y de lo que él pensaba: restaurar todas las cosas en Cristo Jesús, educar a la mujer según el espíritu y la celestial doctrina de Santa Teresa de Jesús. Restaurar todas las cosas en Cristo Jesús. Y en una de aquellas cartas que firmaba con pseudónimo y que vosotras habéis recogido más tarde como artículos sobre la educación de la mujer, dice el Beato Enrique de Ossó: «San Pablo, modelo perfecto de todos los pedagogos, escribe: Hijitos míos, a quienes trato de dar de nuevo a luz hasta que Cristo Jesús se forme en vosotros (Gal 4, 19). He aquí, el ideal de la educación cristiana». Frases de San Pablo que vuelve a repetir, y de manera precisa, en ese librito al que me he referido: «Apuntes de Pedagogía», escrito aquí, en Roma, cuando dice: «Formar a Cristo Jesús en la mente y en el corazón». Este ideal es lo que mueve al Beato Enrique de Ossó en toda su espléndida labor sacerdotal.

Al insistir sobre este aspecto de su espiritualidad y su formación, no estoy negando el magisterio que sobre él ejercieron maestros más cercanos en el tiempo; busco raíces más hondas. Maestros más próximos fueron, por supuesto, Santa Teresa de Jesús y San Francisco de Sales, cuyos libros no se le caían de las manos, pero igualmente estuvieron éstas sosteniendo siempre el Nuevo Testamento para meditar sobre las enseñanzas de Cristo y de San Pablo. Y ahí es donde se encuentra un poco la explicación de por qué es insuficiente llamar al Beato Ossó el Maestro de la Escuela Católica, el Apóstol de la Enseñanza, títulos nobilísimos, pero que no le pertenecen en exclusiva. Ha habido otros también que han trabajado ardorosamente por ese mismo ideal. En don Enrique hay un horizonte mucho más amplio –digo don Enrique porque estoy refiriéndome a aquella vida tal como humana y sacerdotalmente se desarrolló, ahora ya hablamos del Beato Ossó–, hubo un horizonte más amplio: es el misionero de la fe, es el gran catequista, es el apóstol predicador de Cristo; abarca todos los campos y todas las edades; es periodista y trabaja con niños; es pedagogo y escribe periódicos; compone obras ascéticas y hace un libro de historia; se reúne con los jóvenes labriegos y campesinos y busca mujeres que puedan estudiar; mira a la Universidad y del mismo modo, con la misma atención, se fija en los templos de Tortosa a los que quiere ver llenos de niños que canten la alegría pura de la fe en que están bautizados.

El Beato Ossó fue un gigante en el apostolado que ambicionaba abarcar el mundo entero. En aquellos artículos que escribía bajo pseudónimo dice: «Mi Compañía quiere regenerar el mundo entero, mi Compañía no quiere tener más motivo de conducta y de honor que velar por los intereses de Jesús: las almas, la Iglesia, la gloria de Dios».

Por eso insisto en que su espiritualidad hunde sus raíces en la teología de San Pablo. Y ahí es como yo me explico el que un día al meditar lentamente sobre él y querer resumir en una frase lo que significaba aquel despliegue extraordinario de energías apostólicas, de virtudes pasivas y activas, lo señalé con estas palabras: la fuerza del sacerdocio.

El Beato Ossó se dejó entusiasmar y arrastrar por los amplios horizontes apostólicos que San Pablo abre a todo el que quiera ser discípulo de Cristo; otra cosa es que, dentro del contexto histórico en que le tocó vivir y pensando, él, que era tan buen pedagogo, en lo que más fácilmente podría convertir en realidad sus ilusiones apostólicas, intuyera la eficacia extraordinaria de la figura de Santa Teresa de Jesús para proponerla al pueblo español y de manera particular a la juventud femenina. Esto era perfectamente lógico, como lo era el que tanto hablara y escribiera sobre ella, pero siempre como reproduciendo en torno a ella todo el ideal interior que sentía y que había nacido de su amor a Jesucristo, tal como San Pablo se lo dio a entender.

