Necesidad de criterios claros y acertados

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Necesidad de criterios claros y acertados

Esta conferencia se pronunció en el Colegio del Arte Mayor de la Seda, de la Ciudad Condal, en diciembre de 1968. Se reproduce el texto publicado por la Editorial Balmes, Barcelona 1969.

Luces y datos positivos.
Criterios de orientación práctica #

Traté de ofreceros ayer una visión sintética y global de la situación actual de la Iglesia, atendidas las causas que motivaron el Concilio, su necesidad y los fenómenos que han acompañado o seguido al hecho conciliar.

Buscar las raíces de los mismos y encontrarles una explicación adecuada, puede contribuir a la serenidad de los espíritus, porque la perspectiva histórica, dentro de la cual han ido desarrollándose estos hechos, es amplia y comprende aspectos muy diversos. Entonces uno saca la consecuencia de que lo que pueda haber hoy de confusión o desconcierto en el ambiente religioso espiritual de la vida de la Iglesia no se debe al hecho cristiano en cuanto tal, sino a ese conjunto de datos y factores que necesariamente ejercen su influencia. Este es el mundo que nos ha tocado vivir; éstas han sido las circunstancias concretas de la época inmediatamente anterior al Concilio; éstos han sido los modos y los métodos que se han seguido en cuanto a la divulgación del hecho conciliar; éstas han sido las actitudes psicológicas de muchos miembros de la Iglesia; y todo ello ha aflorado a la superficie, y de repente se nos ha venido encima. Unos sienten deseos de avanzar más rápidamente; otros, por el contrario, quieren que se frene a tiempo. Y es que ni unos ni otros han captado toda la magnitud del hecho conciliar. Algo que por su naturaleza y densidad necesita decenios para poder ser asimilado con suficiente madurez intelectual y religiosa, quiere ser aplicado, según los diversos criterios, en un plazo fijo de dos o tres años, como si se tratase de una letra de cambio.

De ahí estas actitudes molestas y recelosas en que algunos caen, para los cuales la ruina de la Iglesia es inminente, o esas otras de los que piensan que todo tiene que cambiar, con lo cual caen en otra ilusión terrible, porque, como después la realidad no es así, viene el desengaño y creen poder tener derecho a esperar del Concilio lo que el Concilio no prometió nunca. Tratemos, pues, ante todo, de lograr la necesaria serenidad. Pienso que ésta es una de las principales obligaciones del obispo en su diócesis. Yo intento facilitárosla con estas reflexiones. Si ayer os hablaba de las sombras, hablemos hoy de las luces. También existen.

Luces y datos positivos #

1º. Relación Iglesia-mundo. Seríamos injustos si no reconociéramos los avances conseguidos en este aspecto. Señalo los siguientes:

a) Los viajes apostólicos de Pablo VI, inimaginables unos pocos años antes, en contacto con los ambientes más diversos del mundo contemporáneo, yendo de frente al encuentro de toda clase de situaciones religiosas, sociales o políticas. Su primer viaje a Palestina, por ejemplo, en el mundo árabe y judío, acogido con respeto y veneración por todos. Sus gestos conmovieron la conciencia del mundo, y en ese entrecruce de culturas, de religiones y de odios, sus palabras de paz y de fe hallaron eco en el corazón de la humanidad que sufre. Como más tarde en la India, el inmenso país pagano de civilización milenaria, las masas presentían en el desconocido viajero al portador de algo que están esperando desde siempre. Y luego el viaje a la ONU, el mundo político, donde sólo el Papa podía pronunciar aquella frase por nadie rechazada, recibida con un secreto asentimiento a la verdad que encierra: «Estamos en camino desde hace mucho tiempo y traemos con Nos una larga historia: celebramos aquí el epílogo de una laboriosa peregrinación en busca de un coloquio con el mundo entero desde el día en que se nos ordenó: Id, llevad la buena nueva a todas las naciones»1.

