Comentario a las lecturas del XIV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 6 de julio de 1997.
Nos conmueve leer en el evangelio de hoy esta pregunta que equivale a una afirmación. Anuncia claramente el estilo de vida y de trabajo de Jesús, durante años y conforme al plan de salvación de Dios para los hombres. El Mesías, por largo tiempo, no fue más que un pobre carpintero, el oficio que tenía José, su padre, entre los pobres moradores del lugar. Un pueblo tan pequeño e insignificante, que los mismos judíos se preguntaban si de Nazaret podría salir alguien que les pudiera enseñar algo.
Creían que le conocían, que sabían algo de Él por las apariencias, el hijo de María, pariente de Santiago, Judas, José, Simón. Y les resultaba escandaloso y rechazable que un hombre de tan baja extracción familiar y tan humilde oficio se atreviese a enseñar en la sinagoga. ¿No nos sucede a nosotros lo mismo? Nos hemos acostumbrado de tal manera a oírlo o leerlo que no somos verdaderamente conscientes de lo que supone en los planes de Dios la humildad, la sencillez, el trabajo diario, la falta de medios, las limitaciones de diversa índole.
Las lecturas resaltan que la fuerza se realiza en la debilidad. Ezequiel vive la ruina de su patria y el comienzo de la dominación de Babilonia. Es testigo y profeta de una renovación religiosa, que ni él mismo sabe adonde conducirá. Chocó con su pueblo, pero su mensaje valió la pena. “Te hagan caso o no te hagan caso, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”. La misión que Dios le confió era difícil. Denunciar las culpas del pasado y las del presente. Quiere levantar al pueblo por encima de su corta visión de la historia y hacerles sentir que lo que importa es el corazón del hombre, su espíritu, y que con la generosidad y rectitud de cada uno se abren horizontes de salvación en una situación desesperada.
Estaba en una actitud de lucha consigo mismo, y era un pueblo que no quería escuchar. Por eso, el profeta no puede menos de sentir su impaciencia. Los medios con que cuenta son pobres para presentar la salvación a ese pueblo rebelde y obstinado. Pero él siguió adelante y habló. Sin poder decir más que las palabras que el Espíritu puso en su boca. ¡Con la importancia que damos hoy a los medios! Hay veces que incluso estos nos hacen olvidar el mensaje. Hay una desproporción manifiesta entre lo que tratamos con Dios y lo que confiamos en el mundo. No puede ser así. Tenemos una Iglesia anémica y pobre.
San Pablo nos lo hace sentir también vivamente. En la comunidad de Corinto había muchos jactanciosos y con aire de superioridad, y frente a ellos pone él de relieve la acción de Dios en la debilidad de su ministerio. Nos basta la gracia de Dios. La fuerza de nuestro mensaje está en Cristo. Nuestros ojos están en el Señor, de Él esperamos la misericordia. Por eso, hemos de vivir contentos en medio de nuestras debilidades, insultos y persecuciones sufridas por amor a Cristo. No somos fuertes por nuestros medios, por nuestras posibilidades e iniciativas, sino porque el Espíritu del Señor está con nosotros. No importa el sarcasmo de los satisfechos, ni el desprecio de los orgullosos. Ni tampoco la aparente inutilidad de nuestros esfuerzos.
A un Cura de Ars le hubiera importado un bledo que al día siguiente de entrar en su parroquia le hubieran mostrado una encuesta sociológica, según la cual sólo el tres por ciento de sus feligreses cumplía con el precepto. Él habría empezado a orar y trabajar el primer día como si fuese el último que Dios le brindaba. Y tampoco hemos de alterarnos, si no vemos resultados inmediatos. Ya vendrán, cuando Dios quiera. De Jesús, sus parientes esperaban obras ostentosas y gestos espectaculares. Todo el pequeño y cicatero mundo interior de aquellos hombres y mujeres les impidió reconocer la acción de Dios en Él y ver que realmente era Cristo.
También nosotros padecemos muchas veces esa ceguera, pero es por culpa nuestra. Preferimos creer en nuestras propias fuerzas y medios más que en el poder de Dios.