Mensaje cristiano sobre la sexualidad

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Mensaje cristiano sobre la sexualidad

Conferencia pronunciada en Madrid, el 15 de diciembre de 1976, dentro del ciclo organizado por la Confederación Católica Nacional de Asociaciones de Padres de Familia. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, febrero-marzo 1979, 75-88.

Es muy significativo. El doctor López Ibor se ha referido a una reunión de intelectuales en la que estaba presente un africano y habló de que si la Iglesia aceptaba “la píldora”, en África se la considerarla aliada del capitalismo imperialista. Ignoro si esto lo decía desde una dimensión religiosa de su concepto de la vida, o simplemente como una reacción humana de su propia cultura.

En octubre de 1971, durante el Sínodo Episcopal, en Roma, presentes los obispos que representan a todas las Conferencias Episcopales del mundo, un arzobispo de Madagascar dijo estas palabras: “No toleramos que autores sin delegación ni competencia nos obliguen a aceptar su problemática. Rechazamos las soluciones que preconizan y que incluyen la rebelión contra la Iglesia y contra el Vicario de Cristo. Protestamos contra este imperialismo doctrinal de ciertos teólogos de Europa, que sería el peor de todos los imperialismos. Las iglesias misioneras reclaman su libertad propia, como en todos los demás campos. Para nosotros el camino de la libertad y la verdad recibe su luz de Pedro y del Colegio de obispos en la unidad de la Iglesia”.

Este obispo y algunos otros que han hablado también sobre el tema, se refieren a ciertos teólogos y moralistas. El doctor López Ibor ha hablado de ciertos científicos. Subrayo la coincidencia de reacciones porque nos ilumina mucho en nuestra reflexión.

Lo que a mí me duele profundamente, más todavía que el desastre sexual que se está produciendo en las costumbres del mundo moderno, es ver la abdicación de ciertos grupos de teólogos y moralistas, a los cuales daba respuesta este obispo africano, como en otra ocasión se la dio el Cardenal Zungrana, hablando sobre lo mismo. Os aconsejo que leáis el libro, recién editado por la BAC, Algunas cuestiones de ética sexual, donde se recogen los comentarios aparecidos en L’Osservatore Romano al documento promulgado por la Santa Sede, precisamente va a hacer ahora un año, el 29 de diciembre de 1975.

Confusión lamentable #

No puedo detenerme a hacer un análisis de cada punto concreto, ni de las objeciones que se han hecho al documento, pero explico por qué lo más doloroso es la abdicación de muchos. Dice la Sagrada Congregación:

“Como se puede comprobar fácilmente, la sexualidad es en nuestros días tema abordado con frecuencia en libros, semanarios, revistas y otros medios de comunicación social. Al mismo tiempo, ha ido en aumento la corrupción de costumbres, una de cuyas mayores manifestaciones consiste en la exaltación inmoderada del sexo; en tanto que, con la difusión de los medios de comunicación social y de los espectáculos, tal corrupción ha llegado a invadir el campo de la educación y a infectar la mentalidad de las masas.”

“Si en este contexto han podido contribuir educadores, pedagogos o moralistas a hacer que se comprendan e integren mejor en la vida los valores de uno y otro sexo, ha habido otros que, por el contrario, han propuesto condiciones y modos de comportamiento contrarios a las verdaderas exigencias morales del ser humano, llegando hasta a dar favor a un hedonismo licencioso.”

“De ahí ha resultado que doctrinas, criterios morales y maneras de vivir conservadas hasta ahora fielmente, han sufrido en algunos años una fuerte sacudida, aun entre los cristianos, y que son hoy numerosos los que, ante tantas opiniones que contrastan con la doctrina de la Iglesia, llegan a preguntarse qué es lo que deben considerar todavía como verdadero.”

Esta alusión a las enseñanzas desorientadoras de algunos revela un drama profundo en el interior de la Iglesia: el de la rebeldía del pensamiento contra su Magisterio. Existe y no debemos ocultarlo. Por eso es tan de agradecer que la Santa Sede haya hablado con claridad.

Pienso, con un teólogo contemporáneo, que en medio de tantas ambigüedades, mentiras y mixtificaciones con que se manipula al hombre actual, es un derecho de los creyentes y de todos, podríamos decir, que al menos la Iglesia se explique lealmente, aplicando la máxima evangélica del sí, sí, no, no, para repetir lo que piensa y enseña desde hace dos milenios sobre los problemas más candentes que se ventilan actualmente en el mundo, entre los cuales está el que ahora nos ocupa.

Cuando hablo o escribo sobre este tema, tengo a mi lado un pequeño libro cuyo nombre es bien conocido de todos: el Nuevo Testamento. A él pertenecen los Santos Evangelios y las Cartas de los Apóstoles, que me hablan de la realidad de un hombre nuevo.

Después, junto al libro y dentro también de mi corazón, está la Iglesia, la que Jesucristo instituyó para garantizarme la fidelidad en la transmisión de las enseñanzas de vida que brotaron de labios de Jesús, o de la pluma y la predicación de los Apóstoles iluminados por el Espíritu Santo. Si no existiera esta seguridad para saber lo que hemos de obrar, creer y amar, los cristianos seríamos los más desafortunados de los hombres, porque navegaríamos a la deriva atraídos por los más hermosos horizontes y sumergidos en la oscuridad y la impotencia de los subjetivismos arbitrarios. Y Cristo mismo, el Maestro del amor y de la vida que ofrece al hombre su redención divina, pasaría a ser un dios burlón y cruel, que consentía dejarnos perdidos en las sombras después de habernos obsequiado con el brillo de su luz.