Esta relación de la Iglesia con el mundo de hoy, repito, era inimaginable hace unos pocos años, y aunque con ello no se logre todo lo que quisiéramos, podemos estar seguros de que tales esfuerzos del Papa sobre los problemas más vivos y dramáticos del mundo, no se pierden en el vacío. Pienso que cuando en los primeros tiempos del cristianismo, San Pedro, San Pablo y los demás apóstoles, llegaban a las grandes ciudades de Atenas, Corinto, Éfeso, Roma, etc., centros de la civilización y la cultura de entonces, sus contactos primeros eran también así, provisionales y momentáneos, pero algo quedaba siempre, la semilla de la fe y el misterio de la Iglesia. Dios juega siempre con fuerzas secretas sobre el corazón de los hombres y sobre el destino de la humanidad.

b) Algo parecido podemos decir respecto al eco que despiertan encíclicas pontificias, como las de Juan XXIII, Pacem in terris, Mater et Magistra, y las mismas de Pablo VI, aunque éstas, sobre todo la última, haya sido recibida con abierta hostilidad por parte de muchos. Pero, ¿no veis un síntoma, en cierto modo positivo, en el hecho de que una encíclica papal, que toca un tema tan vivo como éste de la Humanae Vitae no haya sido acogida con la indiferencia glacial con que en otra época eran recibidos los documentos pontificios? Cuando en el siglo pasado León XIII publicó la Rerum Novarum apenas nadie se hizo eco de la encíclica, e incluso dentro de la Iglesia la frialdad fue descorazonadora. La Humanae Vitae o la Populorum Progressio, en cambio, han despertado polémicas y han sido consideradas en muchos ambientes como inoportunas e inadmisibles. Esto es mejor que el silencio despectivo, porque invita a pensar y abre el camino a reflexiones de las que puede brotar la luz.

c) Otro dato importante es el inicio de la distensión religiosa en el mundo comunista, muy moderada y siempre expuesta a retrocesos, desde luego, pero realmente existente en algunos países europeos que giran dentro de la órbita rusa. No sólo no se ha extinguido la llama de su tradición cristiana, sino que, en algunos de ellos, como consecuencia del clima creado por el Concilio, la práctica religiosa y una cierta relación entre la Iglesia y el poder político han encontrado actitudes de mayor tolerancia que las que antes existían. Incluso a nivel intelectual, se han celebrado reuniones de filósofos marxistas y cristianos, de las que cabe esperar algún progreso, aun cuando nunca sea lícito hacerse vanas ilusiones.

2º. La unión de los cristianos.Es muy notable el avance logrado en este punto. Recientemente ha muerto el Cardenal Bea, este hombre eminente que en el Concilio ganó la admiración y el respeto de todos y logró disipar en poco tiempo los densos nubarrones que cubrían el horizonte de la relación espiritual entre las diversas confesiones cristianas.

Es una ingenuidad creer que esté muy próxima la unión, más bien hay datos que indican lo contrario; pero sería injusto desconocer el progreso alcanzado en los contactos personales y en la disposición al estudio, cada vez más sereno y constructivo, de las distintas posiciones doctrinales. La Biblia nos habla de que, al principio de la creación, el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas. Yo pienso que, en este mundo religioso nuestro que vivimos hoy, está flotando también sobre las aguas removidas el Espíritu de Dios, que abre caminos cada vez más seguros a la unión efectiva de todos los cristianos.

3º. En el interior de la Iglesia.Si ahora examinamos la vida de la Iglesia dentro de sí misma, nos encontramos con datos altamente positivos:

a) El hecho de la colegialidad episcopal. Antes del Concilio, los obispos cumplían su misión gobernando sus diócesis, unidos por el vínculo de la jerarquía común en subordinación al Papa. Pero hoy a nivel nacional, con las Conferencias episcopales de cada país; a nivel mundial, con los sínodos, como el celebrado el año pasado, y que quizá vuelva a celebrarse el próximo; en estrecha unión con el Papa y subordinados a él, se está creando una conciencia muy viva de interrelación, de examen conjunto de los problemas, de comunicación de fuerzas en el orden del pensamiento y de las actitudes pastorales que se hayan de tomar de cara a los problemas del mundo.

