Homilía en la solemne Misa de Ordenes celebrada en la Catedral Primada, de Toledo, el 22 de diciembre de 1991, Domingo cuarto de Adviento. Texto en BOAT, enero 1992.
Queridos ordenandos, queridos seminaristas, sus condiscípulos; familiares y amigos; queridos hermanos todos:
Hace unos días, cuando yo era recibido por el Santo Padre en la Visita ad Limina, llevaba conmigo el Misal Hispano-Mozarábico, y todavía sin haberle desenvuelto, ni siquiera haberme sentado junto a él, como solemos hacerlo en esas visitas, me preguntó: ¿Cómo van los Seminarios en Toledo? Yo le dije, bien, Santo Padre, creo que bien. Bueno, esperamos mucho. Y ¿qué me trae ahora?, me preguntó. Yo le expuse lo que era, el Misal. El tenía alguna noticia de esta Liturgia nuestra, porque conoce no poco de la historia de la Iglesia, y ha leído referencias a la misma. Y le insistí muy breve y sintéticamente en lo que significaba para nosotros ese Rito, y cómo había hecho un trabajo precioso, durante nueve años seguidos, una Comisión Internacional de peritos, que había conseguido restituir a su pureza primitiva el Rito Visigótico, tanto que se podía decir, con toda seguridad, que estamos en grado de celebrar hoy la Misa tal como la celebraban San Ildefonso de Toledo o San Isidoro de Sevilla. Y añadí: «Santo Padre, yo sería muy feliz, si en el curso del próximo año, en el 92, pudiéramos organizar una Peregrinación Diocesana, desde Toledo aquí, y que Vuestra Santidad celebrara la Misa en Rito Mozárabe». No dudó en la respuesta: «Sí, se hará, concretaremos un día». Y esto está así, a falta de que ese día se concrete.
Para entonces, lo único que he indicado allí a los que se encargan de señalar el calendario del Papa, es que sea un día laborable, para que podáis ir muchos sacerdotes. Ya se concretará, y tendremos el gozo de celebrar allí, en el Vaticano, lo que empezó a celebrarse aquí, en la antigua basílica visigótica, la que existía debajo de estas naves del Templo catedralicio Primado de ahora.
- Felicitaciones y enhorabuenas
Y hecho este exordio, lo que quiero decir ahora es que «nos sentimos contentos porque Dios ha estado grande con nosotros» (cf. Salmo 125, 3), y una vez más, recibimos del Seminario este obsequio de Navidad: dos presbíteros y nueve diáconos. ¡Ojalá fueran muchos, los que, en todas las Navidades, además de los del verano, vinieran aquí a solicitar las sagradas órdenes! Y que se formara un coro numeroso de ángeles del cielo y jóvenes de la tierra, de vuestra tierra y de muchas tierras, que se formase un gran coro, para poder cantar todo eso de «El camino que lleva a Belén»; camino que, por parte nuestra es el camino de los sacramentos, el de la Eucaristía, el de la Misa, el de las palabras «Esto es mi Cuerpo… esta es mi Sangre», que hacen presente en el altar a Jesucristo nuestro Señor.
Sean los que sean, más o menos, yo ahora os doy la enhorabuena a todos: a los Superiores y Profesores del Seminario, los primeros; a vuestros padres y madres, a vuestros hermanos, a vuestros amigos. ¿Quién sabe si Dios no está llamando ahora mismo a las puertas del corazón de algunos de los que me escuchan? Si es así, abrídselas de par en par en este Domingo IV de Adviento. Todo nos va ya situando a los pies del pesebre de Belén, donde contemplaremos la Noche de Navidad a Nuestro Señor Jesucristo, el Rey de los cielos y de la tierra, naciendo de María Santísima.
- No hay evangelización si no se proclama a Cristo
En la Carta a los Hebreos, que se acaba de leer, se pone en boca de Jesucristo frases como estas que Él dirige a Dios, su Padre: «Tú no has querido ofrendas ni sacrificios, no has querido holocaustos y víctimas, por eso me has dado un cuerpo; esto es lo que Tú has querido, que haga tu voluntad; y yo entro en la tierra y nazco entre los hombres, para hacer tu voluntad». Ese es el sacrificio. Y el autor de la Carta termina la frase diciendo que, “con esa inmolación de ese Cuerpo Santo, todos hemos sido santificados” (cf. 10, 5-10). Este es el sentido profundo de la Navidad, lo demás es oropel, lo demás es fanfarria, todo lo que hemos añadido los hombres atendiendo a nuestros particulares afanes siempre superficiales.
Llamamos alegría a lo que no es más que ruido; llamamos condición religiosa a lo que no es más que capricho; llamamos alegría de la Navidad a lo que no es más que goce de los sentidos. Queda muy oculto eso del Cuerpo dado para la oblación, «Heme aquí, Señor, para hacer tu voluntad». Se ha convertido la Navidad en una fiesta familiar; apenas si queda otra cosa; y eso es bueno ciertamente. ¿Quién se va a oponer a que se reúna la familia e intercambie entre sí el abrazo del amor, y se ayuden, con lágrimas en los ojos, a tener, al menos una noche, un recuerdo conmovedor de todos los que han vivido antes, de los que ya no están con ellos, y del deseo de que se perpetúe esa ternura propia de esa Noche Bendita? Nadie se opone, pero, ¿por qué reducirlo a eso, si lo principal es lo otro?