Valor y contravalor de la sexualidad #

La sexualidad es un valor espléndido de la condición humana. El hombre es cuerpo y espíritu, doble realidad que constituye un solo ser: la persona. Y ésta es relación. Aunque existiera un solo hombre en el universo, uno solo, buscaría la relación con las cosas, impelido por la exigencia de los sentidos y de sus capacidades interiores; y, aparte de atenderse a sí mismo, se pasaría gran parte de su vida preguntando, analizando, deduciendo y dándose respuesta a sus propios interrogantes, lo que, en la hipótesis que presento, sólo por él podían ser satisfechos.

Pero no está solo, no. Hay otros hombres junto a él para la mutua relación. Hay, sobre todo, hombre y mujer. Por eso hay sexo y hay sexualidad, porque hay hombre y mujer. Y aquí es donde se establece la más profunda de las relaciones de la condición humana: la de la mujer y el varón. ¿Por qué es la más profunda? Por tres razones: porque está hecha de amor, porque satisface la necesidad incoercible de completarse mutuamente, y porque es la única que sirve para transmitir la vida, ese misterio que es como el paso continuo de Dios sobre la tierra.

Pero, ¿sólo por esto es la más profunda de las relaciones? Pienso que no. Estas tres razones no se dan aisladas y sueltas entre sí, sino que se integran en un hecho, en una realidad viviente, en un ser personal. Lo que el amor del hombre a la mujer y de la mujer al hombre buscan es su mutua donación, es la relación con otra persona, porque sólo un ser personal satisface a otro ser personal. La diferencia de sexo es lo que sirve para transmitir la vida, pero el ser personal en cada sexo, al verificarse la mutua entrega en el amor, es lo que de verdad completa lo que a cada uno le falta, y lo completa mediante la comunicación del doble cuerpo y del doble espíritu; placer, sufrimiento compartido, ilusión, ayuda, descanso, protección, estímulo, lucha, ideal, trabajo, creación. En la donación y en la posesión mutuas el ser humano intuye que puede encontrar la respuesta más lograda a la necesidad de amar y recibir. Los amores adquieren su máxima grandeza cuanto más tienden a verificarse de persona a persona, y no hay ninguna relación tan integradora como la del hombre y la mujer. Ninguna; ni la de la amistad, la del trabajo, la del saber, la del poder político, la del arte creador, ninguna es tan perfecta.

Por eso mismo, aunque parezca paradójico, el hombre o la mujer que son célibes por el reino de los cielos, no se sienten frustrados, si viven con dignidad su consagración, porque ellos también se han entregado a una Persona, al Dios del infinito amor, revelado en Jesucristo, en el cual, por sublimación, se encuentra también la respuesta a la necesidad de relación. Esto explica, por ejemplo, que en una Santa Teresa de Jesús, tan dotada para el amor, todo apareciese engrandecido, sin detrimento de su encantadora feminidad.

Pero contra el valor de la sexualidad está el contravalor de la tiranía del sexo. Es tan antiguo como el mundo y no hay cultura ni civilización conocidas en la historia en que esa tiranía no se haya manifestado. Hoy alcanza proporciones aterradoras. Acabamos de oír a un hombre sabio que nos explica con frialdad científica lo que está sucediendo. Los factores que contribuyen a ello son muy diversos. El ser humano vive casi físicamente triturado en las grandes aglomeraciones urbanas, incapacitado para pensar, roto en mil fragmentos, frustrado en su condición de persona y, como un animal acosado, busca relaciones personales fugaces y supletorias, que tratan de satisfacer de cualquier modo su ansia de plenitud, y trata de encontrarlo en lo que más fácilmente está a su alcance, puesto que la necesidad la experimentan todos, y muchos, hombres y mujeres, se hallan dispuestos a facilitar la solución dando lo que tienen, su sexo, creyendo que lo que dan es su persona. En el mundo rural, pasada la época de las explosiones juveniles, no existe todavía un desorden tan generalizado y, cuando se da, es porque empiezan a asimilarse, por la facilidad de las concentraciones gregarias, los modos de vivir de las grandes ciudades.

Está después la provocación incesante y la agresión casi invencible de la filosofía del consumismo como sistema de vida, que genera en cadena nuevas necesidades y nuevas ansias de placer, creciendo en el interior de cada hombre una insatisfacción radical continuamente excitada y engañosamente fácil de serenar con el señuelo de una libertad sexual sin trabas ni freno alguno.

Diccionarios eróticos de escritores cínicos los ha habido siempre; piezas de teatro llenas de picaresca e incitación, también; pornografía y libertinaje escrito, hablado y vivido, igualmente. Pero la corrupción y la desvergüenza elevadas a sistema de vida, programadas y consentidas públicamente como un tejido social tan normalizado como las calles para andar o la luz eléctrica para ver, nunca como ahora. Porque nunca como ahora se ha presentado el desorden sexual como conquista triunfante y gozosa de una antropología individual y social que ¡por fin! ha descubierto los motores ocultos de la auténtica liberación.

