Conferencia pronunciada el 7 de marzo de 1969, viernes de la segunda semana de Cuaresma.
Una cosa hay clara para que el discípulo que cree en el Evangelio: los caminos que Cristo nos ofrece no son los que habitualmente solemos seguir los hombres para alcanzar el éxito. La explicación de ello descansa en el hecho de que lo que nosotros entendemos por éxito y triunfo es muy distinto de lo que entiende Jesucristo. Es necesario empezar por aquí, porque si lo que yo pretendo alcanzar no es lo que Cristo me ofrece, mis caminos no se encontrarán nunca con los suyos y mi vida se consumirá en una frustración permanente, en la que es imposible que crezca la esperanza cristiana.
Los caminos de Dios #
Jesús ha venido a ofrecernos la vida eterna, el Reino que no es de este mundo, aunque empieza a construirse en este mundo. Él no es ajeno a los sufrimientos de los hombres en la tierra. Él quiere aliviar eficazmente estos sufrimientos, pero no se propone eliminarlos. Más bien cuenta con ellos como inevitable compañía de todos los que quieran ser sus discípulos. Si a Mí me han perseguido –dice– también a vosotros os perseguirán. No es el discípulo de mejor condición que el maestro (Lc 51, 56). Y cosa notable: los más próximos a Él, por vínculos de familia, son los menos beneficiados por su poder taumatúrgico. Para José, el carpintero, y para María, la Madre de Jesús, no hubo milagros. La excelsa esclava del Señor que le dio a luz y le acompañó toda su vida, tendrá que oír un día palabras tan desconcertantes como éstas que nos narra el evangelista San Mateo: Mientras Él hablaba a la muchedumbre, su Madre y sus hermanos, los parientes de Jesús, estaban fuera y pretendían hablarle. Alguien le dijo: Tu Madre y tus hermanos están fuera y desean hablarte. Él, respondiendo, dijo al que le hablaba: ¿Quién es mi Madre y quiénes mis hermanos? Y extendiendo su mano sobre los discípulos, dijo: He aquí a mi madre y a mis hermanos, porque quienquiera que hiciese la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (Mt 12, 47-50).
La voluntad del Padre que está en los cielos. Ahí es donde le encontramos siempre. Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo (Mt 6, 10), nos enseñará a orar en el Padrenuestro. Pase de Mí este cáliz, mas no se haga mi voluntad, sino la tuya (Mc 14, 36), dirá en el Huerto de los olivos. Y su última palabra, en la cruz, con la que se cierran sus labios agonizantes, también va dirigida al Padre: En tus manos, oh Padre, encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). Toda su vida consistió en obedecer al Padre, al que le envió a este mundo, en cumplimiento de las antiguas profecías, para que los hombres pudiéramos llegar a ser hijos de Dios. Éste es el objetivo fundamental de la predicación y la enseñanza de Jesús; también el de la constitución de la Iglesia por Él fundada.
Hacernos hijos de Dios. Hay que insistir en esto, porque lo olvidamos constantemente. Si se suprime del Evangelio este concepto, en el cual se resume el sentido de su misión en el mundo, todo queda reducido a un moralismo filantrópico e inconsistente. Más aún: los gestos de Jesucristo en el Evangelio vendrían a ser una discriminación enojosa que levantaría siempre protestas justificadas. ¿Por qué resucitar al hijo de la viuda de Naín, y no a los de otras mujeres tan desamparadas y tan tristes como la que lloraba en el cortejo? ¿Por qué multiplicar los panes aquel día y no multiplicarlos siempre, puesto que siempre hay hambrientos? ¿Por qué hubo de ser privilegiado el ciego de Jericó, y no atendidos los demás ciegos del mundo, cuyos ojos también están hechos para contemplar la belleza de la luz y los colores?
Son preguntas que quedarán sin respuesta, si no tenemos presente que Jesucristo no vino al mundo, ni exclusiva ni principalmente, a hacer milagros. Los que hizo los realizó como prueba de su condición mesiánica y como signo de su corazón compasivo para con el que sufre. Pero el objetivo fundamental, primario, de su Encarnación fue otro: fue darnos su vida, la vida de Dios, más que un trozo de pan. El pan podemos y debemos dárnoslo unos a otros, pero la vida de Dios sólo Él podía ofrecérnosla.
