- Introducción
- Sentido de lo esencial y permanente en la vida y en la historia de España
- Valores religiosos que se han vivido, a lo largo de los siglos, en la Iglesia de España
- Renovación incesante; no abdicación suicida
- Conclusión: ¡Rectifiquemos lo que haya que rectificar,pero no rechacemos esa herencia!
Lección pronunciada en la inauguración de la XI Semana de Teología Espiritual, en Toledo, el 4 de julio de 1983. Texto publicado en el volumen Mensaje espiritual de Juan Pablo II a España, CETE, Madrid 1983, 15-32.
Introducción #
A la luz de los hechos históricos #
Coinciden dos grandes hechos de singular importancia para la Iglesia de Cristo en España, en esta IX Semana de Teología Espiritual: el Mensaje apostólico del Papa Juan Pablo II, en el pasado mes de noviembre, que vamos a estudiar; y el Año Santo de la Redención, que estamos celebrando. Para nosotros, hijos de la Iglesia católica, son dos hechos de vital importancia. Vital, porque vienen directamente a fortalecer nuestra vida cristiana con la realización del Reino de Dios en cada uno de nosotros y en las comunidades de que formamos parte. Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en los cielos, pedimos los cristianos desde que empezamos a hablar.
El Reino de Dios es el anuncio central del Evangelio. El Reino de Dios significa que a Él hemos de consagrar nuestra vida, nuestra voluntad, nuestro corazón. El Reino de Dios está a las puertas de cada uno de nosotros.
¡Abrid las puertas a Cristo!, dijo el Papa al comienzo de su Pontificado. ¡Abrid las puertas a Cristo!, fue también el mensaje de esperanza que nos trajo en su visita.
Cristo llama a los hombres a aceptar lo que realmente da sentido a la vida. Nos sumerge en lo eterno, nos desprende de lo accidental, de lo trivial, de las falsas promesas de felicidad, de las seudoautoridades que pontifican sobre lo divino y lo humano, del juicio de los poderosos de la tierra. Nos hace sentir lo que es el bien, la paz interior, la bondad, la buena intención, la felicidad que colma, la alegría interna, el amor que despierta lo mejor que cada uno tiene. Nos da el sentido de lo esencial. Porque lo cristiano es Él mismo, lo que a través de Él nos llega a los hombres. Todo lo que Él es, habla, hace, es revelación del Dios verdadero y orientación para la vida humana en general y para la vida de cada uno de nosotros.
El cristiano no puede vivir en un clima morboso de disgusto, de impugnación continua, de desconfianza, de contestación. Ha de tener valentía para deducir las respuestas que nuestro tiempo pide de la gran tradición con que cuenta, de la gozosa confianza católica en la inteligencia, de su visión espléndida de la vocación humana. Amar a la humanidad sin hacer de ella un ídolo. Mostrar adhesión firme a la fe, amor a la contemplación, obediencia a la Iglesia.
«Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes».
»¡Gracias, Iglesia de España, por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo! Esa historia, a pesar de las lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estimulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro»1.
A la luz de estos dos hechos, la visita de Juan Pablo II y el Año Santo de la Redención, vamos a vivir nuestra anual Semana de Teología. Y como siempre en clima de oración, de estudio serio, de diálogo profundo, como hombres y mujeres de Iglesia que aman su pasado y quieren brindar su esfuerzo honrado para seguir caminando. Hombres y mujeres de Iglesia que veneran y exploran su tradición. No para rendirle un culto melancólico, o refugiarse en los claustros de una antigüedad que podamos amasar a nuestro gusto. Menos, para condenar a la Iglesia de nuestro tiempo. Cristo está siempre con su Iglesia, ayer y hoy, y estará hasta el fin de los siglos para continuar su vida, no para volver a empezarla. La Iglesia no pertenece más al pasado que al presente, o al futuro. Es una fuente de agua viva permanente que salta hasta la vida eterna. La Iglesia declara la revelación divina por la fuerza interior del Espíritu Santo que le ha sido dada. El estudio de la Sagrada Escritura siempre será el alma de la verdadera teología, que supone fidelidad absoluta al Magisterio para conservar el contacto íntimo con la Tradición de la Iglesia, alentada por el mismo Espíritu. Y lo que se busca con este contacto es algo muy distinto al simple fruto de un trabajo científico. Porque todo saber, para ser tal, tiene mucho de fuerza vital. Nunca se llegará a tener ni siquiera una verdadera cultura eclesiástica sin un trato amoroso con los que con toda justicia se pueden llamar «clásicos» de la fe. En ellos se busca a los hombres verdaderamente espirituales. Y por eso hay que entrar en contacto con los que han vivido, trabajado, pensado y sufrido por Cristo. Así se va penetrando uno del espíritu católico. Y se llega al entusiasmo de un Cardenal Newman, cuando siendo todavía anglicano descubrió la verdadera Iglesia al descubrir la Iglesia de los Padres.