Y, en tercer lugar, como factor todavía más poderoso que explica el grado de penetración de este sexualismo asfixiante, está la ausencia de Dios en nuestra vida, la pérdida del sentido religioso. Unas veces en forma de ateísmo práctico, otras de agnosticismo total en el pensamiento filosófico, otras, de cristianismo romántico y placentero, sin leyes ni dogmas, otras, de sincretismo relativista en que se acogen por igual tanto las filosofías racionalistas de occidente como las actividades contemplativas de las religiones orientales, para hacer de ellas una mezcla de amor humano y divino que compromete a poco y satisface todo.

Doctrina de la Iglesia #

Y siendo ésta la situación, cuando se ve amenazado el concepto de moral cristiana en este campo, que afecta tan hondamente a la vida de las personas, y se presenta la corrupción con tanta fuerza; cuando se ve cómo va derrumbándose el sistema moral de las costumbres, que el cristianismo ha tratado de vivir y de hacer vivir con más o menos fallos; si además aparecen teorías morales apoyadas en nuevas teologías, con las que se quiere justificar todo, ¿qué extraño es que la Iglesia, si quiere ser fiel al mensaje que Cristo le dio para que lo transmita por los siglos de los siglos, aunque se quede sola, promulgue un documento y pida a los obispos y a los hijos fieles de esta Iglesia Católica que se atengan fielmente a esta doctrina? Ha venido haciéndolo la Iglesia a lo largo de su historia. En nuestros días, por no situarnos en otros momentos de esa historia, está el fecundo, inolvidable magisterio de Pío XII; está el del Concilio Vaticano II, singularmente en la Constitución Gaudium et Spes; y, en tiempo de Pablo VI, está la Encíclica Humanae Vitae, documentos todos ellos anteriores a este de Persona humana, que es al que nos estamos refiriendo.

El episcopado de todo elmundo ha hecho frente común con el Papa en esta materia, aunque hayamos de lamentar ciertas declaraciones, conferencias, coloquios, escritos, por parte de algunos que pretenden dirigir la cultura religiosa actual en España y en todas partes.

Pero no sólo el episcopado mundial. También, desde el ámbito de confesiones no católicas y aun no cristianas, se han levantado voces autorizadas en apoyo de las declaraciones del Papa. Asimismo, no han faltado adhesiones a esta doctrina en el campo de la ciencia médica y psicológica. Un sociólogo ha llegado a decir que ese hombre célibe y anciano de Roma se ha convertido, paradójicamente, en el mejor paladín del amor verdadero, de la vida y de la dignidad de la persona.

Resultan sorprendentes y dolorosas, cuando parten del campo católico, acusaciones como las que se han hecho al documento Persona humana. Se ha llegado a decir que se trata de un caso de intrusismo, de abuso de autoridad, ya que Roma no la tiene para establecer normas en el terreno de la sexualidad, que es un valor pertinente sólo al dominio de las ciencias antropológicas o sociológicas, como si el recto o el desordenado uso del sexo no afectara a la conciencia del hombre y como si la Revelación no hubiera dicho nada al respecto.

Se ha dicho que con este documento Roma ha querido recuperar un dominio que empezaba a perder sobre las masas cristianas, como si la misión de Roma no fuera salvaguardar y enseñar auténticamente el depósito revelado, en vez de congraciarse con los gustos de la época; y como si el predicar severos deberes en vez de derechos, que hoy tan demagógicamente se prodigan, fuese método adecuado para ganar a las masas.

No han faltado quienes han calificado el documento de poco bíblico, alejado de la palabra de Dios; pero lo cierto es que se aducen en él multitud de citas de la Sagrada Escritura en apoyo de las normas que se dan, y que antes se consultó a escrituristas de diversas tendencias, quienes confirmaron, en su condición de exegetas, que el sentido de esos textos bíblicos es el que aparece en el documento. Por otra parte, su elaboración ha sido muy estudiada, y de eso soy testigo, porque cuando comenzó su estudio era yo miembro de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y sé cuantos trabajos de moralistas y teólogos del mundo entero se tuvieron en cuenta.

No faltan quienes acusan al documento de retrógrado, que no piensa en el amor, que sucumbe a una moral prohibitiva, cautelosa, que desconoce las fuerzas del corazón humano y se pone de espaldas al hombre moderno que quiere caminar libre y gozoso, con la sonrisa en los labios y contemplando las noches llenas de estrellas, librarse del trabajo y de la opresión, etcétera.

Decir todo esto cuando se está contemplando un fenómeno tan generalizado, como el que describía el doctor López Ibor, citando a estos científicos eminentes, filósofos, psicólogos, médicos, que se lamentan a qué extremo de bajeza se está llegando; decir que un documento como éste se opone a este concepto del hombre, es hacer una injuria terrible al Papa, porque es la defensa del verdadero amor, es la garantía de la dignidad de la persona humana, es la fortaleza que no cede a una presión cada vez más animalizada.

