Artículo publicado en ABC, de Madrid, el 24 de diciembre de 1990. Texto reproducido en el BOAT, 1991, 31-34.
Desde lo alto de una de las colinas próximas se contempla la hermosa perspectiva de la ciudad con el cielo que la cubre y el río que la circunda. La luz del atardecer permite ver todavía lo que llaman el casco histórico. Se distinguen bien las diversas zonas o barriadas, con sus modestos edificios, entre los cuales descuellan las espadañas de las iglesias conventuales, las torres de los templos parroquiales, la nave pétrea de San Juan de los Reyes, la aguja tan elegante de la catedral, la majestuosidad del Alcázar.
Vamos bajando del escarpado cerro. Deambulamos por el pequeño laberinto de las calles estrechas y empinadas. Entramos en una cualquiera de las iglesias que aún están abiertas. Puede ser Santo Tomé, San Nicolás, Santa Leocadia o la Magdalena. Cuando salimos, ya es de noche.
Es Nochebuena. La Sagrada Escritura y la más auténtica tradición nos hablan de la paz y del gozo que para todo el universo constituyó, y sigue constituyendo, la aparición en la tierra del Hijo Único de Dios, hecho hombre y nacido de la Virgen María. Este acontecimiento histórico, actualizado ahora por la liturgia, es la prueba más inequívoca del inmenso amor de Dios para con el hombre. La misma Sagrada Escritura nos habla de la alegría que sintieron los habitantes de Belén, especialmente los pastores, y de la excepcional buena disposición de los Magos.
Es tan bella la narración evangélica del nacimiento de Jesús desde que María y José se ponen en camino hacia Belén, que se comprende perfectamente que haya inspirado con fecundidad inagotable a los mejores artistas de la pluma y del pincel en el mundo cristiano. Y cada día se interesan más por conocer y vivir de algún modo este hecho los poetas y pintores de mundos y culturas paganos. No hay ningún alma delicada que no perciba en su sensibilidad la belleza de ese misterio que nos presenta al Hijo de Dios nacido de una mujer inmaculada, para morar entre los hombres y redimirlos del pecado y de la muerte.
Esto es lo que ha prendido en el corazón de los hombres y mujeres de países de fuerte tradición católica como España. En esta ciudad –y quién no podrá decir lo mismo de la suya, si es parecida a Toledo en dimensión y número de habitantes– todo está dispuesto para que esa noche, bien sea al cruzar calles y plazuelas, bien acogiéndose a la intimidad del hogar, sintamos dentro de nosotros los nobles deseos que anidan en el corazón humano y que sólo en contadas ocasiones se manifiestan comunitariamente. Esta es la función que desempeñan sin darse cuenta –o desempeñaban– las fiestas religiosas en que participa el pueblo con sus sencillas devociones bendecidas por la Iglesia Madre. La sociedad y los grupos humanos que viven y luchan juntos cada día del año, necesitan también de jornadas en que, igualmente juntos, los vecinos o cofrades, o simples moradores del barrio o la ciudad, atiendan la llamada de algo superior a las vivencias cotidianas, algo en que se pueda descansar y que nos libere de las fatigas del cuerpo y del alma. La fiesta religiosa, cuando alcanza las dimensiones y el sentido de la Nochebuena, ofrece a todos, sin imponérselo a nadie, una ocasión para la esperanza y para el deseo de ser mejores, haciéndonos presentir cuánto ganaríamos todos, si respondiéramos mejor a la llamada que la fiesta nos hace.
Pero con tal de que sea fiesta religiosa, no únicamente social o de familia. Y esto es lo que por desgracia va desapareciendo. Se nos puede acusar, a veces con razón, de que la Navidad, tal como la celebramos, es en muchos casos una lamentable deformación y quizá un escarnio. Se dice que son días de alegría y para el regocijo porque «Dios viene a salvarnos». Pero, ¿qué entendemos por salvación? ¿Pensamos de verdad en que somos redimidos del pecado gracias a ese Cristo que nace para predicar el Evangelio y morir en la cruz, y que sólo después de su muerte se produce el triunfo de la resurrección? Nos contentamos con dar una limosna a Cáritas, o a alguna familia que conocemos, acudimos también a la misa del gallo, y nos felicitamos con palabras amables extendiendo la felicitación un poco más allá del círculo de nuestras amistades habituales y poco más. ¿A esto ha de reducirse todo?