Las grandes leyes del apostolado #

Hay unas leyes que tienen que ser respetadas en el desarrollo de esta actividad apostólica, y es la atención a las raíces de esa fuerza espiritual de que dio tan evidentes ejemplos el Beato Ossó, lo que quiero ahora subrayar. Hay unas leyes, hermanos y hermanas, que tienen que ser respetadas; cuando no se respetan todo se deshace, y el Beato Ossó las proclamó constantemente. A todo cristiano le pide que obre en consecuencia con las exigencias de su bautismo; esto es algo normal en la reflexión y en el lenguaje que utilizamos hoy para hablar del apostolado de los seglares, pero el Beato Ossó ya al dirigirse a ellos pedía que fueran «cristianos de veras» y en esa simple frase quería él encerrar pensamientos que desarrollaba más tarde en centenares y miles de artículos para pedir la incorporación de todos los bautizados a una Iglesia activa, en el apostolado que cada uno podía desarrollar según las circunstancias en que viviera.

Esa es una ley; luego hay otra, y es la que han de observar aquellas personas que tienen un llamamiento específico y a las cuales Dios puede confiar especiales tareas dentro de ese campo inmenso de la Iglesia. Entonces el Beato Ossó se encontró con aquellos grupos de jóvenes que respondieron a su llamada y con las cuales fue, poco a poco, madurando la inspiración que una noche tuvo, cuando pensó en la fundación de la Compañía, y con aquéllas y las que vinieron después, puso los cimientos de la nueva Institución.

Y aquí vendría otra ley dentro del desarrollo de su actividad. Es aquella que él señala cuando pide a este cuerpo, especialmente nutrido, la donación total de sí mismas. Él os habla también en las Constituciones primeras desarrollando un pensamiento que en los primeros años apenas formuló o, si lo hizo, fue con excesiva concisión. Lo desarrolla después y dice: «Vuestras virtudes naturales y sobrenaturales, talento, hermosura, prestigio, bienes, todo, tenéis que ponerlo al servicio de los intereses de Jesús». Otra vez el fuego paulino: Cristo Jesús. ¿Es un eco de Santa Teresa? ¿Es un eco de San Pablo? Lo es de los dos: el lenguaje teresiano es como la traducción a nuestra lengua de lo que San Pablo había escrito en la suya. Y así os formó. Y así os envió por el mundo. Y así os pidió que en todo momento dierais pruebas de que sabíais cumplir esa ley de formar a Cristo Jesús en la mente y en el corazón, atendiendo a las tres facultades del hombre de las cuales él habla con primorosa elegancia: la razón que juzga, la voluntad que elige y manda, el sentimiento que ayuda.

Y os quería mujeres animosas, fuertes, resueltas e intrépidas, sin temor ninguno, capaces de acudir a los diversos campos que se abrían al apostolado entonces, en España, Portugal en seguida, en África, en América. Y allá acudieron vuestras Madres y Hermanas llenas de pobreza –ésa era precisamente la única abundancia que tenían, dispuestas a soportar todos los sacrificios, pero nunca, nunca temerosas, siempre capaces, por el espíritu que les había infundido el Beato Enrique Ossó–, capaces, digo de dar las respuestas que se necesitaban. Es asombrosa la fecundidad de la Compañía de Santa Teresa de Jesús ya en aquellos tiempos en que, sin medios de ningún género, solamente poniendo la voluntad y el deseo de capacitación, tal como la Iglesia y la sociedad entonces lo iban pidiendo, se aprestaron a luchar espléndidas batallas que todavía siguen y seguirán dando copiosos frutos.

El valor de lo religioso en la vida #

Y luego hay otra ley que es preciso recordar, tratándose de una Institución que se dedica de manera particular a la enseñanza y la educación. Ley que tuvo también presente el Beato Ossó. ¿Cómo presente? Yo creo que es lo que más se distingue en él.

