Comentario a las lecturas del XXIX domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 19 de octubre de 1996.
Domingo Mundial de la Propagación de la Fe. Domingo que celebra la Resurrección del Señor y nuestra resurrección en el mundo entero y así quiere proclamarlo. Querer que todos los hombres celebren la Resurrección de Cristo es desear la resurrección de todos ya desde ahora. Grande es el Señor. Aclamad la gloria y el poder del Señor. Decid a los pueblos: el Señor es rey, Él gobierna a los pueblos rectamente, cantamos en el salmo.
Se trata de despertar nuestra conciencia evangelizadora, la responsabilidad que tenemos de comunicar a los demás la Buena Nueva de la redención, y nuestra unión, junto con lo que implica, con todos los que directamente trabajan como misioneros de la fe en Cristo. La fe en Cristo como alfa y omega de la creación, como Señor de la historia, como Primogénito de toda la humanidad, como Redentor, no para unos determinados hombres, ni para una determinada cultura o una época ya pasada, sino para todos los hombres sin excepción. No podemos admitir que el Verbo de Dios, precisamente por serlo, omnipotente y amor increado, no haya querido encarnarse en quienes dentro de otras religiones y culturas sean también portadores de una luz, que por venir de quien viene, aunque sea india, china o afgana, pongo por caso, ya no es de este mundo.
Es la hora de volver a leer las grandes encíclicas misioneras de los últimos papas, los tratados de Misionología, que hemos estudiado, el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia en el Concilio Vaticano II, y de rendir de nuevo el tributo de nuestra admiración conmovida a hombres como monseñor Sagarmínaga y su labor en toda España, Joaquín Goiburu y Javier Echenique; al padre Segundo Llorente con sus artículos desde el país de los eternos hielos en “El Siglo de las Misiones”, y tantos sacerdotes, religiosos y religiosas de España, que, dejándolo todo, siguieron a Cristo por todos los caminos del mundo.
En muchísimos hogares españoles aparecía y era mostrada con orgullo la fotografía del hijo o la hija misioneros, que hacía ya tantos años que salieron de casa y no habían vuelto más que con sus cartas llenas de amor, o quizá habían muerto en países africanos y asiáticos, no sin dejar las huellas intrépidas de su trabajo y su entrega.
Nunca como ahora hemos tenido en España una orientación y un impulso misionero tan luminosos como los que nos brinda la Comisión Episcopal de Misiones. Nunca el clero diocesano ha podido añadir una colaboración tan generosa a la obra de las misiones en América como la que se viene ofreciendo por medio de la O.C.S.H A.
Nuestro sentido católico, es decir, universal, a la llamada de Dios, se pone de manifiesto en Isaías y en el salmo responsorial. Ciro, un no creyente, es llevado por la mano de Dios. El profeta le ensalza y le llama ungido, porque permitió al pueblo de Israel que regresara de su cautividad. Leyendo a Isaías sentimos la presencia de Dios en el mundo, al Señor que reina con la grandeza, que rebasa todos los límites. “Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente y Occidente que no hay otro Señor fuera de mí”.