Comunicación leída en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, el martes 7 de noviembre de 1978. Texto publicado en los Anales de dicha Real Academia, número 56, 1979, 3-19.
Voy a tratar de trasladar a ustedes la imagen que guardo en mi interior –también algo de lo que se refiere a los aspectos externos– de lo que han sido los dos últimos cónclaves.
Buena materia para los historiadores. Porque verdaderamente es sorprendente que en un año tengamos tres Papas: pocas veces, quizá ninguna, en los siglos de la historia, se habrá dada semejante fenómeno.
Hay detalles anecdóticos muy reveladores, pero no quisiera perderme en ellos, sino ofrecer la profunda lección que brota de los acontecimientos eclesiales que hemos vivido. Y si hay tiempo, contestaré después, con mucho gusto, a algunas preguntas que quieran ustedes hacerme.
Estimo muy importante que, como punto de partida, nos fijemos en algo quizá no advertido por muchos, pero que pienso explica un poco las dos elecciones de los nuevos Pontífices, uno de ellos tan prontamente desaparecido como Juan Pablo I.
El balance de un Pontificado #
Este punto de partida para mi reflexión lo sitúo el 29 de junio de este año 1978, día en que el Papa Pablo VI pronuncia un discurso muy importante. La prensa se hizo eco de él, pero muy fragmentariamente, como suele suceder. Sólo los periódicos y revistas especializados nos lo transmitieron íntegro; y, sin embargo, es sumamente interesante. Aquí tengo L’Osservatore Romano en su edición española del 9 de julio, en donde viene completo ese discurso, pronunciado por el Papa Montini tan sólo un mes y unos días antes de su muerte. Es un discurso en el que Pablo VI –fenómeno que, al menos en la edad moderna de la Iglesia, yo no conozco– hace balance de su pontificado. Habla, una vez más, ahora delante de todo el Colegio Cardenalicio, de su fin que siente ya muy próximo; y examina brevemente lo que ha sido su labor. Dice que su ministerio es el mismo de Pedro, al que Cristo confió el mandato de confirmar a los hermanos en la fe. Habla después de la misión de los Apóstoles y analiza las características de esa misión. Se refiere luego al núcleo de esa misión, que es Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, y dice a continuación: “He aquí el propósito incansable, vigilante, agobiador, que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. Fidem servavi, podemos decir hoy, con la humilde y firme conciencia de no haber traicionado nunca la santa verdad. Recordemos, como confirmación de este convencimiento y para confortar nuestro espíritu que continuamente se prepara para el encuentro con el Justo Juez, algunos documentos del pontificado, que han querido señalar las etapas de este nuestro sufrido ministerio de amor y servicio a la fe y a la disciplina”.
Y cita estos documentos, muy conocidos: Ecclesiam suam, de agosto del 64; Mysterium Fidei, sobre la doctrina eucarística, de octubre del 65 –estábamos todavía pendientes de la celebración de la última sesión conciliar, y ya habían surgido, particularmente en Holanda, las nuevas corrientes teológicas, concretamente sobre este misterio de la Eucaristía–; Sacerdotalis celibatus, de junio del 67; Evangelica testificatio, de junio del 71, sobre la vida de los religiosos y religiosas; Paterna cum benevolentia, de diciembre del 74, sobre la reconciliación dentro de la Iglesia; Gaudete in Domino, de mayo del 75, sobre la riqueza de la alegría cristiana y, finalmente, la Evangelii nuntiandi, de diciembre del 75, sobre la acción evangelizadora de la Iglesia hoy; a mi juicio, uno de los dos o tres más importantes salidos de la pluma de Pablo VI.
Después de esta enumeración, hace una reflexión detenida sobre otro documento importantísimo: El Credo del Pueblo de Dios. Dice: “Sobre todo, no queremos olvidar aquella nuestra profesión de fe que justamente hace diez años, pronunciamos solemnemente, en nombre y cual empeño de toda la Iglesia, como Credo del Pueblo de Dios, para recordar, para reafirmar, para corroborar los puntos capitales de la fe de la Iglesia misma, en un momento en que fáciles ensayos doctrinales parecían sacudir la certeza de tantos sacerdotes y fieles, y requerían un retorno a las fuentes. Gracias al Señor, muchos peligros se han atenuado; no obstante, frente a las dificultades que todavía hoy debe afrontar la Iglesia, tanto en el plano doctrinal como en el disciplinar. Nos seguimos apelando enérgicamente a aquella sumaria profesión de fe que consideramos un acto importante de nuestro Magisterio pontificio; porque sólo con fidelidad a las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, transmitidas por los Padres, podemos tener esa fuerza de conquista y esa luz de la inteligencia y del alma que proviene de la posesión madura y consciente de la Verdad Divina. Queremos, además, hacer una llamada, angustiada, sí, pero también firme, a cuantos se comprometen personalmente a sí mismos y arrastran a los demás con la palabra, con los escritos, con su comportamiento, por las vías de las opiniones personales, y después por las de la herejía y del cisma, desorientando las conciencias de los individuos y de la comunidad entera… Les amonestamos paternalmente que se guarden de perturbar ulteriormente a la Iglesia; ha llegado el momento de la verdad, y es preciso que cada uno tenga una conciencia clara de las propias responsabilidades frente a decisiones que deben salvaguardar la fe, tesoro común que Cristo, el cual es Piedra, es Roca, ha confiado a Pedro, Vicarius Petrae, Vicario de la Roca, como lo llama San Buenaventura”.