El vocablo “amor” –han llegado a decir– aparece pocas veces. Ha habido quien ha tenido la curiosidad de contar cuántas veces aparecía en el documento, y ha resultado que su número es mayor que cualquiera de los otros que se citan, tales como ley, norma, etc. Si es amor, liberación y progreso matar cada año unos cuarenta millones de niños inocentes en el seno de sus madres, vendiendo sus cuerpecitos, si salen vivos, a laboratorios para experiencias biológicas, y si salen muertos, a fábricas de cosméticos para elaborar con sus grasas exquisitos perfumes, como se ha denunciado en Inglaterra; si es amor fomentar la disolución de las familias, amparando legalmente el adulterio y el divorcio, promoviendo la prostitución femenina y masculina, incluso de menores, o explotando comercialmente el sexo en rentables industrias pornográficas, para incrementar los ingresos en las cuentas corrientes de unos cuantos desalmados, con desprecio absoluto de la dignidad de nuestros niños y jóvenes, que deben sufrir ese bombardeo erótico; si todo esto es amor, liberación y progreso, yo no lo entiendo.

La sexualidad humana en la Biblia #

Comencemos por el Antiguo Testamento. Algunos han hablado de la sexofobia del pueblo judío, como si fuese instintivamente enemigo de los placeres del amor. Pero lo cierto es que, en las páginas del Antiguo Testamento, no aparece esa pretendida sexofobia. Por el contrario, se exponen allí los temas del sexo con una claridad y libertad tal, que, si hoy ya no, hace todavía pocos años impresionaba a cierta clase de espíritus.

Podemos decir que la moral sexual del Antiguo Testamento es la expresión de una sana ley natural, como no podía ser menos, ya que el Decálogo y la naturaleza proceden del mismo Dios. Es una moral muy distante de cualquier tipo de angelismo y desprecio del sexo, cuyas exigencias se aceptan y viven con naturalidad y casi ingenuidad. Diríamos que, si dista de la sublimidad del Nuevo Testamento con su invitación a la virginidad voluntaria asumida por amor a Cristo y al Reino, dista también de la anarquía erótica de los pueblos circunvecinos de Israel, que llegaron a sacralizar el sexo, con sus cultos fálicos a Venus, Afrodita y Astarté, con sus bacanales y saturnales, sus ritos mágicos a las divinidades de la fecundidad, etc. Los libros veterotestamentarios condenan tales excesos más por lo que tienen de idolatría que por su mismo desorden sexual.

Sólo en los últimos tiempos, ya en la época de Cristo, cabe hablar quizá de cierta influencia del dualismo helénico en la mentalidad judía, con ribetes de sexofobia, no en los libros inspirados, sino en las enseñanzas rabínicas. Pero a la vez, como demuestra la historia de los esenios y los modernos descubrimientos de Qumrán, nació tímidamente, pocos años antes de Jesucristo, un sano aprecio al celibato al servicio de Yahveh, que iba preparando el futuro clima evangélico.

Es, pues, inexacto hablar de una sexofobia instintiva de aquel pueblo, al que Dios destinó las promesas y la antigua Ley. Las prescripciones morales que allí leemos no proceden de una psicología enfermiza, sino del Señor. Más aún, la historia evidencia que los hijos de Abraham, humanos al fin, tendieron a mitigar con la poligamia, el divorcio y otras libertades, la severa moral primitiva. El mismo Cristo se lo echó en cara a los fariseos y saduceos (Mt 19, 1-8; 22, 23-30).

La idea de la pretendida sexofobia israelita, que hoy se esgrime para restar fuerza a las leyes morales del Antiguo Testamento, pudo proceder de ciertos textos del rabinismo posterior, y también de la interpretación, en contexto sexual, del pecado original descrito poéticamente en las primas páginas del Génesis. Sin embargo, no consta que el primer pecado de la humanidad fuera de naturaleza sexual, y aunque así fuese, aparece condenado en la Escritura más por lo que encierra de rebelión contra Dios, que por su supuesto desorden carnal. Por lo demás, en las páginas del Antiguo Testamento aparecen claramente condenados los principales pecados y aberraciones sexuales (adulterio, incesto, sodomía, prostitución…).

Al llegar la plenitud de los tiempos, el ejemplo y las enseñanzas de Jesús y de los Apóstoles, recogidos en el Nuevo Testamento y en la conciencia primitiva de la Iglesia, elevan la moral humana, en el ámbito del sexo y en los demás, a un nivel muy superior. Mas esta elevación se produce sin romper la armonía veterotestamentaria, sin ceder a las presiones de corte maniqueo, ya presentes en amplios sectores del mundo grecorromano. Digamos, con todo, que hoy se desorbita el fenómeno maniqueo de entonces. San Agustín nos ilustra descubriéndonos que los maniqueos no eran “los puros”, que hoy suponen algunos: eran tipos que negaban la pena de muerte, el servicio militar, que defendían el aborto y el control artificial de nacimientos “para evitarse la carga de los hijos”; pero que buscaban con refinamiento los placeres de la carne. Es decir, que la nueva moda que hoy se presenta como anti-maniquea, está llevando las tesis maniqueas a sus últimas consecuencias.

