Comentario a las lecturas del Domingo de Resurrección. ABC, 7 de abril de 1996.
Como dice san Pablo, si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe. Pero ha resucitado. Y con Él, triunfador de la muerte, ha comenzado la “nueva creación”. Cristo vive. Cristo es real hoy, en nuestra vida. Nos da paz y esperanza. Por eso la liturgia estalla de gozo. Es el Domingo de Resurrección y ya siempre el domingo será el día del Señor. Día de la resurrección y de la proclamación de la vida.
En el libro de los Hechos aparece Pedro manifestándose como testigo y apóstol del Señor resucitado. ¿Quién da fuerza y elocuencia a este rudo pescador para hablar así? Afirma que él y otros han sido compañeros de Jesús de Nazaret, el Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, que pasó haciendo el bien. Sabe que tiene que dar testimonio de que Jesús es el Señor de la vida y de la historia. Se siente mensajero de la Buena Nueva. Anuncia que ellos han comido y bebido con Él después de resucitar, que les ha encargado predicar al pueblo, y que Dios le ha nombrado juez de vivos y muertos.
Así un día y otro día, predicando lo mismo, hablando sin cesar de Jesús, su Señor. Aquel hombre acobardado, que negó a Jesús en la noche triste de la Pasión, ha pasado a ser el evangelizador sin descanso, consciente de que se le ha dado una autoridad, más aún, una potestad, que le llevará hasta Roma, donde será capaz, inmolando su vida, de cambiar el corazón de los mismos Césares dueños del Imperio.
Todo empezó en el momento en que, acompañado de Juan, avisados por las mujeres, hallaron el sepulcro vacío y se llenaron para siempre de la experiencia de Cristo Resucitado. Días después, obedientes a la consigna dada por el mismo Jesús, reunidos en el cenáculo, recibieron la luz y el fuego de Pentecostés, que les marcó para siempre.
Las mujeres, María Magdalena y otras, cuando aún no había amanecido, fueron al sepulcro para ungir el cuerpo del Señor. Ya el Viernes Santo con sus manos llenas de ternura, habían volcado su cariño arreglando, limpiando y preparando el cuerpo muerto del Señor, lleno de sucio sudor, polvo y sangre.
Son valientes, decididas, sin temor a los soldados, ni a los judíos. Merecerían ser las primeras en recibir la gran noticia. Recibida la cual, María Magdalena vuelve rápida al lugar en que estaba Pedro y Juan para decirles que el Señor no está en el sepulcro. Ciertamente, para ella no existe nada fuera de Jesús: Él es el eje y el centro de su vida. Se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho.
El cristianismo tiene sentido y trascendencia según se admita o no la Resurrección de Cristo. No es un acontecimiento marginal de la fe, no es algo incorporado al cristianismo posteriormente, es el núcleo esencial de la fe cristiana. Pascua, como lo dice Karl Rahner, no es un acontecimiento del pasado, sino el comienzo de un acontecimiento, que está en marcha. La Resurrección de Cristo nos dice que la gloria ha comenzado ya. El futuro definitivo. Por eso los cristianos creemos que la historia y nuestra historia personal tienen un sentido propiamente victorioso sobre todas las oscuridades de la agonía y de la muerte. La historia de la humanidad ha llegado en su representante excelso, que es el Hijo del Hombre, en su Alfa y Omega, a su plenitud, a su eternidad. Ese principio del fin consumado se llama Jesús de Nazaret, que fue crucificado y resucitó.