Queridos nuevos sacerdotes, y queridos nuevos diáconos, que pronto seréis también presbíteros: yo no os diré que vosotros tenéis que hacer lo mismo, ofrecer vuestro cuerpo en inmolación, porque así se santifica al mundo. Eso no podéis, no está en vuestras manos; eso el único que puede hacerlo es Jesucristo, con su oblación de valor infinito; el Cuerpo suyo en la Cruz es lo que da sentido a toda la Redención. Pero ascéticamente a nosotros se nos pide hacer algo como lo que hizo Él; y, pobre del sacerdote que entre en el sacerdocio sin darse cuenta de que esto es lo que se le pide. Porque en efecto, aunque Jesús no nos pida a nosotros que tengamos que ofrecer nuestro cuerpo en una inmolación continua y cruenta, como Él, a veces eso se produce también, es la historia de los mártires.
Ahora mismo, es comentario muy extendido en Roma, el de los obispos europeos que han venido del Este de Europa, que han hablado delante de los demás, de los atroces sufrimientos, físicos también, que han padecido. Pero no es eso lo normal. Lo normal es otra cosa; «Si alguien quiere venir en pos de Mí, tome su cruz y sígame». «Tenéis que estar unidos conmigo, como el sarmiento con la vid». «No me habéis elegido vosotros a Mí, sino que yo os he elegido a vosotros». Y así, continuamente, frases de Jesucristo que nos captan, nos sujetan a Él, nos unen a Él estrechamente, y hacen que sea casi un sacrilegio el querer vivir una vida apartados de Él, o el vivir sólo superficialmente esas palabras suyas.
Se nos pide otra cosa: que nos unamos con Él, que sintamos lo que Él sintió; ese ser unos con Él, ese predicar sus mismas palabras y sentir el mismo amor, en cuanto es posible, y vivir la misma pureza de costumbres, y afanarnos para que su Reino se extienda en el mundo, como se afanó Él; todo eso pertenece a la esencia operativa del sacerdote, y no podemos prescindir de esto. Pablo VI en la «Evangelii Nuntiandi» dijo: «No hay evangelización si no se proclama a Jesucristo». Y ahora el documento final del Sínodo de los obispos europeos ha vuelto a repetir esta frase, citando a su autor, Pablo VI: «No hay evangelización si no se proclama a Jesucristo». Puede haber ética civil, puede haber asentamiento de la fraternidad humana, puede haber una concordia cívica más o menos robusta, pero esto no es evangelización. La evangelización es la Buena Nueva, y la Buena Nueva es Él, Jesús el Señor. Disponeos a este tipo de evangelización, con la que es compatible todo lo demás que hagáis al servicio de los hombres, también en la realidad terrestre en que tendréis que moveros; pero no omitáis nunca el nombre de Cristo, sus valores únicos, su inmolación; y las peticiones que Él hace de que los presbíteros, y en general los discípulos suyos, vivan junto a Él y participen del misterio de su Vida.
Hay algo más que debe de proclamarse en este Domingo IV de Adviento; porque leyendo la Carta a los Hebreos podríamos decir: ¿Quién soy yo para que Dios me haya elegido, y me envíe por el mundo tal como me envía? Eso lo podéis decir vosotros los dos presbíteros, ¿quién soy yo? Pobres muchachos jóvenes, que no tenéis más que eso, juventud, unos conocimientos adquiridos con mucho esfuerzo en el seminario; y sin embargo, ¡os ha elegido!
- No se anuncia del todo el Evangelio, si se prescinde de María su Madre
Pero hay otra voz en la liturgia de hoy: «¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1, 30-45). Es Isabel, la que recibe la visita de María. María, Estrella de la evangelización. No se anuncia del todo el Evangelio, si se prescinde de María. Y esto no es en virtud de un ternurismo sentimental nuestro, o de una tradición piadosa que ejerce fuerte influencia sobre nuestro espíritu delicado; esto pertenece a las enseñanzas del Evangelio, desde el momento en que el Ángel del cielo la saludó con esas eternas palabras que repetiremos siempre, sin cansarnos nunca: «Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres, bendito es el fruto de tu vientre, Jesús». Es la Madre de Dios. Esa escena de María entrando en la casa de Isabel, después de haber hecho a pie un largo recorrido, es bellísima. Va para ayudarla, porque sabe que su prima ha de dar a luz, y ella, más joven, puede ayudarla. Y esa escena, daos cuenta, está toda ella penetrada por la presencia de Jesús, aunque los personajes que aparecen son las dos benditas mujeres; pero el que es la causa de que el hijo de Isabel se mueva en el vientre de su madre, y salte de alborozo, es el Hijo de María que va en el suyo, en su seno; y porque va Él, es proclamado de alguna manera; simplemente con el silencio de la que le ha llevado hasta allí, se produce el primer momento en que un ser humano, el Bautista, siente sobre sí la fuerza de la evangelización. De manera que hemos de contar con Ella, amarla mucho, predicarla y presentarla a los hombres.