Así vemos que Jesús y Pablo invitan al celibato por el Reino, pero sin imponerlo jamás: la virginidad será una actitud libre y voluntaria que nacerá en el corazón cristiano, tocado por una gracia especial y encendido por una idea también singular. Jamás aceptará la Iglesia como auténtico un celibato que proceda del desprecio o temor al amor y al sexo. Y, si en el catálogo de los santos predominan los célibes, porque la virginidad tiene una cierta connaturalidad a la intimidad con el Señor, no faltan tampoco ejemplos eximios de santos y santas no vírgenes, comenzando por la mayoría de los Apóstoles.

Pero, a la vez que evitaba el escollo angelista de ciertos grupos selectos de Oriente y Occidente, la nueva moral cristiana luchaba contra el desenfreno erótico del gran Imperio, que no podía menos de salpicar la vida de las primeras comunidades cristianas.

Contra la constante tendencia del hombre a desligar el sexo del amor, a convertir el eros en un agradable juguete al servicio, sobre todo, de los poderosos, alejado de toda norma moral, o en un sucio medio de adormecer a las masas embotando su más altas aspiraciones, junto con el panem et circenses de todas las épocas, contra el propósito de convertir el sexo en el verdadero “opio alienante de los pueblos”, para mejor dominarlos, como hace la moderna pornografía, animada a veces por innobles instancias políticas internacionales, el Evangelio vincula siempre la sexualidad con el amor, de acuerdo con el plan de Dios.

Así, Cristo restituyó el matrimonio a su primera condición de indisoluble y monogámico. Y como esto parece superar la psicología del hombre, tan voluble, lo fortaleció con una gracia y dignidad singular, haciéndolo sacramento, esto es, signo de su unión nupcial con la Iglesia, y fuente ininterrumpida de ayudas sobrenaturales para los esposos que no se cierran a ellas (Mt 19, 1-9; Mc 10, 2-12; 1Cor 7, 10-11; Ef 5, 22-33).

El Nuevo Testamento proclama claramente que “todo acto genital humano debe mantenerse en el cuadro del matrimonio” (Persona humana 7), según lo dicho, proscribiéndose las relaciones extraconyugales (1Cor 5, 1-5; 6, 9-13ss; 10, 8; Ef 5, 3-7; 1Tm 1, 10; Hb 13, 4; Rm 1, 24-32). En estos textos neotestamentarios la Iglesia vio siempre la prohibición formal de todo acto plenamente sexual fuera de las relaciones matrimoniales. El documento Persona humana cita varios testimonios del Magisterio, aparecidos a lo largo de la historia: la epístola Sub catholicae professione, de Inocencio IV, en 1254; la epístola Cum sicut accepimus, de Pío II, en 1459; el decreto del Santo Oficio, del 2 de marzo de 1679; y modernamente la encíclica Casti connubii, de Pío XI, y el decreto del Santo Oficio, del 24 de septiembre de 1965, bajo Pablo VI, tres años antes de la Humanae Vitae. Ante una constante doctrinal tan clara, uno se sorprende de la rebeldía de ciertos sectores católicos frente a las enseñanzas de la Humanae Vitae y de la Persona humana, como si fuera posible esperar un cambio de actitud en la Iglesia, por haber variado sustancialmente la naturaleza humana y el contexto sociológico.

Valor de la sexualidad desde la fe de la Iglesia #

La Iglesia –imitando lo que hizo Cristo– distingue cuidadosamente el campo de los principios y el campo de la praxis pastoral. Jesús proclama sin ambigüedad alguna las duras exigencias de la moral sexual cristiana, utilizando incluso comparaciones que suenan duras (Mt 5, 27-32). Pero este mismo Jesús manifiesta una comprensión y capacidad de perdón ante los pecados de la carne, que ya entonces extrañaba (la mujer adúltera, la prostituta de Magdala, etc.). Y es que Él jamás condenó este pecado como el mayor de los pecados. Mayor pecado es, sin duda, la soberbia, el odio, la injusticia, la irreligiosidad, la hipocresía… Y si manifiesta un odio infinito al pecado es porque ama infinitamente al pecador; odia la enfermedad porque ama al enfermo.

Así también la Iglesia, junto a las normas contundente proscribiendo como malo todo desorden sexual, estableció siempre otras normas pastorales, más o menos impregnadas de caridad y humanidad, según la mentalidad de la época, para comprender la situación concreta de cada pecador. La no distinción del plano de los principios y el de la praxis pastoral lleva a la confusión; y algo de eso pasa en nuestros días.

Hoy la Iglesia no se siente todavía interpelada a hablar de ciertas graves aberraciones porque, o son deformaciones patológicas, o son todavía condenadas por la conciencia universal (incesto, pederastia, bestialidad, etc.). Pero últimamente se iba generalizando un permisivismo y libertinaje (incluso con intentos de justificación teológica) en el campo de las relaciones matrimoniales, de las prematrimoniales, de la homosexualidad, de la masturbación, y la Iglesia ha tenido que proclamar una vez más su doctrina en estos puntos.