Por último, se refiere a la defensa de la vida humana, con la encíclica Humanae Vitae; a las enseñanzas del Concilio, que él ha hecho suyas, en relación con el progreso del mundo y las situaciones político-sociales en la sociedad de hoy. Y termina hablando de cómo su vida camina hacia el ocaso, y así él vuelve sus ojos, como Pedro, al Señor, diciendo: ¿A quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna.
Este es el último discurso importante de Pablo VI, y, como decía, no sabemos de ningún otro Pontífice, al menos de los de la edad moderna, que haya hecho este balance público de su propio pontificado.
Revela algunas cosas esta actuación del Papa. Él se encontraba, como dice, angustiado; pero no con la angustia producida por la desesperanza, sino con la que nace de la humildad, casi de la humillación que siente un hombre, respetuoso con sus deberes, al ver la situación que se ha ido creando en la Iglesia a lo largo de estos años.
Quizá les resulte, por lo menos, motivo de noble curiosidad un detalle del que yo fui testigo muy directo, en conversación con él, dos veces. Una de ellas, siendo yo Arzobispo de Barcelona: situación muy difícil en aquella diócesis, por muchos motivos, sobre todo de tipo político, la que a mí me tocó vivir. Yo había ido allí resistiéndome mucho, y así, tenía gran libertad de espíritu para poder hablar sobre los problemas que allí había. Pues bien: el año 69 tuve una entrevista con él, con el Papa, y le llevaba un “dossier” muy minucioso de la situación de la diócesis de Barcelona que conoció de antemano. Hablamos: él me daba ánimos, y al preguntarle: “Santo Padre, ¿pero no cree que ha llegado el momento de actuar con más energía dentro de la Iglesia, ante estas situaciones que se están dando?” Entonces hizo este gesto: se quedó así, con el rostro hundido entre las manos; luego, levantó la cabeza, estaba llorando. Y me dijo: “Paciencia y doctrina. Está toda la Iglesia como inficionada de herejía. Como en los tiempos de San Jerónimo podríamos decir: ‘Y de repente el mundo se despertó arriano’. No me obedecen; la autoridad pontificia está muy quebrantada; incluso órdenes religiosas que siempre se distinguieron por su devoción y obediencia a la Santa Sede, hoy dan ejemplo de lo contrario… Pero hemos de seguir adelante con mucha paciencia”.
Eran los años en que se vivía el casi cisma de Holanda. Y el Papa tenía pánico a que en su pontificado pudieran producirse cismas que comienzan, pero no se sabe cuándo acaban.
Bien. Yo no insistí más; salí de aquella audiencia; y años más tarde estando ya en Toledo, volví a hablarle de cosas que yo apreciaba en España; él las escuchaba con mucha atención y volvió a insistirme del mismo modo: “¡Hay que seguir! Algunos dicen que yo tendría que actuar de otro modo, pero me he trazado mi norma de conducta. Tengo una luz encendida; y el que quiera verla que la vea: es mi predicación continua y mi llamada a los sacerdotes, a los religiosos, a los fieles, a todos. Otras medidas no creo oportuno tomar”.
Esta era la actitud interna de Pablo VI en relación con los problemas que la Iglesia está viviendo. Por su temperamento y formación, incluso, acaso, por lo que quedaba en él de estilo diplomático, era un hombre que rehuía las medidas fuertes en relación con los problemas internos de la Iglesia. Y así llega al final de su pontificado, pienso que no con sentimientos de frustración, sino con la conciencia de quien ha conseguido poco, cuando tanto anhelara.
Su muerte fue totalmente inesperada, aunque él la presentía cada vez más. La prensa nos ha revelado muchas noticias, pero quizá hay un dato que, para el cristiano, tiene una fuerza conmovedora. Nos lo explicaba el Cardenal Villot, el Camarlengo, en una de las primeras Congregaciones previas al primer cónclave.