Es decir, ya ningún obispo, y por consiguiente tampoco el clero de las diócesis ni los fieles católicos, hijos de la Iglesia, podrán vivir aislados como si les fueran ajenos los problemas de los demás. En el misterio de la vida de la Iglesia esto servirá para que se acentúe más la idea del Cuerpo Místico de Cristo y se aprieten más los lazos de la caridad sacramental y del pensamiento teológico, lo cual permitirá que el testimonio cristiano, de cara a un mundo que pierde la esperanza, pueda ser ofrecido por una Iglesia no ajena a los problemas de los hombres con eficacia mayor que hasta aquí. Se prevé, como consecuencia de esta unión más compacta, una conexión viva entre los episcopados del mundo, y una toma de posiciones, en la afirmación consecuente de la fe, mucho más provechosa a escala mundial frente a los fenómenos que a escala mundial están produciéndose también en el mundo de la política, de la economía, de la técnica, etc. Parece que ha sido providencial en una época en que se borran las fronteras, que Dios haya querido que en el Concilio se acentúe este aspecto teológico un poco oscurecido; el de la colegialidad episcopal, en virtud del cual todos los obispos han de sentirse cada vez más estrechamente unidos para todo, bajo la autoridad suprema del Romano Pontífice y en unión con él.

b) La comunidad sacerdotal diocesana. Las perspectivas de la vida del clero en las diócesis también se han modificado, y sólo bienes brotarán de una más activa y colaborante participación de los sacerdotes en el gobierno y la acción pastoral de cada diócesis. Lo que ocurre es que esto, en la forma que se debe lograr, es algo que está empezando todavía, y hoy nos sentimos incómodos. Pasa lo mismo que cuando nos disponemos a iniciar un viaje en el tren. Hasta que cada cual se sitúa en su puesto, y se coloca el equipaje, y se encuentra sitio para los niños, los ancianos, los mayores, etc., se producen inevitablemente molestias, que poco a poco van desapareciendo. La unión, cada vez más viva y responsable, de obispo y sacerdotes en las tareas comunes, traerá ventajas incalculables para la acción pastoral.

c) Espiritualidad matrimonial. Señalo también, como dato importante, el florecimiento de la espiritualidad matrimonial y familiar, frente al ambiente de erotismo materialista que hoy se propaga. No es que antes no existieran familias cristianas. Dios me libre de caer en una afirmación tan necia. Más bien hemos de reconocer que lo que tenemos hoy de bueno en la Iglesia, aparte la acción de Dios y sus ministros, se debe a nuestras antiguas familias cristianas. En la Iglesia, como en toda institución digna y responsable, hay que atender también a la ley de la continuidad, y el que la rompa, lo que hace es suicidarse él. Sin embargo, aun habiendo existido familias cristianas excelentes, en muchas de ellas no se vivía la espiritualidad del sacramento del matrimonio en toda su riqueza. Es muy importante que esto se promueva para crear en los hogares focos de vida cristiana que, si son cultivados por los sacerdotes con el debido equilibrio,serán como pequeños templos de oración y recogimiento en medio de la agitada vida moderna. Lo que se pierde en la comunicación masiva podrá ganarse con la multiplicación de estos hogares donde se viva el sacramento del matrimonio, de los que podrán salir cada día más fuerzas renovadoras para esa sociedad materialista que trata de evadirse de sus obligaciones morales.

d) Conciencia social. Existe hoy en la Iglesia una conciencia más viva de los deberes sociales, hasta el punto de que ello constituye casi una obsesión en las predicaciones de muchos sacerdotes, y como tal obsesión no es justificable porque manifiesta un desequilibrio. Pero es preferible la preocupación de hoy, eliminados siempre los excesos, al silencio de épocas anteriores frente a un drama tan terrible como ha vivido el mundo contemporáneo en el orden social. El Evangelio tiene una palabra que decir también para este mundo, mientras vivimos en él. No sólo nos pide la contemplación de un Dios trascendente, sino que nos marca las obligaciones de amor y de justicia en la tierra, que es donde construimos los caminos que pueden llevarnos al cielo.

e) Renacimiento de la cultura católica. Es éste otro aspecto muy interesante y positivo. En las facultades teológicas y, en general, en los centros de cultura de la Iglesia se están poniendo bases muy firmes que tienden no sólo a que desaparezca la falta de relación que ha existido entre la cultura religiosa y la profana, sino una colaboración mucho más intensa en las tareas de la investigación, en el examen del pensamiento especulativo y en la comunicación personal entre los pensadores de una y otra cultura. Esto tardará en dar sus frutos, pero es evidente que se producirán y brotarán consecuencias provechosas para la Iglesia y el mundo. Como espero que se producirán en Barcelona, si el realismo del clero diocesano y de los jesuitas de Sant Cugat predomina sobre cualquier otro sentimiento, y se logra una efectiva integración de las dos secciones de la Facultad Teológica aquí erigida.