En primer lugar, a los que creen, a los que ya cuentan con Ella y no quieren separarse de sus filas; que nos oigan a nosotros, a los sacerdotes, hablar de Ella con solidez teológica, pero con sentimientos profundos de amor, de nuestra Madre del cielo; ellos, los que creen, que son muchos, los «domestici fidei», los hijos de la Iglesia, los hijos de María. No descuidéis en vuestras parroquias el culto y la devoción a María Santísima, demostrad que la amáis, repetid mil veces las mismas fórmulas. El amor, decía Lacordaire, es algo que, diciéndolo con las mismas palabras, nunca se repite; y así es el amor a la Virgen, nunca se repite, porque siempre es vivo el caudal del agua que está brotando de un corazón que ama. Y es Jesús, el que Ella lleva; lo facilita todo la Virgen María, es su misión desde el principio.
Procurad también que llegue a estar presente en los alejados, no sólo en los que la aman vivamente en la Iglesia, sino en los que habiéndola amado, se han alejado de Ella. Ahora mismo, en la Vigilia de la Inmaculada, que se está extendiendo por tantos lugares de España, consta positivamente cómo muchos hombres acuden esa noche al templo, porque algo hay que les impulsa a acercarse a la Virgen, de la que nunca quisieran haberse apartado del todo. Pero es el temor, es el respeto humano, es esa triste actitud del hombre acobardado que tiene miedo de dar testimonio de su fe. Cuando por fin sale de casa, y camina decididamente hacia el templo al que le han convocado, y ve que otros hacen lo mismo, y que a medida que se aproximan al templo aumentan en número, el corazón de ese hombre siente una alegría indefinible; y, ya en el templo, canta la Salve o el Ave María, o reza el Acordaos, y cae de rodillas, y pide perdón, y se acerca al confesonario, movido por las gracias que le ha concedido la Virgen Santísima, y vuelve a casa alegre como nunca. Tantos y tantos, que se habían alejado un poco y que vuelven esa noche, atraídos por la dulzura maternal de María Santísima.
Y, por último, contad con Ella también en favor de los que no creen. Un día Raimundo Lulio, escribió esta página inmortal:
«Loada seáis, Virgen María, amada y bendecida; yo te bendigo y te amo por los que no te conocen; tienen entendimiento y tienen corazón, corazón para amar y entendimiento para discernir, pero no saben nada de Ti; tienen manos para coger las tuyas, y tienen pies para caminar por los caminos que llevan a Ti, pero nadie les ha hablado, y no saben hacia dónde dirigir sus manos y sus pies; por eso quiero hablarles yo, y como mi voz no puede llegar a todos, en nombre de todos yo te proclamo a Ti Bendita, y me acerco con mis manos y mis pies, con mi corazón y mi entendimiento, para decirte a Ti, que eres la luz de ellos y la luz mía: condúcenos a tu Hijo Amado, ¡oh Señora, Madre nuestra!».
Hay que invocar también a la Virgen en favor de los que no creen en Ella, esto forma parte también de las enseñanzas de la escuela de la evangelización. ¡Ojalá, queridos muchachos jóvenes, vosotros diáconos hasta hoy, diáconos desde ahora hasta el verano, si Dios quiere, acentuéis en vuestro espíritu esta fuerza que os da la conciencia de ser evangelizadores! No tenéis tesoro terrestre ninguno; nos pueden en todo, en ciencia, en arte, en poder político, en dinero. Los hombres del mundo pueden más que nosotros. Sólo nosotros podemos más que ellos en una cosa, en la esperanza y en la fe; basta eso para producir un movimiento de espiritualidad que, aunque se limite inmediatamente a vuestras parroquias, salta los muros y se une con otros de otras parroquias y de otras diócesis, y llega a extenderse por toda Europa, en esta Europa necesitada de evangelización nueva, tal como viene proclamando Su Santidad el Papa.
Me alegro mucho de recibiros en casa. Esta es vuestra nueva casa. Dejaréis la vuestra enseguida. Ahora pertenecéis a otra. Vosotros, presbíteros, hermanos y amigos, recibidles como corresponde, abridles las puertas de vuestra amistad, de vuestra hermandad; dad la mano, desde ahora, a esos que todavía sentados un poco más lejos del presbiterio, están ya caminando hacia aquí. Formad un presbiterio en que estéis bien unidos, empezando por estar unidos en la oración. Tenemos un Sínodo que hay que poner en marcha con humildad, con perseverancia y con fe. Ya veréis cómo Dios nos ayuda. Y en efecto, llegará otra Navidad, y habrá también ángeles del cielo y jóvenes alumnos de nuestros Seminarios, que unan sus voces al cantar eso de «El camino que lleva a Belén», y cantadlo junto al altar, e invitad a toda una muchedumbre a unir sus voces a las de ellos, para entonar el mismo cántico de esperanza y de amor. Que así sea.