La noche del sábado, víspera de su muerte, pidió que le leyeran, como lectura espiritual, unas páginas sobre Jesucristo de un libro titulado Pequeño Catecismo, escrito por su amigo, el filósofo Jean Guitton. Al llegar a cierto punto, según manifestó su secretario particular, dijo: “¡Basta, basta; debo meditar, llega la noche!”. ¿Daba a entender que presentía la inminencia de su muerte? Al día siguiente, domingo, el Santo Padre se agrava. Y por la tarde, a partir de las seis, la agonía. Y aquí viene este detalle ejemplar. Llega el Cardenal Secretario de Estado, el Sustituto y los demás que generalmente acompañan a los Papas en esos momentos. Pero el Papa Pablo VI no dijo ni una palabra más sobre los problemas de la Iglesia o de la Santa Sede: absolutamente nada. Se entregó a rezar; y cuando ya él no podía, hacía señas con los ojos a quienes le rodeaban para que continuaran rezando: Ave María; o le leían unapágina del Evangelio. Y de repente, él exclamaba: “Pater noster”, “Magníficat”… Y así hasta el final. Murió con esa transparencia del alma que se entrega al Señor y se olvida absolutamente de todo lo demás.
En síntesis muy apretada, podríamos decir que su pontificado nos deja, como aspecto positivo, una Iglesia que ha avanzado en su caminar hacia el mundo, y ha logrado mayores encuentros de los que hasta entonces había tenido en los tiempos modernos, en relación con los problemas que hoy agitan a los hombres. Este es un aspecto positivo y muy importante.
Pero hay un aspecto negativo, y aquí viene lo que decíamos antes. Él lo contempla con la humildad del que no ha podido o no ha sabido hacer otra cosa. La Iglesia se encuentra internamente dividida, envuelta en las sombras de los pluralismos (dogmáticos y morales), con muchas teologías falsas, con muy malas interpretaciones del Concilio, como él dijo repetidamente, y con una terrible falta de disciplina interna; disciplina que no es solamente el cumplimiento de los pequeños detalles, sino lo que luego los dos Pontífices que le han sucedido llamarían “la gran disciplina de la Iglesia”. Este es el aspecto negativo. Y él se dio perfectamente cuenta de que ésa era la situación de la Iglesia.
Elección de Juan Pablo I #
Viene luego el primer cónclave, y participamos en las Congregaciones Generales que celebran los Cardenales, a partir del día siguiente del fallecimiento del Papa. En ellas, los Cardenales Prefectos de las Congregaciones Romanas informan sobre la situación del sector que cada uno de ellos cuida en la Iglesia universal. Los demás interveníamos con nuestras observaciones. Esos catorce días de Congregaciones nos permitieron obtener a todos los electores, según íbamos llegando, un conocimiento muy detallado de la situación de la Iglesia; y a la vez permitían también el intercambio de opiniones, el contrastar criterios, el indicar posibles soluciones y hablar de posibles candidatos. Yo puedo decirles que, en esos días que precedieron al cónclave, habré tenido unas treinta conversaciones con otros Cardenales de diversas partes del mundo.
Por consiguiente, es muy fácil ir al mismo si uno ha tenido un poco de empeño y diligencia, con una suficiente información sobre las personas y la situación interna de la Iglesia.
Y así llegamos a aquel cónclave con la convicción de que necesitábamos un Papa que, por su estilo, su carácter, su condición, atrajera a la gente y fuera “manso de corazón”. Esta fue la frase que yo empleé cuando me preguntaron; y vi que, poco más o menos, otros utilizaron la misma: manso de corazón, pero enérgico de carácter. Y segundo: la inmensa mayoría, también íbamos con la convicción de que siguiera siendo italiano. Esto reduce mucho el campo de los posibles candidatos. Porque, con esos dos criterios fundamentales, uno se fija en tres o cuatro personas. Y entonces, como el clima y ambiente en el cónclave es de extraordinaria responsabilidad y de una serenidad envidiable, con una profundidad religiosa y una vida de oración intensa, no es extraño que se perciban con mayor facilidad las mociones del Espíritu.
No puedo entrar en el detalle de las votaciones. Duró este cónclave un solo día: en la mañana, dos votaciones. Se dispersan los votos, pero no demasiado. Después de la comida se cambian impresiones y se ve por dónde van las cosas. Por la tarde, otras dos votaciones: en la primera van concentrándose ya mucho los votos; y en la segunda, se produce la elección. Rapidísima, pero con un gozo muy generalizado y una participación de sentimientos extraordinariamente común. Es elegido el Cardenal Albino Luciani, Patriarca de Venecia. Algunos lo conocíamos por haber participado con él en algunos Sínodos y estimábamos sus grandes cualidades y sus virtudes.
Apareció luego con aquel encanto de su humilde sonrisa, que es un dato humano muy apreciable, pero que era lo de menos: lo importante eran los valores interiores que había en el alma de este hombre. Y desde el primer momento se captó a la gente que estaba en la Plaza de San Pedro; y a través de tantos medios de comunicación social, a gran parte del mundo. El comentario fue generalizado. De tal manera que, cuando volvimos al segundo cónclave, hablando yo un día con un Cardenal norteamericano, le pregunté si allí, en Norteamérica, había calado tan hondamente la imagen de Juan Pablo I como nosotros advertíamos en nuestras zonas de Europa. Y me dijo lo mismo: que había sido un fenómeno extraordinario y se había producido una conmoción espiritual notabilísima.