Estas son, pues, luces auténticas que brillan en el horizonte de la Iglesia de hoy, las cuales, junto con otras muchas, nos permiten mirar hacia el porvenir con tranquila serenidad en el espíritu. No hay motivos para asustarse. Un cristiano consciente y responsable no se asusta nunca. Lo importante es dejarse guiar por criterios claros y acertados que ayuden a disipar las sombras y a aumentar las luces. Paso a señalar algunos.

Normas que deben guiarnos #

Renovación conciliar.Amar al Concilio y a la Iglesia de hoy, precisamente en lo que tiene de afán de renovación, en todos los campos, en la teología, en la pastoral, en la liturgia, en el ecumenismo, en cuanto el Concilio ha proclamado, sin adoptar jamás actitudes de oposición ni resistencia. Hemos de ser los primeros en decir: amo al Concilio y amo a la Iglesia y amo la renovación que ella va dictando. La que ella va dictando, no la que caprichosamente quiera establecer cualquiera. Que la bandera de la renovación conciliar no esté en manos de atrevidos e insensatos, de los que decía el actual arzobispo de París, hace dos años, que, despreciando el Concilio Vaticano II, han dejado de estimar el tesoro que en él aparece y sólo piensan en un Vaticano III conforme a sus caprichos. Estos no tienen derecho a llamarse agentes de la auténtica renovación, porque no es esto lo que la Iglesia quiere. Ahora bien, facilitamos su postura de insensatez si, con el pretexto de ser fieles a la Iglesia, nos mostramos reticentes o pasivos respecto a las renovaciones verdaderas que la Iglesia ha señalado. Por eso digo, lo primero de todo: manifestemos muy viva y conscientemente que sí, que somos hijos de la Iglesia de hoy, precisamente porque lo somos de la de siempre. Prestad la máxima atención a cuanto el Papa y los obispos van determinando. Que los documentos del Concilio sean de muy frecuente lectura en vuestros hogares. Os aconsejo también la revista Ecclesia, donde semanalmente aparecen las enseñanzas del Santo Padre, Pablo VI. Debéis leer los discursos del Papa siempre. Prestad a ellos la máxima atención.

Aceptación sincera de las decisiones de la jerarquía. Pienso ahora en vuestra condición de seglares, hombres y mujeres que cumplís vuestra misión en el mundo y sois hijos de la Iglesia, dentro de la cual tenéis una misión activa. Dios no quiere miembros inertes; y cuando en un alma ha infundido los gérmenes de la vida cristiana con los sacramentos, esos gérmenes son creadores de vida, no frenos paralizantes. Importa mucho que aportéis vuestras iniciativas en las parroquias, en las asociaciones, en los órganos de la difusión del pensamiento, en los centros docentes, dondequiera que estéis. Ahora bien, si las presentáis movidos por vuestra fe, ésta es la hipótesis, hay que estar dispuestos a aceptar las decisiones últimas de aquellos que en la Iglesia tienen la misión de tomarlas, porque de lo contrario subvertimos el orden y se destruye la Iglesia. Es preferible esperar, antes que, por querer avanzar rápidamente, destruir las bases de apoyo en que tenemos que movernos. Un laicado activo y cooperante será siempre una ayuda preciosa para la jerarquía, pero nunca tratará de convertirse en grupo de presión para hacer triunfar sus propias opiniones, sea como sea, criticando temerariamente a la jerarquía sin suficiente conocimiento de causa.

Con ello se infiere un daño inmenso a la Iglesia y las consecuencias dolorosas las padecemos todos, no sólo aquellos a quienes se quiere atacar tantas veces sin motivo. Ahora, por ejemplo, con motivo de la Humanae Vitae, es triste comprobar cómo tratan de convertirse en doctores de la fe los mismos que rechazan el magisterio de quien está puesto por Dios para guiarles.

No fiarse de cualquiera. Criticar a la jerarquía es muy fácil, porque los que lo hacen no tienen la responsabilidad de tomar decisiones que afectan a todos. Es muy cómodo escribir artículos en periódicos y revistas, comentar en las tertulias, redactar escritos o estampar la firma en los mismos, acusando a los obispos de que hablan demasiado, si es que hablan, o de que guardan silencio, si se callan, según el gusto de los firmantes. Y cada cual dice que lo hace en nombre del Evangelio y para difundir sus luces.