Sentido de lo esencial y permanente en la vida y en la historia de España #
Siempre se ha dicho que los españoles tenemos un particular sentido de lo esencial, y así lo proclama nuestro arte, nuestra literatura y nuestro estilo de vida. Ya el estoicismo cambia de nombre en España y se llama Senequismo, porque es un ethos propio en el modo de pensar y sentir, de captar y expresar lo profundo y lo permanente de la vida. Desde los balbuceos de nuestra literatura aparece el realismo en el pensamiento sobre la vida y la muerte, la inclinación a lo que tiene valor, el afán de devolver constantemente al amor humano su destino radical. Hasta nuestros pícaros moralizan. Y lo mismo se canta en el lenguaje de Góngora o de Quevedo que en el de generaciones literarias próximas a nosotros. Es el eje diamantino del que habla Ganivet, que engarza todo lo que es la vida humana. Hay momentos cumbres en los que estalla esta rica vena, como en los Autos Sacramentales de Calderón, o en sus dramas filosóficos. Todo el pueblo siente y vive lo que escriben sus literatos, o esculpen sus imagineros, o representan sus pintores. Y cuando ya los hombres tenemos conciencia de «generación», de «hombres de una época», las generaciones se aglutinan en torno a una autocentralidad que viene distinguiéndose por la profundidad en el sentido de la vida y de la muerte. Todo lo cual se pone de relieve vigorosamente en la expresión que alcanza lo religioso en la historia de España. También aquí ha habido siempre sentido de lo esencial. Y ello explica mucho de nuestras luchas, nuestras intransigencias, nuestras torpezas, en el campo del comportamiento y de la política, cuando han tenido que ver con lo religioso. Por esa radicalidad hemos entendido literalmente, en muchas ocasiones y más que otros pueblos, el deber de reñir las batallas de la fe.
Herencia más que mera tradición #
La herencia católica de España ha sido una fe transmitida y vivida por el pueblo, en medio de gozos y dificultades sin cuento, porque desde hace muchos siglos han abundado en esta tierra los catequistas, los misioneros, los teólogos y los santos. Y con ellos, los pastores de la grey, obispos, sacerdotes, comunidades religiosas de hombres y mujeres, que cubrieron todos los campos del apostolado, o llenaron el suelo español de monasterios de vida contemplativa para adorar a Dios infinitamente santo, conscientes de que el cristianismo no se vive del todo cuando falta esta dimensión de la entrega total y silenciosa en la oración y la penitencia por amor, señales infalibles del Reino de Dios que predicó Jesucristo.
Más que los monumentos, la literatura, la teología, las instituciones religiosas y civiles, con ser y significar tanto en la historia de España, aparece el alma del pueblo, de los grandes y los pequeños, marcada en el pensar y en el sentir por una actitud fundamental de deseo de coherencia y obsequio a la fe predicada aquí desde los tiempos más remotos. Todo eso, los monumentos y las instituciones, son la expresión externa y visible, y a veces también causa inductora de la cultura y civilización que se iba desarrollando. Pero la fuerza creadora y el valor de la herencia estaba en la entraña misma del pueblo, que creía y esperaba en las promesas de Jesucristo, Hijo de Dios. Esto es lo que, juntamente con otros, proclamaba entusiásticamente Ramiro de Maeztu en su Defensa de la Hispanidad, al examinar precisamente este tema:
«El pueblo se sentía comprometido con una herencia y llamado a defenderla. Porque la vivía como algo suyo, no como un bien determinado que pasa de unas manos a otras, como pasa una catedral, un libro, o incluso un código. La herencia es mucho más que la tradición. Se lleva en la sangre y en el espíritu, se ama o se aborrece, se estima· como algo propio y de hoy, igualmente válido que ayer, aunque vivido como haya que vivirlo hoy».