Esta ley es la de la persuasión gozosa, fuertemente defendida, del valor de lo religioso en la vida. Tiene sobre esto páginas excelsas, cuando habla de que la moral sin el fundamento de la religión es inútil; de que la moral que el mundo predica, expone a los hombres a dar pasos en falso. Comentando la frase de San Agustín en que dice el santo doctor: «Los filósofos gentiles, aun siendo muy sabios, precisamente porque lo eran, como carecían de la luz, cuantos más pasos daban más se desviaban»2, el Beato Ossó valora, con precisión intelectual y cordial muy profunda, el sentido de lo religioso, sin el cual la moral se degrada o se convierte en un moralismo asfixiante y negativo que no conduce a nada.

La religión es la que nos abre al infinito de Dios. La religión nos ofrece el misterio de la trascendencia. La religión permite que el hombre alcance su plenitud en este mundo. Lo religioso es lo que hace que el hombre se una con Dios, pero tratándose de lo religioso cristiano resulta que es Cristo, una Persona Divina, la que se ha acercado a nosotros y con Él tenemos que unirnos y comer el Pan de vida y alimentar nuestra esperanza de vida eterna, y entonces sí, cuando se logre esto, de lo religioso cristiano surge la moral, porque surge el hombre nuevo, la moral perfecta, la moral de la plenitud, la de las Bienaventuranzas, la de la vida divina insertada en el hombre, la de la unión de éste como el sarmiento con la vid; ésta es la auténtica moral.

Desde que Cristo ha venido al mundo, el hombre no puede ya detenerse, como en una posible meta, en una moral natural; ha de tener aspiraciones más altas, y si no las logra, es del todo incompleto, porque Cristo ha venido a ofrecerlas. Y ahí nos encontramos la explicación de por qué el Beato Ossó en vuestros colegios cuidó mucho de lo religioso, precisamente en sus formas más vivas: la oración, la adoración, la expiación del pecado, la purificación del alma, la práctica religiosa llena de amor al estilo de Santa Teresa, las lecturas espirituales que encendían los espíritus para lanzarse al apostolado siempre generoso, de entrega total. El Beato Ossó cuidó esto de una manera especial; lo muestran sus libros de ascética, las páginas innumerables que escribió comentando hechos que por entonces se dieron, su amor a la Iglesia, plasmado en Roma y en el Papa; su idea de cómo los católicos tenían todos que aspirar a vivir libres por entonces, refiriéndose especialmente a nosotros, sacerdotes y religiosos, libres entonces –y subrayo el entonces porque la época fue particularmente difícil– de todo protagonismo y afán político, simplemente atentos a la fuerza de lo religioso. El atender todo esto significa un avance, una pedagogía católica de primer orden. No redujo la tarea que vosotras tenéis de educadoras simplemente a eso, a predicar grandes o pequeños deberes y a señalar prohibiciones; buscó ese horizonte religioso amplísimo en que el hombre pueda navegar a velas desplegadas y entonces sí surge la santidad, la moral completa, el hombre nuevo.

¡Ah, hermanas! Sobre todo vosotras, queridas religiosas de la Compañía: habéis de seguir con el mismo entusiasmo en el trabajo que hoy os pide la Iglesia, en tantos campos que requieren el concurso de vuestras manos y de todas vuestras energías personales.