Todos hablan de todo: del nuevo sentido de la religión, del profetismo y los carismas, de la desacralización, del valor de los votos y del sacerdocio, de los derechos de la conciencia, etc. Yo os digo que no os fieis de cualquiera. Cuando oigáis doctrinas extrañas, juzgadlas según sea su conformidad con el magisterio del Papa y los obispos. Y cuando os lleguen las críticas despiadadas contra la jerarquía, recordad que no es lo mismo lidiar al toro en la plaza que jugar a las corridas en la plazuela.

Saber esperar. He aquí otro criterio y norma de actuación sumamente provechoso. La jerarquía inglesa, poco tiempo después de terminado el Concilio, se reunió y tomó el acuerdo de nombrar una comisión de obispos y laicos con el encargo de que, durante tres años, con paz y en silencio, estudiasen el problema del apostolado seglar y el del ecumenismo. Ese es un modo serio de trabajar.

Nosotros, en cambio, hemos querido cambiar con rapidez vertiginosa del todo a la nada, o de la nada al todo. La fatigosa y extenuante polémica sobre el apostolado seglar y la Acción Católica, alimentada continuamente de enconos, recelos, quejas, irritaciones, etc., ha sido un motivo de profunda tristeza. Ignoro si de todo ello saldrá, en un futuro próximo, un nuevo espíritu que nos permita lograr el laicado que el Concilio quiere. Espero que sí. Pero por el momento, lo único que hemos logrado es sufrir todos innecesariamente. Y ello se debe, en gran parte, a la prisa apasionada con que se ha querido proceder.

La aplicación de las doctrinas del Concilio, vuelvo a repetirlo, exige ante todo una conversión interior de los corazones y un análisis muy serio y profundo de la densa temática que sus documentos encierran, examinando unos a la luz de los otros. Se necesitarán muchos años para que todo su contenido pueda ser aplicado armoniosamente, porque no se puede jugar con los hombres y con las sociedades como se juega con un pliego de papel.

Tenemos mucho que renovar y corregir dentro de la Iglesia, pero empezando por el corazón de cada uno de sus hijos, desde las más altas jerarquías hasta los más humildes y anónimos colaboradores del Reino de Dios. Querer renovar matando la vida de una tradición que ha nacido del espíritu mismo de la Iglesia es destruir el pasado y engendrar muertos para el futuro. Lo que necesitamos, ante todo, es una dosis fuerte de equilibrio en todo, so pena de caer en un fariseísmo acusatorio y egoísta que no busca más que las propias complacencias.

Ahora hay quienes dicen, y aquí mismo, en Barcelona, lo han afirmado algunas revistas que pasan por ser de las más adelantadas y renovadoras: «El Concilio ha sido frenado…», «triunfan los reaccionarios y conservadores», etc. ¡Qué frases tan ligeras! ¡Qué pobre idea tienen de lo que es el Concilio, la Iglesia, los hombres y la vida!

No creer en fórmulas mágicas.Sencillamente, porque no existen. El proceso de transformación de un alma para la conversión verdadera a Dios suele ser muy laborioso y duradero. ¡Cuánto más el de la transformación de una sociedad, para poder vivir la fe con todas sus consecuencias e impregnar el mundo de sentido cristiano!

Lo peor que le puede ocurrir al Concilio es que le salgan, a uno y otro flanco, grupos de guerrilleros que quieran librar batallas por su propia cuenta. Estos son los que enarbolan sus propios banderines de enganche, lanzan frases y slogans, proclaman con vehemencia sus actitudes emocionales propias, en lugar de atenerse al rigor de un análisis serio y ponderado, y hacen creer a los grupos que les siguen, por lo general débiles y apasionados, que la culpa la tienen los demás. Diríase que ellos tienen un talismán en las manos capaz de solucionar los problemas de la noche a la mañana. No es éste el camino.

Pensemos, por ejemplo, en el hecho, tan ardientemente sentido por todos, de la anhelada unión de los cristianos. Para algunos la fórmula mágica consiste en hacer tabla rasa del pasado, en atenuar hasta casi borrarlas las verdades del Credo católico, y en proclamar «muy valientemente» lo que ellos llaman los grandes errores y equivocaciones de la Iglesia. Entonces se facilitarán todos los caminos.

