Comentario a las lecturas del XII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 23 de junio de 1996.
Vivimos en medio de entusiasmos locos e incertidumbres perturbadoras. Se propone como libertad lo que cada uno anhela, en la apertura a lo novedoso, a lo que salga, sea como sea.
Para muchos, lo que importa es una vida libre de toda norma, de toda exigencia, de toda verdad. Hay profusión de técnicas de liberación, y a los jóvenes se les propone que cada uno invente y viva el mundo a su manera. Se nota la ausencia de toda jerarquía de valores, de criterios firmes, de un punto central sobre el que puede descansar la vida, de un fundamento sólido sobre el que construir.
Por supuesto, se critica fuertemente a la Iglesia, se dan toda clase de juicios negativos sobre el Papa, los obispos, los sacerdotes. El pilar de la sociedad, que es la familia, está fuertemente socavado. No se cree en la fidelidad. No se aceptan compromisos fuertes y duraderos.
Como el profeta Jeremías, en la primera lectura que se hace este domingo, el justo, es decir, el cristiano de hoy, oye el cuchicheo de la gente y se siente pavor en torno suyo. No hay más remedio que acudir a Dios y, como un soldado solitario en medio del campo enemigo, erguirse con todo coraje y valentía y seguir con toda decisión, porque Dios está con nosotros. El enemigo principal, que era el pecado y con el pecado la muerte, que pasó a todos los hombres, ha sido vencido. Gracias a Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios se han derramado sobre todos, según nos dice san Pablo en su carta a los romanos.
Pero hay que luchar. ¡No tengáis miedo! ¡Cuántas veces ya hemos oído este grito de combate al hombre más pacífico de la tierra, Juan Pablo II! Desde el primer día de su pontificado, en la homilía que pronunció en la plaza de San Pedro, ¡cuántas veces nos ha saludado con esta expresión! Porque es un saludo, no un desafío. Un saludo para entablar una amistad, que nos permita seguir y vencer, haciendo siempre el bien.
Dios mira el interior del corazón y el creyente humilde y confiado se deja guiar después por las manos de la generosidad divina. De manera que no se trata de dejamos abatir ante las dificultades, incomprensiones y conflictos.
Dios no es un escudo, un pararrayos o un refugio. No. Dios está con nosotros dentro. Y la fe y la esperanza combaten y vencen. Lo que importa es que la lucha y los conflictos y sufrimientos sean por el Evangelio, por causas justas, que busquen siempre el bien de los necesitados, por los pobres, nunca por egoísmos personales, obstinaciones inconfesables, trampas, mentiras. La buena intención produce buenos sentimientos y estos a su vez producen paz, alegría, fraternidad, gozo.
Para nosotros, nuestra luz, nuestro norte es Cristo, el nuevo Adán. Y con Él viene a nuestro interior la gracia, la luz, la fortaleza. Cada uno de nosotros ha de estar persuadido de que él es para Dios el centro del universo, aunque nos cueste creerlo.
Jesús nos ha revelado a un Dios, que no se limita a crear, sino que nos pide creer y confiar.