Comentario a las lecturas del VI domingo de Pascua. ABC, 12 de mayo de 1996.
Van transcurriendo los días de Pascua y cada vez con más insistencia se nos pide que de nuestra fe y nuestra esperanza vivas broten las actitudes, que hemos de tener, si de verdad creemos en la resurrección de Jesucristo y en la nuestra. La liturgia nos presenta hoy un fragmento del Evangelio de san Juan, en el que Jesucristo nos habla abiertamente de la necesidad que tenemos de la fuerza, de la luz y del consuelo del Espíritu.
Felipe, uno de los siete diáconos de los que se nos habla en el capítulo 6 del libro de los Hechos, va a Samaría, precisamente a Samaría, lo que era inconcebible un poco antes para un judío. Pero en el plan de Dios había sonado ya la hora de la expansión de la Iglesia. Felipe se dedicaba a evangelizar, hasta el punto de que en el capítulo 21 se le llamase “evangelista”. En el camino se encontró con un empleado de la reina de Etiopía y después de un corto diálogo, le administró el bautismo; y hasta un mago, llamado Simón, que se dedicaba a sus brujerías abusando de la gente, se arrepintió y fue también bautizado.
Pero lo más significativo es que Felipe no se detuvo, sino que, expuestas las convenientes catequesis, siguió rápido a Samaría. Es lo primero que hace Jesús o quiere que hagamos en su nombre: unir, hacernos sentir todos hermanos, como hijos del mismo Padre. La ciudad se llena de alegría con la paz que ha dejado Felipe. Allí estaría también la Samaritana, que no podía ya olvidar al que le pidió de beber junto al pozo. Los cristianos tienen que distinguirse por acoger, cuidar, dar lo mejor de ellos mismos. Creer en Jesús, fuente de misericordia y de paz, que se acerca siempre a los que más lo necesitan. No es posible ser creyente, creer en Cristo y no vivirlo y comunicarlo.
San Pedro, en su primera carta, nos invita a glorificar a Dios, a dar razón de nuestra esperanza, incluso en las persecuciones, y hacerlo con mansedumbre, con respeto, con buena conciencia, y también con valentía y confianza. Es el tipo de hombre nuevo, que va a surgir en las comunidades cristianas. Soportar las dificultades, que conlleva el proclamarse cristiano, aunque nos desprecien y denigren sin motivo. La fe se fortalece propagándola, ha dicho Juan Pablo II. El amor y la mansedumbre –podríamos añadir– vencen siempre, más tarde o más temprano, todos los odios y rechazos. Mejor es padecer haciendo el bien que padecer, si tal es la voluntad de Dios, haciendo el mal. O incluso que gozar odiando y persiguiendo. Y todo ello en la seguridad de que Cristo murió para llevarnos a Dios. Murió, pero volvió a la vida por el Espíritu. El testimonio de Pedro es constante, porque es consciente de la necesidad que tenemos de creer que Cristo vive y que, en Él, por la fuerza de su Espíritu, resucitaremos.
En el evangelio se nos va preparando para la gran celebración de la venida del Espíritu Santo. Jesús lo comunica a los suyos en el momento solemne de su despedida. No nos deja desamparados; Dios nos dará su Espíritu. Él hace brillar la verdad de Cristo en nuestra mente y en nuestro corazón. Porque la paz no se establece por decreto, sino que brota de lo más íntimo de nuestros buenos sentimientos.
De esa interioridad limpia y humilde brota lo que podemos dar en nombre de Cristo, porque antes nos lo ha dado Él: hacer el bien, amar a todos, buscar la justicia, perdonar, ayudar siempre. Le veremos, le veremos en nuestro interior, y llegaremos a alcanzar un conocimiento sabroso que nos impulse a la acción y a la vida. Y podremos guardar sus mandamientos, que son como el grano de mostaza, que va creciendo en el corazón y se hace fuerte y firme en el transcurso del vivir por la acción del Espíritu Santo. “El que acepta mis mandamientos y los guarda –dice Jesús– ese me ama. Al que me ama lo amará mi Padre y yo también le amaré y me revelaré a él”.