El poeta Prudencia, de quien dice Menéndez Pelayo que es «el poeta lírico más inspirado después de Horacio y antes del Dante», pudo componer obras inmortales como el libro de Las Coronas. Eso es el monumento. Pero es porque antes existieron los mártires, a quienes él cantaba. Y así pudo escribir:
«Cuando Dios, blandiendo su fulminante diestra, apoyado en una nube, venga resplandeciente a pesar a las gentes en su justa balanza, le saldrán al encuentro en medio de todo el orbe, con la cabeza erguida, las ciudades, llevando en canastillos sus preciosos dones… Córdoba dará a Acisclo y a Zoilo, y a las tres coronas (Fausto, Jenaro y Marcial). Tú, Tarragona, ofrecerás a Cristo una diadema bellísima con tres perlas engarzadas sutilmente por Fructuoso. La pequeña, pero rica Gerona, expondrá los santos miembros de Félix; nuestra Calahorra llevará a los que nosotros veneramos (Emeterio y Celedonio); la esclarecida Barcelona se levantará alegre con Cucufate…; Mérida, cabeza de los lusitanos, extenderá ante el ara las cenizas de su niña (Eulalia); Alcalá pondrá a los pies del juez las urnas llenas de sangre de Justo y Pastor; Tánger introducirá a Casiano. Cada una de estas ciudades no podrá dar más de uno, dos, tres, o, a lo más, cinco mártires; pero tú, ¡oh Zaragoza!, tan amante de Cristo, que tienes las cumbres coronadas de olivos, tú te levantarás con tus dieciocho santos… Póstrate, ciudad generosa en santos; póstrate conmigo ante los sepulcros para que el día de la resurrección puedas seguirlos a la gloria».
«De otros no habla Prudencio, pero ahí están: los santos Vicente, Sabina y Cristeta, de Ávila; Leocadia, de Toledo; Justa y Rufina, vendedoras de cerámica popular, en Sevilla; Ciriaco y Paula, Marcelo, Facundo y Primitivo… La lista se abre con un anciano, Fructuoso, y se cierra con una niña de doce años, Eulalia de Mérida»2.
En la España visigoda aparecen la nueva Monarquía, los Concilios de Toledo, la unidad católica, las obras de San Isidoro, San Leandro, San Ildefonso, San Braulio y tantos otros. Ese es el monumento. Pero con ellos estaba el pueblo hispano-romano, que había mantenido viva su fe y suscitaba con su piedad y su liturgia la admiración de los godos arrianos.
Y así en los siglos posteriores, en los que nunca faltaron ni los testimonios insignes, a pesar de las tremendas crisis de todo género, ni los comportamientos religiosos del pueblo, que seguían transmitiendo corrientes de vida cristiana por todos los campos y ciudades de la Península. La invasión musulmana dio origen a una lucha heroica, la de la Reconquista, tan dura y tan tenaz, y tan sostenida por la fe en que los españoles creían y querían conservar, de lo que aquí en Toledo tenemos la venerable reliquia de los mozárabes.
En los siglos XVI y XVII, el esplendor. Toda España es el monumento visible de la fe católica heredada, servida y difundida por el mundo, el recién descubierto y el de los países europeos, e incluso el asiático (Filipinas), y los planes para extenderla por el Norte de África. Pero seguía siendo el pueblo, cálido y abigarrado, el que sintonizaba con sus reyes y sus capitanes, con sus literatos y sus místicos, con sus misioneros y sus frailes, para lanzarse a toda empresa evangelizadora.
La herencia, que venía de tan lejos, daba ahora sus frutos más espléndidos.
Siguió dándolos más tarde, aunque ya más discontinuos y mezclados con las alteraciones que sufrieron las naciones de Europa y la misma Iglesia, como consecuencia de las revoluciones en el mundo del pensamiento, del desarrollo industrial y político, de la aparición de la burguesía y el proletariado más tarde, cambios sociales de enorme repercusión en las instituciones y en las conciencias.