Esto es un error trágico. ¿Qué necesidad tenemos para fomentar el amor y la caridad fraterna, como presupuesto básico, para llegar un día a la unión, de hablar o sentir mal contra la Iglesia Católica, nuestra Madre?

Si, por exigencias de la verdad, tenemos que reconocer que en la historia de las conductas y los acontecimientos se han producido a veces hechos lamentables, lo reconoceremos con lealtad, juzgándolos dentro de la perspectiva histórica en que se dieron, pero sin caer en actitudes de desprecio o reproche injustificado. Si hay una mancha en el rostro de nuestra madre, procuraremos limpiarla con respeto, no extenderla con desamor y sin motivo. Ni el espíritu agresivo de antaño, según el cual el fenómeno de la religión protestante o de la ortodoxia de Oriente se debió exclusivamente a la pasión y la ignorancia, ni un irenismo generador de nieblas y confusiones, con lo cual saldremos todos perdiendo.

Hay muchas dificultades que no se vencerán simplemente con gestos voluntaristas y primarios. Recuerdo la visita del Patriarca Atenágoras a Roma el pasado año, cuando celebrábamos el Sínodo. Era un momento auténticamente estelar en la vida de la Iglesia. El abrazo del Papa y del Patriarca despertó en todos nosotros una auténtica emoción. Después de muchos siglos de separación, parecía abrirse de nuevo el camino de la unión y la concordia. Pues bien, tenía a mi lado un obispo católico oriental y observé que no aplaudía, sino que más bien se mostraba como entristecido y molesto. Le pregunté por qué y me contestó, señalando las dos sillas preparadas para el Papa y el Patriarca en el estrado que habían de ocupar: Initium bicefaliae, esto es «el comienzo de las dos cabezas en la Iglesia». Al comprobar mi incómoda extrañeza por su respuesta prosiguió: «Sí, eso es un engaño, lo que pretenden ésos (los ortodoxos) es destruir el Primado del Papa, y ser iguales». Este episodio me enseñó más sobre las dificultades de la unión que todos los artículos y libros que había leído sobre el problema.

Aquel obispo, fiel a Roma, respiraba por la herida de sus recelos y desconfianzas, nacidos en el clima espiritual del Oriente, que a él le tocaba vivir y que conocía bien. No dudaba de la buena voluntad de Atenágoras, pero creía que detrás de él no existía en los demás una actitud sincera, y nos consideraba ingenuos a los que manifestábamos aquel día nuestro entusiasmo y nuestro gozo. El sufría.

Lo que prueba todo esto es la dificultad de las soluciones mágicas, y cómo no hay que perder el corazón ni la cabeza en éste ni en otros problemas que tenemos planteados. El estudio serio, el diálogo sereno y la voluntad humilde y paciente son indispensables, como incansablemente viene repitiendo el Papa. Fue notable también la intervención en el Sínodo, a propósito de todos estos temas, del obispo de Ginebra, el cual dijo: «Llevo cuarenta años en Ginebra, ocupándome de problemas de ecumenismo, mucho antes que el Concilio los hubiera planteado, y tengo que decir aquí que los propios protestantes, calvinistas, con quienes trato en Suiza, han venido a mi residencia episcopal a lamentarse de la ligereza con que algunos católicos hablan hoy de sus propios dogmas; no pueden considerar ellos vía propicia para la unión, el que algunos católicos, con el pretexto de acelerar las etapas unitivas, deformen u oculten sus propias creencias».

Aceptar la paradoja y el misterio de la cruz. Otro criterio importante. Aun cuando se llegue a lograr la unión de los cristianos, aunque la doctrina del Concilio sea bien asimilada, aun cuando las relaciones entre la Iglesia y el mundo avancen por los caminos deseados, no caigamos en vacuos optimismos humanistas. A pesar de lo que hagamos, existe el misterio del bien y el mal, del pecado y la virtud, de la esperanza y la limitación. La Iglesia y el misterio de Cristo que ella predica son un fermento que agita el corazón del hombre, que le hace pensar, amar y sufrir, pero no se logrará nunca la transformación total del mundo. Hoy existen sacerdotes y seglares que pierden esto de vista, y sufren después al comprobar sus fracasos, atribuyéndolo a las estructuras o a los que no piensan como ellos. Temo que estamos dejando a un lado a Dios nuestro Señor.