Los caminos que había de seguir para este ofrecimiento y para esta donación son también los de Dios, no los nuestros. Él pide la conversión del corazón a Dios, porque no hay paz ni felicidad posible si el corazón está vacío de Dios; nos manda orar para que obtengamos el don de la fe, sin la cual no puede haber religión cristiana; nos pide entrega total y confiada, como el ángel se la pidió a María, la humilde esclava del Señor; nos enseña que no temamos a quienes pueden quitarnos la vida aquí abajo, pero nada pueden arrebatarnos en el otro mundo; nos da su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, como memorial del amor de su pasión; instituye los demás sacramentos para introducirnos o para desarrollarnos en la vida de la gracia; nos pide penitencia y lucha contra nuestras pasiones desordenadas; nos insiste en que el primer mandamiento es éste: Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu voluntad, con todo tu espíritu. Y el segundo, semejante al primero, éste: Amarás al prójimo como a ti mismo (Mc 12, 30-31).
Todo esto es el núcleo de la predicación de Jesús. Éste es el Evangelio. Jesús ama, ama siempre, ama desde la cumbre altísima de su vida, ama con amor indecible; ama todo lo bueno que hay en el hombre, pero, sobre todo, lo que no perece ni se extingue. No se detiene en las épocas históricas, en las nacionalidades políticas, en las circunstancias concretas; su amor va más allá y salta todas las barreras. Ama al hombre, a los hombres todos, y en todos quiere que brote y se mantenga viva la llama del amor al Padre y a los demás hermanos, de tal manera que luzca como un resplandor constante, puro, universal, paciente, limpio de todos los egoísmos personales. Los caminos por donde Dios nos lleva no son los nuestros, hijos, no. Porque nosotros, por nosotros mismos, no somos capaces de amar las virtudes evangélicas, sino en tanto en cuanto nos favorecen. Por eso yo no pongo mi esperanza cristiana en los hombres, en los discursos, en los libros, en las organizaciones de la Iglesia, en las diócesis, ni siquiera en un Concilio en lo que tiene de obra humana. La pongo en esa mano de Dios que hay que descubrir con respeto y humildad, porque está moviéndose en el interior de todos esos organismos de la Iglesia: en el interior de un Concilio, de una diócesis, de una parroquia, de una asociación de apostolado, de un libro escrito para difundir la fe, de una predicación hecha con amor; en todo esto se mueve la mano de Dios.
La Iglesia de entonces amaba #
Ahí, sí, ahí pongo mi esperanza cristiana. Si yo prescindo de esa mano de Dios que se mueve abriendo sus caminos –los suyos, no los nuestros– todo esto, organizaciones diocesanas, parroquiales, asociaciones, escritos, discursos…, todo es vano, y, como vano, se desvanece. Y todo se desvanece y es vano si no hay eucaristía y sacramentos, oración y fe, penitencia y mortificación de los sentidos, vidas consagradas a Dios en la pobreza, en la castidad, en la obediencia, humildad y respeto, amor siempre de unos a otros y no egoísmo caprichoso y soberbio. Si no hay esto, la Iglesia no subsiste; se convierte en una estructura sociológica, pero no es la Iglesia del Señor, y en sus órganos no se mueve la mano de Dios, y los caminos que os ofrecería no son los caminos que Él vino a señalar. Pero, sí, la Iglesia nos los ofrece, porque la Iglesia es fiel a su Fundador. Ella no ha tenido ni tiene otra misión que ésta de amar y extender a todos los hombres el amor con que Dios nos ama. Lo ha hecho siempre, y a ello se debe el que sea una institución única entre todas las instituciones de la tierra. Lo que la distingue, por voluntad de su divino Fundador, no es el servicio que pueda prestar –y lo ha prestado eminente– al arte o la cultura, no. Es su capacidad de amar siempre y de ofrecer a los hombres, por encima de las desatadas pasiones que todo lo destruyen, las señales confortadoras de que Dios nos ama y quiere salvarnos por el amor, invitándonos a vivirlo en nuestra relación con Él y con los demás hombres, nuestros hermanos.
Esto es lo que distingue a la Iglesia, el que ella pueda ofrecernos lo que ninguna otra institución en la tierra. Lo que el mundo no puede dar por sí mismo a los hombres, a cada hombre, es el amor de Dios-Padre al hombre. El mundo puede dar placer, riquezas, poderío, dinero, ciencia. Pero no puede dar el amor. Éste es un don reservado a Dios mismo y Él es quien señala los caminos por donde podemos encontrarlo. Ahora es en la Iglesia y a través de la Iglesia. No importa que, servida por hombres, en sus instituciones aparezca tantas veces la torpe huella humana. Detrás de los muros de una catedral o de una humilde capilla de aldea, en el corazón de una madre de familia cristiana o en una comunidad de almas consagradas a Dios, en el joven y en el anciano que tienen fe, en la palabra del apóstol y en la oración del sacerdote, late sin extinguirse nunca del todo el eco del amor de la Iglesia, su sacrificio, su pureza, su llamada a lo alto, su recuerdo de lo pobre y transitorio de las cosas humanas. Ella sigue ofreciendo los sacramentos de Cristo, sigue predicando una palabra que no cansa, sigue bendiciendo el amor de los esposos, atiende a los enfermos, consuela a todos los afligidos que la buscan, protege la inocencia de los niños, acoge sin cesar a todos los que un día extraviados vuelven a su seno con el corazón arrepentido, hastiados de tantas torpezas y miserias.