En los siglos XIX y primer tercio del XX, se fundan en España setenta y ocho congregaciones religiosas nuevas, dedicadas principalmente a la enseñanza, la catequesis, la predicación y la beneficencia; y la Iglesia, ya empobrecida, siguió siendo la principal promotora de la cultura y elevación del pueblo, a pesar del laicismo agresivo y persecutorio.
A principios del siglo XX existían en España 597 comunidades masculinas, y de ellas, 294 dedicadas a la enseñanza. Y 2.656 femeninas, de las que 910 estaban asimismo dedicadas a la enseñanza, y 1.029 a la beneficencia. Esto, a principios del siglo XX. ¿Quién trataba entonces de elevar el nivel del pueblo sino estas congregaciones religiosas, a las que ahora se intenta, por parte de algunos, impedir su misión de educar y enseñar?
Muchos de los fundadores de estas congregaciones y movimientos de apostolado han sido declarados Santos por la Iglesia, hombres y mujeres del siglo XIX tan grandes como los del siglo XVI; y cerca de cuatrocientos de esta época distinguidos como Venerables y Siervos de Dios.
Nada de esto se improvisa. Es, por el contrario, el resultado de una herencia espiritual bien administrada, que no se enterró cobardemente por temor a las exigencias de un dueño intemperante, sino que se cultivó con amor y perseverancia ejemplares.
Ya en nuestro siglo, en una España políticamente sin pulso y socialmente sumida en las divisiones y los odios, nos encontramos con la más dolorosa de las guerras modernas por haber sido entre hermanos. Pero también están nuestros mártires. No se improvisa tanto heroísmo. Fueron ellos fruto heredado de una fe que, alimentada por nuestras madres y nuestra Iglesia, les hizo dar un testimonio conmovedor que ahora cantaría un poeta francés, Paul Claudel, como antaño lo hiciera, a los primeros, Aurelio Prudencio. Esperamos que algún día llegue para ellos el reconocimiento de la Iglesia, como antaño fue ofrecido a los de aquellos siglos remotos.
Terminada nuestra guerra, nos tocó vivir un largo período de reconstrucción nacional bajo un régimen político de singulares características, que algún día será estudiado sin el apasionamiento con que hoy se escribe y se habla del mismo. Los fallos que se dieron no autorizan a esas impugnaciones continuas, generalizadas y frecuentemente injustas, entre otras razones porque se olvidan los antecedentes que están en el origen de muchos comportamientos.
Lo que sí afirmo es que, una vez más, el pueblo católico de España vivió con gozo, después de nuestra guerra, la herencia secular de su fe. Se produjo una explosión impresionante de religiosidad pública y privada, abundaron las vocaciones sacerdotales y religiosas en número insospechado, se erigieron instituciones apostólicas innumerables, surgieron por todas partes hombres y mujeres excepcionales, clérigos y seglares, que realizaron un trabajo de evangelización y predicación de la palabra de Dios difícilmente superable. Con defectos de metodología pastoral muy explicables, pero con un amor inmenso al contenido de la fe, tal como la Iglesia lo proponía, y al pueblo cuya conciencia cristiana se quería cultivar. Una vez más, se hizo patente la fecundidad de esa fe católica en todas las zonas de España. Dejemos a un lado las discusiones sobre el nacional-catolicismo, alentado por muchos sectores eclesiásticos que después lo impugnaron, y que no fue privativo de esa época, sino secular manifestación de la anterior monarquía española.
So pena de cometer una tremenda injusticia histórica, no se puede negar que el pueblo español de esa época siguió siendo fiel a la herencia recibida. Por debajo y en la raíz de muchas manifestaciones externas de la fe, que tampoco son despreciables, porque forman parte de la religiosidad popular, están las grandes convicciones que son el fundamento de las mismas, y que lo fueron también en los años de que hablo.
Valores religiosos que se han vivido, a lo largo de los siglos, en la Iglesia de España #
En primer lugar, la Eucaristía. Todos sabemos que el corazón de la Iglesia es la Eucaristía. Y así lo ha entendido siempre el pueblo español. España ha vivido profundamente de la Eucaristía como celebración del sacrificio de Cristo y como presencia continuada suya, La Misa, las visitas al Santísimo, la Adoración Nocturna, las asociaciones eucarísticas, todo esto pertenece al sentir de una familia tradicional española. La Eucaristía como unidad, como fuerza, como alimento, como vínculo de unión con el hermano, como vida de gracia, don de Dios. La Eucaristía como acción sagrada por excelencia, como pan de vida, por la que participamos de la vida de Cristo resucitado. Ese carácter privilegiado de la presencia del Señor que fundamenta el culto eucarístico, tan importante en la vida cotidiana.
