Comentario a las lecturas del XXXIII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 17 de noviembre de 1996.
Seguimos en la misma línea del comentario del domingo anterior. Tanto san Pablo, en la carta a la comunidad de Tesalónica, como Jesús, en el evangelio, se pronuncian sobre el último fin del hombre y del mundo. Los textos de hoy subrayan aún de manera más enérgica nuestra responsabilidad personal en el quehacer diario, como decisivo para nuestro destino eterno.
En la lectura del libro de los Proverbios se nos ilumina el corazón ante la sencilla, pero exigente vida de la mujer hacendosa. Vida de trabajo al servicio de la familia y de los necesitados. Es alabada por el éxito de su laboriosidad, por su actitud en el hogar, y por su generosidad para con los pobres. Mujer de auténticos valores y de riqueza interior, que se consolida con el tiempo, aunque pase la belleza de la juventud. Escueto y sencillo el texto que, no obstante, refleja todo un estilo de vida, que proporciona felicidad en su entorno, que renuncia al brillo fugaz y superficial de los éxitos mundanos, y valora ante todo el obsequio a Dios, la armoniosa y abnegada vida de familia y la ayuda a los demás. Una vida así se ensalza por sí misma, y sirve de ejemplo por su dignidad y su señorío. Muchas mujeres de nuestro tiempo se distinguen también por ese encanto de su juventud y su belleza, pero tienen las manos vacías, la cabeza vacía, y el corazón vacío, y cuando llegan a la edad, que las hace merecedoras de estimación y de respeto por el noble sacrificio, que las acompañó toda su vida, aparecen empequeñecidas y pobres, cuando podían mostrar con legítimo orgullo el tesoro de sus virtudes. No hay rostro hermoso, cuando la fealdad del egoísmo mancha las almas.
Dichoso quien teme al Señor, porque ese temor le llevará a vivir del fruto del propio trabajo y no del fraude y del engaño. La mujer será como parra fecunda y los hijos como renuevos de olivo alrededor de la mesa. Formar un verdadero hogar es hoy una empresa de la más alta categoría humana y social. La sociedad opulenta, a la que sobra todo, tiene los días contados, si sigue olvidándose de los que no tienen ni pan, ni trabajo. Se producirán reclamaciones violentísimas, porque están cada vez más cerca los que conocen todo, aunque les falte todo.
La certeza de la venida del Señor nos debe llevar a una actitud de vigilancia y vida honrada, tal como san Pablo nos lo recuerda insistentemente. Pero no solamente honrada; ha de ser también cristiana, porque es lo que Cristo nos pidió, cuando se nos mostró como camino, verdad y vida. La idea del juicio está cimentando el fragmento del evangelio de san Mateo, que leemos hoy. Somos colaboradores de Dios, cooperadores con Él no sólo en cuanto atañe a lo moral profesional y a las responsabilidades, que hemos de asumir en la sociedad, en que vivimos. El cristiano es el hombre nuevo, que tiene que propagar su fe, poner en pie con su esperanza a los decaídos y desesperados, y amar como Cristo nos amó.
No podemos guardar nada para evitar que se nos pierda. Hay que administra bien según Dios todo lo recibido. La fidelidad a lo recibido ha de traducirse en coraje, generosidad y entrega. Aquel hombre, que recibió cinco talentos y negoció con ellos hasta lograr otros cinco es el modelo. Tenemos en esta parábola el modelo del cristiano, el luchador por la causa de Cristo, el misionero constante dentro de su vida sencilla y normal. Un hombre o una mujer cristianos no pueden ser indiferentes ante el olvido de Dios, en que hoy naufragan tantos seres humanos, tantos amigos, tantos hijos y familias suyos. Hemos de abrir nuestro corazón a Dios para ver todo lo que exige de cada uno de nosotros en relación con lo que se nos ha dado. Seremos juzgados por Jesús en lo que constituye nuestro cotidiano vivir.