Todas las razones psicológicas y sociológicas que se aducen hoy para legitimar las relaciones prematrimoniales podrán atenuar, en determinadas circunstancias, su gravedad, pero nunca cohonestarlas. Menos todavía cabe cohonestar las relaciones homosexuales, sin negar que se den casos límite, que requieran un tratamiento médico-moral. En cuanto a la masturbación, deben interpretarse hoy en sentido prescriptivo, como en los siglos anteriores, los textos bíblicos y la ley natural (León IX, epístola Ad splendidum nitentis, de 1054; el decreto del Santo Oficio ya citado, de 1679; Pío XII, el 8 de octubre de 1953, y el 19 de mayo de 1956), aunque en el campo pastoral habrá de tenerse en cuenta que: “la psicología moderna ofrece diversos datos válidos y útiles en el tema de la masturbación, para formular un juicio equitativo sobre la responsabilidad moral y para orientar la acción pastoral. Ayuda a ver cómo la inmadurez de la adolescencia, que a veces puede prolongarse más allá de esta edad, el desequilibrio psíquico o el hábito contraído pueden influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del mismo acto y hacer que no haya siempre falta subjetivamente grave” (Persona humana 9).

La Iglesia tiene, pues, no sólo derecho, sino obligación de iluminar la conciencia de los fieles en el campo de la ética sexual, cuando ésta comienza a ser desviada por doctrinas y costumbres que contradicen la moral cristiana.

Para la Iglesia, la sexualidad no es algo vergonzoso, o bajo, y mucho menos pecaminoso. Si el dolor, la enfermedad, la muerte y la inclinación al mal proceden del pecado primitivo, la sexualidad, en sus niveles biológico y psicológico, procede de Dios. Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza: en lo sobrenatural, por la misteriosa vida de la gracia, que convierte a cada individuo en templo y espejo de esa familia divina, que llamamos Dios Trino; y en lo natural, por la bisexualidad y el amor erótico, que al unir estrechamente a la pareja en una sola carne, constituyendo la familia, la hace de otro modo imagen de esa misteriosa pluralidad y unidad del Ser divino. Otra cosa es que, después del pecado, el control del espíritu sobre el sexo se encuentre debilitado; pero eso ocurre también en otras áreas de la conducta humana.

Para la Iglesia, la sexualidad es siempre un lenguaje de amor que lleva al hombre y a la mujer a una cierta plenitud en el encuentro mutuo; plenitud que, cuando es total, causa naturalmente gozo en el alma y goce en el cuerpo; y que es imagen de esa plenitud de felicidad de las tres Personas divinas en su eterno encuentro; e imagen, también remota, de esa otra feliz plenitud del individuo en su encuentro con Dios, cuando alcanza las altas cotas de la mística.

Y siendo un lenguaje de amor, la conciencia cristiana tiene que proscribir toda forma de autoerotismo, cual es la masturbación, que desliga el sexo del amor, si bien, como dijimos, no falten circunstancias que mitiguen la gravedad de este desorden. Y siendo un lenguaje de amor, la conciencia cristiana ha de rechazar, igualmente, las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, pues niegan la estructura heterosexual del amor erótico, plasmada por el Creador, convirtiéndose entonces en una caricatura de ese amor, aunque se den, también en este caso, circunstancias que atenúen la gravedad de unas concretas relaciones homosexuales. Y siendo un lenguaje de amor, se debe proscribir toda forma de adulterio, pues niega necesariamente la fidelidad que es expresión del amor jurado, sin que valga en favor del varón el hecho psicológico de que la poliginia sea menos antinatural que la poliandria. Y siendo un lenguaje de amor, se debe rechazar cualquier otra aberración erótica, que será siempre manifestación de enfermizo egoísmo.

Y siendo un lenguaje de amor, la conciencia cristiana no puede aceptar esas formas de relación heterosexual, privadas de auténtico amor y más o menos comercializadas, como la fornicación, el concubinato y la prostitución. Pues el amor de la pareja no se concluye en el mutuo atractivo físico, sino que debe superarle y trascenderle.

Y siendo un lenguaje de amor, aun dentro de la intimidad matrimonial, se debe evitar lo que convierta el acto conyugal en simple fuente de goce físico, cerrado total y artificiosamente al fruto natural del mismo, que es el hijo. Una actitud semejante ya no fomentaría el mutuo amor, sino el mutuo egoísmo, la utilización egoísta del cuerpo del otro. Lo cual no se opone al ejercicio de la paternidad responsable, tal como lo entiende la Iglesia. Cuando se tienen en cuenta las razones y métodos que la Iglesia considera válidos, a la luz de la palabra de Dios y de una sana antropología, en defensa de la dignidad del acto sexual, entonces éste, aun privado de su fertilidad natural, no deja de ser un lenguaje de amor, pues acontece que su fin no es sólo la procreación, sino también la expresión y alimento del noble amor conyugal.