Y el Sacramento de la Penitencia. Aquellas familias cristianas en que los padres se preocupaban, porque se lo exigía su deber de padres católicos, de llevar a sus hijos a confesar, y, ya mayores, preguntarles «si habían acudido a su acostumbrada confesión’’. Padres que lo vivían y hacían vivir a sus hijos. El Sacramento de la Penitencia, tema tan preferente en las catequesis del Papa. El Sacramento de la misericordia, de la revitalización personal. El anuncio del perdón de los pecados y de la nueva justicia del Dios que así ama y se acerca al hombre, constituye uno de los datos fundamentales de la predicación de Jesús. El Sacramento de la Penitencia presente en nuestra vida como una continua llamada a la conversión. La Eucaristía y la Penitencia, dimensiones esenciales de la Iglesia de Cristo, que han sido vividas profundamente en nuestra tierra.
Y el amor a María Santísima. «Tierra de María», llamó a España el Papa.
Y la vida cristiana familiar, en muchísimos casos, presidida por Cristo, por el Corazón de Jesús, por la Virgen, en alguna de sus advocaciones.
Y el sentimiento profundo de fidelidad a la Iglesia en la persona del Vicario de Cristo. El amor al Papa, sí, porque la Iglesia católica es mensajera y artífice de unidad. Defiende la verdad cuando pone como punto de referencia la Cátedra de Pedro. En un mundo en que las opiniones chocan entre sí, hay un punto de referencia que no puede engañar. Donde no hay jerarquía auténtica no se realiza la unidad; se tiene a sociólogos –no teólogos– por pequeños «papas”, cada uno de los cuales dogmatiza sobre la fe y las costumbres. La libertad está amenazada siempre que no hay posibilidad de apelar a una instancia superior frente a la presión de las modas, colectividades, violencias, intereses, ambiciones y egoísmos. El sentido de la catolicidad es el de la universalidad en la unidad. Ni adhesión mezquina y hasta morbosa al pasado, ni idolatría absurda de lo moderno, sólo por serlo. El cristianismo no puede adaptarse al espíritu del mundo.
No se puede afirmar, so pena de cometer una grave injusticia contra la historia, contra el pueblo y contra el esfuerzo apostólico de innumerables sacerdotes y comunidades religiosas de todos los tiempos, con sus obispos, misioneros, teólogos y santos, que nuestra herencia católica sea superficial y vacua, o que no merezca ser tenida en cuenta, estimada y amada para todo cuanto hayamos de hacer hoy, precisamente con vistas al futuro de la fe en nuestra patria española.
Porque no podemos limitarnos a hablar de la fe en la vida privada de las personas, muchas o pocas, cuando tantas razones justifican y exigen hablar de la fe de un pueblo. Con todas las precisiones y distingos que se quieran, y que es preciso hacer, pero también con toda la perspectiva que exige el reconocimiento de esa realidad, hay que reconocer que el hecho de que una gran porción de la familia de Dios, en España, comunitaria, socialmente identificada con su fe, haya sabido superar sus diferencias, es precisamente por cuanto esa fe ha servido para unir y después para reconciliar.
Son muchas las consecuencias pastorales que se derivan de que lo tengamos o no en cuenta. La principal de todas es ésta: si se prescinde de considerar al pueblo español como depositario de una herencia católica, se le priva del mayor bien que puede tener en este mundo como pueblo; y la Iglesia tendrá que replegarse con tranquila naturalidad, esto es lo más doloroso, a posiciones de retaguardia y catacumba, abandonando a los bautizados y a los que quieren recibir educación cristiana que, según estadísticas, superan el 90% de la población española.