Tenéis una inmensa tarea por hacer #

La mujer. Él supo valorarla en todo lo que merece ser estimada, como fuerza impresionante de la vida social. Vivimos una época en que casi hay que pedir a Dios todos los días que disponga lo necesario para que la mujer siga siendo lo que ella es: fuerza, fidelidad, acogida, ternura, sacrificio. Es decir, todo ese conjunto de grandes valores que encierra en su condición, tal como Dios la ha hecho. Y pedir, además, que la sociedad le permita serlo, porque éste es el daño que está haciendo la sociedad hoy, está impidiendo a la mujer ser mujer. ¿Qué sociedad va a surgir de aquí, cuando se están extendiendo por todas partes esas leyes que rompen la indisolubilidad del matrimonio o interrumpen la vida en gestación? ¿Qué sociedad es ésta? Vosotras, hijas de la Compañía de Santa Teresa, si atendéis a los escritos de vuestro Padre Fundador, tendréis criterios precisos para no sucumbir en esa trampa de los progresismos y los conservadurismos. Hay que ser tan progresista como lo fue San Pedro, lanzándose a navegar o andar sobre las olas del mar, pero de la mano de Jesús, porque si no, se hundía; y hay que conservar todo lo que la tradición católica, actualizada perennemente por la Iglesia, nos señala, sin avergonzarse jamás de defender valores tradicionales, como los está defendiendo el Papa Juan Pablo II a cada paso en sus diversas actuaciones.

Religiosas, no dudéis de la oportunidad de vuestra labor hoy. Es inmensa, es actualísima; es de gran valor todo lo que en vuestros colegios, en vuestras catequesis, hagáis por esas niñas y por esas jóvenes que Dios pone en vuestras manos. ¡Ojalá dierais mayores pasos si fuera posible! ¡Ojalá fuerais capaces de dos cosas que yo voy a presentar hoy aquí como intención en la Misa, ya que, aparte de dar gracias a Dios, he de pedir por vosotras!

Dos cosas. Una: fomentar, en cuanto sea posible, esta Hermandad Teresiana Universal, Niños, «Amigos de Jesús», el MTA, como ahora lo llamáis, grupo de muchachas, otras Asociaciones, familias de una y otra nación; reunidlo todo, aglutinándolo todo bajo la acción de ese espíritu teresiano que vosotras tenéis que mantener despierto.

La otra es: la de que organicéis y fundéis Escuelas de Catequistas, no sólo en tierras de misión. Aquí, aquí. Digo aquí como si estuviera hablando en España; en España, en nuestra diócesis, y en otras naciones. Capacitaros, religiosas, para formar estas Escuelas y para ir cada año logrando grupos de catequistas que, en la familia, en la parroquia y donde quiera que estén, contribuyan a que la fe sea cada vez mejor amada, defendida y propagada.

Vayamos, pues, contentos. Retornemos a nuestros hogares, dando gracias a Dios de haber visto una vez más el rostro santo de la Iglesia, y digamos que entre luces y sombras la vemos caminar hacia el encuentro del Señor; esta Iglesia santa que nos regala con tan espléndidos ejemplos que animan y confortan. Y todavía –si me permitís descender a un nivel más familiar, al fin y al cabo no sería más que dar expresión pública aquí a algo que muchas veces hemos comentado en un ámbito más familiar e íntimo–, todavía tengo que decir una cosa: ¡ojalá pronto veamos la exaltación hecha por la Iglesia santa de un gran amigo del Beato Enrique de Ossó! Me refiero a don Manuel Domingo y Sol, el apóstol de las vocaciones sacerdotales; aunque temo que, si se produjera, acaso el señor Obispo de Tortosa y su clero diocesano pecarían gravemente contra la humildad. Sin embargo, tengo plena confianza de que superarían la tentación. Me refiero a él, porque es otra gloria del sacerdocio español, de la Iglesia santa; los dos fueron amigos aquí en la tierra y los dos podían volver a saludarse en días semejantes en que la Compañía de Santa Teresa siga dando los frutos que de ella podemos esperar, ayudada, eso sí, por estas antiguas y actuales alumnas. La familia, la familia cristiana hay que defenderla como el arca donde se guardan los mejores valores. Si no, la sociedad se hace añicos.

Contribuid a ello con toda la alegría de que seáis capaces, y seguid meditando las enseñanzas de vuestro Fundador, que no pasarán nunca de moda. Así sea.

1 Véase la biografía Enrique de Ossó. La fuerza del sacerdocio, BAC 440, Madrid, 1983, XLII, 488 páginas.

2 Cf. De Trinitate XIII, 19, 24: ML 42, 1033; BAC 39, Madrid4 1985, 636-637.