También la Iglesia del Concilio ha tenido esta misión y no otra: amar y seguir los caminos de Dios. Ved, queridos hijos míos, los que estáis aquí, los que me oís a través de la radio, todos los fieles de la diócesis de Barcelona y todos aquellos a los cuales pueda llegar mi voz; escuchad, una vez más, las palabras orientadoras, las que de verdad nos iluminan, las palabras del Santo Padre; ved cómo Pablo VI declaraba en el discurso de apertura de la última sesión conciliar esto que estoy diciendo, que la Iglesia del Concilio también tenía como misión la de ofrecer el amor de Dios que los hombres no pueden encontrar fuera de los caminos que Él mismo ha señalado. Decía así el Papa, en aquel memorable discurso:
“Nuestro amor aquí ha tenido ya y tendrá expresiones que caracterizan a este Concilio ante la historia presente y futura. Tales expresiones responderán un día al hombre que se afane en definir la Iglesia en este momento culminante y crítico de su existencia. ¿Qué cosa hacía en aquel momento la Iglesia católica?, se preguntará. ¡Amaba!, será la respuesta. Amaba con corazón pastoral, todos lo saben, si bien es difícil penetrar la profundidad y la riqueza de este amor que Cristo hizo brotar tres veces del corazón arrepentido y ardiente de Simón Pedro… Jesús dice a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que los otros? Le responde: Sí, Señor. Tú sabes que te amo. Le dice Jesús: ¡Apacienta mi grey! (Jn 21, 15). Y el mandato de apacentar su grey, derivado del amor a Cristo, ¡oh sí! dura todavía y da razón de ser a esta Cátedra, como se extiende y dura todavía y da razón de ser a vuestras Cátedras particulares, obispos, venerables hermanos; y hoy se afirma con conciencia y vigor nuevos; este Concilio lo dice: ¡La Iglesia es una sociedad fundada sobre el amor y gobernada por el amor! Amaba la Iglesia de nuestro Concilio; se dirá también, amaba con corazón misionero. Todos saben cómo este sacrosanto Sínodo ha intimado a todo buen católico a ser apóstol y cómo ha ensanchado los límites del celo apostólico a todos los hombres, a todas las razas, a todas las naciones, a todas las clases: la universalidad del amor, también cuando vence las fuerzas de quien la persigue o exige de ese amor la entrega total y heroica, ha tenido aquí, y la tendrá para siempre, su solemne voz”1. Así expresaba el Papa cuál ha sido el sentido íntimo y la orientación suprema del trabajo de la Iglesia en el Concilio.
Basta un poco de odio para dejar de ser cristianos #
Entonces, ¿qué ha pasado? Si los caminos de Dios son caminos de su amor, si la Iglesia ha sido instituida para amar, si el Concilio es también obra del amor, y la Iglesia conciliar amaba, ¿qué ha pasado, que nos encontramos hoy sus hijos tan desasosegados e inquietos, tan irritados y tan duros, tan poco caritativos unos con otros, en una palabra, tan faltos de amor, a pesar de seguir llamando a la Iglesia Madre nuestra? Intentaré señalarlo, siempre con el mismo propósito: el de que, conocidos los motivos de esta situación, podamos explicarnos los hechos, sin perder la esperanza en Dios y en el misterio de la Iglesia, aunque tengamos que reconocer que de los hombres solos podemos esperar siempre poco, como no sea la siembra de la confusión y el desconcierto. Pero un cristiano de raza, auténtico, aunque se sienta solo, no perderá la esperanza, y la Iglesia seguirá viviendo en su corazón como una llama pura y sagrada que no se extinguirá jamás. “Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2, 42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12, 1); y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos” (LG 10).