De las enseñanzas del Papa no se desprende eso, sino todo lo contrario. El Santo Padre afirmó que:
1º Esa herencia está constituida por una historia admirable de fidelidad y de servicio a la Iglesia3;
2º debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo4;
3º una Iglesia que es capaz de ofrecer al mundo una historia como la nuestra, y la canonización –en un mismo día– de hijos tan singulares y universales como Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco Javier, con otros tantos antes y después, no ha podido agotar su riqueza espiritual y eclesial5;
4º nuestros teólogos, en tiempos difíciles para la cristiandad, se distinguieron por su fidelidad y creatividad, y supieron abrirse a la nueva cultura que estaba naciendo en Europa, lo cual es ejemplo de lo que hoy debe hacerse6;
5º una inmensa corriente vital ha brotado con generosidad en las tierras de España, y hecho fructificar la semilla evangélica en multitud de pueblos7;
6º nuestros intelectuales, escritores, humanistas, teólogos y juristas han dejado huellas en la cultura universal, y han servido a la Iglesia de manera eminente8;
7º que nuestros fieles de tiempos remotos, como los mozárabes de Toledo, dieron ejemplo heroico de fidelidad y servicio a la fe9;
– y nuestros catequistas y pedagogos han sabido exponerla con maestría10;
– como nuestros misioneros la han difundido por el mundo11;
– y como nuestros fundadores al estilo de Ignacio de Loyola pueden ser mirados con gozo y legítimo orgullo12,
8º En una palabra: la fe cristiana y católica constituye la identidad del pueblo español13,
– el pueblo que mora en estas tierras de España, con razón denominada «Tierra de María14«.
Es más. El Papa no se ha limitado a reconocer y estimar esa herencia. Nos ha hecho advertencias muy serias y reiteradas, siempre con gran delicadeza, sobre nuestros fallos y defectos; y nos ha llamado a una vigilancia activa y fervorosa, a una rectificación a tiempo de lo que debe ser corregido, a una entrega constante y sacrificada para que la evangelización de hoy, a la luz del Vaticano II, y con plena fidelidad al Magisterio de la Iglesia, sea actual, generosa y limpia.
Pero no trato de hablar de esto. Vosotros lo vais a hacer en las jornadas de esta Semana. No podemos adormecernos en el recuerdo de las glorias pasadas con desconocimiento de la situación actual y nuestra historia reciente. Ese pueblo del que hablo, portador de una herencia católica de la que no ha renegado, es también el de nuestra terrible guerra civil: ¿por qué?
Y el que da sus votos en proporciones tan altas a partidos políticos que en sus programas propugnan una nueva cultura que, directa o indirectamente, llevaría a la desaparición del sentido cristiano de la vida: ¿por qué?
Y el que en pocos años contempla con indiferencia la ruina progresiva del concepto y la realidad de la familia cristiana: ¿por qué?
Y el que, en los años del posconcilio, se siente aturdido por la avalancha de las más desatinadas reformas que se han querido introducir y de hecho se han introducido para evangelizar –dicen– al hombre de hoy: ¿por qué tanta virulencia, tanto enfrentamiento, tanta y tan desmesurada audacia para querer echar abajo, so pretexto de una acción más pastoral y mejor acomodada a los tiempos, los fundamentos de la creencia y la piedad, de la devoción y la unidad en la fe, del respeto y la adhesión a un Magisterio para el que siempre hubo entre nosotros una actitud de seguimiento fiel, que no impidió la sana creatividad?
¿Se debe todo esto, acaso, a nuestra violencia temperamental, a nuestro radicalismo extremo que impide la reflexión y la cordura?15
Renovación incesante; no abdicación suicida #
Una de las formas más frívolas de perversión moderna es presentar nuestra herencia católica como algo falto de autenticidad y carente de vigor para avanzar hacia el futuro. Se exaltan la duda y la negación ante esa herencia, como si fueran los criterios válidos para la renovación. Rechazarlo todo y empezar de nuevo; ésta es la tendencia de muchos. Lo cual es absurdo, incluso en las ciencias experimentales.