El Papa Luciani es ya elegido y, con la alegría de dar tan pronto un nuevo Papa a la Iglesia, bajamos esa noche a cenar. Vino él; ocupó su sitio: el que había ocupado el día y la tarde anterior, y estuvo charlando allí con todos, uno por uno, con esa amabilidad y esa benevolencia suyas extraordinarias, y nos sentimos dichosos de que al día siguiente, además de dar un Papa a la Iglesia, pudiéramos salir de aquel encerramiento que no era nada cómodo. Porque en aquella yuxtaposición de palacios que es el Vaticano, nos colocan en celdas, extraídas por sorteo. Y son despachos, zonas –digo– del Vaticano, muy alejadas unas de otras; aquí, diez; allí, quince; al otro lado, cinco, y dentro de cada bloque de habitaciones hay una o dos que son dormitorios; las demás son despachos de trabajo. Allí ponen una cama, unas toallas, una pastilla de jabón y ¡arréglatelas como puedas!
En aquel mes de agosto, tan caluroso, y todo tan nuevo para nosotros, resultaba molestísimo: una cama de colegial, muy estrecha, en tal forma que había que tener cuidado al darse la vuelta; era peligroso. Y la primera noche, muchos la pasamos en pie, porque no había manera de dormir, ni luz suficiente en las habitaciones; incómodo, pero pacientemente tolerado. Ahora, nos gustaba mucho vernos libres.
Por cierto, que en esa noche hubo un detalle, que esto sí, si ustedes me permiten esta anécdota por lo que tiene de emocionante desde el punto de vista español, la referiré.
Había sido ya elegido el Papa; habíamos cenado. Y se corrió la voz de que en el Patio de San Dámaso corría una brisa fresca muy agradable. Allí, pues, bajamos para pasear un poco y aliviar así la fatiga del día. Cuando yo llegué había ya grupos paseando. Vi a alguien que estaba solo, y sin saber quién sería, me acerqué a acompañarle. Era el Cardenal de Seúl, en Corea del Sur.
- ¡Oh, sí, encantado! Vamos a pasear.
- ¿Usted es de Toledo?
(Ya nos habíamos saludado alguna vez, pero muy fugazmente.)
Y enseguida me dijo:
- Yo he estado en España, un año del Concilio. Tenía interés en conocer dos ciudades: Ávila y Toledo. Ávila, por Santa Teresa; Toledo, por el arte y la historia.
- Yo también visito Ávila todos los años. Soy muy teresiano. Tengo escrito algo sobre la Santa.
Y me dice:
- Para mí, como Santa Teresa, nada. Vida y escritos de Santa Teresa. ¡Qué sublime! Tengo Carmelitas Descalzas en Seúl; pero desearía tener más sacerdotes y monjas españolas, porque creo que España es la nación que más se ha distinguido por su espiritualidad evangelizadora.
Naturalmente, me resultaba gratísimo oír a aquel Cardenal expresarse así.
- Claro –añadió–, otras naciones, Alemania, por ejemplo, se distinguen por la ciencia teológica y bíblica; pero España, ¡espiritualidad para llevar el Evangelio! Ignacio, Xaverius (Javier), Teresa… –aunque no salió de España–. Como éstos no los tiene ninguna nación.
Y preguntó:
- ¿Conserváis la espiritualidad hoy en España? ¿La conserváis? ¡No la perdáis!
Les confieso que en aquel momento sufrí, porque hube de contestar con evasivas: la crisis de la Iglesia…, etc. Pero yo estaba pensando en tantos seminarios y noviciados vacíos, y en la dilapidación de tanta religiosidad sana del pueblo español, que era un tesoro y que se va perdiendo; porque esa espiritualidad, la fuerza que ha tenido España para evangelizar, como ésa no ha habido otra.
Y de repente, cambia de conversación y me dice:
- ¿Usted sabe que Corea del Sur es el único país del mundo donde entró el cristianismo sin misioneros?
- Explíqueme.
Y continuó él:
- A final del siglo pasado iban muchos coreanos a trabajar en China. Eran muy pobres. Y allí, en manos de obreros coreanos, cayó un catecismo escrito en chino por un jesuita español. Se reunían por la noche y aprendían el catecismo y a rezar a Cristo y a la Madonna, y trataron algo con los misioneros. Cuando terminaban su trabajo iban volviendo a Corea. Quince años más tarde, cuando llegaron allá los primeros misioneros, se encontraron con tres mil cristianos bautizados, instruidos por aquellos grupos laicos que habían conocido el cristianismo y se habían hecho cristianos en China.
Comenté:
- ¡Es extraordinario este hecho!