No se puede hacer que marche el motor de un automóvil sin gasolina, y el motor de la vida cristiana en la sociedad es la fe, alimentada en el trato y la contemplación de Dios, la oración, los sacramentos. De lo contrario, todo se nos difumina, y nos quedará una civilización que contiene vestigios de sentido cristiano, pero que carecerá de la fuerza normativa y reguladora de las conciencias de los hombres. Es hora de exigirse mucho a sí mismo, antes de exigir a los demás. Este sí que es un criterio posconciliar espléndido. Nadie debería atreverse hoy a hablar de reformas de la Iglesia sin preguntarse antes qué hace él en su propia reforma interior, empezando por una humilde obediencia al Papa y los obispos.

Que cada cual se mantenga dentro de su puesto. El seglar como seglar y el sacerdote como sacerdote.

Escuchad esta página hermosa que el académico francés Jean Guitton escribe a los sacerdotes: «No puedo ocultar el temor que siento al hablar con los sacerdotes jóvenes. Como me dijo el Cardenal Saliège, tengo dos oídos, uno para oír lo que me dicen y otro para oír lo que no me dicen. Tengo miedo de que estos sacerdotes de mañana, dentro de su deseo de asemejarse a nosotros, sus hermanos laicos, caigan en la tentación de invadir nuestro terreno. Tengo miedo de que lamenten que no son como nosotros, hombres que tienen un oficio, especialistas, profesionales, técnicos, políticos, sindicalistas, obreros o patronos, células del organismo social, forjadores de la historia familiar, padres de familia. Tengo miedo de que pierdan el tiempo, se fatiguen y se inquieten en hablar nuestro argot, por querer adoptar nuestros métodos y nuestras actitudes, nuestra vida trepidante, nuestras preocupaciones temporales, nuestras angustias de hombres comprometidos en las tareas políticas, en una palabra, nuestro estilo de vida moderna».

«En este terreno todavía los laicos seguiremos siendo más entendidos que ellos, en una dedicación total. Los sacerdotes seguirán siendo nuestros guías, si permanecen dentro de su propio terreno, que es inaccesible y necesario. Temo que no aprecien bastante la dignidad de su estado, que sientan no haber escogido el camino más ancho y más fácil del apostolado laical. Tengo miedo de que, sin decirlo y sin saberlo, se arrepientan y cruce por su espíritu un sentimiento que en nuestra lengua se llama melancolía, palabra acertada y exacta, y entonces, con profunda convicción y con la prolongada experiencia de mi vida, les digo desde aquí: perderéis siempre, si intentáis igualarnos y guiarnos desde nuestro terreno laical; ganaréis siempre, si os situáis con alegría, fuerza y sencillez, dentro de vuestro terreno propio e inconfundible, el sacerdocio. Os pedimos, ante todo, que nos deis a Dios, especialmente por medio de estos poderes, que sólo vosotros tenéis: absolver y consagrar. Os pedimos que seáis hombres de Dios, portadores de la palabra, distribuidores del pan de vida, representantes del Eterno entre nosotros»2.

Veo que prestáis asentimiento a estas palabras escritas por un hombre experimentado, culto, amigo y confidente del Papa Pablo VI, conocedor como pocos de los problemas de la Iglesia y del mundo contemporáneo.

Si yo las traigo aquí, es para deciros que vosotros, los laicos, también tenéis vuestras obligaciones propias, de las que no podéis desertar, no para suscitar en vosotros ningún género de reproche contra actuaciones sacerdotales que no acabáis de comprender. Al sacerdote hay que amarle y ayudarle en su misión siempre difícil. Aun cuando veáis gestos y actitudes extrañas, que chocan con una mentalidad determinada, hay que esforzarse por descubrir los motivos de este estilo y modo de obrar. Ni vosotros, como seglares, ni yo como obispo podemos aprobar el error, la parcialidad o la indisciplina en un sacerdote de Cristo. Pero antes de acusar hay que discernir. Muchas veces, más que de errores o desobediencias formales, se trata de un sufrimiento lacerante en el alma sacerdotal, que nace de su generoso deseo de hacer el bien y de su comprobación tristísima del alejamiento en que los hombres se encuentran respecto a la Iglesia. Nace entonces el afán de establecer puentes y remover obstáculos para el acercamiento, y no siempre guardan el equilibrio debido.

