Comentario al evangelio del IV domingo de Adviento. ABC, 24 de diciembre de 1995.
No dejéis de usar esa palabra en vuestro lenguaje. Durante el año es una referencia, y en los días que rodean a la fiesta, que el vocablo designa, es un suspiro, un sollozo, un recuerdo añorante, un anhelo de felicidad. Pero no dejéis de decir algo o de recordaros al menos, sobre la realidad del Misterio que se celebra. Decid una palabra sobre el nacimiento de Cristo. No temáis. No tengáis respeto humano. Aunque no cantéis villancicos, ni hayáis tenido humor para poner el Belén: si los cantáis y lo ponéis junto con vuestros hijos, mejor. Y no importa que los hijos sean mayores. Esa noche todos debéis haceros un poco niños.
Es evidente que la Nochebuena se ha convertido para muchos en una fiesta de familia y nada más. Por añadidura, una fiesta de excesos gastronómicos, de estómagos saturados, de semi paganos despilfarros. Duele hondamente entrar esa noche en un hogar cristiano y comprobar en qué triste lejanía se halla todo lo que recuerda el Misterio. Pero, aun así, no seré yo el que condene. Los hombres somos tan pobres, que estamos deseosos que llegue una ocasión, por motivos religiosos o de otra índole, para engañarnos saboreando las falsas delicias de la vida; y aun siendo creyentes somos capaces de querer hacer compatibles la pobreza de Cristo en su nacimiento con nuestros torpes excesos al celebrarla.
Pero no todo es así. Yo saludo desde esta columna a los miles y miles de familias españolas, que esta noche rezan juntos un Padrenuestro, o cantan una canción que tantas veces ha resonado junto a los muros de la casa, y brindan y beben, o quizá, sin dejar de hacer algo de esto, recuerdan a los que se fueron para siempre, o a los que se han perdido en los caminos de la vida, y lloran en silencio ocultándose en la tristeza de un sentimiento inconsolable.
Para todos ha nacido Cristo. Para todos es esa Nochebuena, en que los ángeles cantaron el himno “Gloria a Dios en el cielo”. Para todos el Niño y la Virgen y san José han mostrado su pobreza y su fortaleza, su generosidad y su actitud humilde y confiada en medio de la soledad y carencia, en que se encontraron.
El profeta Isaías había anunciado que el Señor daría una señal, a saber: que una virgen estaría encinta y daría a luz un hijo, que se llamaría Enmanuel. Ahora se cumple la promesa pregonada. El que ha nacido esta noche, nos dice san Pablo que es del que han hablado los profetas y en el que se encuentra la plenitud. Es un don de Dios, el mayor don, porque es el que Él eligió para venir al mundo, incorporándose a él de manera mucho más íntima que con su acción creadora precedente.
Caben diversas posturas y actitudes frente a la Nochebuena, si se quiere conservar algo más que la palabra, que ya es algo. Primera: la adoración, la suprema manifestación de reconocimiento de la grandeza y del honor a Dios por parte del hombre. Segunda: respetuosa admiración no exenta de ternura; es propia de los que, sin rendirse ante Él como Hijo de Dios, admiten que de Él ha brotado eso que se llama la civilización del amor, y que puede seguir brotando. Y tercera: la indiferencia del peregrino de la vida, que no se conmueve ni ante la encarnación del Hijo de Dios, ni ante el prodigio de la doncella de Nazaret que habló con Dios, ni ante la honradez y capacidad de servicio de José, que se puso en camino en diversas direcciones, dando siempre lo mejor que tenía, que era su vida misma. Esta tercera actitud ya no es algo más que la palabra. Es negación, olvido, inmersión en las tinieblas. En cambio, otra vez san Pablo es el que nos dice que todos hemos sido llamados a formar parte de su pueblo santo. Para eso viene Jesús al mundo.