- Entre ellos –continuó– (y no le salía la palabra ni en francés ni en italiano) il genitore del mio genitore (mi abuelo) murió. Vinieron las persecuciones enseguida y murió mártir, decapitado. Y la madre mía casó y tuvo ocho hijos; el más pequeño, yo. Y mi madre pedía: “¡Un hijo sacerdote, un hijo sacerdote!”. Pero tardaba en llegar. Y murió mi padre. Yo estaba en el vientre de ella. No había nacido… y ya, nací y fui sacerdote.
Y le pregunté:
- ¿Estudió en Roma más tarde?
Y dice:
- No, estudié en Alemania teología con Höffner, el Cardenal Höffner, de Colonia, y, ya ve, los dos hemos sido Cardenales al mismo tiempo, el profesor y el discípulo.
Le dije:
- Oiga, acaso el que usted sea hoy Cardenal de la Iglesia aquí sea un premio al abuelo mártir.
Y dijo:
- Puede ser. (¡Tan tranquilo!)
Era emocionante escuchar a aquel asiático hablar así de la espiritualidad española, de San Ignacio, etcétera.
Como al día siguiente, cuando nos estábamos quitando los ornamentos después de la Misa concelebrada con el Papa. Alguien se me acerca y me tira de la sotana. Me vuelvo y era el Cardenal Primado de Manila, que me dice:
- Oiga, usted, Cardenal Primado de Toledo: que al año que viene le espero.
- ¿Por qué?
- Porque celebramos el cuatrocientos aniversario de la erección de la diócesis de Manila, y sin España, en Filipinas, no habría Iglesia.
Son espléndidas todas estas manifestaciones que, aunque anecdóticas, yo las enlazaba con todo ese conjunto de hechos que habíamos vivido, con un sentido de amor a la Iglesia y de ofrecimiento del Papa elegido que, además, se presentaba con aquellas características tan dignas de aprecio como eran las del Papa Luciani para continuar con su tarea evangelizadora. Se podía esperar mucho de este Papa. No sólo la sonrisa humilde. Ha sido una calumnia que enseguida empezaron a lanzar algunos medios de comunicación diciendo que no era un hombre de gran cultura. No la necesitaba. Tenía una cultura teológica más que suficiente, una experiencia pastoral muy directa; y, sobre todo, unas grandes virtudes sobrenaturales para dirigir la Iglesia en este momento.
Y eso que se ha dicho de que le asustó la Curia Romana, no tiene fundamento. Él no la conocía con detalle, porque no había tenido ocasión de conocerla, y dijo aquella frase sencilla de que “lo primero que he tenido que hacer es coger el Anuario Pontificio para enterarme de lo que es esta máquina”. Pero esto no significa nada. En muy poco tiempo se hubiera puesto al tanto de lo que es la Curia Romana. Lo que ocurre es que este hombre estaba enfermo. Para la tarea normal que desempeñaba en Venecia, su enfermedad no era tan agobiante como para poder decir que su salud corría peligro. Ahora, le viene de golpe todo el peso del gobierno universal de la Iglesia y, naturalmente, se preocupa en su interior mucho. Y esto le pesa. A algunas comunidades de religiosas españolas en Roma les he oído decir que, a lo largo del mes de su pontificado, advirtieron cómo la voz del Papa se iba debilitando. Y el último día que habló Juan Pablo I habían comentado: parece que tiene mucha fatiga, y su voz, más tenue, se oía peor. Era un hombre débil. Esto ha sido todo. Y murió así.
La elección de Juan Pablo II #
Y otra vez a Roma. Ahora las Congregaciones Generales fueron menos; y ya tampoco hubo necesidad de hacer una exposición de los problemas de la Iglesia, porque era muy reciente la que se nos había hecho. De manera que se dedicaron aquellos días a despachar pequeños asuntos, tal como lo previene la Constitución sobre la elección del Romano Pontífice, promulgada por Pablo VI. Sobre todo, dos o tres días se dedicaron a hablar de la muerte de Juan Pablo I frente a la avalancha de comentarios que se habían producido en la prensa, queriendo dar misteriosidad extraña al hecho normal de aquel fallecimiento inesperado, pero explicable cuando fueron conociéndose detalles de su constitución física. Con todo, ha sido una campaña atroz, calumniosa.
Entonces se da a conocer aquella carta firmada por sesenta Cardenales, dirigida al Cardenal Camarlengo, que es el que había actuado a la hora de la muerte del Pontífice. Como es obligación suya, nos explicó, con toda clase de detalles, lo que pudo constatarse claramente: muerte repentina, normalidad en el cadáver, rostro sereno y plácido.
Enseguida el deseo de que el cuerpo fuera expuesto a la veneración de los fieles. Y ni pensaron en la autopsia, porque, aunque no la prohíbe expresamente la legislación sobre el tema, de otras expresiones que aparecen en ella sobre el respeto debido al cadáver del Papa, se deducía claramente que el Cardenal Camarlengo no tenía facultades para decidir que la autopsia se realizara. Y como eso se deducía fácilmente, ni el primer día llegó hasta ellos el eco de esas noticias calumniosas, que empezaron a darse al día siguiente, actuaron con toda normalidad: y el cadáver fue expuesto inmediatamente. Luego el Cardenal Camarlengo y sus colaboradores hubieron de sufrir toda esa mordedura tremenda de periódicos y de grupos periodísticos de intención malsana, que han querido cubrir de sombra el episodio.
