Comentario a las lecturas del III domingo de Adviento. ABC, 15 de diciembre de 1996.
El Bautista es una cima en el tiempo de Adviento. Él otea el horizonte y nos ofrece todo lo que se extiende a su vista. Es lo que nosotros tenemos que ser en el Adviento de toda nuestra vida. No cañas que se agitan empujadas por el viento. Creer a pesar de todo. Juan es el mensajero, que prepara el camino a Dios, sobre todo en la propia vida y en el propio corazón. Por eso sabe lo que tiene que decir: “Yo soy la voz que grita en el desierto. En medio de vosotros hay uno que no acabáis de conocer y al que yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia”. Hombre humilde y fiel, que cree, a pesar de todo. A él tampoco le fue nada fácil, y está bien tenerlo en cuenta, si creemos que sólo para nosotros es difícil.
La Iglesia es también como Juan Bautista, y cada uno de sus miembros lo somos, la voz que grita en el desierto, la voz que anuncia lo definitivo. El que nos ha llamado es fiel y su Espíritu nos envía a proclamar la buena noticia. Ni podemos dejar de oír esta voz, porque viene de hombres, ni dejar a su vez de vivirla y proclamarla nosotros mismos. Todos estamos en Adviento, esperando al que ha de venir en el resplandor de su divinidad.
Con un arma tan humilde como la voz que transmite palabras de perdón, de amor y de esperanza, la Iglesia sigue predicando en el desierto, pero muchas veces hace del desierto un vergel florido.
El mensaje del Bautista es claro: Conversión a la luz de la palabra de Dios y adecuación de nuestros criterios a los del Señor, actitud de sencillez y sobriedad en la vida, sinceridad y autenticidad con frutos concretos de conversión. Y todo ello nos lleva a la paz y serenidad, al equilibrio, a saber de dónde venimos, qué tenemos que hacer y por dónde hemos de caminar, aunque no lo diga ningún “slogan”, ni se hagan campañas publicitarias para ello y nos miren extrañados. ¡Después de 2000 años sigue siendo nuevo!
Con fuerza se nos invita a la alegría, tanto por parte de Isaías, otra gran figura del Adviento, como de san Pablo. Desbordo gozo con el Señor y me alegro con mi Dios. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace crecer sus semillas, así haremos brotar la justicia y la paz, si somos realmente mensajeros del Evangelio. No apaguemos el Espíritu, examinémoslo todo y quedémonos con lo bueno. Guardémonos de toda forma de maldad. Nuestro espíritu se alegrará en Dios nuestro Salvador. Nos llamarán bienaventurados las generaciones. Es el himno de la alegría, –no el único–, que brota de la pluma de san Pablo en su carta a los fieles de Tesalónica, a los cuales ama entrañablemente por su fidelidad.
Es vital que caigamos en la cuenta de esa gran noticia, que anuncia el Adviento: la venida de Cristo. Es el tiempo de la preparación para la solemnidad del Nacimiento en la noche, en que se recuerda la primera venida del Hijo de Dios al mundo. Los que se acercan a nuestras celebraciones tendrían que llevarse la impresión de que estamos viviendo un tiempo de gozo y esperanza inefables. Nuestros días tendrían que transcurrir preñados de fe y de amor a todos.
Por supuesto, que sufrimos y lloramos como todo el mundo, porque tenemos dificultades y problemas, pero sabemos que todo ello forma parte de la dura cuesta del camino, en cuyo recorrido se abren heridas en nuestros pies y a veces en nuestras manos. Pero el camino está iluminado por la luz del que viene a nosotros como uno más, y nos ofrece su compañía para marchar juntos. Estas no son figuras retóricas. Es la realidad de la vida cristiana. No podemos responder en solitario a la llamada del Adviento. Caminamos en comunión unos con otros y unidos con Cristo.