Resumiendo mi pensamiento, yo diría que en esta época posconciliar, por entre las rendijas del cuerpo social de la Iglesia, se ha escapado y se ha extendido un poco de ese veneno del orgullo y el desamor que, bajo diversas formas, siempre halla cobijo en el pobre corazón humano. Puede ser egoísmo en el mantenimiento del propio criterio, desprecio, altanería, violencia, retorcimiento de las palabras conciliares, acusaciones y reproches mutuos, insultos, vejámenes, improperios. Sí, sin darnos cuenta –y esto es lo más triste, porque nos incapacita para poder curarnos de la enfermedad– sin darnos cuenta, casi estamos odiándonos. Y basta un poco de odio para dejar de ser cristianos. Aquí y allá, es suficiente que unos pocos de corazón estrecho pierdan de vista el misterio del amor de Cristo, para que enseguida otros grupos más numerosos se dejen conducir, en un sentido o en otro, a actitudes de intolerancia y aborrecimiento que matan la caridad cristiana.
Escuchemos, una vez más, las palabras del apóstol San Pablo, capítulo trece de la primera carta a los Corintios: Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad, soy como bronce que suena y címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los misterios y toda la ciencia y tanta fe que traslade los montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregase mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha. La caridad es longánima, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera (1Cor 13, 1-7). Según esto, no sirve de nada alardear de espíritu de pobreza, si no hay caridad. No vale invocar el espíritu profético descubridor de nuevos caminos, si no hay caridad. Se falta a la caridad cuando nos irritamos ante una innovación que puede ser fecunda y bienhechora, y también cuando nos dejamos llevar de la soberbia, obrando precipitada y temerariamente. Se falta a la caridad cuando nos complacemos en la injusticia, sí; y también cuando, por afán de justicia, atropellamos la verdad. La caridad –dice San Pablo– a todo se acomoda (es decir, todo lo examina para descubrir lo bueno que puede haber en todo y alabarlo), cree todo, todo lo espera y todo lo soporta.
Y ya no nos soportamos. Esto es lo que está sucediendo. Actitudes emocionales impiden que la doctrina conciliar serenamente aplicada nos brinde esa imagen más hermosa de la Iglesia que vamos buscando todos. Porque, eso sí, todos buscamos un perfeccionamiento progresivo en los hombres y en las instituciones de la Iglesia. Constantemente hemos de estar haciendo esfuerzos para ir asimilando, cada vez más, una generación tras otra, la inmensa riqueza doctrinal, mística, ascética, moral, que brota de sus entrañas. Todos lo deseamos, pero lo estamos estorbando con nuestras irritadas impaciencias y con esas actitudes mezquinas que tantas veces frustran las mejores aventuras en la vida personal de un cristiano y en la vida social de un pueblo.
En estos tres años que han transcurrido desde que el Concilio terminó, la gran víctima, caída en el suelo, pisoteada por unos y por otros, ha sido la caridad con la Iglesia, no en abstracto y teóricamente, sino en concreto, tal como la Iglesia vive. Nuestra actitud ya no es paciente ni sufrida. Se desprecia y se aborrece en concreto a las religiosas consagradas a Dios, a quienes se considera inútiles para el Reino de Cristo, cuando lo cierto es que Cristo las llama con lo mejor de su corazón; se rechazan enseñanzas del Papa, y se le califica de hombre puramente doctrinal, complicado y senil; se juzga a todo un episcopado, sin concederle un mínimo margen de respetabilidad, incluso en lo que es discutible; se habla de diálogo y cada cual lo convierte en monólogo a su favor; se señalan cauces para que puedan opinar todos, y en seguida se rompen, porque surgen las voces de los que dicen que ellos solos son los que tienen la razón y no hay que perder el tiempo oyendo a los demás.
No, esto no es amor a la Iglesia. A la Iglesia se la ama tal como es, incluso con sus defectos –ha dicho el Papa; no por los defectos, sino porque sólo así se pueden corregir. Un hombre no dice, en abstracto: “Yo amo a la madre”. Dirá: “Yo amo a mi madre”. Y si no amamos al Papa de hoy, a los hermanos de hoy, a los sacerdotes, religiosos, fieles y obispos de hoy, con los que me encuentro en la parroquia, en la diócesis, en la comunidad, en la familia, en el barrio, en la oficina de trabajo, en la fábrica; si no amo a esta Iglesia así, concretada en estas personas, a esta Iglesia que es ese prójimo caído en el camino, al que mis manos pueden tocar, y cuya voz puedo escuchar, si yo no amo a esta Iglesia del siglo XX, concretamente del año 1969, en Barcelona y en las diócesis de España y del mundo, yo no amo a la Iglesia. Amo una abstracción, un capricho, un fruto de mi imaginación o de mi egoísmo.