Tenemos que ir cada vez más a una conversión y a una vida penetradas de Cristo y, sin cerrar los ojos al hecho evidente de las diferencias, aplicarnos a ver la continuidad que es aún más real. Sin excluir de nuestro horizonte lo que es nuestra misma carne y sangre, nuestra propia historia, la riqueza de nuestra espiritualidad, el «haber» de nuestra Iglesia. Teniendo siempre a la vista la Iglesia universal, hemos de saber contemplar la nuestra, la de nuestros santos, la de tantos pastores, fundadores, hombres intelectuales, profesionales, padres y madres de familia, religiosos, vidas abnegadas entregadas al servicio de los miembros de la sociedad en que vivieron. ¿Estar al día significa desconocimiento de lo nuestro, de nuestra propia historia y vida? Se engañan rotundamente los que piensan así y desprecian el pasado. El fallo sólo está antes y ahora, en no ser verdaderamente cristianos.
Lo que se necesita siempre son hombres y mujeres, en la plenitud de su vida o en su ancianidad, jóvenes y niños, que vivan el gozo de su fe en salud y enfermedad, en la prosperidad y en las dificultades. La fe es la verdadera victoria sobre este mundo, y «mundo», en el sentido en que Cristo emplea esa palabra. Vivir con la certeza de que Cristo ilumina y renueva las cosas. En cada momento se ha de inventar el mundo del mañana, con confianza en la fuerza del testimonio de la vida, y con respeto a la realidad de los esfuerzos de los anteriores hermanos en la fe. Los hombres más modernos son los que preservan la sal de la corrupción, los que piensan en los deberes positivos que la Iglesia recuerda, los que tienen sentido de las realidades permanentes como lo sagrado de la vida y la fidelidad, los que creen y viven del amor de Dios como Padre, que da al hombre la capacidad para el señorío del mundo porque le ha confiado esa tarea.
Para el cristiano, el cambio tiene sus limites, porque tiene que tenerlos. Hay cosas que cambian, pero hay cosas que quedan. Progresan los instrumentos mediante los que avanzamos en la investigación y modificamos los condicionamientos. Nosotros disponemos de medios que no tenían los hombres de siglos anteriores. Pero el sentido de la vida humana sigue siendo el mismo, como el de la realidad del hecho de su redención. La acción redentora de Cristo, el Señor, su encarnación, pasión, muerte y resurrección, son realidades objetivas adquiridas para siempre, como para siempre se prolonga esta acción a través de su Iglesia. Para los hombres de los siglos anteriores, Cristo ha sido, como para nosotros, y lo será en el futuro, la piedra angular. No, no se puede impugnar todo: naturaleza humana, moral, dignidad del ser humano, revelación divina. No se puede impugnar de raíz la herencia del pasado, y hacer de la experiencia actual el punto de partida para un absoluto volver a empezar. Hay cristianos equivocados que tratan de introducir falsas ideologías dentro de la Iglesia. No se puede confundir la conversión con la caricatura que algunos proponen de dicha conversión. No hay unidad sino en la verdad. No se corrigen los errores de unos con errores de otros. Y es un enfrentamiento estéril este de progresistas e integristas. Ahí está el pueblo, que no admite que se trate despectivamente a la Iglesia, ni que se quiera minar desde dentro de ella la autoridad del Papa y de los obispos para sustituirla por la de unos seudoteólogos, o teólogos de pacotilla.
La unidad de la caridad está en la unidad de la fe y en la unidad de la autoridad. La unidad de la Iglesia, desde la unidad de la parroquia en torno a su cura, hasta la unidad de la Iglesia universal en torno al Papa. Se trata de nuestro pueblo católico de España, que, ante las circunstancias por las que atraviesa y el inminente peligro que corren la misma dignidad humana. la familia, el derecho a educar a los hijos en la fe en que han sido bautizados y confirmados, siente la necesidad de agruparse en unidad de amor y caridad a la misma sociedad en que vive. So pretexto de amar la vida, no se puede matar la vida. So pretexto de amor, no se puede desvirtuar la esencia del amor hecho de fidelidad, sacrificio, donación y fecundidad. So pretexto de promocionar al hombre, no es lícito renunciar a la adoración a Dios. So pretexto de profetismos caprichosos e individualistas, no se puede acabar con los Sacramentos, ni so pretexto de laicidad, acabar con el sacerdocio.