Y también, por ser un lenguaje de amor, debe proscribirse la experiencia estrictamente sexual en la fase prematrimonial. Repito, una vez más, que no se trata de valorar moralmente el caso o caída concreta de dos jóvenes que se aman, lo cual pertenece a la praxis pastoral; hay circunstancias, sobre todo hoy –excesiva e involuntaria prolongación del noviazgo, múltiples ocasiones que la vida moderna ofrece a los novios, etc.– que pueden hacer muy difícil la castidad prematrimonial, y limitar la libertad de las decisiones, en cuyo caso también la responsabilidad moral quedaría limitada. Mas colocándonos en el terreno de los principios, como venimos haciendo, no cabe justificar estas relaciones que, aun procediendo de un sincero amor, no sería ya el amor humano impregnado de realidad, que no puede desentenderse de la dimensión religiosa y social de las personas. Y así, si el acto se cierra artificialmente a la fecundidad, ya no sería el auténtico amor y experiencia conyugal que se busca; y si no se cierra, se expone, tanto a la posible prole como a la madre, a una situación social que comporta temeridad y desamor hacia ellos. En todo caso, una experiencia de donación mutua tan intensa y total requiere el respaldo estable socio-religioso del matrimonio, que ratifica esa entrega ante Dios y la sociedad.

Conclusión #

Hoy muchos hablan de una moral tradicional, ya desfasada, frente a otra moral moderna, liberada y culta. Si quiere con ello proclamarse la victoria de ciertas costumbres –modas, usos, normas sociales– propias de una sociedad más culta y libre, sobre otras de una sociedad quizá más retrasada, puede admitirse ese lenguaje, con tal que no se estigmatice cómodamente, desde la situación privilegiada de los nietos, la más difícil que vivieron los abuelos. Pero –si como suele hacerse– se pretende además negar la validez para los hombres de hoy de las leyes morales de antaño, se incurre en algo que contradice la misma fe y vida cristiana. Ni la naturaleza humana, ni la Iglesia, ni el Evangelio cambian sustancialmente con el paso de los siglos. Así pues, en el plano de la doctrina, la actividad sexual fuera de las legítimas relaciones matrimoniales no es lícita hoy, como no lo fue ayer, ni lo será mañana.

¿Y en el plano de la vida real, de la praxis que afecta a la conciencia de cada persona?

Si es verdad de fe que somos libres, que podemos auto-determinarnos, es también verdad incuestionable que no somos total o perfectamente libres. Ahora bien, nuestra responsabilidad moral está en proporción a nuestra libertad psicológica. A menos libertad, menos responsabilidad moral, y en este caso menos pecado subjetivo.

Ahora bien, acontece que vivimos hoy en una sociedad brutalmente erotizada. Tanto los casados como los solteros y célibes se ven fuertemente impelidos por el ambiente de la actividad sexual en formas anormales y hasta aberrantes. Criterios y juicios de valor justificando y trivializando la vivencia sexual podemos leerlos continuamente en diversos medios de comunicación de masas, e incluso en ciertas publicaciones que se presentan como “científicas”. (Un ejemplo: “El espíritu moderno debiera, cuando menos, negarse a admirar la castidad o a elogiarla, viéndola, en cambio, como lo que es realmente: una forma de infantilismo dogmático”1. Se diría que pronto el hombre puro tendrá que hacerse perdonar por la sociedad el “pecado” de serlo. Existe, además, la fuerza del ejemplo (si todos lo hacen, ¿por qué yo no?) y la fuerza de la imagen (cine, teatro, revistas gráficas, literatura erótica, “sexy shows” …), y la disminución de los controles sobrenaturales (temor al juicio de Dios, a las penas eternas, abandono de la oración, de los sacramentos…) y aun de los naturales (temor al juicio condenatorio de la sociedad, anonimato de las grandes urbes…). Pues bien, estas circunstancias, este clima tan opuesto a la virtud de la castidad, pueden conducir a situaciones límite, en que la libertad de decisión y consiguiente responsabilidad moral queden profundamente disminuidas.

Pero se trata, en conjunto, de una situación de pecado colectivo que Dios no quiere, y que debe estimularnos a todos –desde los Pastores de la Iglesia, gobernantes de los pueblos, hasta los educadores y simples fieles– a luchar más por sanear el ambiente. No se trata de crear un clima de puritanismo social, de represión sexual, ya que la represión puede llevar a la neurosis. Pero represión es cosa muy distinta de una sana inhibición, o mejor, de asunción e integración de la energía sexual en un “proyecto vital superior” –ideal religioso, social, humano…– Lo cual debe alcanzarse mediante una auténtica, profunda y amplia educación humana y religioso-moral. En cualquier caso, el clima que hoy se respira en la sociedad occidental no sólo es anticristiano, sino antihumano. Y si puede darse una neurosis por excesivo angelismo, según Freud, otros grandes psicólogos hablan también de la neurosis opuesta, por excesivo e inhumano pansexualismo: la neurosis de los obsesos sexuales, nada infrecuente hoy.

Su Santidad el Papa Pablo VI se ha referido a la necesidad de promover en el seno de la Iglesia una nueva revolución de la pureza. La Europa de los siglos I al III, en la que se desarrolló el cristianismo, no estaba menos corrompida que la actual. Y fueron aquellas nuevas familias cristianas, aquellos jóvenes cristianos, aquella “mujer nueva” que alumbró el cristianismo al calor del Evangelio y fomentó el hechizo virginal de Jesús y de la misma Virgen Madre de Jesús, los elementos que transformaron lentamente las costumbres públicas, los que hicieron brillar con su ejemplo y su palabra la luz sobre la noche, los que convirtieron el cieno en nieve y aun púrpura de vírgenes mártires, y el hedor hediondo en perfume de azucenas.