Todo esto se discutió mucho en las Congregaciones, y se habló de nuevo con los médicos, y se trató de si dar un nuevo comunicado o si llamar a los periodistas. Pero se optó por no dar comunicación nueva alguna y repetir lo que los médicos habían dicho y no hacer caso a los periódicos hasta que pasara la avalancha.
Así entramos en el cónclave por segunda vez, ya con más experiencia de todo, pero con un poco más de preocupación; simplemente no se veía con tanta facilidad la solución como se había visto en el cónclave anterior. Sin embargo, no duró más que dos días, lo cual también indica que fue fácil. Que ciento once señores Cardenales del mundo entero, en una segunda elección, no estén allí más que dos días, evidentemente impide hablar de un cónclave conflictivo. Se resolvió todo facilísimamente. Pero, y en esto no falto al secreto, aunque la inmensa mayoría entráramos con la íntima convicción de que seguía siendo conveniente un Papa italiano, pronto se vio que, ahora, no iba a ser fácil. Transcurre el primer día: dos votaciones por la mañana y dos por la tarde, sin éxito. Todo se concentraba en torno a muy pocos elegibles. Y en esa noche, la del día primero del cónclave, hubo conversaciones informales. No en plan de llegar a pactos o compromisos, sino en plan de conversaciones exploratorias.
Al día siguiente, segundo del cónclave, empiezan las votaciones de la mañana y, en la segunda, se ve ya cómo van convergiendo los votos sobre un nombre determinado: Wojtyla. Vamos por la tarde a la sesión, que empezaba a las cuatro y media, con las formalidades de rigor, las oraciones, el juramento individual repetido, la papeleta en la mano, el cáliz en que se deposita. Cuando entramos en la segunda votación se vio que la cosa estaba resuelta. Y que fruto de lo que habíamos visto y habíamos hablado la noche precedente, se percibía también la convicción de que tenía un valor religioso resolver el problema rápidamente; en efecto, se estimaba que dar una impresión real de unidad era hoy una fuerza religiosa extraordinaria para la Iglesia.
Recuerdo muy bien la imagen del Cardenal Wojtyla, enfrente de donde yo estaba sentado. Tenía junto a mí al francés Guyot, de Toulouse; al italiano Pappalardo, de Sicilia, y a Poletti, el Vicario de Roma, y veíamos enfrente a Wojtyla. Y cuando ya los números, según se van cantando los votos, se centraban con abrumadora reincidencia en el Cardenal Wojtyla pudimos observar cómo él estaba inclinado sobre sus papeles; ya no levantaba la cabeza, solamente escribía algo, pero muy rápidamente, y dejaba el bolígrafo. Todavía salía algún voto suelto. Lo decisivo era llegar al voto setenta y cinco.
Setenta, setenta y uno, setenta y dos… Un silencio sepulcral, emocionado, llenaba aquella imponente Capilla Sixtina. Por fin, suena el número anhelado: ¡setenta y cinco!
Nos había advertido el Cardenal Camarlengo, por si acaso había aplausos, el ruego de que fueran débiles, para que el ruido no se oyera a través de las ventanas de la Sixtina. Y aplaudimos todos.
Terminado el escrutinio, se acercan al elegido los tres Cardenales más antiguos y los Ceremonieros para pedirle su aceptación y preguntarle qué nombre quiere imponerse. Es el momento de la verdad. Todos nos ponemos en pie. Él también. Se hacen las preguntas de rigor. Entonces se vio qué es lo que había escrito. Temiendo, sin duda, que la emoción iba a hacerle imposible la respuesta, pergeñó unas palabras. Las recuerdo muy bien; se me quedaron grabadas. Mirando el papel empezó: In obedientiam fidei erga Christum meum, in fiducia erga Christi et Ecclesiae Matrem –non obstantibus tantis difficultatibus– munus assumo.
Y un fuerte, largo y sentido aplauso de todos. Enseguida le ponen la sotana blanca y se canta el Te Deum. Y aquí un gesto conmovedor del nuevo Papa, digno de la historia heroica de la Iglesia primitiva. Le habían puesto un pequeño trono donde él se sentó e íbamos acercándonos a prestarle la primera Obediencia, por el Orden a que pertenecemos.