En el momento actual, en parte por la propia esterilidad a que llevan los reformismos insensatos y en parte también por el influjo clarificador de la visita del Papa, han perdido agresividad las manifestaciones externas de los últimos años. Pero, ¡no os engañéis!, sigue dándose otro fenómeno quizá más peligroso. Es el de la consolidación silenciosa de las actitudes: menosprecio del magisterio pontificio; obstinación en reiterar, aunque no sea tan clamorosamente como antes, las mismas afirmaciones destructoras del dogma y la moral; petulancia desdeñosa que les hace mirar con superioridad compasiva a los que no piensan como ellos; fomento de grupos y comunidades populares , a los que se inocula constantemente el veneno de la rebeldía contra la Iglesia institucional; y, sobre todo, atroz confusión en el campo político que favorece una invasión progresiva de las tesis marxistas o del ateísmo práctico en la vida pública y social. Todo lo cual contribuye al rechazo o al olvido de la herencia de que estoy hablando.
Urge, pues, el estudio de todo cuanto el Papa predicó en España y la atención a cuanto hizo para asimilarlo del mejor modo posible.
Conclusión: ¡Rectifiquemos lo que haya que rectificar,
pero no rechacemos esa herencia! #
Y termino. Esa herencia ha de ser reconocida con respeto y amor, valorada en sus justos términos, enriquecida con las nuevas aportaciones de nuestra conciencia católica, completada con las lecciones y la experiencia de la historia y del progreso humano en todos los campos.
Se ha acusado al catolicismo español de dos fallos gravísimos en su relación con la vida político-social de España: el de no haber sido capaz de impedir los enfrentamientos y divisiones en el pueblo español en los siglos XIX y XX; y el de su escasa preocupación social en esa misma época en que la revolución industrial iba dando origen a la aparición del proletariado, cuyas masas, poco a poco, se han ido apartando de la Iglesia hasta llegar a la trágica situación de hoy. He estudiado ese tema en algunas conferencias pronunciadas en el Club Siglo XXI y no voy a repetir lo que allí dije.
Admito la parte de responsabilidad que incumbe a la Iglesia, por desidia, por imprevisión, por torpeza o por equivocaciones apasionadas. Rectifiquémoslo, y sepamos obrar de otro modo. Lo que no admito es la acusación generalizada y discriminatoria, como si en otras naciones de Europa o América no hubiera habido imprevisiones, enfrentamientos y torpezas semejantes, o como si aquí no se hubieran realizado también esfuerzos nobilísimos, muchos, para tratar de evitar tales actitudes.
Y desde luego, lo que no puedo admitir es que, si hoy, vistas las cosas con más perspectiva, y sintiendo la Iglesia, con más urgencia que nunca, como misión suya la de luchar por la paz y la justicia en la tierra, por el progreso y la hermandad de los hombres, por el acercamiento de todos a un más fecundo diálogo intrarreligioso y social, haya que renunciar, para lograrlo, a una herencia de fe, de piedad y de esperanza, que contribuyó tan generosamente al bien personal, familiar y colectivo de la sociedad española, y que si no consiguió redimirnos de esos pecados a los que estoy aludiendo no fue por culpa suya, sino por la dureza del corazón de los hombres y las pasiones políticas desatadas como un vendaval que lo arrasa todo. Dios nos tenga de su mano para que en el intento de corregir una injusticia no cometamos otra. La injusticia consistiría en que, al rechazar esa herencia en lo que tiene de válida para el futuro –que es como la contemplamos aquí, ya que no nos fijamos en ella como si se tratase de un cuadro de museo–, contribuiríamos a crear una sociedad sin Dios y sin Cristo, en que las víctimas serían los hombres, nuestros hermanos españoles.
1 Juan Pablo II, a su llegada a Barajas el domingo 31 de octubre de 1982.
2 Véase Francisco Martín Hernández, España cristiana (BAC Popular 43), Madrid 1982, 8-9.
3 Juan Pablo II, discurso en Barajas.
4 Ibíd.
5 Juan Pablo II, discurso a los obispos.
6 Discurso en Salamanca.
7 Discurso a los religiosos.
8 Discurso en la Universidad de Madrid.
9 Discurso en Toledo.
10 Discurso en Granada.
11 Discurso en Javier.
12 Discurso en Loyola.
13 Discurso en Compostela.
14 Discurso en Zaragoza.
15 Véase el texto de las declaraciones del gran historiador Sánchez Albornoz, que reproduzco en la conferencia Cambio moral y ruptura histórica, infra, 476-477.