Mi reflexión se une ahora con la que hacía al principio, al referirme al pequeño libro en el que puedo leer el Evangelio de Jesús, y a la Santa Iglesia que el mismo Cristo nos dejó.

Lo que tiene de grande y sublime la sexualidad bien entendida me hace pensar, como pocas cosas del mundo, en la sabiduría amorosa de Dios Creador, que hizo al hombre y a la mujer para que fueran dos en una sola carne. Es el camino que Él estableció para el amor, la mutua ayuda y la fecundidad prodigiosa, que aunque aparezca tantas veces limitado por el egoísmo, las equivocaciones, la frustración, la enfermedad y la muerte, no deja de ofrecer la hermosísima realidad de la familia, mundo en pequeño, sociedad natural y fundamental, iglesia doméstica para los cristianos.

Aun lejos de las áreas del cristianismo, antes de su aparición en la tierra, en medio de todas las corrupciones, nunca han dejado de existir millones de hombres y mujeres que han vivido su sexualidad sin degradarse, dentro de un orden que respondía y responde a las exigencias de la naturaleza humana, fundadas en lo que llamamos –y tenemos derecho a seguir llamando– ley natural.

El Evangelio nos ha situado en una perspectiva más alta, haciéndonos ver en la sexualidad el valor que encierra por la realización del amor y la transmisión de la vida; y ha elevado la unión del hombre y la mujer a la categoría de sacramento, para que se advierta mejor cómo a través de la relación del sexo, ya santificada y bendecida, los hombres se acercan a Dios, su Padre y Señor, en el ejercicio pleno de su amor. Todolo demás, antes del matrimonio, es preparación, espera ilusionada y acasoturbadora, atractivo necesario, encanto presentido y anhelado, y después, vida compartida en todas sus dimensiones, cada vez con más experiencia de la necesidad del sacrificio para poder seguir adelante hasta el final.

Al señalar que es en el matrimonio, y sólo dentro de él, donde está permitida la completa relación, no sucumbe la Iglesia al rigor de una moral prohibitiva y oscura, negadora de la feliz expansión de los corazones libres, ni rechaza las ofertas que una antropología profunda le va presentando. Sencillamente, defiende a la persona, y sigue revelándonos a Dios nuestro Señor. El Evangelio consuma su misión liberadora en este campo, no solamente señalando lo que es un deber, sino ofreciendo la misericordia y el perdón para el que no lo cumple. Y para los que ni siquiera quieren llamarse pecadores, y rechazan o desprecian el perdón, el Evangelio sigue siendo, en el secreto de su alma, una llamada a la elevación y la dignidad que nunca es del todo desoída.

Otra cosa es que, en el tratamiento de estos problemas, en nombre del Evangelio, los que lo hacemos podamos incurrir en torpezas y exageraciones deformantes, en desconocimiento rutinario de las realidades del ser humano, en falta de ponderación para el discernimiento. Pero eso pertenece a la praxis pastoral, y ahí, ciertamente, algo y mucho tienen que decir al sacerdote, al confesor, al educador, además de su fidelidad al Señor y a la misión que le ha confiado la Iglesia, el sentido común y las ciencias del hombre.

Pero lo verdaderamente nocivo e indigno es que, en medio de la tremenda crisis actual, aparezcan una vez más –porque el fenómeno no es nuevo– los llamados teólogos y moralistas de la nueva moral, que desoyen el Magisterio de la Iglesia; pretenden –así dicen– ayudar al hombre, y sustituyen las exigencias del Evangelio por planteamientos que llaman científicos y antropológicos y por exégesis abusivas de la Palabra de Dios.

Se equivocan rotundamente al obrar así. Cualquier confesor santo y prudente, de cualquier época de la historia, podría darles lecciones de cómo, permaneciendo fiel al Evangelio y a la Iglesia, ha sabido además comprender al hombre y al entorno en que vive, dándole la paz y la alegría interior en su lucha contra la tiranía del sexo, sin dejar de llamar pecado a lo que es pecado, y sin subordinar la Palabra de Dios a los caprichos de los hombres.

Nos hemos olvidado de la gracia santificante y las gracias sacramentales, de la cruz, del ejemplo bendito de la Virgen María y de los santos, de la oración y de la ascética correspondiente a cada estado de vida, y ya no existe para nosotros ese hombre nuevo de que nos habla San Pablo.

Todo va reduciéndose a pura sociología, a estadística, a dictamen subjetivo de personas y grupos como criterio de verdad para guiarnos en el comportamiento. Por este camino llegará a apagarse el amor a un Dios cada vez más indefinido, y no será suficiente decir que lo encontramos en los hombres, nuestros hermanos, porque los egoísmos de persona o de clase sustituirían al verdadero amor.

Es necesario reaccionar vigorosamente, pero desde dentro de la Iglesia, partiendo del Corazón mismo de Cristo y de su palabra y sacramentos de vida. Quedan en España muchas, muchísimas familias cristianas y una juventud que no está del todo perdida, hace falta que sigamos proclamando, con el entusiasmo de nuestra fe, la bienaventuranza: Bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5,8).

1 René Guyón, en “Chastity and Virginity”, The Case against, The Encyclopaedia of Sexual Behaviour, New York, 1961, 253.