Cuando esto sucede, vosotros tenéis el deber de llegar hasta ellos para advertirles, no para atacarles; para expresarles con amor vuestras preocupaciones y vuestros criterios de hombres que conocen el mundo y la vida; para decirles los peligros a que se exponen, no para despreciarles ni combatirles.

Y, sobre todo, tenéis otro deber aún más vivo y urgente: el de cumplir con las propias obligaciones que os corresponden a vosotros como laicos en la edificación de la ciudad terrestre, de un mundo más justo y fraternal, de un orden económico-social en que no existan tan irritantes diferencias. Para cualquier sacerdote consciente, la desconfianza y el alejamiento en que vive hoy el mundo obrero respecto a la Iglesia se convierte en un tormento que desgarra su alma. No se cometerían tantas imprudencias en ese terreno, si no existieran tan dolorosas injusticias.

Renovación en Barcelona #

Barcelona tiene mucho que hacer en esta época de renovación conciliar. Es necesario que desaparezca la atonía que hoy existe, la división, la fragmentación en grupos que no quieren amarse ni comprenderse unos a otros. Es necesario que desaparezca esto. Hay que levantar la voz, no para dar gritos ostentosos, sino para confesar públicamente nuestra fe, con alegría y con esperanza. Laicos y sacerdotes, en las diversas parroquias de Barcelona, tenéis que reuniros para estudiar los problemas y derramar luz. No esperéis que todo os lo demos hecho. Nosotros, como jerarquía, tenemos obligaciones graves y, en cuanto de mí depende, trato de cumplirlas, dotando a la diócesis de la organización que necesita. No rechazo tampoco las voces de quienes quieren ayudarme a corregir mis defectos.

Avancemos todos por este camino, con serenidad, sin miedo alguno a las reformas que haya que introducir, pero procurando hacerlas siempre con amor y con paz, como las hace el que cree en el Evangelio. Vosotros podéis contribuir con vuestro ejemplo, con vuestro testimonio personal y con vuestra colaboración. No perdáis vuestras tradiciones religiosas. En el archivo de esta casa, por las notas que he podido ver, se guardan preciosos recuerdos de la devoción de vuestros antepasados a la Virgen de los Ángeles. Nunca esta tradición piadosa, corporativamente manifestada, ha sido obstáculo para el progreso técnico y profesional del Colegio del Arte Mayor de la Seda, de Barcelona. Habéis tomado parte activa en reuniones internacionales, como en Zúrich o en Lyon o New York; constituís en España un grupo poderoso en la industria textil de la seda; vuestro gremio es conocido y respetado como impulsor de iniciativas constantes en el campo en que os movéis. Continuad así, y dad ejemplo de que pueden ir juntos en un hombre del mundo y en sus actividades la fe y el progreso material. Y que de vuestra fe brote el anhelo de una justicia social cada vez mayor. Será necesario hacer algo más concreto en Barcelona, para lo cual espero contar con vosotros.

Algún día os llamaré, como a otros hombres y mujeres de Barcelona. No podemos permanecer cruzados de brazos frente al confusionismo de esta hora. Sacerdotes, religiosos y religiosas, y seglares, hemos de examinar y perfeccionar nuestros criterios y normas de actuación, y luchar para conseguir una mejor situación en la Iglesia de Barcelona. Nos van a tocar años difíciles, porque es toda la Iglesia la que se siente agitada. Pero con el esfuerzo y el dolor de hoy se está preparando un porvenir mejor. El Concilio tiene que dar sus frutos, no lo dudéis. Pasarán diez, quince, veinte años más o menos laboriosos y molestos. Pero otros recogerán la cosecha que indefectiblemente ha de brotar. No dejéis de ofrecer vuestras manos para la siembra de ahora. Hacedlo, por amor a Dios, a Barcelona, y a vuestro Colegio del Arte Mayor de la Seda.

1 Mensaje a la humanidad, en la ONU, 4 de octubre de 1965.

2 J. Guitton,Una mirada al Concilio,Madrid 1963.