Eso sí. Puede haber en esta ciudad, en la que escribo, un belén instalado en Zocodover o en la lonja de la catedral, y grupos de jóvenes que pasan cantando limpias canciones navideñas. Quizá mejor que en otras partes, por las particulares características de las calles toledanas y por la abundancia de signos externos religiosos, es aquí más fácil persuadirnos individual y colectivamente de que nuestra vida y nuestras costumbres están impregnadas de profundo sentido cristiano. Es una equivocación. Porque ya no bastan los recuerdos de ayer, ni las puras y simples impresiones de hoy. Precisamente esto es lo que quieren muchos: que nos quedemos en recuerdos y evocaciones nada más de una cultura que, según ellos, ya no nos sirve.
Ahí está la catedral con los sepulcros de los grandes cardenales de España. Por sus naves se movían en su día el poeta Valdivielso o don Pedro Calderón de la Barca, capellán de reyes. Más allá, en una calleja sin salida, como su propia pasión, la casa en que vivía a temporadas Lope de Vega entre amores furtivos y arrepentimientos que le hacían escribir maravillosos sonetos. Por esa placita que se abre a la zona de los cobertizos cruzaba en las noches románticas Gustavo Adolfo Bécquer, escéptico unas veces y esperanzado otras. ¡Cuántas presencias, cuántos símbolos cristianos! En cada esquina una cruz, en cada calle un convento, en cada archivo de una institución o familia un documento que explica o atestigua el significado, el origen o el rastro de algún acontecimiento relacionado siempre con el hecho religioso.
Esa otra capilla en que también hay cuadros del Greco visitados por artistas de medio mundo, y allí abajo el Cristo de la Vega, el de Zorrilla en «A buen juez mejor testigo», o ese cigarral en que se levantaba la residencia de Tirso de Molina, el convento de donde salió la primera monja española para Oceanía, y ese otro de las Concepcionistas Franciscanas de donde partió la primera comunidad de religiosas de clausura a América, y aquel lienzo de la muralla sur con la lápida que nos recuerda el lugar por donde San Juan de la Cruz se descolgó al huir de la cárcel en que le tenían prisionero.
Recuerdos, recuerdos… No, historia, historia, que por lo mismo forma parte de nuestra vida de ayer y de hoy. Ningún pueblo culto olvida la suya: por el contrario, la mantiene y la celebra.
Por lo cual importa mucho que no se pierdan las costumbres cristianas de la Nochebuena y la Navidad en Toledo y en tantos lugares de España, porque todavía un villancico puede despertar el anhelo de lo sagrado y hacer gustar el deleite de una especial presencia de Dios. ¡Cuánto más una misa o una oración en familia!
Pero hoy urge afirmar que eso no es suficiente y que si seguimos contentándonos con las canciones de Navidad y con el abrazo que brota del deseo de ser felices, mereceremos, sí, que se nos tache de pobres nostálgicos y torpes cristianos.
El nacimiento de Cristo para la vida de los hombres y de los pueblos es el hecho más trascendental de la historia religiosa cristiana. Igual podría decirse de su pasión, su muerte, su resurrección. Es toda su vida la que es trascendental, porque, al encarnarse y vivir entre los hombres, nos abre a la transcendencia.
A través del año litúrgico la Iglesia nos ayuda a contemplar y celebrar los diversos pasos de esa vida divina. Y no se nos pide que en Navidad nos detengamos a recordar la pasión y muerte del Señor. Pero sí que hagamos un esfuerzo para superar y vencer nuestros egoísmos, para tomar más en serio nuestra condición cristiana, para ayudar a que haya un poco más de alegría y de paz en la tierra, es decir, en esa pequeña porción que habitamos, o a la cual podemos llegar con la generosa donación de nosotros mismos.
Con el nacimiento de Cristo empieza la evangelización del mundo, y eso es lo que ahora hemos de procurar: una nueva evangelización. No que dejemos de sentir el gozo que nos traen estos días con costumbres que son reminiscencias de la antigua fe, sino que sepamos añadir a lo que las fiestas de Navidad nos ofrecen una mayor exigencia de compromiso cristiano en nuestra vida y en la sociedad a que pertenecemos.