Para amar a la Iglesia hay que partir siempre de la realidad concreta en que se presenta, y de los esfuerzos buenos de todos, obedientes al plan del espíritu de Dios para construir su Reino en este mundo. No podemos despreciar nada de cuanto se haga con humildad y con amor. No podemos decir: “Tengo la exclusiva en mis manos; los únicos caminos válidos son éstos; los demás son despreciables”. No es lícita esta actitud. Dios cuenta con todos ya todos reparte sus dones. El amor a la Iglesia está por encima de pasiones y prejuicios, de artículos periodísticos y de posiciones partidistas.
Falta el amor. Y por eso los frutos no aparecen. La Iglesia del Concilio amaba. ¿Cómo va a bendecir Dios nuestro esfuerzo, si en el posconcilio hemos dejado de amarnos? Cuando obramos así, estamos amando a lo nuestro, a nuestro grupo, a nuestra opinión, a nuestros propósitos. Amor que divide no es amor. Es amor mezclado con odio. Y basta un poco de odio, repito, para dejar de ser cristiano. Ser cristiano, no lo reduzcamos a quitar, poner, añadir, cambiar. Es algo mucho más profundo ser cristiano. Las obras son hijas del espíritu. Sí, sí, es cierto. Por sus frutos los conoceréis (Mt 7, 20), porque el árbol bueno tiene que dar frutos. Pero los frutos prefabricados, señalados de antemano, con arreglo a criterios apasionados y parciales, brotan más que de los árboles, de la maleza que les rodea.
Es que ni siquiera basta, si queremos ser cristianos de verdad, decir que hemos de ser hermanos. Ni siquiera esto basta. Porque, aun entre hermanos, hay odio. Cristo nos invita a algo más grande: no sólo a ser hermanos, sino a ser hijos de Dios. Si uno se queda en la dimensión horizontal de fraternidad con los demás, la solidaridad humana se desgasta y se consume. Se trata de ascender a cumbres más altas, las propias de hijos de Dios. Sólo así podemos superar las diferencias y encontrarnos todos situados en una dimensión más alta y más profunda. Ser cristiano es tener un corazón bueno en el que sólo hay amor. La bondad de un corazón así produce la vida y crea una actitud hacia el prójimo. No existe el otro. Lo que debe existir es el prójimo, cercano a mí. Pero, para que yo le admita como cercano, tengo que encontrarme con él, viéndonos los dos como hijos de Dios. Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todo… Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere (1Cor 12, 4-6. 11). Vosotros, pues, como elegidos de Dios, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad… Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre el Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él (Col 3, 12-17).
No nos protejamos con actitudes que crean abismos entre unos y otros. No hay un sí condicional cuando Dios nos llama. Tenemos que dar un sí definitivo y pleno a nuestro Señor Jesucristo; y cuando fallamos, reconocer humildemente que hemos fallado y pedir perdón al Señor. Ese perdón solicitado y conseguido a través de nuestra santa Madre, la Iglesia, vuelve a situarnos en la esfera de la relación cordial con Dios y con los hombres. El fallo, momentáneo o transitorio, puede servir para la purificación, nunca para desesperarnos. Lo malo es no reconocer el fallo y querer cohonestarlo todo, haciendo, o queriendo hacer que el cristianismo se identifique con nuestras actitudes. Así no se puede servir a la Iglesia.
Nada más, hijos. Recuerdo otro pasaje aleccionador del Evangelio de San Lucas: Envió el Señor algunos de sus discípulos para que buscase albergue en un pueblo de samaritanos, y fueron rechazados. Entonces Juan y Santiago dijeron: ¿Quieres que pidamos que baje fuego del cielo y que los consuma? Y el Señor los miró con compasión y les dijo: No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres, sino para salvarlos. Y con esto se fueron a otra aldea (Lc 9, 54-55).
¡Cómo tendríamos que aplicarnos hoy estas palabras! ¡Cuántos, de un extremo y de otro, en su interior, casi dicen lo mismo que estos dos Apóstoles: “Que baje fuego del cielo y que consuma al contrario, al que no piensa como yo, a aquellos sacerdotes, a esos grupos de cristianos, a los de esta o aquella tendencia, a tales o a cuales, a estos obispos retrógrados o avanzados”! Todo quisiéramos que lo resolviera el fuego del cielo. Pero no son ésos los caminos de Dios. Se necesita, por una y otro parte, más humildad, paciencia, amor y fe.
Entonces la esperanza cristiana se fortalece; siempre se fortalece, nunca se extingue.
1 Pablo VI, Discurso en la apertura de la cuarta y última sesión del Concilio Vaticano 11, 10 septiembre 1965: IP III, 1965, 477-478.