Comenzaron a pasar los Cardenales Obispos, uno de los cuales es Wyszynski, el viejo y heroico Primado de Polonia. Wojtyla estaba sentado e iba recibiendo, lleno de emoción, a todos, yo creo que casi sin darse cuenta, al menos en aquellos momentos iniciales de quién era cada uno. Cuando le corresponde, llega Wyszynski. El Papa, que se mantenía en la postura que había adoptado, levanta un poco la cabeza y reconoce al que se acerca. Entonces se levanta, baja las gradas para impedir que el Cardenal las suba y se abrazan los dos estrechamente, la cabeza del uno sobre los brazos del otro, llorando ambos. Se les veía sollozar. Al separarse, alguien dio la mano al Cardenal para llevarle a su sitio; su rostro estaba cubierto de lágrimas. Y uno pensaba, inevitablemente: aquí este hombre, el viejo Cardenal, noble luchador, ahora volverá solo a Polonia a seguir su lucha bajo un régimen y unas circunstancias que coartan las libertades, dejando en Roma a su gran colaborador, Wojtyla; con una pena honda, pero al mismo tiempo con la alegría enorme de haber dado un hijo de Polonia a la Iglesia como Papa. Era una escena tremendamente emocionante.
Aquella noche hablé un ratito con el Cardenal König, de Austria, que conoce muy bien el Este. Y le pregunté: “¿Qué piensa usted de esto?”. Me contestó: “Mire usted, yo no puedo opinar con tanta competencia como el propio Wyszynski, pero él es el que me ha dicho que se abre una etapa nueva en las relaciones de la Iglesia con el mundo del Este, que ahora va a poderse hacer algo que permita un poco más de libertad a la Iglesia”. ¡Un poco más! “¿Y cómo ve usted a los gobiernos comunistas de ese bloque? ¿Están muy unidos entre sí?”. Y me responde: “No; lo están porque siguen dominados. Esos pueblos, si se les dejara en libertad, todos ellos sacudirían el yugo, y particularmente Polonia”. Y añadió König: “Con Polonia no pueden; es tal el sentido católico de la familia en Polonia que se estrellan contra ellos, y se dan casos como este, que ya he contado muchas veces, y que me refirieron en Varsovia. En uno de mis viajes se comentaba que, recientemente, estaban en el andén de la estación para tomar un tren, un ministro del gobierno polaco con su hijita. Paseaban un poco. Y vieron que a la niña se le caía de debajo del brazo una candela, una vela. La niña, apresuradamente la recogió y la guardó. Luego se supo que era el ministro X del gobierno que llevaba a su hijita muy lejos de Varsovia para hacer la primera comunión. Eso, un ministro comunista. La fuerza de la familia en Polonia es tal que, hoy por hoy, no pueden desmoronarla”.
Estos datos me hicieron a mí recordar algo sumamente revelador. El segundo año de Concilio, el 64, el Cardenal Wyszinski, con su firma y la de todos los obispos polacos que había en el Concilio, entre ellos Wojtyla, que entonces no era Cardenal, nos entregaron un día a todos los obispos del Concilio un gran sobre, dentro del cual había una estampa grande de la Virgen de Czestochowa. Celebraban ellos en Polonia no sé qué centenario o acontecimiento, y querían regalar a todos los obispos esa estampa de la Virgen para que algún día pudiéramos rezar ante ella una Ave María por Polonia. Pero, además, venía otro sobre, y en él una carta que decía: “Dentro del sobre van dos formas grandes, dos, por si alguna se rompe, para que los que queráis, podáis celebrar una Misa también por Polonia. Y esas formas están hechas con harina de trigo recogido en campos regados con sangre de mártires”. Esto en el Concilio. El Episcopado polaco había tenido ese detalle que revela una tremenda fe, que es otra de las características que me parecen marcan la figura del nuevo Papa. Hombre intelectual, de gran doctrina, muy pastoral, pero muy piadoso que, además, sabe expresar piadosamente su fe.
En fin, hombres muy entregados, con mucho conocimiento de la realidad y que, claro, conmueven por el testimonio de una vida como la que ellos nos han ofrecido. Y así se explica que hayamos salido de aquel segundo cónclave contentos igualmente, aunque todavía con la pena que supone el recuerdo de aquel Papa tan santo que era Juan Pablo I; pero viendo la providencia de Dios en todos estos acontecimientos. Si entraba en sus planes que hubiera un Papa no italiano y precisamente polaco, la transición de Pablo VI a Juan Pablo II hubiera sido demasiado brusca. Quizá el Señor ha querido ese paréntesis para que Juan Pablo I iniciara un nuevo camino. Luego, el Espíritu ha actuado sobre el Colegio Cardenalicio y le ha hecho ver el estilo que parece eficaz para la evangelización del mundo actual, y la persona que reúne en sí cualidades espléndidas para realizar hoy esa evangelización.
Lecciones #
Claro que yo aquí hablo porque no puedo hablar de otro modo, con mi conciencia de Obispo de la Iglesia que siente profundamente su fe y procura vivirla. Pues bien, puedo decirles que esta experiencia de los dos cónclaves, y más contrastada por lo que sabemos de la historia y de tantas situaciones enojosas y aun tristes de la Iglesia, ha sido una experiencia reconfortante, magnífica desde todos los puntos de vista.
La universalidad de la Iglesia: este es un fenómeno que llama la atención, el que pueda sostenerse así, nada más que con la fuerza del Espíritu. Había Cardenales de las islas del Pacífico, de Australia. Yo tenía junto a mi habitación al Cardenal de Filadelfia (que, por cierto, es polaco emigrado a los Estados Unidos) y el de las islas Samoa. Luego el de Buenos Aires, y el de Puerto Rico, y el de Lyon. Esta es una universalidad sin otra fuerza más que la del Espíritu. ¡Que podamos entendernos así es una lección espléndida! Sin apasionamientos, sin sectarismos de nacionalidades, de ideologías, nada…
Luego, la unidad sentida como valor religioso. Y el hecho de que se haya recibido a un Papa no italiano con esa tranquila naturalidad con la que se le recibió. No se ha manifestado nada que pudiera significar el más mínimo resentimiento por haber perdido algo que, efectivamente, es motivo legítimo para enorgullecer a un pueblo. No se ha advertido nada. Con toda naturalidad han comentado lo acaecido. Me decía el Cardenal Pappalardo, el de Sicilia: “Nuestra gente, fuera de algunos pequeños grupos, está preparada para esto. Más tarde o más temprano tenía que producirse”.
¿Qué podemos esperar? Yo no espero de este Papa ninguna cruzada contra el comunismo. Ni tampoco una lucha espectacular en defensa de la fe de la Iglesia. Más bien creo que de lo que se trata es de fortalecer la Iglesia interiormente, y de hacerla vivir, en todos sus diversos estamentos, con la virtualidad que encierra la condición episcopal, sacerdotal y laical, una fe muy honda, una expresión muy auténtica de la misma. Y eso, desde dentro. Entonces podrá la Iglesia ser una fuerza que haga saltar muchas cosas. Por lo pronto, al principio de su pontificado, en Asís, el Papa ha dicho: “Ya no estará callada la Iglesia del silencio, porque ahora habla a través del Papa”. No va a haber desafíos. Pero va a haber una fuerza que actuará dentro de ese mundo y que quizá salve lo salvable de ese mundo en el orden social y económico. El problema de la justicia social está en curso de desarrollo; el mundo camina en ese sentido; pasarán años todavía, pero estas masas que viven hoy en el subdesarrollo y en unas condiciones infrahumanas están en camino de lograr también que esta justicia social se convierta en realidad. Pero creo que el problema con el que se enfrenta la Iglesia hoy, de cara al hombre, no es éste de las situaciones políticas o de las situaciones humanas de justicia social. Es otro. Es la manipulación del hombre. No meramente ideológica. Es eso que leía yo en una revista italiana estos días, que se puede expresar en esta pregunta: ¿Qué puede hacer el hombre por el hombre? Y esta pregunta es positiva: luchar para que desaparezcan el hambre, las guerras; para que la cultura se extienda; para que los hombres participen en la gestión política en orden al bien común. Puede hacer mucho el hombre por el hombre. Pero hay otra pregunta: ¿Qué puede hacer el hombre del hombre? Este es el problema. La manipulación moral, lo mismo en Occidente que en Oriente. Porque, claro, apuntamos como un peligro para la Iglesia el marxismo, pero en los países materialistas de Occidente, la manipulación del hombre y la pérdida de la libertad interior, como consecuencia de filosofías animalizantes y de esclavizaciones de los sentidos, es igualmente trágica.
De ahí viene, creo yo, la misión del Papa y de la Iglesia hoy. Fortalecer la dimensión humana, espiritual del hombre; hacer que la persona humana se sienta algo más que rueda de una máquina, que es lo que parece se va sintiendo cada vez más.
Este hombre, el Papa Wojtyla, es filósofo, ha cultivado la ética personalmente. Don Ángel González Álvarez ha tratado con él en Congresos de Filosofía, y le conoce; yo he leído algunos escritos suyos, antes del Cónclave. Es teólogo también. Es muy pastoral. Es muy valiente y al mismo tiempo tiene la prudencia que le han enseñado los avisos que ha recibido de la vida y de la persecución. Por consiguiente, está en unas condiciones ideales, a mi juicio, para hacer una gran labor de altura en la Iglesia. Se preocupará también de la disciplina interna de la Iglesia, ya lo he dicho, y de que el Concilio Vaticano II sea bien interpretado, que ha sido el drama que hemos vivido en estos años de Pablo VI, como él mismo lo decía en ese discurso que he citado. Ese discurso lo hemos tenido presente todos los Cardenales, y particularmente los Prefectos de las Congregaciones Romanas, en sus informes. Si hemos acertado, más o menos, el tiempo lo dirá; pero hemos tratado muy conscientemente de cumplir con nuestro gravísimo y trascendental deber de electores del Sumo Pontífice, impetrando en un intenso ambiente de oración las luces del Espíritu, reavivando nuestro amor a Jesucristo y a su Iglesia, buscando sincerísimamente el verdadero bien de los hombres y del mundo entero.